Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat
Llovía a cántaros y el viento soplaba como si quisiera arrancar la Roca de su sitio. El Bor habría dicho que era una noche excelente para una evasión. ¿Tal vez para un robo también lo fuera? En cualquier caso, lo esperaba.
Aguardé hasta que el sereno pasara por la calle y se metiera en el Parque de las Piedras. Entonces, salí de mi escondite y me dirigí hasta el cerezo. Las pocas hojas que le habían quedado al árbol estaban ya cayendo. Y las hojas muertas del suelo rozaban unas con otras, transportadas por el viento. Trepé por el tronco y me detuve en la punta de la rama más cercana a la ventana con las cortinas rojas. Tendí la mano y alcancé el cristal. Di un toque discreto. Tras un silencio, apreté los dientes y di otro toque. Al fin, vi aparecer la sombra de una mano, las cortinas se movieron, y la ventana se abrió.
—«¿Eres tú?» cuchicheó la voz de Lowen.
Sonreí y, de un salto, me metí adentro.
—«Salú, Lowen,» susurré. Eché una mirada a mi alrededor y, como vi que el chaval iba a encender una linterna, siseé: «Ni hablar. No hagas luz. ¿Estás listo?»
—«Er…» Lowen carraspeó. «Tengo que vestirme.»
Dejé de tantear una mesilla. Creo que inconscientemente buscaba algo interesante que llevarme al bolsillo. Al fin y al cabo, Lowen era un buen tipo y me habría dejado coger cualquier cosa, ¿verdad? Me giré hacia él con intenciones de preguntárselo y me carcajeé por lo bajo. El pequeño mangaplatas estaba en camisón.
—«Apúrate, shur,» le dije.
Y Lowen se apuró. Rebuscó a ciegas en sus cajones, se cayó a medias para ponerse los pantalones y, cuando estaba ya con las botas, me senté junto a él y le solté:
—«¿Has hablado con mi amigo?»
Lowen asintió.
—«Sí. Le llevé todo lo que me pidió. Pero no he podido hablar mucho con él.»
Sonreí y le palmeé el hombro.
—«Gracias, compadre.»
Adiviné su sonrisa entre tímida y cómplice y, entonces, me levanté.
—«¿Listo?»
Lowen espiró de golpe.
—«Listo,» afirmó.
Se puso un abrigo, abrió la ventana y saltó al cerezo. No parecía ser la primera vez que bajaba por ahí. Y confirmé mi impresión cuando, al seguirlo, lo vi cerrar la ventana usando un hilo y una pequeña tranca exterior. Una vez en tierra nos alejamos tan discretamente como pudimos de la casa de Frashluc.
—«¿Vamos a los Gatos?» preguntó Lowen.
La pregunta era idiota: ya estábamos bajando las escaleras hacia el barrio. Aun así, repliqué:
—«Natural.»
Lo conduje al mismo callejón donde había realizado yo mis exploraciones. Hacía una noche de infiernos y no nos cruzamos con nadie. En el callejón, sin embargo, divisé un bulto acurrucado dentro de un barril tumbado. ¿Un perro? No, un guako. Decidí ignorarlo.
—«Sube,» le dije a Lowen.
Este no contestó de inmediato. Algo resonó, tal vez un postigo golpeado o una teja caída. Vi al pequeño mangaplatas sobresaltarse.
—«Espíritus,» murmuró. «¿Que suba adónde?»
Suspiré y señalé la gotera.
—«Por aquí. Hasta el tejado. Es fácil. Ya verás.»
Lowen lo intentó. Desde luego, no se podía decir que no lo intentó. Aunque también se quejó.
—«Me resbalan las manos.»
—«Aférrate,» le dije.
—«Pero está todo hundido,» protestaba él.
Suspiré, impaciente.
—«Si no puedes, te quedas aquí abajo, shur,» le previne. «Observa.»
