Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

13 El combate de la pluma

Despertó oyendo ruidos de cascabeles y, por un breve instante, creyó que se encontraba junto al capitán Zorvun y sus soldados, durmiendo a campo abierto en las tierras xalyas en algún pasto con rebaños. Abrió los ojos y volvió a la realidad. El sol lo iluminaba todo, traspasando incluso la gruesa tela del carromato. Hacía un calor mortal.

El carruaje avanzaba lentamente y las ruedas crujían y chirriaban. Aydin y Hadriks estaban ambos sentados en la parte delantera y murmuraban entre sí sin romper la tranquilidad del ambiente.

Dashvara bajó una mirada hacia su herida. Tenía el torso desnudo y su piel transpiraba a gotas gordas. Un gran vendaje blanco le aplastaba toda la parte superior del abdomen. Al no ver sangre en ella, se relajó.

Hadriks rió quedamente ante las palabras murmuradas del ternian y levantó un brazo para señalar algo. Como no deseaba interrumpirlos ni hablar con ellos de momento, Dashvara volvió a posar la cabeza contra lo que le pareció ser una alfombra enrollada. Un saco, a su derecha, le resultó familiar. Sobre él, reconoció su camisa, aún ensangrentada, y su pañuelo Shalussi. Así que seguía teniendo sus pertenencias, se alegró. Tendió una mano y abrió el saco. Ahí dentro, había un trozo de cuerda que había recuperado de las caballerizas, unos trapos, así como un vaso de barro y frutos secos. También reconoció la barra de metal robada en la herrería de Orolf. Él no la había metido ahí y supuso que alguien la había retirado de su bota y la había guardado. La cantimplora de agua, en cambio, no la vio. En el fondo, su mano topó con la figurilla de madera, regalo del viejo Bashak. La sacó y contempló largo rato la serena solemnidad del rostro esculpido.

—Se me había olvidado que eran Fiestas de la Dádiva en Rocavita —comentó la voz de Hadriks—. ¿Crees que podríamos intentar vender algunas mágaras?

—Si quieres intentarlo… —Aydin se encogió de hombros—. Pero las alfombras las venderemos en Dazbon.

Dashvara volvió a colocar la figurilla en el saco y se enderezó. Enseguida, Hadriks, advertido por algún sexto sentido, le echó un vistazo.

—Maestro —murmuró—. Se ha despertado.

Aydin Kohor siguió la dirección de su mirada y realizó un breve gesto con la cabeza.

—¿Cómo te sientes?

—Mejor —contestó Dashvara—. Mucho mejor.

—Estamos llegando a Rocavita —lo informó Aydin—. Ahí, te aconsejo que te hospedes en el albergue hasta que la herida cicatrice por completo. Informaré al curandero del pueblo para que te cambie el vendaje.

Dashvara no replicó de inmediato. Se acababa de acercar a la parte delantera y la vista lo embelesó. A un lado, había un enorme campo con extraños arbustos retorcidos. Del otro, se extendía un campo de hierba con varios rebaños de ovejas guiados por pastores. Y al frente, se alzaba una pequeña colina rocosa en la que se apiñaban casas aún más blancas que las de los estepeños. No estaban hechas con piedra sacada de las Montañas de Padria, sino de las canteras sureñas de Maeras, adivinó.

—Es una gran ciudad —observó. Dashvara jamás había visto tantas casas juntas.

Advirtió la sonrisilla del ternian.

—Digamos que es más bien un pueblo —lo corrigió este con tono ligero—. Tiene dos mil habitantes como mucho. Dazbon tiene sesenta mil.

A Dashvara le recorrió una extraña sensación de empequeñecimiento. Sabía, por Maloven, que Dazbon era considerada una de las ciudades más grandes de la costa del Océano Caminante, pero nunca había pensado que un día se encontraría tan cerca de ella.

De pronto, se oyeron exclamaciones de sorpresa y alegría. Los dos carromatos de delante se detuvieron y, al inclinarse peligrosamente a un lado, Hadriks soltó con una ancha sonrisa:

—¡Es la caravana de Atisua!

—Atisua —sonrió Aydin—. ¡Hace como un año que no la veo! Es una magarista muy famosa —explicó a Dashvara mientras detenía el carromato—. Hadriks, quédate aquí. Enseguida vuelvo.

Dejando a un Hadriks mohíno, se apeó y adelantó los demás carruajes para ir a saludar a su compañera de oficio. Dashvara se puso las botas, la camisa y el pañuelo, recogió su saco y bajó a su vez con suma prudencia. Hadriks lo observaba, vacilante.

—Er… —carraspeó.

Dashvara enarcó una ceja una vez con los pies en el camino empedrado.

—¿Sí?

Hadriks sacudió la cabeza, enmudecido. El Xalya puso los ojos en blanco e iba a decirle que no tenía intenciones de retorcerle el pescuezo si hablaba cuando vio a Zaadma bajar del carromato de detrás y se olvidó totalmente del muchacho. La dazboniense había trocado su vestido rojo por unos pantalones abombados de tafetán azul y un jubón blanco. Parecía otra persona.

—¡No deberías moverte, primo! —lo reprendió Zaadma, acercándose a la carrera—. Por la Divinidad, vuelve a subir. ¿Por qué nos hemos detenido, Hadriks?

Dashvara se la quedó mirando, pensativo, mientras Hadriks explicaba que enseguida volverían a ponerse en marcha. Abrió la boca y Zaadma le pellizcó un brazo.

—Ahora no —murmuró—. ¿Cómo te sientes?

Dashvara torció la boca. No entendía muy bien a qué venía toda aquella mascarada de los primos.

