Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

22 Un nombre

Pese a que el maestro Helith asegurase que con toda probabilidad lo que buscaba se situaba en alguna parte al final del libro, me resultó imposible no seguir los recuerdos linealmente y tuve que ir leyendo todo el grimorio memorizado por el lich desde el principio. Como sabían que cualquier interrupción podía desconcentrarme y hacerme perder el hilo, nadie se atrevía a proferir la más mínima palabra. Hablé durante todo el día en ese idioma silbante que, según los recuerdos de Ribok, formaba parte de las lenguas más antiguas del mundo: el daikrán, la lengua de los liches. Márevor Helith no apartaba los ojos de mis labios; Jaixel escuchaba con la mirada perdida; Aryes e Iharath se pusieron a echar la partida de revancha del Erlun, aburridos de escuchar palabras incomprensibles. En cuanto a Drakvian, se ausentó largo rato y volvió horas después con un conejo en cada mano. Me relamí, hambrienta, pero cuando me propusieron que comiese algo rehusé con un gesto y seguí hablando con terquedad. Quería llegar al punto que interesaba a Márevor Helith y solucionar su problema de una vez. Sólo cabía esperar que la respuesta que buscaba Márevor estuviese en ese grimorio… y que el nakrús no se la hubiese inventado por alguna alucinación suya.

Cuando Aryes encendió un candelabro, supe que estaba anocheciendo. Callé, agotada, con la impresión de que mi mente iba a empezar a delirar si seguía hablando de huesos, energía mórtica y otras delicias. El silencio en la sala se hizo absoluto.

—Dejémoslo aquí por hoy —murmuré al fin. Me masajeé la mandíbula, sintiendo la boca dolorida tras pronunciar tanto sonido extraño. Con sumo esfuerzo, traté de restablecer las murallas de la filacteria.

Márevor Helith asintió.

—Esperemos que mañana no necesites volver a empezar desde el principio.

—En tal caso, morirás dentro de doscientos años —repliqué—. No me apetece quedarme muda.

Pese a mi réplica mordaz, el nakrús parecía animado.

—¡Hacía siglos que no pasaba un día tan interesante! Casi había olvidado lo maravilloso que era ese dichoso grimorio. —Enarqué una ceja, preguntándome cuándo había dicho yo algo “maravilloso” aquel día—. ¡Bueno! —exclamó—. Id a dormir, muchachos, y retomad fuerzas. Mañana continuaremos.

Syu suspiró al oírlo y adiviné que le preocupaba verme luchar continuamente contra la filacteria para que esta no ahogase mi propia mente.

“Tranquilo, Syu. Si me convierto en Ribok, te avisaré”, bromeé.

El mono bufó por lo bajo.

“No se bromea con esas cosas.”

Un plato apareció de pronto bajo mis ojos y se me iluminó el rostro al contemplar los trozos de conejo rodeados de una salsa apetitosa y humeante.

—No sólo se vive del aire —arguyó Aryes mientras se volvía a sentar con su propio plato.

Ni de los huesos, añadí para mis adentros.

* * *

Aquella noche, repasé mentalmente todo el grimorio en busca de algo que se pudiera parecer a lo que necesitaba Márevor para regenerar sus huesos. Sin embargo, mi mente estaba ya tan exhausta que al de unas horas concilié el sueño casi sin darme cuenta. Y soñé con que me transformaba en lich.

El recuerdo era vivo y siniestro. Una energía como jamás había sentido me recorría todo el cuerpo. Yo, o más bien Ribok, estaba de rodillas, en la misma caverna de la que Márevor Helith se había marchado hacía varios meses. Con una mano, tocaba la osamenta de un dragón de tierra. Con la otra, sostenía una daga.

Mi concentración era total, inquebrantable. Una sola duda, una sola vacilación podía provocar mi derrota. Todo estaba preparado: ahora tocaba saber si sería capaz de llegar hasta el final.

Lentamente, con precisión, envolví mi mente para cortarla todo lo posible de cualquier dolor, asegurándome así y todo de que la energía esenciática no perturbaría los efectos de la energía mórtica. Lo único que sentía ahora era el inmenso pozo de energía que vibraba en el esqueleto del dragón de tierra, convertido en una especie de lecho. Las corrientes de energía lo aspiraban todo y me agarré a lo único que aún me mantenía en vida: mis recuerdos.

—Umthal —pronuncié como para darme ánimos—. Yloy. Sarkmenos. —Cerré los ojos y los volví a abrir—. Leeresia.

La determinación y la exaltación que sentía no tenían límites. Estaba tan cerca y había esperado tantos años…

Entonces, vino el impacto.

Desperté de golpe en el cuarto, sintiendo un dolor lancinante en el vientre. El miedo me paralizaba. Me envolví en armonías por instinto, como si un peligro inminente me amenazase. Traté de serenar mi mente y encerré la filacteria en su sitio. Acto seguido, abandoné la cama, temblando de pies a cabeza.