Lo aparté de la gotera y me puse a trepar. Cuando llegué al tejado y miré hacia abajo, no pude ver nada. Llovía, venteaba y una ráfaga casi me tiró al vacío. Me apresuré a alejarme del borde. La madre, menuda noche…
Recuperé las ganzúas escondidas y esperé un rato, no sabiendo si Lowen conseguiría subir o no. No. No venía. Fue casi un alivio constatarlo. Me alejaba ya por el tejado cuando, a través del viento, distinguí un grito apagado. Desanduve lo andado y, cuando vi a Lowen colgado del alero del tejado, me precipité para ayudarlo a subirse. Por suerte, al contrario que su abuelo, era más bien delgado.
—«Fiambres, Lowen,» jadeé. «Estás majara. No sabes trepar. Haberlo dicho antes. Te caes de ahí y te escachufas, hombre.»
Lowen Frashluc no contestó: estaba demasiado ocupado recomponiéndose del susto. Lo agarré de la manga.
—«Arrea.»
Y arreamos. Rápidamente comprobé que el pequeño mangaplatas tampoco sabía andar por los tejados. Y, natural, el tiempo no ayudó. Llegamos así y todo bajo la ventana del despacho sanos y salvos. Nos sentamos contra el muro justo en el momento en que un relámpago iluminaba todo el cielo. El trueno sonó como un explosivo y pareció rasgar la ciudad entera.
—«La madre…» mascullé. Y me llevé las manos a la cabeza, como si me pudiera proteger mejor de la intemperie.
—«¿T… Tienes miedo?» preguntó Lowen.
Él, obviamente, lo tenía. Carraspeé y, en vez de mentirle, alcé una mano.
—«Esta es la ventana del despacho de Korther. Y el diamante está dentro.»
No sabía si realmente lo estaba, pero ¡con qué seguridad lo decía! Tosí.
—«Ayúdame a llegar hasta ella.»
Le dije que se levantara. Se levantó. Trepé por él y lo oí resoplar, hasta que me puse de pie sobre sus hombros y me agarré al borde de la ventana. A través del silbido de viento, oí unas campanas lejanas. Eran las dos y media de la noche. Bueno. Rebusqué en mi bolsillo y… Lowen resbaló y me quedé colgando de una mano al bordecillo. Pateé en vano, mi mano resbaló y caí a mi vez. Lowen gimió cuando recibió mi peso encima. Siseé:
—«Isturbiao.»
Volvimos a levantarnos y, esta vez, en cuanto estuve sobre sus hombros, saqué una piedra, la cubrí de un sortilegio de silencio y, rezando por que la trampa mágica no se activara de nuevo, la choqué contra el cristal. Se rompió. Bingo.
Apoyando los codos sobre el borde, metí la mano adentro, teniendo mucho cuidado con no tocar la ventana del exterior. Giré el pomo. Y abrí. Aunque fue el viento el que abrió de veras los batientes, empujándolos a lo salvaje. Me agarré bien al borde. No había saltado ninguna trampa. Por lo visto, Korther no había reparado la que yo había activado aquella tarde.
Pasé al interior pero no me atreví a moverme más. Solté un sortilegio perceptista a través de la habitación, no sé muy bien para qué. Entonces oí un:
—«¡Hey!»
Suspiré y me incliné junto a la ventana. Lowen estaba intentando trepar hasta ella. Tenía redaños, reconocí. Lo ayudé, entramos y cerré los batientes. El viento que se infiltraba por el cristal roto gemía como un perro herido.
—«¿Y ahora?» murmuró Lowen.
—«Buscamos,» contesté.
Realicé un sortilegio de luz armónica y me avancé en silencio por la habitación. Lowen se había quedado observando las bellas plumas que adornaban el escritorio de Korther. Abrí un cajón. Rebusqué. Nada. Abrí el armario y encontré ropa, trastos extraños, pero ni rastro del diamante. ¿Dónde, dónde podía estar?