—Perfectamente —replicó. La cogió por el brazo y la alejó del camino, cuchicheando—: Ahora vas a hacerme el favor de explicarme por qué demonios te haces pasar por mi prima.

Zaadma rechinó los dientes.

—No hables tan fuerte.

—No estoy hablando fuerte —retrucó Dashvara.

Zaadma puso cara tensa y echó una ojeada hacia Hadriks. Este los miraba de soslayo, curioso.

—Verás —murmuró Zaadma—. Yo…

Se interrumpió cuando ambos vieron a Rokuish acercarse con expresión jovial.

—Vaya, ¡tienes un aspecto fenomenal! —comentó.

Dashvara lo contempló, atónito.

—Me alegro de verte, Rok, pero… ¿qué haces aquí exactamente?

—Ya te lo he dicho hace unos días —replicó el Shalussi—. Cuidando de dos locos de remate. Y visitando el mundo —añadió con una ancha sonrisa. Se giró hacia Zaadma—. ¿Le has explicado tu problema?

—Se lo iba a explicar —replicó ella y se apartó un poco más del camino—. Verás, Odek. Te pido disculpas por haberme tomado la libertad de mentir sobre esto pero lo he hecho por una muy buena razón. Seré concisa. Soy la hija ilegítima de un senador en Dazbon llamado Sarfath Andeyed. Sarfath es un hombre muy recto que odia los escándalos y, por consiguiente, me odia a mí porque teme que yo revele la relación que tuvo con la Condesa de Twach y eche a perder toda su carrera. Cuando murió mi madre, me quedé sin dinero para pagar la matrícula de la Ciudadela y él me ofreció una renta de treinta monedas de oro anuales, pero me la ofreció con tal desdén que yo la rechacé por mi estúpido orgullo. La última vez que lo vi, hace tres años, fue cuando me encerró el Tribunal en un monasterio por un delito que cometí. Mi padre me dijo que, sin su intercesión, me habrían metido en la cárcel para cinco años. Y como yo me fugué con Aldek… —Zaadma marcó una pausa, echó un vistazo hacia los carromatos y añadió a toda prisa—: Si la guardia o mi padre se enteran de que estoy en Dazbon, me mandarán prender por fuga. Pero… no tienen por qué saberlo —sonrió—. Si me hago pasar por una estepeña de toda la vida que viene a Dazbon con sus dos primos, nadie podrá adivinar quién soy. De ahora en adelante me llamo Zaetela de Shalussi, Zae para vosotros. Espero… que no te moleste. Rokuish dijo que no le molestaba, ¿verdad? No tenéis por qué hacer nada vosotros —aseguró—. Incluso podéis volver a la estepa cuando queráis. Shizur, el comerciante de vinos, me ha prometido que me ayudará a encontrar un trabajo en una botica presentándome como Zaetela de Shalussi. Shizur es un hombre admirable. Nos perdonó por haberle estropeado para siempre su carromato. Y yo… esto…

Calló y tragó saliva ante la mirada fija de Dashvara. Este estaba cavilando sobre las extrañas actuaciones de Zaadma cuando Aydin les llamó la atención. Varios carruajes pasaban ya por el camino, en el sentido contrario, y el primer carromato de la caravana dazboniense se volvió a poner en marcha.

—Bueno, ¿qué dices? —lo apremió Zaadma.

Dashvara hizo un vago ademán.

—Te contestaré en cuanto lleguemos a Rocavita.

Dashvara volvió a su carromato con su saco y Zaadma y Rokuish regresaron al suyo. Los caballos avanzaron y pronto llegaron a las primeras casas de Rocavita. Dashvara sentía claramente que aún le fallaban las fuerzas pero estaba harto de permanecer tumbado, de modo que se sentó no muy lejos de la parte delantera para poder contemplar la ciudad. Jamás había visto algo igual. Había gente ataviada con largas túnicas ricamente adornadas, otros llevaban calzas abombadas o ajustadas y los más lucían turbantes o sombreros de colores vivos. La mayoría eran humanos, pero no todos. Había elfos, tiyanos e incluso vio una pequeña silueta que al principio tomó por un niño y que resultó ser un mediano. Había calles empedradas, talleres y hasta casas de tres pisos, con columnas de piedra grabadas y filigranas en las puertas. El Torreón de Xalya siempre había sido considerado por los estepeños como un edificio imponente, de arquitectura antigua y resistente; Rocavita no era imponente: era hermosa. Rectificó rápidamente cuando pasaron por una plaza en la que se erguía la estatua de un enorme dragón construido en mármol blanco. Admirando tamaño prodigio, Dashvara sintió que los ojos se le humedecían. Sabía que en Dazbon y las ciudades vecinas eran fervientes creyentes del Dragón Blanco, al que llamaban algunos «la Divinidad». Desde luego, los artistas autores de la escultura habían conseguido que el Dragón Blanco inspirase como mínimo un profundo respeto.

—Impresionante —comentó.

—¡Ah! —se rió Aydin—. Si Rocavita te parece impresionante, Dazbon te parecerá un regalo divino.

Los caballos no subieron toda la colina: atravesaron una calle que la rodeaba y se detuvieron en la parte sur del pueblo, ante un alto edificio con los portones abiertos. Penetraron en un patio donde se ordenaban ya, contra un muro, seis carruajes de comerciantes. Varios gatos cómodamente tumbados a la sombra sobre el muro del fondo observaban el súbito ajetreo con ojos adormilados.