Me sentía como si yo misma hubiese sido capaz de… Inspiré hondo y eché una ojeada a mi alrededor. En sus jergones, Aryes, Iharath, Drakvian y Syu dormían plácidamente. Entonces recordé unas palabras que había pronunciado el mono gawalt hacía mucho tiempo. “Dormir enterrado bajo maderas y piedras no es óptimo”. Deseaba salir, pero no quería pasar por el comedor: tenía la certeza de que Márevor Helith y Jaixel estaban ahí, pasando la noche en silencio, sin poder dormir. Con sigilo, me aproximé a la ventana, la abrí y salí afuera. La ligera brisa nocturna me serenó casi de inmediato. Caminé unos pasos por la hierba iluminada por la Luna y, al cabo, me senté silenciosamente sin poder dejarle de darle vueltas al sueño. Aunque… No era un sueño, rectifiqué con un escalofrío. Era un recuerdo. Por eso acababa de sentir tan vívidamente el dolor de la muerte, tal y como la había sentido Jaixel hacía quinientos años. Y por lo visto, él no lo había olvidado, ni había olvidado a su familia. Su pasión sin límites se infiltró de nuevo en mis pensamientos, como un eco distante, y la aparté, turbada. Si seguía utilizando la filacteria para ayudar a Márevor Helith, temía que los recuerdos de Ribok se fundiesen con los míos. Si sucedía, probablemente me costaría mucho más distinguirlos. Prefería no pensar en lo que pasaría entonces.

Oí un ruido de puerta y me giré para ver aparecer una silueta. Era Jaixel. Me levanté de un bote.

—No te acerques o grito —solté en un murmullo.

El lich negó con la cabeza pero dio un paso adelante. No grité. Tendió una mano cadavérica. Llevaba algo en ella, algo blanco, pero era imposible determinar qué era. De pronto, el objeto se puso a levitar hacia mí. Noté una ligera brisa órica y entendí que el lich, para no amedrentarme, estaba soltando un sortilegio de levitación. El objeto cayó en la hierba, entre las sombras. Lo recogí con extrañeza. Era un pañuelo bordado y surtido de piedras preciosas. En él, había un dibujo. Entorné los ojos y solté un sortilegio de luz. Era un círculo con un sol en medio. Y alrededor, aparecían unas palabras escritas en abrianés. Decían: “Naciste como una llama, entre sombras, Shaedra, hija de Zueryn Úcrinalm y Ayerel Háreldin. Sé siempre fiel a nuestra familia y sigue tu corazón allá donde vayas.”

Alcé la vista, alterada. Sólo entonces me percaté de que el lich se había acercado y retrocedí un paso.

—¿De dónde has… sacado esto? —farfullé.

Lamenté enseguida mi pregunta porque sabía que no me iba a traer buenos recuerdos.

—Lo tenías tú, hace dieciséis años, metido entre el pliegue de tu manta —contestó el lich. Bajo la Luna, sus ojos dorados parecían más brillantes y despiertos—. Siempre deseé poder devolvértelo.

Lo observé con aprensión.

—Gracias —dije tras un silencio.

Inclinó la cabeza y yo me rebullí, inquieta.

—Tú eres quien mejor me conoce —retomó—. Tienes recuerdos que yo ya no tengo. Conoces todos mis secretos. Y recuerdas cómo morí. —Vaciló y me miró con fijeza—. ¿Verdad?

Tragué saliva, preguntándome si un lich era capaz de leer los pensamientos.

—Lo he soñado. Te clavaste una daga y te envolviste en energía mórtica. Podría explicarte exactamente todo el proceso. —Me quedé sin habla ante mi afirmación, dándome cuenta de que era absolutamente cierta.

Jaixel permanecía de pie, impertérrito.

—Desearía que ciertas cosas hubiesen muerto para siempre —dijo al fin. Asintió lentamente, con gravedad—. Y aún recuerdo demasiado… Pero olvidé algo muy importante para mí que quisiera recordar.

Calló y, pese a mi nerviosismo, me sentí intrigada.

—¿De qué se trata? —pregunté.

Me estremecí bajo su mirada.

—Ella también murió —susurró—. Acababa de llegar al pueblo. Había dejado la botica. Ella… tenía la misma mirada. —Alzó una mano esquelética hacia mí pero se detuvo a unos centímetros—: El mismo rostro… La misma boca. —Sus ojos se apagaron y su voz se redujo a un murmullo casi inaudible—: Quisiera recordar su nombre.

Sólo entonces me percaté de que había dejado de respirar. Inspiré, muy pálida.

—Su nombre era Leeresia —murmuré.

El lich dio un paso hacia atrás y desvió lentamente la mirada hacia la Luna, tan inalcanzable como el pasado.

—Leeresia…

La tristeza vibraba en su voz como un torrente vacío, aún más profunda que en sus recuerdos. Conmovida, bajé la cabeza y regresé a mi cuarto dolorida por tanto sentimiento.