Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat
Se estaba de vicio debajo de las mantas. Todo estaba caliente, suave, maravilloso. Parpadeé, con la cabeza cómodamente hundida en la almohada. A través de las rendijas de los postigos cerrados, se infiltraba una luz tenue así como el rumor de una ciudad que se despereza… Hubiera sido un despertar magnífico de no ser por el rostro del Bor que pendía sobre mí con una expresión que no me dijo nada bueno. Me tragué el susto y, despertando de golpe, dije con tono inocente:
—«Salú, Bor…»
Metí la pata. El Bor me agarró de la camisa que me había «prestado» por intercesión de su dama y me sacudió.
—«¡Bor, tu madre, Cuatrocientos!»
—«¡Señor!» exclamé.
Con los ojos relampagueantes, alzó un puño y me lo paseó ante mí, amenazante.
—«Esto me lo vas a pagar,» gruñó.
No entendí muy bien el qué, pero entendí que el Bor estaba cabreado. Y que la dama ya se había marchado y no estaba ahí para decirle al querido Shyulí que se serenase. El Lobito, ya despierto, se encontraba de pie, sobre una silla. Se acababa de girar para mirarnos…
Reaccioné rápido. Salí de la cama jurando:
—«¡Me voy, corriente, me voy!»
—«Espera un momento,» me replicó el Bor. Me tiró mi ropa a la cara. «Devuelve la camisa, que es mía. Palmafría me hizo prometer que te echaría una mano, ¡no que te dejaría la cama donde duerme mi dama! Por los espíritus, si hablas de esto a alguien, te arranco la lengua y los ojos, ¿entendido?»
Asentí enérgicamente mientras me vestía a toda prisa.
—«Ni una palabra, señor. Ni una. Yo no quería faltarle. Lo juro. Fue la dama…»
—«Échale la culpa a mi dama y te llevas esta,» me previno el Bor, agitando el puño.
—«Corriente, señor,» resoplé.
Me volví a poner los cinco collares de golpe, me coloqué la gorra y cogí al Lobito. Estuve a punto de preguntarle por Frashluc, por esos ochocientos cuarenta siatos, por esa historia de que Palmafría le había salvado la vida… Pero el Bor estaba irritado y, cuando el Bor estaba irritado, no se conversaba. Eso lo sabía del Clavel. Así que, cuando él me abrió la puerta, salí dócilmente. La puerta se cerró sin siquiera un «salú». Suspiré y murmuré con una mueca sombría:
—«Salú, salú…»
Descendí las escaleras, dejé al Lobito en el suelo y, en cuanto salí del callejón, mi humor volvió a iluminarse. Y es que recordé la trucha, la partida de cartas, las mantas calientes y la cara de felicidad del Lobito… ¡Ojalá Rogan hubiera pasado una noche tan hermosa! El pensamiento me trajo en mente el diamante y mi buen humor se tambaleó un poco. Ese maldito diamante…
Bajé la mirada hacia el rubito y le sonreí.
—«Hey, Lobito. ¿Tienes hambre?» Él asintió masticando en el vacío y volvió a meterse dos dedos en la boca sin dejar de mirarme. Rebusqué sin mucha esperanza en mi bolsillo y suspiré. «Pues no tengo un clavo. Pero fijo que alguno de mis comparsas tiene alguno. Un cinclavos a que están con el Raudo, ¿apuestas?» le solté.
Y nos pusimos en marcha. Aún era muy pronto y cabía la posibilidad de que, influenciados por el Bailador, Manras y Dil se hubieran rajado de los periódicos y aún estuvieran en el refugio, en la casa en ruinas sobre el barranco del Hipódromo. Estaban. Los vi frente a la casa, de pie, formando corro con otros guakos, hablando por lo visto de algo importante. Bueno, Manras y Dil no hablaban: lo hacían los mayores. Estaba ya allegándome cuando dos de estos se abalanzaron el uno sobre el otro y rodaron al suelo, arrancándose pelos y cubriéndose de puñetazos. Los demás se pusieron a dar palmas y entonaron la canción de la batalla, que consistía en repetir un simple: ¡a rodar, a rodar…! Y ciertamente, los dos contrincantes rodaban. Bostecé y me acerqué a Dil. Le empujé la cabeza.
—«¡Shur! ¿Sabes dónde está el Bailador?»
Al verme, Manras exclamó:
—«¡Espabilao! ¡Ragok le ha dicho a Lin que no le quiere pagar los veinticinco que le debe!»
Y Dil me contestó:
—«No lo he visto esta noche, Espabilao. Dijo que lo esperáramos aquí esta mañana porque a lo mejor necesita refuerzos para no sé qué. ¿Dónde está el Sacerdote?»
Hice una mueca.
—«Está bien,» aseguré. Y, desconfiado, repetí: «¿Qué refuerzos? ¿Quiere hacer algo así como un doble con vosotros?»
—«Qué va,» negó Manras, riendo. Y, bajando la voz como un complotista, me murmuró al oído: «El Bailador ya no baila. Se ha hecho embajador.»
—«¿Embajador?» repetí, sin entender.
Manras se encogió de hombros poniendo cara de no saber más que yo. Mmpf… Sin ahondar más en los asuntos del Bailador, pregunté:
—«¿Tenéis plata? Yo no la necesito, es para el Lobito. Hoy se queda con vosotros. ¿Corriente?»
—«Corriente,» aceptaron los dos.
Les sonreí y me giré hacia Ragok y Lin. La pelea estaba terminando y este último estaba ganando. Al final, Ragok iba a tener que pagar esos veinticinco clavos… Un puñetazo marcó la victoria. Se levantaron los dos, embarrados y amoratados, y, con la dignidad del vencido, Ragok le estrechó la mano a Lin. Y otra vez todos amigos.
—«Bueno, voy,» informé a mis comparsas. «Cuidad del Lobito. ¡Salú!»
Ellos me contestaron y, con las manos en los bolsillos, me alejé por la calle. No había dado más que unos pasos cuando oí a alguien llamarme:
—«¡Tocayo, qué vas!»
Me giré y vi al Raudo salir de la casa en ruinas con andar enérgico. Los demás guakos callaron y siguieron al cap con la mirada mientras este se adelantaba hacia mí. Llevaba en mano un bastón. Y, cuando vi la cabeza de lince esculpida en este, resoplé. Era el mismo bastón que me había robado el Raudo en primavera.