Abrí todos los cajones, levanté las alfombras, subí arriba del armario y volví a soltar un sortilegio perceptista, concentrándome, buscando algún amasijo importante de energía. Lo malo era que en esa habitación había más de una mágara. Sólo ya encima del escritorio había unas cuantas, algunas simples baratijas y otras que, por estar a plena vista, no debían de ser muy valiosas tampoco.
Entonces, Lowen murmuró:
—«¿Y esto?»
Fruncí el ceño, me bajé del armario y me agaché junto a él. Señalaba algo debajo del escritorio. Ahí, encajada en la madera, había una caja. Tanteé, buscando una abertura. No había cerradura. Pero había abertura. No lo dudaba, pues mi sortilegio perceptista me decía: ahí hay un agujero, y ahí otro. Y eran demasiado rectos como para que fueran defectos de la madera. También noté un trazado energético. Una trampa. Esa era una buena noticia porque, si llevaba trampa, a lo mejor también guardaba dentro la Lágrima.
Traté de sacar la caja de donde estaba y pronto me di cuenta de que estaba clavada al suelo. Le di un puñetazo de impaciencia y suspiré.
“Ninguna caja fuerte es del todo segura,” me había dicho Yal un día. “Una caja fuerte, o se lleva, o se abre.”
Bueno, pues esta por lo visto iba a tener que abrirla. El problema era que no sabía cómo. Además, en cualquier momento podía activar la trampa sin querer y, zas, lo mismo me quedaba muerto, quién sabe.
Solté un sortilegio de luz y miré las ranuras. Estuve tanteándolas un buen rato, hasta que mi sortilegio perdió intensidad y lo reconstruí. Para asombro mío, la luz apenas alumbró la oscuridad. Tosí, estornudé y gruñí.
—«Lowen. Hay una botella de fósforo por allá, junto a la puerta. Coge una vela y enciéndela, ¿quieres?»
—«Pero si te funciona muy bien la luz armónica,» se extrañó Lowen.
—«No veo suficiente,» insistí.
De hecho, no veía casi nada. Lowen resopló y tendió una mano hacia la caja.
—«Pues yo lo veo muy bien. Es una abertura de esas que llaman de enigmas. Funciona un poco como las cajas fuertes con números, pero es un poco diferente. Mi padre me regaló una, sólo que mucho más pequeña. Ahí guardo mis canicas. Bueno, las que más me gustan, no todas…»
—«La madre, ya, ¿quieres traerme luz?» lo interrumpí. Estábamos metidos en el despacho de Korther ¡y el pequeño mangaplatas me hablaba de sus canicas!
Me senté con las piernas cruzadas debajo del escritorio. Cuando Lowen regresó, me sentía como si me hubieran anunciado mi muerte próxima. Temblaba de pies a cabeza.
—«Creo… que tenemos un problema,» dije.
—«Ya. Esta vela no alumbra mucho,» reconoció Lowen.
—«No es el problema de la vela,» murmuré, jadeante. «Es esta caja.»
—«Déjame, que la abro yo,» aseguró Lowen.
Meneé la cabeza y lo aparté.
—«No la toques. No lo entiendes. Fiambres, ¡que me he quedado ciego! No veo nada.»
—«¿Qué?» tartamudeó Lowen.
—«Que no veo nada,» siseé, alterado. «Que esta caja llevaba una maldita trampa. Y no tengo ni idea de cómo funciona…»
Durante unos instantes, tan sólo se oyeron el viento y la lluvia contra los cristales.
—«Lo noto,» murmuró de pronto Lowen. «Hay algo en el aire. Algo que pica los ojos.»
A mí no me picaban. Me ardían. Saqué un puñado de asofla y me lo metí todo en la boca. Lowen añadió:
—«Ahora tampoco yo veo nada.»
Suspiré, mascando, y sugerí:
—«Tal vez si nos alejamos se arregla.»