En cuanto detuvo el carruaje, Aydin se marchó a pagar la estancia del vehículo con los demás mercaderes. El rumor del pueblo era muy diferente al que estaba acostumbrado Dashvara. Curioso por ver más, volvió a recoger su saco y ya se estaba apeando cuando Hadriks, que se había quedado junto al carromato para montar la guardia, preguntó con viveza, como armándose de valor:

—¿Cómo te has hecho esa cicatriz?

Dashvara lo miró con sorpresa.

—¿Cuál?

—La del hombro. El maestro Aydin dice que eso no pudo ser provocado por una arma cortante. —Apartó la mirada y se apresuró a decir muy formalmente—: Perdona mi indiscreción.

Dashvara sonrió. Por algún motivo, Hadriks le recordaba a Saodar, su hermano pequeño.

—Tu maestro tiene razón. Esa herida me la hizo un lobo furiento a los quince años. —Se apoyó contra una de las tablas bajas del carruaje y contó—: Estaba montando la guardia una noche cuando oí a la bestia. Como era un imbécil en aquella época, no grité enseguida y quise espantar al lobo yo solito. No sabía entonces que los lobos furientos no se espantan ni ante un dragón. Cuando se acercó demasiado, cometí el segundo error: le di la espalda y corrí hacia el campamento gritando como un energúmeno. Por suerte, tuve un rayo de lucidez y me giré justo a tiempo para que el lobo no me saltase al cuello. Y lo maté. —Sonrió ante la expresión estupefacta de Hadriks—. Ya sabes, muchacho, nunca le des la espalda a un lobo y, en cuanto lo veas, retrocede con cautela y grita.

Hadriks asintió, boquiabierto. Un carraspeo divertido resonó junto al carromato y Dashvara se giró. Zaadma y Rokuish se habían quedado escuchando la narración y ambos lo miraban, entretenidos.

—¿Realmente lo mataste tú solo? —preguntó Rokuish, escéptico.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Si no lo hubiese matado yo solo, me habría matado él a mí. Mis compañeros habrían llegado demasiado tarde.

—¿Así que la historia es cierta? —se emocionó Hadriks.

Dashvara sonrió más abiertamente.

—Cierta como lo es mi cicatriz. ¿Este es el albergue?

El muchacho asintió y les señaló una puerta.

—Por ahí se entra al albergue. Y afuera está la puerta de la taberna. Se llama el Gatomiel. Es un buen sitio y relativamente barato para Rocavita. Podéis pedir una comida para tres por doce dettas.

Dashvara observó, gratamente sorprendido, el cambio de actitud de Hadriks.

—Gracias —le dijo.

En cuanto se hubieron alejado, saliendo del patio para ir a la taberna, comentó:

—Si mis recuerdos no me engañan, los dettas son monedas de plata, ¿no?

Caminaban con lentitud, siguiendo el ritmo cauteloso de Dashvara. Zaadma asintió.

—Ajá. Los dettas son décimos de los denarios. Y luego están los dragones, que son de oro. —Suspiró—. Me va a costar acostumbrarme a dejar de ver tanta moneda de oro. Con esos quinientos dragones que me gané con los Shalussis, me podría haber pasado diez años en Dazbon viviendo cómodamente sin preocuparme por el dinero. Pero, qué diablos, las sorpresas en la vida valen más que quinientos dragones —añadió, sonriente.

Dashvara y Rokuish intercambiaron una mirada jocosa. De la taberna, salían entrechoques de cubiertos y un barullo moderado de voces. Los dos estepeños iban a entrar cuando Zaadma alzó una mano para detenerlos. Le echó una mirada elocuente a Dashvara.

—Aún no me has contestado, primo. —Hizo una mueca incómoda y los miró a ambos con un destello sincero en sus ojos negros—. De verdad que yo no quiero meteros en ningún lío. Pero me haríais un gran favor si simplemente os hicierais pasar por mis primos, sin hacer nada particular.

Dashvara había reflexionado un poco sobre la cuestión, aunque el problema en sí era fácil de resolver. Juntó ambas manos y dijo con calma:

—No niego que tus razones sean válidas. El único problema, en tu plan, es que partes del principio de que yo voy a ir hasta Dazbon.

Zaadma meneó la cabeza con energía.

—Dazbon está a unas horas a caballo de Rocavita. Y si jamás has visto la Ciudad del Dragón Blanco, sería casi un sacrilegio dar media vuelta a estas alturas, ¿no crees? —Le dedicó una sonrisa inocente.

Dashvara puso los ojos en blanco, divertido.

—Vayamos a sentarnos. Y si tienes dinero, te estaría muy agradecido que me pagaras esos cuatro dettas por el favor de llamarte prima.

Zaadma sonrió con todos sus dientes.

—A mi primo yo le compraría el albergue entero si pudiera.

—¡Ja! —soltó Rokuish—. No empieces a hacer promesas que podrían tentarme.

—Se lo decía a Odek, no a ti —retrucó Zaadma, traviesa.

Dashvara meneó la cabeza sin hablar. El dolor de su herida se había avivado con los movimientos y cuando penetraron en la taberna le entró tal mareo que titubeó y se sentó a la primera mesa vacía que encontró. Rokuish y Zaadma tuvieron que dar media vuelta, sorprendidos.

—El primo aún no está del todo recuperado —explicó el Xalya.

Ambos se sentaron a la mesa y, mientras Zaadma le iba leyendo a Rokuish el menú del día, inscrito con tiza junto al mostrador, Dashvara paseó una mirada apagada por el establecimiento, mesándose la barba con una mano distraída. Las expresiones desfilaban ante sus ojos, sonrientes, semidormidos, astutos o severos. Una pareja de viejos jugaba a cartas en la mesa vecina; más allá, unos jóvenes con turbantes se preparaban para cenar charlando tranquilamente entre ellos; y en una esquina, dos hombres con el rostro oculto tras un pañuelo negro escudriñaban a los parroquianos, como buscando a alguien. Dashvara cruzó la mirada de uno y frunció el ceño. Se volvió hacia Rokuish cuando vio a este agitar vivamente la cabeza.