El elfo pelirrojo se detuvo ante mí. Había crecido y ahora debía de medir como Yal. Se apoyó sobre el bastón mientras soltaba:
—«Vamos a ver, tocayo. Primero te avienes en plena noche y parloteas con el Bailador hasta el amanecer, luego me llegan tus comparsas y se me instalan acá, y ahora nos traes a un mocoso. En fin. Di, de una vez por todas, guako: ¿te vas o te quedas?» La pregunta me llegó tan de improvisto que no supe qué contestar y él alzó el bastón ante mis ojos repitiendo: «Te vas o te quedas.»
Asentí. Difícilmente podía dar una respuesta más ambigua y el Raudo puso los ojos en blanco.
—«¿Te vas?»
—«Me quedo,» repliqué a bocajarro.
No era muy difícil tomar la decisión: los comparsas y el Lobito ya estaban ahí, no tenía otro lugar adonde ir y el Raudo, pese a todo, no era mal tipo.
Mi tocayo enarcó una ceja ante mi brusca respuesta y asintió, pensativo.
—«Eso si decido que puedes,» matizó.
Lo miré con cara ni suplicante ni desafiante, y esperé su veredicto. El elfo giró el bastón, jugueteó con él y apuntó:
—«Todo buen guako pasa una prueba antes de entrar en mi banda.» Marcó una pausa y añadió: «Hagámoslo ahora. Estamos casi todos los de la banda, sólo faltan tres. ¿Tienes tiempo?»
Me encogí de hombros y dije:
—«Tengo.»
—«¿Tienes agallas?»
Tensé la mandíbula.
—«Tengo,» afirmé.
El Raudo sonrió y me previno:
—«No te rajes.»
—«No me rajo.»
—«Y no te crezcas.»
Hice una mueca y no repliqué. Entonces, recibí un golpecito de bastón en el brazo.
—«Sígueme.»
Me dio la espalda y llamó a los demás guakos. Nos metimos todos dentro de la casa en ruinas. El Bailador tenía razón: desde ahí las vistas eran magníficas. En la lejanía, se veían los árboles de la Cripta, los Barrancos, el río que centelleaba…
—«¿Así que todos de acuerdo?»
La voz del Raudo me recordó que estábamos en plena iniciación. Todos habían formado un corro ahora alrededor de mí y del elfo pelirrojo y corroboraron a la pregunta con unos «natural», unos «rabiosamente» y unos asentimientos de cabeza. Todos, pues, estaban de acuerdo para aceptarme en la banda. Nada sorprendente: nos conocíamos todos. Algunos eran incluso sokuatas del pozo y compartíamos la misma miseria, la misma vida. Y me tenían por buen guako.
—«Manras. Dil. Vosotros también,» ordenó el Raudo.
Mis comparsas se metieron en el círculo. Ninguno de los dos parecía saber exactamente qué iba a pasar. Les palmeé el brazo para decirles que todo era normal y miré al Raudo a los ojos.
—«Quitaos los abrigos y remangaos la camisa,» dijo el cap.
Nos los quitamos y remangamos las camisas. Todos los demás guakos observaban la escena como debían de haberla observado ya unas cuantas veces, con expresiones entre solemnes y expectantes. El Raudo, al fin, sacó una navaja de su bolsillo. Él también se había remangado y, en ese momento, dijo:
—«Juro por mis ancestros que protegeré y ayudaré a mi nueva familia.»
Y, sin previo aviso, se rajó el brazo. Apareció una fina línea roja. El brazo estaba ya lleno de cicatrices, observé. Sólo que casi no se veían porque, así como la cara del Raudo estaba picada, también lo estaban sus brazos. Me tendió la navaja ensangrentada.
—«Ahora a ti.»
Tragué saliva y pensé que menos mal que había que rajarse el brazo y no la mano derecha porque, en ese caso, se habrían llevado una sorpresa al ver que la mía no sangraba. Manras respiraba precipitadamente y siseé:
—«Cálmate, Manras.»
Empuñé la navaja, coloqué la punta de la hoja poco más abajo que el codo y pronuncié, alto y claro:
—«Juro por mis ancestros que protegeré y ayudaré a mi nueva familia.»
Aspiré aire y, sin temblar ni nada, bajo la mirada atenta de mis futuros compadres, imité al Raudo y me corté. Apenas noté dolor: ya estaba demasiado acostumbrado a este por la sokuata. Estoico, le pasé la navaja a Dil e iba a chuparme la herida pero el Raudo me lo impidió posando una mano sobre mi hombro. Me sonrió.
—«Bienvenido en mi banda, tocayo.»
Y supe, por el brillo de sus ojos, que realmente se alegraba de tenerme en su banda. Sonreí a mi vez, contento de haber pasado la prueba, y ambos nos giramos hacia mis comparsas. Estos estaban aprensivos. Bajo mi mirada aburrida, Dil se apresuró a decir la fórmula, se hizo un corte bastante ridículo y le miró al Raudo como preguntando: ¿está bien? El elfo puso los ojos en blanco, asintió y le dio la bienvenida. Manras, en cambio, fue incapaz de cortarse y farfulló algo como que estaba mareado. Mareado, tu madre… ¿Por hacerse un pequeño corte de nada en el brazo? Al final, tuve que ayudarlo yo y mi tocayo carraspeó antes de decir:
—«Bienvenido en la banda.» Y, palmeándole la mejilla a Manras con burla, añadió: «Una familia vale mucho más que una herida, shur.»
Manras asintió enérgicamente.
—«¡Natural!»
Y, como para liberar su tensión, se paseó brincando entre toda la guakería presente, enseñando su herida como un trofeo. Nos dieron una bienvenida general en una algarabía caótica y, tras estrechar unas cuantas manos, me quedé meditando sobre las palabras del Raudo. Una familia, me repetí. Miré a mis nuevos compadres que se alejaban, charlaban, se empujaban, bostezaban, se burlaban… y sonreí. Pues natural. Esa era la mejor familia que podía tener un guako. Y no tenía nada que envidiarle a ninguna otra. Era una verdadera familia. Y ahora era mía. Mi sonrisa se ensanchó. De pronto, la idea de haberme metido en la banda del Raudo me parecía tremendamente acertada.
Posé la mano sobre la cabecita rubia del Lobito, quien miraba la agitación con viva curiosidad.