Agarrándonos, nos deslizamos fuera del escritorio hasta un rincón de la habitación. Esperamos un rato y entonces pregunté:
—«¿Sigues teniendo la vela encendida?»
—«En teoría, pero no veo nada todavía,» admitió Lowen. Carraspeó. «Creía que los Daganegras aprendíais a desactivar trampas.»
Tragué saliva.
—«Ya… Pero yo todavía no soy experto, qué quieres.»
Lowen suspiró.
—«Deberíamos volver otro día. Dos ciegos robando es un disparate.»
Me carcajeé por lo bajo.
—«Muy cabal. Pero no. Tenemos que abrir esa caja. Si salimos de aquí sin la Lágrima, no la encontraremos nunca. Y si no la encontramos nunca, Frashluc matará a mi amigo, me matará a mí y no le devolverá los ochocientos cuarenta dorados al Bor, y… y si me escachufo, se escachufa el Lobito y entonces Palmafría me perseguirá hasta los infiernos de la muerte, me lo dijo… A ti, claro, ni te va ni te viene. No sé por qué te metes en esto, shur. Si quieres afufarte, afufa. Yo sigo.»
Me entró un ataque de tos no precisamente discreto. Cuando me tranquilicé, me despegué de la pared y me avancé a ciegas hacia el escritorio. Entonces, oí un crujido. Una súbita corriente de aire provocó una ruidosa cascada de papeles. Y alguien soltó:
—«Es lamentable.»
Me detuve en seco, con la mirada en el vacío. Reconocí la voz. Era Rolg.
—«Lamentable e increíble,» intervino la voz de Aberyl. Se oyó una puerta cerrarse. «Dime, chaval. ¿Qué diablos estás haciendo?»
La voz era tranquila, pero percibí en ella un timbre poco propio de Aberyl: estaba enojado. Y cómo no iba a estarlo. En cuanto a mí, en ese instante, estaba deseando que entrara algún rayo por la ventana y me carbonizara de golpe. No contesté. Oí ruidos de pasos.
—«Cuidado, Ab,» soltó Rolg. «Hay varisigra en el aire. Los muchachos están ciegos.»
—«Y bien lo veo,» resopló Aberyl. «Muchachos, acercaos. Ahora. Si os quedáis ahí, la varisigra os comerá las entrañas.»
El pánico me llevó a avanzar hacia la voz. Tan sólo cuando sentí unas manos registrarme se me ocurrió que Aberyl había mentido como un bellaco.
—«Unas ganzúas. No nuestras, se ve a la legua,» comentó Aberyl. «Y una navaja. Ah. Y también asofla, claro. Sólo falta lo que querías robar y no has podido robar, ¿eh? Y tú, chaval,» añadió, dirigiéndose a Lowen. «¿Quién diablos eres?»
Hubo un silencio. Y un suspiro.
—«Rolg. ¿Puede que esa varisigra les haya quitado también el poder del habla?»
—«No. Ese polvo tan sólo afecta a los ojos. Se repondrán dentro de unas horas como mucho,» aseguró el viejo elfo. «De lo que no van a reponerse tan rápido es de su estupidez, me temo.»
—«Contesta, muchacho, ¿quién eres?» insistió Aberyl. «¿Qué? ¿Quieres que te arranque la oreja, granujilla?»
Oí un gemido y Lowen jadeó:
—«¡No tiene derecho a hacer eso! ¡Soy el nieto de Frashluc! ¡No me toque, bestia!»
Hubo un silencio incrédulo. Yo callaba. No tenía nada que decir. Mis acciones estaban claras. Y pedir perdón hubiera sonado a mocoso cobarde. De modo que asumí y, ciego y desarmado, me rendí a mis cofrades, como un sucio traidor, pero sin aspavientos.
—«¿Sabes qué?» dijo entonces Aberyl. «Vamos a meterlos en el sótano. Y voy directo a avisar a Korther. La sorpresa que se va a llevar cuando sepa que se le ha metido en casa el nieto de Frashluc. ¡El nieto de Frashluc, nada menos!» Ahora, parecía hasta divertido. «Vamos.»