—Tengo que aprender a leer —afirmó el Shalussi—. No es posible que esos garabatos puedan decir tanta cosa sin que yo me entere.

—Podría enseñarte —propuso Zaadma.

Rokuish la miró, agradablemente sorprendido.

—¿Lo estás proponiendo en serio?

Zaadma puso cara de quien medita largamente sobre la cuestión y al fin admitió:

—Mm… depende. Si resultas ser tan inútil con la pluma que con el sable como dijo Odek…

Dashvara dio un respingo.

—Yo nunca dije que fuera un inútil —protestó.

Rokuish había palidecido. Zaadma puso los ojos en blanco.

—Tal vez no lo dijiste, pero se te notaba en la cara cada vez que te preguntaba qué tal te iban los entrenamientos. ¿Qué pasa? —añadió, riendo, al verlos molestos a ambos—. ¡Ni que fuera un motivo para avergonzarse! Personalmente, que un hombre sepa manejar un sable no lo hace más atractivo ni más inteligente. Por eso jamás pude congeniar realmente con Walek. O con Nanda. Ambos siempre han pensado que el respeto hacia su persona aumenta proporcionalmente al número de enemigos derrotados. Es otra cultura… —Cerró la boca y miró a los viejos de la mesa vecina con el rabillo del ojo—. Quiero decir, técnicamente, es nuestra cultura —rectificó—, pero jamás la entenderé.

Dashvara y Rokuish se miraron y sonrieron.

—Tienes toda la razón, Zae —aprobó el Xalya—. Matar no produce respeto. En todo caso, puede salvarte la vida.

El rostro de Zaadma cambió de expresión.

—O bien puede cumplir una venganza —murmuró.

Dashvara frunció el entrecejo.

—O impartir justicia —replicó.

En ese instante, un enano con una túnica colorida se acercó a la mesa. Llevaba un brazalete característico en el brazo, así como un librito y un lápiz de plomo negro en la mano.

—Bienvenidos al Gatomiel. ¿Es para cenar? —preguntó y como los tres asentían recitó—: El menú del día lleva pasta de trigo con verduras, calabaza y huevos fritos aderezados con aceite de oliva de calidad Kwata. Cuesta cuatro dettas por persona. ¿Queréis alguna bebida especial? Tenemos vino blanco de Hikutia, vino negro de Atalbella y vino rojo de nuestros mejores viñedos de Rocavita —enumeró con tono ameno—. Son ocho dettas la botella. Para el postre, también tenemos limonada fresca, vino de coco, leche de cabra, licor de manzana, té de…

—No, gracias —lo interrumpió Zaadma, sonriente—. Con un poco de agua y el menú será suficiente.

El enano efectuó una inclinación.

—Como deseen.

En cuanto se marchó el enano, que parecía tomarse su trabajo con una alegría ejemplar, Rokuish silbó entre dientes.

—Vaya, eso tiene pinta de ser un menú consistente.

Zaadma se contentó con decir con una ancha sonrisa:

—Es un menú republicano.

Pensativo, Dashvara vio a los dos ancianos de la mesa vecina guardar las cartas y levantarse para ir a pagar las bebidas consumidas. Todos, en aquel local, pagaban por comer. Era… una idea desconcertante. Él nunca le había dado importancia al dinero. Al fin y al cabo, en Xalya, jamás había tenido que pagar para comer o para hospedarse. En su tierra, los intercambios comerciales eran escasos y los metales apenas se usaban más que para fabricar armas o utensilios. ¿Para qué usar dinero si, siendo todos hermanos, repartían sus productos según las necesidades? Sí, sus ancestros habían almacenado una gran reserva de oro en el torreón y también era cierto que esta los había sacado de apuros cuando, diez años atrás, una epidemia en el ganado había obligado al señor Vifkan a deshacerse de la mitad del oro para comprar comida a los mercaderes shalussis y esimeos. La otra mitad, ahora, debía de estar repartida por toda la estepa entre los clanes.

Ojalá se hubiesen llevado sólo el oro…

La voz de Zaadma lo sacó de sus pensamientos.

—Retomando —dijo ésta en voz baja, inclinándose sobre la pequeña mesa—. Ahora que se han marchado nuestros vecinos, me gustaría hacerte una pregunta, Odek.

Un movimiento atrajo la atención de Dashvara en aquel momento: los dos hombres con el rostro oculto acababan de levantarse al ver entrar a un hombre barbudo con turbante negro por la puerta que comunicaba con el albergue. Dashvara estuvo a punto de enseñar los dientes como un lobo sanfuriento al reconocerlo. Ese hombre era uno de los guardias de Arviyag, el esclavista que había comprado a las Xalyas por mil setecientas monedas de oro. El que recluía a Fayrah.

Se obligó a apartar la mirada y a permanecer tranquilo.

—Llámame Dash —soltó.

Zaadma se turbó.