—«Anda la familia que te has encontrao, Lobito, no te quejarás, ¿eh?» Y me erguí en medio de las ruinas, contemplando las hermosas vistas. «La madre, qué bonito,» murmuré. Y, viendo que el Lobito no podía verlo todo desde tan abajo, lo levanté en brazos diciéndole: «¡Mira esto, shur! ¿A que te gusta, eh? ¿A que te gusta la casa?» El Lobito no hizo ningún gesto y resoplé, posándolo otra vez. «Pequeño desmorjao. Pues claro que te gusta. No se está tan caliente como en casa de la dama, pero de aquí no nos echan… Hey, ¿qué llevas ahí?» me extrañé. Le cogí la mano menuda. El chicuelo empuñaba un pequeño hueso. Al verlo, me carcajeé, enternecido. «¡La madre, si vas a ser como yo! Chupa, así, así, pero no tragues o te escachufas. Mi maestro solía decir: allá donde hay un hueso hay esperanza. Decía que los huesos llevan tesoros en su interior. ¿Te lo crees, shur? ¡Tesoros!»
El Lobito me sonrió con el hueso entre los dientes. Tenía una pinta tan cómica que me eché a reír y seguí burlándome de él durante un rato. Varias veces repetí que me iba, que tenía asuntos, pero siempre había algo que me distraía. Los sokuatas compartieron conmigo los mejores rincones para buscar asofla y yo les hablé del alquimista y de sus interminables experimentos; ayudé a limpiar la casa con una escoba fabricada por el mismísimo cap; y finalmente, junto con Lin el Acelerao, me subí al muro ruinoso más alto que seguía en pie y, ahí arriba, Lin quiso demostrarme que, puesto que era, en teoría, hijo de músico, se sabía más canciones que yo. Nos pusimos a listarlas hasta aburrirnos… Y en fin, entre una tontería y otra me quedé ahí casi toda la mañana. Finalmente, viendo que uno a uno los compadres se marchaban ya a ganarse el pan, me decidí a moverme y me despedí de la tropa. La hora había llegado de ir a salvar a Rogan.
* * *
Recuperé las ganzúas de mi escondite en pleno Laberinto y me encaminé hacia la Calle del Hueso. No entré en esta, sino en la paralela. Me metí en un callejón y, asegurándome de que nadie podía verme, me puse a trepar por una gotera hasta el tejado de un edificio. En un momento resbalé, pero me agarré más fuerte y, tras unos instantes, estaba arriba, escondido entre dos tejados, no muy lejos, creo, de donde se encontraba la Fonda. Y, de hecho, tras recorrer dos tejados, topé con un edificio algo más alto y creí reconocer las dos ventanas del despacho superior, donde Korther guardaba sus jarrones, sus libros, sus alfombras… Tan sólo cabía esperar que también guardara ahí sus diamantes.
Caminando de teja en teja, me acerqué al pie de una de las ventanas y tanteé el muro en busca de asideros para escalar. Encontré. Y vacilé, agachándome contra el muro, meditativo. Era de día. No era tan remoto que alguien me viera, desde la calle o desde alguna ventana y… entonces la habría liado. Además, se suponía que le había prometido al nieto de Frashluc que lo dejaría acompañarme para robar la Lágrima del Viento. Si tan sólo pudiera tener la seguridad de que esta se encontraba en ese despacho…
El cielo se había cubierto de nubes grises y, mientras reflexionaba, acurrucado sobre mi tejado, empezaron a caer copos de nieve. Tanto pensar, tanto pensar, pero me estaba quedando tieso.
Me moví y me dije que podría al menos ir a ver si era posible entrar por aquella ventana. Envolviéndome en armonías grises para confundirme con el muro, comencé a trepar. Llegué al borde de la ventana y tendí la mano derecha, convencido de que iba a encontrarme con alguna alarma, alguna trampa… Nada.
Fruncí el ceño y, con esfuerzo, me icé. El bordecillo era tan ridículamente estrecho que fue toda una aventura encontrar una posición estable. Estaba examinando la abertura pensando que sería posible usar una ganzúa a modo de palanqueta cuando, inesperadamente, algo saltó y una masa de energía me atravesó como un relámpago. Me dejó frito. Caí contra las tejas de la casa vecina y me habría quedado ahí, atontado, de no ser porque, sacudido de espasmos, fui rodando hacia el vacío. Un golpe de suerte me hizo pasar al lado de una chimenea y un atisbo de cordura me obligó a agarrarme a ella y a usarla de apoyo.
Cuando los espasmos se calmaron, tardé otro buen rato en destensar la mandíbula y respirar normalmente. Me dolía horriblemente la cabeza. Como si me fuera a estallar. Era de pesadilla. Con una mano temblorosa, rebusqué en mi bolsillo y cogí unos cuantos tallos de asofla de los que me habían ofrecido los sokuatas de la banda. Me los metí todos en la boca. Pero no aliviaron mi migraña ni un ápice.
Suspiré. La madre, ¿qué clase de trampas eran esas que se detectaban sólo al activarse? Korther y sus artilugios…
Aún tembloroso, regresé al callejón y caminé a trancas y barrancas con la impresión de tener los músculos agarrotados. Llegaba al final de la calle cuando oí una voz a mi derecha.
—«¿Draen?»
Pestañeé y agrandé los ojos. Oh, no…
—«R-Rolg,» tartamudeé. «Qué… bueno verte.»
El viejo elfo me miraba con curiosidad. Llevaba un cubo lleno de agua en cada mano. Agitó levemente la cabeza.
—«Mm… Igualmente, muchacho. ¿Ayúdame, quieres?»
—«¡Natural!» dije. Aunque, en el fondo, ¡cómo hubiera deseado poder salir de ahí por patas!
Le cogí ambos cubos y nos encaminamos hacia la Fonda, él con un pie cojo, yo con el corazón dando botes de temor y vergüenza. Es que, fiambres, estaba planeando despalmar a Korther.
—«Yal vino anoche preguntando por ti,» dijo Rolg con voz serena. Dio unos pasos más y agregó: «Va a mudarse a una pensión más cercana al Capitolio. Dice que te pases por su trabajo cuando quieras ir a verlo.» Marcó una pausa. «¿Estás bien, chaval?»
Asentí. No, no estaba bien. Me pesaba la cabeza como si me hubiese caído un tronco encima. Pero asentí de todas formas.