Nos ayudaron a bajar las escaleras y nos encerraron en el sótano. Bueno, me encerraron en el sótano. De hecho, en el último minuto, Rolg decidió separarnos e interrogar más tranquilamente a Lowen, con lo que me dejaron solo. Única ventaja: no hacía frío. Me quité la ropa hundida, la escurrí como pude y me la volví a poner. Y me dije: si consigo afufarme, salgo de Éstergat. ¿No decía el Bailador que había encontrado asofla en Lysentam? Pues me iría a Lysentam. Sabía que no estaba muy lejos. A unos cincuenta kilómetros. En un par de días, llegaba. Pero para eso, antes, tenía que evadirme. Y evadirse de un sótano sin ventanas y con los ojos que no veían nada era más bien difícil.
Meneé la cabeza. ¿Pero en qué estaba pensando? No podía marcharme de Éstergat y dejar a Rogan en manos de Frashluc. No. Antes lo salvaría. Entonces, me llevaría al Lobito, convencería a mis comparsas para que me acompañaran, y me iría junto con ellos y el Sacerdote a descubrir más mundo con la bendición del Raudo. ¿No me había dicho mi maestro nakrús que tenía que descubrir mundo? Pues eso. De momento, sólo conocía Éstergat. Cabal, no tenía ni idea de geografía, vale, pero qué importaba… ¡Iría a las Colinas de las Tormentas a por un hueso de ferilompardo!
El caso era que, que me convirtiera en explorador, en nakrús o en mercader, antes tenía que salir de ese maldito sótano.
Gateé y tanteé en la oscuridad. Topé con un saco lleno de ropa. Una pila de cestas. Una silla con dos patas rotas. Al cabo, suspiré, me tumbé sobre el saco y cerré los ojos. Oí un bisbiseo. Gruñí. Ratones. O ratas. Malditas ratas. Tosí y durante un buen rato. Poco a poco me di cuenta de que esa tos se parecía mucho a la que había tenido el año pasado con la Fría. Pues vaya, lo que faltaba, que me pusiera enfermo ahora.
A medida que pasaba el tiempo, tuve que rendirme ante la evidencia: estaba enfermo. Bueno, llevaba enfermo ya mucho tiempo por la sokuata, pero aquí era diferente: era la Fría.
Entre la tos, la fiebre y las ratas, no conseguí dormir. Aun así, tampoco estaba del todo consciente y, cuando oí la puerta abrirse, apenas me enteré.
—«¿Muchacho?»
Mi pecho se contrajo y tosí, abrazado al saco de ropa. Rolg se acercó y sentí su mano sobre mi hombro. En ese momento, pensé: Aberyl tal vez todavía esté fuera, Rolg está solo en casa, le pego una descarga mórtica y me voy y adiós muy buenas… El simple pensamiento me horrorizó.
—«Muchacho, toma. Te he preparado una infusión para la tos.»
Parpadeé. Aún no veía nada y, pese a todo, estaba convencido de que Rolg había traído luz. Me ayudó a recostarme contra el saco y me colocó el bol entre las manos.
—«Gracias, Rolg,» murmuré con la voz ronca.
Tomé un trago y me pregunté súbitamente: ¿y si Rolg había puesto veneno en el bol? ¿Y si había decidido matarme suavemente para que Korther no me sacara las entrañas y…? Buaj. Carababhuesadas. Acabé la infusión. Sabía simple y llanamente a cebolla.
Rolg recuperó el bol vacío. Rompió el silencio con voz apesadumbrada.
—«Korther ha pasado por la Fonda pero ya se ha ido otra vez. Regresará dentro de un rato y… Al marcharse, ha dicho: si le pongo los ojos encima a ese diablo, lo mato,» citó con un carraspeo. «Y lo decía en serio, me temo. Tienes que marcharte, muchacho. Ahora.»