—Está bien. Dash. Verás, siento mucho lo que ocurrió con tu clan. Adivino tu desesperación y… bueno, mejor no hablo de ello porque seguramente me dirás que no soy capaz de adivinar algo tan terrible, así que yo simplemente quería saber si…

Zaadma calló, nerviosa. Entretanto, Dashvara vio a los hombres embozados salir de la taberna. No le habían dirigido ni una palabra al hombre de Arviyag, y aun así tenía la certidumbre de que había sido su presencia la que había motivado su súbita salida. No parecían ser guardaespaldas pero, si Dashvara de verdad quería sacar de ahí a las Xalyas, tenía que asegurarse de que no tendría perseguidores; y rápido, pues no le cabía duda de que aquella noche sería el mejor momento para llevar a cabo su plan, antes de llegar a Dazbon.

Bien. Sólo me falta elaborar un plan que funcione y que no atraiga problemas a mi hermana y a las demás, reflexionó. Se giró hacia Zaadma y al ver que aún vacilaba la animó:

—¿Qué querías saber?

Zaadma le echó una rápida ojeada a Rokuish antes de proseguir:

—Verás, Rokuish y yo hemos estado pensando. Si de verdad eres el hijo del jefe de los Xalyas, significa que tu padre te entregó como prisionero falso para salvarte la vida. ¿Y sólo te salvó a ti?

Dashvara no contestó de inmediato porque en ese instante el enano regresaba con una gran bandeja humeante que contenía tres anchos cuencos de pan relleno con huevos, trozos de calabaza y otras verduras.

—¡El Gatomiel os desea buen provecho! —exclamó alegremente.

Le dieron las gracias. A Dashvara se le hizo la boca agua: se moría de hambre. Cuando él y Rokuish ladearon la cabeza, escudriñando el plato, Zaadma preguntó, extrañada:

—¿Qué estáis buscando?

Ambos alzaron la vista y contestaron al mismo tiempo:

—La cuchara.

Zaadma soltó una risita.

—No hace falta cuchara para comer este plato. Se coge de ambos lados, se aplastan las extremidades y se come como un bocadillo.

Mientras hablaba, había seguido sus propias instrucciones y le dio el primer bocado a su porción. Soltó un gemido de placer.

—¡Hacía tres años que no comía una cena tan exquisita! —se emocionó.

Dashvara cogió su propio bocadillo y, en cuanto empezó a comer, tuvo que reconocer que era bueno aunque… tenía un sabor pero que muy especial. Pronto tuvo la boca en fuego. Resopló soltando maldiciones, se sirvió un vaso de agua a toda prisa y lo apuró.

—¡Por mi madre! —exclamó Rokuish.

Zaadma se echó a reír mientras el Shalussi agarraba la botella de agua para beber a morro.

—Debe de ser la pimienta —se burló la alquimista—. En la Ilustrísima República de Dazbon, casi todos los platos llevan pimienta.

Dashvara volvió a resoplar. Le dio unos cuantos bocados más a ese fuego traicionero y, al cabo, lo dejó en el plato y terminó el agua que quedaba en la botella mientras echaba otro vistazo a su alrededor. Comprobó que el hombre de Arviyag había salido de la taberna sin cenar. Posando de nuevo la botella, adivinó sin dificultad que tanto Zaadma como Rokuish esperaban que hablara.

Qué importa ahora, se dijo. Que sepan lo que soy y lo que me propongo. Ambos me han salvado la vida.

Se recostó contra el muro pegado al banco en el que estaba sentado. La presión contra su herida amainó un poco y se sintió más descansado.

—Me has preguntado por qué mi padre me salvó sólo a mí —empezó con calma—. La razón es sencilla: fue porque pensó que yo era el único capaz de llevar a cabo lo que me pidió. Para mí habría sido más fácil morir a su lado que contemplar desde el bando enemigo cómo una alianza de clanes acababa con mi familia y mi pueblo.

Percibió un ligero encogimiento por parte de Rokuish y se giró hacia él.

—Siento haberte mentido, Rok. Te mentí cuando te dije que mi familia había sido asesinada por los Xalyas. Te robé el sable como el peor de los ladrones. Y luego te mentí a medias cuando te dije que un verdadero Xalya no habría matado a un hombre por la espalda. Te pido disculpas, ya que has demostrado ser un verdadero hermano perdonándome la vida aquel día.

Rokuish sacudió la cabeza.

—Zae me contó cómo murió Nanda —replicó—. Tal vez alguien como Walek no lo habría entendido, pero yo habría hecho lo mismo que tú… en el caso de que hubiera tenido el valor de llevar mi venganza a cabo. Si yo hubiese tenido la sospecha de quién eras… —se sonrojó— no sé lo que habría hecho, sinceramente —admitió.

Dashvara esbozó una sonrisa.

—Probablemente habrías querido cerciorarte de que era un Xalya preguntándomelo a mí directamente. Y entonces me habrías obligado a huir o a matarte.

Rokuish puso los ojos en blanco y recitó:

“Si deseas matar a un hombre criminal y, para ello, tienes que matar a inocentes, debes renunciar a matarlo o bien escoger otro camino.” Tú mismo me lo dijiste. —Sonrió—. Sé que no habrías sido capaz de matarme.

Dashvara le devolvió una sonrisa vacilante, admirado por su confianza.

—Tal vez no —admitió.

Su consciencia se lo habría prohibido, cierto, pero a veces ni ella era capaz de serenar una mente dominada por el pánico y la venganza. Qué diablos, pensó. La vida de un inocente valía infinitamente más que la muerte de un asesino. Dejarse llevar por los instintos en actos de grandes consecuencias era siempre, además de un peligro, una estupidez; y un Xalya jamás se doblegaba, ni ante las pasiones de su propia mente.

Su sonrisa se ensanchó.