—«¿Está el Gato Negro en la Fonda?» inquirí.
—«¿Yerris?» Rolg resopló. «No. Se marchó ayer sin decir adónde iba. Habrá encontrado algún trabajo. Ese joven cotorrea más que un pregonero pero, en cuanto se trata de hablar de él, es como un muro de piedra.» Lo decía con una pizca de tristeza y dulzura entremezcladas. Retomó: «¿Y tú, muchacho? ¿Qué haces por aquí a estas horas? Creía que trabajabas como mensajero.»
Hice una mueca.
—«Y trabajo, trabajo,» aseguré. «Lo que pasa es que me he cogido el día libre. Es que tenía que encontrar un lugar para dejar a una criaturilla. Pero ya la he encontrado y la he dejado con mis comparsas. Viento en popa,» resumí.
Mi voz no debió de sonar tan animada porque Rolg me echó una curiosa mirada antes de meterse en el callejón y empujar la puerta de la Fonda. Entré con los dos cubos. Y mis ojos horrorizados se posaron enseguida sobre el cap. Con un libro entre las manos, Korther se encontraba sentado a la mesa junto a una niña de mi edad y le decía a esta con un suspiro:
—«No me extraña que saques tan malas notas en geografía, hija mía…»
Sonó de pronto un ¡BRONG! estruendoso. Se me había escapado uno de los cubos y el agua había brotado como una cascada, inundando todo el suelo.
Los ojos diabólicos de Korther me fulminaron y, por un segundo, quise desaparecer de la faz de Prospaterra.
—«Tú…» siseó.
Posé el otro cubo precipitadamente, recogí el que se había caído y, entre bocanada de aire y bocanada, farfullé a la velocidad del rayo:
—«L-lo siento. Lo relleno ahora mismo.»
Pasando con premura junto a un Rolg atónito, salí de ahí a la carrera con mi cubo vacío y con la sangre tamborileando contra mis sienes. Llegué al pozo antes de darme cuenta y le ayudé a una anciana a rellenar su propio cubo antes de rellenar el mío. Hecho esto, me arrodillé junto a este y metí la cabeza entera dentro del agua. Fue una liberación. El agua no estaba fría, porque salía de la mismísima Roca. Aun así, me vino de maravilla para mi dolor de cabeza.
Unas manos me arrancaron de mi idilio. Oí una voz cabreada:
—«¡Niño idiota! Los cubos no se usan para eso. Un poco más y te ahogas. ¡Si fuera tu madre, te daría una buena somanta de palos!»
Alcé una cabeza chorreante hacia el rostro de una mujer que ya se alejaba, echándome miradas reprobadoras. Suspiré, tiré el agua del cubo y volví a llenarlo. Sólo entonces fue cuando me fijé en que no tenía gorra. ¿Dónde diablos la había dejado? ¿En la casa en ruinas? No, recordaba haberla colocado bien firmemente en mi cabeza antes de subir por la gotera. Debía de haberse caído durante mi ataque de espasmos. No era lo único que me había dejado ahí: también me había dejado una de las ganzúas. Sobrepasado, golpeé el bordecillo del pozo con el puño y mascullé:
—«Isturbiao, isturbiao, ¡isturbiao!»
Y, en vez de volver por la Calle del Hueso, fui por la otra, dejé el cubo sobre un barril del callejón de antes y regresé a los tejados. Encontré la ganzúa, justo debajo de la ventana, pero por más que buscara la gorra, no la vi. Finalmente, escondí todas mis ganzúas debajo de una teja a unos cuantos tejados de ahí y, pensando que debían de estar preguntándose por qué fiambres no volvía ya con el cubo, regresé y tomé el camino de la Fonda medio trotando. El dolor de cabeza ya casi había desaparecido. Llegué, llamé a la puerta y fue a abrir la niña. Recordé que Korther la había llamado «hija mía». Tenía rasgos de semi-elfa pero ¿realmente sería la hija de Korther? Jamás se me había ocurrido que ese elfocano tuviera una familia. En cualquier caso, la semi-elfa me miraba con curiosidad. Yo resollaba.
—«Salú,» jadeé. «Dejo esto y me voy, ¿corriente?»
Con una expresión turbada, la niña se apartó, entré y, al no ver a Rolg, dejé el cubo en la esquina más cercana con intenciones de dar media vuelta y marcharme sin ni siquiera mirar a Korther…
—«Un momento, rapaz.»
Estuve a punto de hacer como que no lo oía, pero fui incapaz. Me giré hacia el cap sin mirarlo a los ojos.
—«¿Sí, señor?»
Hubo un silencio.
—«Zenira. Llévale el cubo a Rolg, ¿quieres, querida?»
La joven semi-elfa asintió, cerró la puerta de entrada, levantó el cubo y salió de la habitación no sin echarme una última ojeada curiosa. Yo la miraba a ella, y la puerta de salida, y el cuadro sobre la chimenea… Miraba a todas partes salvo en dirección del cap Daganegra. ¿Y si sabía? ¿Y si había adivinado? Entonces, me iba a hacer como Frashluc, me sacaría las tripas, les tiraría mi corazón a los perros y… Preferí no seguir pensando en ello. Korther rompió el silencio.
—«Le ofrecí a Yerris una oportunidad y he decidido que a ti también voy a ofrecértela. Mírame, rapaz.» Lo miré y él prosiguió con calma: «Se trata de los hobbits. Te dije que necesitaban entrar en un lugar bien protegido. En realidad, quieren entrar en una biblioteca especial del Conservatorio. Da la casualidad que tú estuviste paseándote por sus pasillos durante más de medio año. Así que tú los acompañarás. A cambio, si cumples con tu trabajo debidamente, perdonaré tus travesuras pasadas y te daré cinco siatos. ¿Estamos?»
Asentí incluso antes de comenzar a pensar en la propuesta, que no era realmente una propuesta. En los ojos de Korther, no brilló satisfacción alguna sino más bien expectación y desconfianza.
—«Si metes la pata,» retomó, «si os pillan las autoridades, si pierdes a los hobbits o los dejas plantados… te expulso de la cofradía. ¿Entendido?»
¿Y si le robo un diamante, señor?, quise replicarle. Me rasqué la cabeza hundida contestando:
—«Natural, corriente. O sea que hago de guía, ¿cabal?»