Se me llenaron los ojos de lágrimas y me las tragué mientras asentía.
—«No puedo volver.»
—«No,» confirmó Rolg con un suspiro profundo. «No debes volver.»
Aquello me recordó mucho al día en que mi maestro nakrús me había echado de la cueva. Pese a saber que esta vez sí que merecía que me expulsaran, me hizo igual de daño porque, al fin y al cabo, los Daganegras eran los que me habían acogido en Éstergat. Los que me habían enseñado a vivir entre los saijits. Y ahora renegaban de mí. Con razón. Rolg me abrazó.
—«Hijo, no llores,» murmuró. «Otros caps no te darían la oportunidad de seguir con vida, muchacho.»
—«P-pero a Yerris no le expulsasteis por lo que hizo,» me defendí en un murmullo ahogado.
Hubo un silencio. Y Rolg se apartó.
—«No te das cuenta de lo que has hecho, hijo. Robarle al cap es traición. Pero trabajar para Frashluc y meter a su nieto en la Fonda… Bueno. No lo entenderías si te lo explicara. No recuerdo la última vez que vi a Korther en ese estado. En fin. Lo hecho hecho está. Ven, levántate. Así es. Ven.»
Me cogió del brazo con suavidad y me guió fuera del sótano. Ciego como estaba, tropecé varias veces. Entonces, el viejo elfo me soltó brevemente y me dio algo pesado.
—«Es una manta. Te cuidará ese resfriado. Venga,» me animó.
Me empujó con dulzura hasta lo que era probablemente la puerta de salida. ¿Habría gente en la habitación? En todo caso, nadie metió ruido. Tan sólo Rolg al abrir la puerta. Me murmuró al oído:
—«Que los espíritus te protejan, pequeño.»
Retrocedí tanteando el marco con una mano. Mis pies pisaron el barro del callejón.
—«Rolg,» dije. Tragué saliva. «Dile a Yal que… lo quiero mucho. ¿Corriente?»
—«Por supuesto, hijo. Se lo diré,» me prometió Rolg.
Con los ojos en la oscuridad y la voz temblorosa, añadí:
—«A ti también te quiero, Rolg. Lo siento. Lo siento mucho.»
—«Lo sé, pequeño,» contestó Rolg con voz ronca.
Hubo un silencio. Y entonces oí un crujido. El viejo Daganegra había cerrado la puerta. Salú para siempre, pensé. Parpadeé y, abrazado a mi manta, avancé por el callejón a ciegas. ¿Sería ya de día? No tenía ni idea. Me paré a escuchar el rumor de la ciudad y concluí que debían de ser cerca de las seis. De noche, aún. Pero la gente ya despertaba. Los obreros del turno de noche regresaban a sus casas, los otros se marchaban de ella. Y yo, sin poder verlos, me puse a avanzar de muro en muro, hasta que llegué al final de la Calle del Hueso. El trayecto hacia la casa en ruinas fue toda una aventura. Tropecé incontables veces. Choqué con gente que, en el mejor de los casos, se contentaba con empujarme a un lado. Bajé escaleras, peldaño a peldaño, no queriendo repetir la jugada de bajar rodando. Varias veces me entraron ataques de tos que me dejaron sin aliento y arrimado a un muro durante largo tiempo. Por suerte, no era tan difícil reconocer la Calle del Despeñadero incluso siendo ciego: bastaba con seguir cuesta abajo y más abajo hasta topar con el barranco. Al fin, choqué con el bordecillo de piedra que separaba la calle del precipicio y, notando que el viento soplaba ahí más que en otras calles, llegué a la conclusión de que había llegado. Por fin. Bordeé el barranco hasta que, de pronto, oí un:
—«¡Pero si es el Espabilao!»
—«La madre, anda fino.»
Creí reconocer las voces.
—«¿Bailador? ¿Lin? ¿Sois vosotros? Es que no veo. Estoy ciego,» expliqué.