—Seguramente —añadió—. En cualquier caso —retomó—, mi padre no me dejó con vida por compasión y si yo renuncié a morir con dignidad fue por la obligación que tiene un hijo Xalya de obedecer a los deseos de sus padres y ancestros. De no ser por el señor Vifkan, habría muerto para defender a mi familia. Aunque me doy cuenta de que en tal caso habría actuado como un cobarde por querer acompañarla en su pérdida y evitarme el sufrimiento.

Zaadma se mordió el labio e iba a decir algo cuando Rokuish habló:

—Y, sin embargo, cuando estuve a punto de acabar contigo, dijiste que la venganza de los Xalyas era inútil. De modo que has renunciado a matarlos a todos, ¿verdad?

Dashvara lo miró a los ojos, estupefacto.

—¿Cuándo diablos he dicho que renunciaba a la venganza, Rok? Dije que la codicia de los jefes shalussis, esimeos y akinoa habían provocado la muerte de mi clan. Y dije que si morían ellos, habría otros para sustituirlos. Pero jamás dije que renunciaba a nada. Soy el heredero de los señores de la estepa y mis sables serán quienes impartan la justicia del Ave Eterna.

Hubo un breve silencio en la mesa más próxima y se dio cuenta de que había elevado la voz. Luchando contra el cansancio, Dashvara se levantó.

—Y ahora, si me disculpáis, voy a dormir.

Zaadma asintió y se levantó a su vez. Sus ojos reflejaban turbación.

—Sí, creo que será mejor que duermas. Pediré un cuarto para tres. E iré a buscar a Aydin para que examine otra vez tu herida.

Dashvara asintió, y ya se alejaba con su saco hacia la puerta del albergue cuando percibió las palabras de Rokuish:

—Hay que hacerlo entrar en razón, Zae. O acabará matándose.

Dashvara esbozó una sonrisa mientras se alejaba. Tranquilo, Rok. No tengo la intención de morir. Pasó cerca de los jóvenes con turbante y los vio fijarse en su camisa aún manchada de sangre. Cruzó la sala sin prisas y empujaba la puerta cuando Rokuish lo alcanzó. Pasaron al vestíbulo del albergue en silencio. El Shalussi parecía estar buscando sus palabras. Dashvara se detuvo ante la puerta abierta del patio y echó un vistazo a los carromatos. Los contó. Eran nueve. ¿Cómo saber si el carromato en el que habían transportado a las Xalyas era uno de ellos?

Rokuish posó una mano fraternal sobre su hombro.

—Creo que necesitas dormir en una cama de verdad —apuntó—. Luego, seguramente verás tu situación con más claridad.

Dashvara echó un vistazo hacia el cielo. Empezaba ya a oscurecerse. Unas súbitas palabras le vinieron en mente y las pronunció:

Sdatalon Ohode'l masja saari ilsiuatar. —Le echó una ojeada a Rokuish y recordó que, al ser Shalussi, no podía conocer el idioma antiguo de la estepa—. La sombra del sol que huye no llega nunca hasta el alma —aclaró. Vaciló y agregó—: Salvo cuando esta muere.

Rokuish permaneció un instante en silencio.

—¿Qué idioma es ese? —inquirió con curiosidad—. ¿El Xalya?

Dashvara sonrió. Había un pequeño borde de piedra en el muro y se sentó para reposar mientras explicaba:

—En cierto modo. Es el oy'vat. La lengua sabia. El idioma de los Antiguos Reyes. En el torreón, la mayoría de los libros estaban escritos en lengua sabia.

Esbozó una sonrisa al ver al Shalussi escucharlo con interés y contempló las sombras que invadían el patio, ensimismado.

—Hubo… grandes sabios entre los estepeños antiguos, Rok —susurró—. Cada individuo tenía una manera distinta de ver la vida. Pero todos compartían los mismos valores fundamentales. Todos se respetaban y todos le daban una esencial importancia a la dignidad y a la confianza, pero sobre todo a la fraternidad, que es madre de toda la Vida Verdadera que existe en este mundo. —Sonrió, divertido, al ver la expresión fascinada de Rokuish y prosiguió—: Un día, cuando entrenábamos, te dije que el mayor combate se libra en el interior de uno mismo durante toda la vida. No sé si lo recordarás.

Rokuish asintió.

—Lo recuerdo.

Dashvara inclinó levemente la cabeza.

—Los grandes sabios decían que ese combate era un poco como mantener por la fuerza de tu voluntad una pluma en pie al borde de un precipicio. Cuando no sopla el viento, la pluma permanece en pie sin problemas, pero no debe distraerse en ningún momento ni inclinarse ella sola hacia el precipicio porque, en cuanto se avecine una tormenta, la pluma luchará contra el viento si no quiere ser arrastrada hacia el fondo.

Rokuish hizo una mueca, escéptico.

—Er… ¿cómo va a luchar una pluma sola contra el viento, Odek?

Dashvara juntó ambas manos ante sí. ¿Por qué diablos le estoy hablando del Ave Eterna a un Shalussi? Misterios de la vida, sin duda.

—Precisamente esa es la clave —contestó—. Una persona que no cree que una pluma puede luchar contra el viento se dejará llevar creyendo imposible luchar contra lo imposible.

Rokuish se encogió de hombros con el ceño fruncido.

—Ciertamente, luchar contra lo imposible parece más bien imposible.

—Más bien —sonrió Dashvara—. Algo imposible no dejará de serlo por más que creas lo contrario. Pero ¿y qué si ese imposible resulta no serlo en realidad? En ese caso, si no se deja doblegar desde el principio, la pluma siempre tendrá más posibilidades de superar la fuerza que la arrastra —sonrió, mirando a Rokuish con convicción—. Cuando no te queda otra, más vale ser positivo y pensar que tu pluma puede resistir ante un vendaval. Pensándolo, puede que consigas salir adelante.