—«En cierto modo,» convino Korther. «Y abrirás puertas si es necesario. Guardé las copias que hiciste: te las daré en el momento oportuno. Encontrarás a los hobbits hospedados en un albergue de Atuerzo llamado La Ventura. Ve ahí ahora mismo. Ellos desean hablar contigo para planear la salida y, visto que eres el único en hablar caéldrico, serás el guía ideal. Mientras no nos hagas una de las tuyas,» agregó. Su voz no era burlona sino de aviso, de aviso serio: simplemente no podía permitirme fallar esta vez. Si fallaba, adiós Daganegras.
Korther añadió alzando la voz:
—«Hija, no se hace eso de escuchar detrás de las puertas.»
Vi entonces a la semi-elfa asomar la cabeza y salir a descubierto, sonrojada.
—«Perdón, Pa.»
—«Bah, bah, siéntate y revisa tu geografía,» replicó Korther. «Si sacas menos de ocho sobre diez esta vez, te relleno el cuarto de mapas. Rapaz: ya sabes lo que tienes que hacer. Ahueca el ala.»
Asentí y abrí la puerta diciendo:
—«Salú, señor. Salú… er…»
Callé, con la mirada posada en el rostro de la niña, tratando de recordar su nombre. Pero, en vez de dar con él, se me escapó un:
—«Yo tampoco sé nada de geografía.»
No sé por qué fiambres dije eso. Para mayor confusión mía, ella me sonrió. Agité al fin la cabeza y me marché, llevándome la imagen de la niña sonriente que no sabía su geografía. Tenía mi edad. Y llevaba un bonito vestido blanco. Y sus ojos no eran diabólicos como los de su padre sino castaños…
—«Zenira,» murmuré mientras caminaba a buen ritmo por las calles de los Gatos, rumbo a Atuerzo.
Se llamaba Zenira. Suspiré. Pensé en los hobbits, en Lowen, en el diamante… Y volví a suspirar. Estaba subiendo ya las escaleras hacia el Barrio de Atuerzo cuando topé con un periódico tirado y lo recogí, no para leerlo sino para ponérmelo en la cabeza porque había empezado a llover. La lluvia se convirtió en granizo. Cayó algún trueno. Y cuando llegué al fin al albergue de La Ventura, estaba hundido. Por suerte sabía dónde se encontraba: ya había ido a entregar un magescrito ahí hacía unos días. Empujé la puerta y salí de la lluvia. Al contrario que en otros albergues, ahí la taberna era más bien pequeña, pensada tan sólo para los que residían en los cuartos de arriba. Justo en la entrada, estaba el mostrador. No había nadie. Di unos pasos por el vestíbulo y… Oí un grito.
—«¡Un vagabundo! ¡Ferris, hay un vagabundo en el pasillo! ¡Al ladrón!»
Sentada en una silla, junto a la chimenea del salón, una vieja me señalaba con el dedo con cara horrorizada. Mi primera reacción fue mirarla con los ojos redondos. Pero, cuando vi a un caito bigotudo surgir de una puerta abierta, bastón en mano, me abalancé hacia la salida. El caito me agarró dándome un bastonazo y me gruñó:
—«Devuelve lo que has robado, granuja.»
—«La madre, ¡yo no he robado nada, señor!» juré. A falta de poder liberarme, traté de asirme al bastón maltratador mientras explicaba: «Es la vieja, que se le va la pinza… ¡Au! ¡De verdad! Sólo vengo a… Quiero decir, ¡me mandaron por un trabajo! Unos hobbits… No me pegue por favor, señor. Que no hay necesidad.»
El señor había parado de pegar en cuanto había oído hablar de los hobbits. Le pidió así y todo a una señora que miraba la escena que comprobara que no faltaba dinero en la cajita detrás del mostrador. Y me soltó.
—«¿Cómo se llaman esos hobbits?»
Inspiré.
—«Sho…»
—«¡Al fin!» me interrumpió de repente una voz. Al fondo del pasillo, bajaba un hobbit trajeado por las escaleras. Era Yabir. Me dedicó una sonrisa radiante. «Te estaba esperando, muchacho. Ya has tardado en llegar.» Y palmeó las manos diciendo con el mismo acento horrible: «¡Por aquí! Ven, sube las escaleras. Habitación número cinco.»
Añadió algo en otro idioma, dirigiéndose a la señora detrás del mostrador. Esta se sonrojó y contestó con torpeza algo que no entendí. Supe que estaban hablando en owram por haberlo oído ya alguna vez en boca de Miroki Fal y sus amigos. Y, entonces, la vieja del salón lanzó:
—«¡Extranjeros tenían que ser! ¡Meter a vagabundos en una casa como esta! ¡Menuda vergüenza!»
La decrépita mangaplatas estaba a todas luces extremadamente indignada y, si hubiera podido moverse, probablemente habría venido al pasillo a soltar su veneno. Murmuré entre dientes:
—«Vieja bruja.»
Creo que el bigotudo me oyó, porque me echó una mirada muy negra, pero no me golpeó: no se atrevía delante del hobbit que tanto parecía apreciar mi presencia. Me apresuré a seguir las consignas de Yabir y a alejarme por las escaleras. Encontré la habitación número cinco antes de que el subterraniense me alcanzase. La puerta estaba abierta y pude ver a Shokinori, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, recostado contra una cama y con, en las manos, un libro. A su lado, estaba Dakis, tumbado cuan largo era. Tragué saliva, me llevé una mano nerviosa hacia el colgante con la piedra negra y, valeroso, di un paso adelante. El lobo no se movió. Bueno… Inspiré y sonreí.
—«Salú.»
Shokinori agitó la cabeza y Yabir, quien venía detrás de mí, me empujó adentro diciendo alegremente en drionsano:
—«Entra, muchacho. Vamos a poner en claro el recorrido. Me han dicho que eras un buen guía. Espero que sea cierto.»
Cerró la puerta y me quedé mirándolo, anonadado. Murmuré en caéldrico:
—«¿No se supone que el trabajo es secreto?»
Yabir puso los ojos en blanco y se carcajeó, dejando su sombrero en una mesilla, cerca de un enorme armario.