—«¿Ciego?» repitió la voz del Bailador, acercándose. «¿Pero para siempre?»
—«No, hombre,» lo tranquilicé. «Fue una trampa, se me activó… Cosas que pasan. En nada se me arregla.»
—«¡Bueno!» se alegró el Bailador y me dio una fuerte palmada. «¡Que te metiste en la banda sin que yo estuviera, escalufniao! A ver esa marca. ¿De verdad te la hiciste?»
Sonreí y me remangué.
—«Natural. ¿Tú no?»
—«Y cómo, claro. Ah, que no puedes ver, natural. ¡Tremendo!» exclamó, dándome un leve puñetazo en el hombro. «Si te vas ahora a la Explanada a mangar, te sacas un buen puñado.»
Me carcajeé y, acto seguido, tosí como un condenado. Unas manos me agarraron la manta que estaba a punto de caérseme.
—«Vaya, ¿estás enfermo?» preguntó Lin.
—«Resfriao,» repliqué. Y estornudé.
—«Pues no estás solo,» me aseguró el Bailador, agarrándome del brazo. «Damba también anda fastidiao. Y la Venenos hierve. ¡Está hasta soportable, oiga! Entra, entra y a tumbarte. ¿Tienes hambre?»
—«Un poco,» afirmé. De hecho, no había probado bocado desde las tres cenas de la noche anterior.
—«Pues, en cuanto tenga tiempo, me avengo con algo,» me prometió el Bailador.
Asentí, sonriente, mientras lo seguía. Era un buen guako, el Bailador. Se metía en mucho lío, pero no peor que yo y, al contrario que yo, se ganaba bien la vida. Me detuve.
—«Bailador.»
—«¿Mm?»
—«¿Tú crees que Frashluc sería capaz de matar a Rogan?»
Hubo un silencio. Y lo oí imprecar por lo bajo.
—«Lo sabía. ¿Frashluc lo tiene encerrado?»
Asentí.
—«Tenía que robarle algo a Korther para que lo liberase. Pero… fiambres, que equivoqué el tiro, ¿sabes? Mira. Si me llevas adonde el gremio, si sabes dónde está el Sacerdote…»
—«No puedo sacarlo yo, compadre,» protestó el Bailador. Noté por su voz que estaba asustado.
—«No digo que lo saques,» aseguré. «Sólo quiero que me lleves hasta ahí.»
—«Pero estás ciego y enfermo,» objetó.
—«Da igual. Mejor. Así doy más pena y a lo mejor los contagio a esos isturbiaos,» escupí. Tosí. Cuando me tranquilicé, supliqué: «Porfa, compadre. ¿Qué te cuesta?»
Pese a no verlo, adiviné su expresión molesta.
—«Corriente,» aceptó al fin para gran alivio mío. «Pero me debes una.»
—«¡O hasta dos si quieres, compadre!» exclamé.
Y le di un abrazo de guako que, más que en abrazar, consistía en sacudir al abrazado como un ciruelo. Me aparté, aún sonriente.
—«¿Vamos ahora?» preguntó Nat.
Afirmé enérgicamente.
—«Ahora. ¡No! Espera. ¿Dónde está el Lobito? Voy a ver al Lobito y vamos.»
El Bailador me guió hasta el chicuelo, en la casa ruinosa. Aún dormía y le desperté el morjás de los huesos con toda la aplicación posible. Al sentir que se despertaba, le murmuré una nana al oído seguida de un:
—«Si sobrevivo, te enseñaré cómo hacer. Y te enseñaré a cantar. Qué te crees, hasta un guako mudo sabe cantar. Bueno. Salú, Lobito.»
Pedí la manta que me había cogido Lin y cubrí al chicuelo con ella. Hecho esto, me levanté de un bote y, con la entonación del que se prepara a conquistar un imperio, dije:
—«Arreando, compadre. Estoy listo.»