Rokuish estaba dándole vueltas a sus palabras cuando la puerta de la taberna se abrió y Zaadma apareció con una llave en la mano.

—¡Cuarto número diez! —declaró—. Está en la planta baja. Dame ese saco, primo, lo llevaré yo. Shizur dice que puede esperar un día más en Rocavita, para que puedas descansar todo lo necesario, y así podremos viajar en su carromato. Dice que tiene aquí un amigo al que le gustaría hacer una visita.

Dashvara asintió y se puso en pie sin entregarle el saco.

—Es muy amable de su parte —dijo.

—Shizur es el hombre más amable que he conocido en mi vida —afirmó Zaadma, mientras los adelantaba a los dos por el pasillo, para ir a abrir la puerta adecuada.

El cuarto resultó ser pequeño, pero limpio. Zaadma husmeó el aire, complacida.

—Huele a tomillo —constató. Se giró hacia Dashvara con aire autoritario—. Bueno. Túmbate inmediatamente, primo, y descansa todo lo que puedas. Y no te hagas el héroe. Yo iré a buscar mi narciso de luna en el carromato. Rok, no te muevas de aquí. Luego iré a buscar a Aydin.

Dashvara la observó salir de la habitación con una mezcla de diversión y exasperación.

—Da más órdenes que un capitán —comentó, burlón.

Dejó su saco en el suelo, junto a la cama más cercana a la puerta, se sentó y se quitó la camisa para echar una ojeada a su vendaje. En cuanto empezó a retirar este último, Rokuish se abalanzó hacia él.

—¿Pero qué haces? —protestó, agitado—. ¡No puedes quitarte el vendaje!

—Tan imposible no parece ser —replicó Dashvara con calma, sin detenerse.

Rok lo contempló, disgustado.

—Pues si ocurre una catástrofe, no me culpes a mí.

—No va a ocurrir ninguna catástrofe. Dime, Rok, ¿conservaste mis sables?

La pregunta sorprendió al Shalussi.

—Pues… bueno, menos el de Nanda, se lo llevó Walek. Los de Orolf y el mío los tengo en el carromato de Shizur. ¿Pero qué…?

Calló cuando Dashvara, dejando el vendaje a un lado, descubrió el cataplasma. Era semitransparente y se veía a través. La llaga parecía bien cicatrizada y Dashvara, que había tenido el privilegio de examinar su herida el primero, tuvo que reconocer que Aydin había operado un milagro.

—Vaya —musitó Rokuish, impresionado—. Parece que ya estás curado. Aunque no te fíes —añadió—. Recuerdo que hace unos cinco años un hombre recibió una herida parecida. Vika lo cuidó y, dos días después de declararlo curado, el hombre murió. Así que no grites victoria, túmbate y deja de pensar en tus sables.

Dashvara se tumbó con precaución y determinó que jamás había probado un colchón tan cómodo. Juntó ambas manos detrás de su cabeza y soltó:

—Necesito respuestas. Ese Arviyag —aclaró—. Viaja con la caravana. Y tiene a mi hermana, además de a nueve Xalyas de mi pueblo. Tengo que detenerlo antes de que llegue a Dazbon —declaró.

Rokuish pareció haber recibido una cazuela en la cabeza.

—¿Qué? —tartamudeó.

La puerta se abrió en aquel instante y Zaadma entró canturreando con su narciso. Una dulce sonrisa iluminaba su rostro. Posó su tiesto cerca de la ventana y tan sólo cuando se dio la vuelta su expresión se cerró.

—¿Te has quitado el vendaje? —Se apresuró a acercarse y a inspeccionar la herida—. Por la Divinidad, no sabía que Aydin fuera tan bueno. Parece que está cicatrizándose rápidamente. —Acercó su rostro para husmear el producto. Arrugó la nariz—. Apesta a flor de Isakia.

Al verla inspeccionarlo tan de cerca, Dashvara hizo una mueca, molesto.

—Por favor, Zaadma…

—¡Zae! —lo corrigió ella, enderezándose—. Voy a llamar enseguida a Aydin. Y le voy a decir que te has quitado el vendaje sin mi autorización. Rok, vigílalo. Que no se quite el cataplasma.

Encendió un candelabro para iluminar el cuarto y salió de nuevo a grandes zancadas. En cuanto cerró la puerta, Rokuish se dejó caer en la única silla que había y resopló.

—Las Xalyas —murmuró—. Por supuesto. Se me habían olvidado. Así que… ¿tu hermana…?

—Vive y por mi vida que he de sacarla de las garras de ese esclavista esta misma noche —juró Dashvara—. Ya he esperado demasiado tiempo.

Rokuish se mordió el labio, absorto.

—No sé, Odek…

—Llámame Dash.

—Dash. —Sonrió—. Tendré que acostumbrarme. Pero… —Frunció el ceño—. Dash, escúchame bien. Arviyag es un hombre peligroso. Según me contó Andrek, es un pariente o un protegido especial del que llaman el Maestro, el que lleva todo el tráfico. Si te metes con Arviyag, tendrás problemas con la peor calaña de Diumcili. Antes volvería a la estepa a matar a los jefes de los clanes que meterme con ese traficante —aseguró.

Dashvara se encogió de hombros y miró el techo. El candelabro iluminaba el cuarto y las sombras danzaban suavemente en las paredes.