—«Depende de qué trabajo,» me contestó en la misma lengua. «Mi principal objetivo, viniendo aquí, fue recuperar esto,» admitió, y sacó la piedra malva de su bolsillo. La lanzó en el aire y la recuperó con expresión juguetona. «Pero tengo otros objetivos. Soy un Baïra. Y, como Baïra, antes de devolver el Orbe Malva a la Gran Biblioteca, es mi deber observar lo que me rodea y aprender cuanto pueda. No es la primera vez que viajo a la Superficie. Pero esta ciudad… es una verdadera incógnita para mí. Casi tanto como tú,» concluyó, sonriéndome.
Enarqué las cejas. Había retrocedido lo suficiente en la habitación de manera a tener al mismo tiempo al lobo y a los dos hobbits a la vista. Los ojos de Dakis me escudriñaban. Pero no gruñó, ni ladró, ni se abalanzó sobre mí. Al cabo, miré a Yabir con más atención y repetí:
—«¿Una verdadera qué?»
Yabir le echó una ojeada a su compañero antes de decir:
—«Una incógnita. ¿No conoces la palabra?»
Negué con la cabeza. Yabir realizó un vago ademán.
—«Digamos: un misterio. Dime, vienes del Valle de Evon-Sil, ¿verdad?»
Asentí. Yabir me ponía cara amigable.
—«Y… a menos que me equivoque, en el Valle de Evon-Sil no se habla caéldrico.»
Me encogí de hombros. Yabir carraspeó. Se metió las manos en los bolsillos. Y soltó:
—«Voy a hacerte una confesión, muchacho. Lo sé todo. Sé que tuviste a un maestro nakrús en el valle, que conociste a una nigromante en esta misma ciudad, que tienes una mano muertoviviente y…» Sonrió como disculpándose por una mala broma mientras terminaba: «Que debías dos siatos a la Golondrina y que no sabes nada de geografía. Todo por el colgante que te dio Shokinori. Fue idea suya, no mía. Él pensaba que con él podríamos espiar a ese elfocano Daganegra y asegurarnos de que no nos estaba tomando el pelo… Una jugada muy fea, lo admito, pero Shokinori no ha tenido la misma educación que yo, me temo… ¿Te encuentras bien, muchacho?»
¿Me lo preguntaba en serio? Esos subterranienses me habían estado espiando desde hacía varios días ya usando el Orbe Malva, mintiéndome y diciéndome que aquel collar me protegería del lobo y… ¿y me preguntaba a ver si me encontraba bien? Sofocando, le devolví una cara venenosa, me apresuré a coger la piedrita negra, espía de mi vida, y la tiré al suelo como si me quemara.
—«Eso no se hace,» gruñí en drionsano.
Yabir hizo una mueca desolada.
—«Lo sé y lo siento. Aunque tengo entendido que tú nos estuviste espiando a nosotros cuando vosotros teníais el Orbe y nosotros el Ópalo.»
Tragué con eso, lo asimilé y meneé la cabeza. No, eso era distinto.
—«Yo no quería espiaros,» protesté.
—«Ni nosotros queríamos espiarte a ti,» aseguró Yabir. «Nuestro interés estaba centrado en Korther.»
—«Reconozco que fue una mala jugada,» intervino Shokinori, posando su libro. «Y lo siento. Por fortuna, has caído sobre unos Baïras. Podría haber sido peor.»
Los miré alternadamente. ¿Por… fortuna?
—«¿No vais a venderme por brujo?»
Yabir se carcajeó por lo bajo, con cierto nerviosismo.
—«No, hijo…» Marcó una pausa y rectificó: «No si contestas a nuestras preguntas.»
¡Pregunta a tu madre!, pensé, de mala uva. Y escupí en el suelo. No lo pude evitar. Al instante, oí el gruñido gutural de Dakis y me saltaron todas las alarmas. Pegué un bote hacia atrás, aterrado, y, apenas vi moverse al lobo, me puse a trepar por el armario. Ya tenía vistas las agarraderas posibles y las usé como si me hubiera subido al mueble ya mil veces. Me icé arriba mientras Yabir mascullaba:
—«¿Quieres callarte, maldito cerbero? Shokinori, dile que se calle.»
Este no se había movido. Parecía divertido.
—«Está defendiendo tu honor, Yabir. Si este muchacho te hubiera escupido en Yadibia…»
—«Es otra cultura,» replicó Yabir, irritado. «¡Dakis, ya basta!»
Le agarró al lobo por la piel del cuello mientras este seguía gruñendo, imperturbable, sentado al pie del armario. Sus ojos amarillentos no se desviaban de mí. Y yo tampoco de ellos. Aunque mis ojos también veían a otros lobos que se acercaban. Eran siete en total. Como los perros de Adoya. Y mi maestro nakrús estaba ahí también, pero muy lejos, tan lejos que yo no lo oía, tan lejos que no podía ayudarme…
Me golpeé la frente contra la madera del armario. Lo hice queriendo, para ver si las armonías conseguían deshacerse de golpe. No funcionó. Pero es que mis intentos por deshacerlas tampoco funcionaban: mi mente maldita las creaba y recreaba incansablemente.
—«Llévatelo afuera,» exigía Yabir.
—«Ni hablar,» replicó Shokinori. «No voy a dejarte solo.»
—«¡Ja! ¿Crees que un niño puede hacerme daño?» se burló Yabir.
—«¿Con lo torpe que eres? Sin duda,» se mofó el otro. «Es un niño humano: mide igual que tú. Y ya has visto un poco cómo vive. Como dices, es otra cultura.»
—«Shokinori,» suspiró Yabir como con paciencia. «El chico está muerto de miedo. Agradezco tu inquietud pero… ahora sal y llévate a ese gamberro cuadrúpedo.» El gruñido paró. «Hablo en serio,» insistió Yabir. «Es una orden.»
Shokinori suspiró.
—«Como quieras, oh gran Baïra…»
Se oyó un traqueteo de pezuñas contra la madera seguido de un ruido de puerta al abrirse y cerrarse. Y el silencio regresó, interrumpido tan sólo por el continuo fragor de la lluvia contra las ventanas. Pese a todo, yo seguía oyendo gruñidos. Parte de mí sabía que no eran reales. Y me reventaba no ser capaz de acabar con ellos de una vez. Todo por culpa de un maldito perro, o cerbero o lo que fuera.
Hubo un carraspeo. Y otra larga pausa. Entonces, ya algo tranquilizado, pregunté sin mirar hacia abajo:
—«¿Qué es un Baïra?»
Oí un chasquido. Miré. Yabir se había sentado sobre una cama y había cerrado el libro de Shokinori.