—Puedo hacer ambas cosas —dijo al fin—. El shaard que me educó estuvo en Dazbon una vez, hace más de veinte años. Me dijo que la esclavitud estaba prohibida y penada. Si eso sigue siendo cierto hoy, Arviyag habrá llevado a las Xalyas a algún escondite. —Marcó una pausa—. Te diré lo que voy a hacer. Voy a convencer a Arviyag para que libere a las Xalyas, o al menos para que me diga dónde se encuentran. Si no me hace caso, lo cual dudo… liberaré a mi pueblo de todas formas. Sólo necesito que me hagas un favor.

Rokuish enarcó una ceja sin abandonar su expresión reticente.

—Un favor, ¿eh? ¿Y qué quieres que haga? ¿que te sostenga mientras amenazas al traficante? Te estás recuperando de una herida casi mortal, amigo. Yo que tú esperaría unos días más y reflexionaría más detenidamente…

Dashvara lo interrumpió con viveza.

—He pensado en las consecuencias. Si espero a que Fayrah entre en Dazbon, probablemente no vuelva a encontrar su rastro en mi vida. Me gustaría que averiguaras en qué cuarto se hospeda Arviyag, si es que se hospeda en este albergue. —Vaciló—. Sin embargo, si no quieres ayudarme, lo entenderé. Sólo tienes que decirme que te pido demasiado.

Rokuish lo observó con fijeza unos segundos, y entonces suspiró.

—Supongo que, si no voy yo, lo harás tú.

Dashvara sonrió de lado.

—Supones bien. Si puedes, averigua dónde están las Xalyas. Pregúntale a Hadriks, tal vez sepa algo. Y Rok —lo llamó, al ver que este se levantaba. Meneó la cabeza, agradecido—. Decirte gracias sería poco. Puedes estar seguro de que, después de esto, aunque me pidieras que me cortase el brazo lo haría.

Rokuish puso cara asqueada.

—¿Pero qué diablos dices?

Dashvara le dedicó una mueca inocente.

—Perdón. Pero lo decía en serio.

Rok sacudió la cabeza, alucinado, y abrió la puerta, soltando:

—Haré lo que pueda. Y tú descansa.

Dashvara se tocó el dedo índice con los labios y lo apartó en un gesto solemne.

—Lo prometo.

Aguardó unos instantes y, tras una vacilación, se levantó. Volvió a ponerse la camisa ensangrentada y salió de la habitación, cerrándola sin la llave. La taberna estaba mucho más ruidosa ahora que antes, pero de todas formas no se dirigió hacia ahí, sino hacia el patio de los carromatos. Estaba oscuro y el portal estaba cerrado. Eso, probablemente, significaba que los muchachos que guardaban los carruajes habían podido marcharse a cenar, entre ellos Hadriks. Sin embargo, cuando pasó junto al carromato de Aydin, vio al muchacho sentado en el banco de su carruaje con un laúd abandonado entre los brazos. Estaba dormido.

Dashvara pasó al siguiente carromato y subió con sigilo, entrecerrando los ojos. ¿Dónde habría puesto Rokuish los sables? Rebuscó entre varios sacos de higos secos, chocó con algo metálico que resultó ser un clavo mal apuntalado y al fin topó con una manta que envolvía tres objetos alargados. Tres sables. Dashvara los sacó, los examinó a oscuras y creyó distinguir la serpiente roja en dos hojas. Dejó la otra en su sitio y se apeaba del carromato con ambas armas cuando divisó un movimiento rápido a su derecha. Queriendo evitar los saltos bruscos, se contentó con alzar sus armas.

—¿Quién anda ahí? —gruñó.

Percibió una respiración acelerada.

—Ssso… soy yo, Shalussi —balbuceó una voz asustada—. No me hagas daño, por favor.

Era Hadriks. Dashvara suspiró y dejó caer sus brazos.

—Tranquilo, Hadriks. Sólo venía a recoger mis pertenencias. Duerme en paz. No pretendía asustarte.

El muchacho estaba medio escondido debajo de su carromato. Salió, extendiendo su laúd como si quisiera defenderse. Dashvara sonrió.

—Muchacho, mejor te defenderías tocando el laúd que usándolo de garrote. Una pregunta, ya que estás aquí. Dime, ¿conoces a Arviyag?

Hadriks se turbó.

—¿Que si lo conozco? Sí… Es un comerciante. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Se hospeda en este albergue?

—No lo creo. El carromato se paró aquí, pero luego se marchó otra vez. Seguramente se hospedará en una casa particular. Es un hombre rico.

Dashvara lo detalló con la mirada.

—Comercia con personas —susurró—. ¿No es ese un delito en la República de Dazbon?

Hadriks se rebulló.

—Lo es. Por favor, Shalussi, no me hagas más preguntas sobre él. No quiero problemas.

Dashvara entornó los ojos.

—Negar un problema no lo hace menos real y tampoco te hace más sabio. Más bien todo lo contrario. Buenas noches, Hadriks.

Pasó no muy lejos de él y Hadriks volvió a coger su instrumento con ambos brazos, como abochornado.

—¿Son todos así, en la estepa? —preguntó.

Dashvara se detuvo.

—¿Todos cómo?

—Como tú. Quiero decir, así, cuando hablas, no pareces un salvaje y al mismo tiempo matas a personas. Y ahora parece que quieres volver a empezar.

Dashvara meditó unos instantes.

—Bueno… No todos son como yo. De hecho, creo que todas y cada una de las almas de este mundo tienen potencial para ser únicas y actuar como tales. —Guardó ambos sables en su cintura y añadió—: No te preocupes, Hadriks. Esta noche no voy a matar a personas. Voy a salvarlas.

Lo saludó cordialmente, le dio la espalda y regresó al albergue deseando con toda su alma que su afirmación fuese cierta.