—«Un Baïra,» dijo al fin con voz serena, «busca el conocimiento del mundo, ama lo nuevo, tolera lo diferente, intenta entender lo que no entiende y asume que no puede entenderlo todo. Y, finalmente, transmite lo que aprende a sus discípulos. Eso es un Baïra.»
—«¿Es una cofradía?» inquirí con curiosidad.
—«En cierto modo,» convino él.
—«¿Y sois todos hobbits?»
Desde la altura de mi armario, lo vi sonreír.
—«No. Cualquier saijit puede ser un Baïra si lo desea.»
Fruncí el ceño, medité y pregunté en drionsano:
—«¿Incluso un guako?»
Yabir alzó la vista e hizo una mueca molesta.
—«¿Qué significa exactamente la palabra ‘guako’?»
La pregunta me dejó absorto. Vaya, ¿cómo explicarle algo así a ese extranjero? Varias veces abrí la boca pero, al final, no le di ninguna respuesta. Tan sólo dije:
—«Un guako es un guako.»
Y me sentí un poco abochornado porque Yabir me había dado una explicación bastante más elaborada de lo que era un Baïra. Tras un silencio, el hobbit soltó:
—«Tu maestro se llamaba Narsh-Ikbal, ¿verdad?»
Desvié los ojos del techo y los posé sobre el subterraniense, atónito. ¿Narsh-Ikbal? Meneé la cabeza.
—«No lo sé. Yo lo llamaba maestro.»
—«Mm,» meditó Yabir. «No existen muchos nakrús que sean viejos de más de cinco siglos y que sean originarios de esta zona. Mencionaste nombres de nakrús amigos de tu maestro. Pero a Narsh-Ikbal no lo mencionaste.» Marcó una pausa y carraspeó. «Puedes bajar de ese armario, sabes. Ya no está Dakis. No le tengas miedo a ese cerbero: no prueba carne saijit desde hace muchos años.»
Eché una mirada desconfiada hacia la puerta y estuve a punto de lanzar un sortilegio perceptista para asegurarme de que no se encontraba ahí el lobo… pero me retuve y, con cuidado, bajé hasta la mesilla y aterricé de un salto declarando:
—«Korther me ha dicho que tenía que trabajar para vosotros. Que tenía que ayudaros a entrar en la casa de los magos.»
—«Y hasta hace unas horas era cierto,» confirmó Yabir. «Sin embargo, resulta que, casualidad, este mediodía he conocido a un caballero que es muy amigo de la Maga Suprema. Hemos congeniado muy bien y él me ha prometido que intercederá en mi favor para que pueda entrar y consultar las bibliotecas… De modo que, contrariamente a lo que pensaba, no voy a necesitar saltarme las reglas de esta ciudad. Al menos por ahora.»
Añadió algo en owram a modo de cita sabia. Parecía contento. Yo lo miré como si me hubiera regalado un pan y me lo hubiera cogido de nuevo.
—«Entonces… no me necesitas,» dije.
Yabir alzó el índice.
—«Ciertamente, no para entrar en el edificio a escondidas. Cosa de la que me alegro. Le informarás a Korther de mi parte y le dirás que el otro trato sigue en pie.»
Le eché una mirada curiosa. ¿El otro trato? Caray. Korther y sus veinte mil tratos… Entonces fruncí el ceño, pensativo. Visto el tono del hobbit, no parecía estar al corriente de lo del diamante. A menos que lo disimulara muy bien… pero si de verdad no estaba al corriente, si de verdad no había escuchado mi conversación con Frashluc a través del Orbe Malva… pues ¡la madre, ojalá!
Ante la mirada interrogante del hobbit, espabilé, asentí y dije en drionsano un:
—«Corriente, se lo diré, no hay cuidao.»
—«Gracias.» Yabir cruzó ambas piernas mientras añadía: «Por otro lado, muchacho, he estado pensando en… eso de la nigromancia. En mi pueblo lo tienen por magia aberrante y sacrílega. Y aquí también, por lo que veo.» Vaciló. «Como Baïra, tolero tus prácticas, pero no las apruebo. Te aconsejo vivamente que jamás trates de aprender más de lo que sabes ya. No te haría ningún bien. Si estás dispuesto a seguir mi consejo,» añadió con más ligereza, «te ofrezco el honor y la suerte de trabajar para el mismísimo hijo del Gran Baïra. Con toda la humildad del mundo. Verás. Tengo pensado escribir una crónica sobre mi viaje cuando vuelva a Yadibia. He visitado ya mucho las zonas altas. El gran mercado. Y hasta Menshaldra. Pero los barrios bajos siguen siendo para mí un misterio. La única vez que nos metimos ahí Shokinori y yo nos perdimos. Por eso, me gustaría que me proporcionaras tu ayuda. Un simple trabajo de guía. Nada más sencillo. Me he dado cuenta, al escuchar a través del Orbe Malva, de que observar de lejos no es ni remotamente lo mismo que observar de cerca. Me gustaría, pues, que me guiaras a los Gatos y me presentaras los lugares donde vivís los… ‘guakos’. Dónde dormís. Cómo os ganáis el pan. Jamás he estudiado algo así y me parece un tema que sin duda interesará a más de un estudiante en Yadibia. ¿Qué me dices?»
Parpadeé, asombrado.
—«¿Una crónica?» repetí. «¿Qué es eso?»
—«Un libro,» explicó Yabir. «Y en él habría un capítulo entero dedicado a los guakos. ¿Qué te parece?»
Caray. ¿Que qué me parecía? Pff… Pues era difícil decirlo. Absurdo y halagador al mismo tiempo, quizá.
—«Está bueno,» acepté. «Pero ¿pagas?»
Yabir hizo una mueca.
—«Bueno… Tal vez algo. Pero sería sólo un día. Un par de días como mucho. Te lo haré saber cuando me venga bien. ¿Tienes alguna dirección a la que pueda mandarte una nota?»
Enarqué una ceja.
—«Er… Una dirección. Pues natural. Er…»
Pensé en la Golondrina, pero luego me dije que a lo mejor el director ya me había botado por absentista. Pensé en la barbería y me dije: ni hablar. Yal iba a mudarse, según Rolg. Y no iba a dar la dirección de la Fonda. Resoplé.
—«Calle del Despeñadero, la casa en ruinas. Ahí es donde vivo ahora. No tiene número.»
Yabir asintió, sonriente.
—«Bien. Gracias.»
—«¿De qué vas a hablar en ese capítulo?» interrogué, intrigado. «Nada malo sobre nosotros, ¿eh?»
—«Por supuesto que no,» aseguró Yabir, levantándose. «Escribiré con la objetividad del erudito y la emoción del poeta. Como decía Xenolotes, mezcla el cálculo a la música y te acercarás a la Verdad.»
Enarqué una ceja y, tras un silencio meditativo, solté:
—«Oye. Si el Orbe Malva estaba en los Subterráneos, ¿cómo es que acabó tan lejos?»
—«Ah,» dijo Yabir, meneando la cabeza como sorprendido por el cambio de tema. «Es una larga historia.» Me miró y, viendo mi cara atenta, sonrió. «¿Quieres oírla?»
—«Rabiosamente,» contesté en drionsano. Yabir enarcó una ceja y traduje en caéldrico: «Sí.»
—«Mm. Bueno,» meditó el hobbit. Y sacó de su bolsillo la piedra malva y la piedrita negra que yo había tirado antes al suelo. Las observó con una mezcla de cariño y fascinación mientras contaba: «El Orbe Malva y el Ópalo Negro son en realidad una misma reliquia que fabricó Márevor Helith hace casi mil años. Un día, hace varios siglos, ese nakrús se arrepintió de haber sido rey nigromante y de haber cobrado vidas a costa de sus muertovivientes. Se arrepintió, pues, y repartió algunos objetos entre sus amigos. Regaló el Orbe Malva y el Ópalo Negro a un viejo amigo quien, al morir, los donó al Gran Baïra de hace cuatro siglos. Hasta hace unas lunas, tanto el orbe como el ópalo se encontraban en la Gran Biblioteca de Yadibia, bien al resguardo. Por desgracia,» suspiró, «alguien robó el Orbe. Desde hace mucho tiempo se cuenta que el Ópalo Blanco al que el Orbe está también vinculado se encuentra en algún lugar escondido, junto a un tesoro. Una creencia que ningún Baïra ha confirmado aún. Pero la esperanza cava túneles. El ladrón huyó de Yadibia y siguió el vínculo. Ahí donde otros Baïras fracasaron, él pensaba triunfar. Pero, en verdad, era un estudiante sin mucha experiencia y… se metió en un lugar muy peligroso. Unos mercenarios de Yadibia le daban caza usando el Ópalo Negro. Pero no llegaron a tiempo para salvarlo.» Sacudió la cabeza con tristeza. «El muchacho murió ahogado y el Orbe desapareció. Y bueno, mi padre y los demás sabios me encomendaron la misión de ir a buscarlo, me dieron el Ópalo Negro y salí de Yadibia con Shokinori y su cerbero. Encontré el rastro del Orbe, lo seguí y di vueltas y más vueltas por túneles interminables, hasta que, al fin, lo encontré. En la Superficie, nada menos. En una ciudad que, según algunos cartógrafos amigos míos, se encuentra tan sólo a unos pocos kilómetros de Yadibia. Bajo el cielo. Y la lluvia,» añadió con una mueca.
Yo lo miraba, embelesado. Un tesoro, ¡el Orbe Malva escondía el camino hacia un tesoro! Como en los cuentos. ¿No era maravilloso? Las últimas palabras de Yabir me devolvieron a la realidad.
—«¡La madre! ¿O sea que Yadibia está metida dentro de la Roca? ¿Esta Roca?» exclamé, incrédulo, en drionsano.
—«¿Eh? No, no, no, muchacho. Hablo de la tierra,» explicó él. «Según algunos, mi ciudad caería entre Éstergat y Tribella, a unos mil quinientos metros de profundidad. Esa es una de las razones por las que deseo entrar en ese lugar que vosotros llamáis ‘Conservatorio’. Estoy seguro de que existe algún pasadizo a los Subterráneos que nos acorte el viaje de vuelta. Y lo encontraré.» Sonrió con satisfacción. Y entonces se oyó un ruido extraño de campanas y su expresión se mudó. Sacó algo parecido a un reloj de bolsillo y resopló. «¡Por la Gárgola, las cuatro ya, y he quedado con ese caballero dentro de media hora! Hijo, gracias por haber venido y por haber aceptado mi pequeña propuesta. ¡Pero qué demonios…!» se quejó, echando una mirada disgustada hacia las ventanas. «¡Este techo al que llamáis cielo es una verdadero sumidero!»
Sonreí.
—«Rabiosamente cabal,» aprobé en drionsano. «A lo mejor te gusta más la nieve. Eso no mete ruido al caer. Bueno, salú y gracias por la historia. Me gusta cuando me cuentan historias. Mi maestro me contaba muchas. Sólo…» El hobbit se ajetreaba en la habitación, buscando su abrigo, su bufanda… Me interrumpí para tenderle el sombrero de la mesilla y retomé: «Que ese tesoro nadie lo haya visto no significa que no exista, ¿cabal?»
Yabir se colocó el sombrero y me dedicó una mueca divertida.
—«Quién sabe. Las leyendas a menudo tienen un fondo de verdad.»
Me mordí el labio, sonriente, y me lancé con ánimo:
—«A mí me encantan los tesoros. Si intentas buscarlo, yo te ayudo. Puedo ayudar mucho cuando quiero. Mi primo dice que soy un as en armonías y…»
—«Gracias, muchacho,» me interrumpió Yabir con un carraspeo. «Pero no voy a por el tesoro.»
Pese a su expresión divertida, noté un atisbo de nerviosismo en sus ojos. Mentiroso, pensé. Le puse cara escéptica y burlona.
—«Pues qué mal. Si hay un tesoro, ¿por qué no ir a por él?»
Yabir puso los ojos en blanco y me abrió la puerta.
—«Porque hasta ahora,» contestó con calma, «todos los que lo han buscado han muerto. Buenas tardes, muchacho.»
Suspiré y, tras echarle una mirada decepcionada al hobbit, salí al pasillo y lancé una ojeada a mi izquierda y a mi derecha para asegurarme de que no estaba el lobo. No lo vi. Bajé las escaleras. Pasé ante la señora del mostrador y, al ver a la vieja sentada en el salón, sonreí anchamente y solté:
—«¡Salú, vieja bruja!»
Abrí la puerta y salí de ahí a la carrera bajo una lluvia de agua y de maldiciones.