Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas
Hundí de nuevo mi cabeza bajo el agua y la volví a sacar, feliz como una nerú. Varios patos salvajes nadaban en el otro extremo del estanque y las aguas centelleaban bajo los rayos del sol poniente. Aquello me recordaba inevitablemente a Roca Grande, aunque sin el ruido del Trueno y sus remolinos. “No sabes lo que te pierdes, Syu”, comenté.
Syu resopló. El estanque no parecía emocionarlo tanto: tumbado en la ribera, sobre una roca, aprovechaba perezosamente los últimos rayos de sol. Nadé hasta la orilla y agarré mi túnica.
“Una cosa es meterse en un cubo de agua y otra meterse en un océano”, replicó al fin, bostezando.
Puse los ojos en blanco y escurrí mi cabello. Estaba particularmente lleno de trenzas, señal de que Syu había tenido unas cuantas ocasiones de estar intranquilo últimamente. Sin embargo, me divertía comprobar que el mono estaba ahora de lo más tranquilo. Lo dejé holgazanear y me dirigí hacia la casa.
Llevábamos dos días en aquel remanso de paz sin que nos hubieran visitado más que los pájaros y los rayos de sol. Los Shargus parecían haber perdido nuestro rastro, si es que realmente nos seguían, y casi deseaba que Lénisu volviese con las manos vacías, arguyendo que no había conseguido encontrar al Mentista, para que aprovechase con nosotros aquellos últimos días de verano. Mientras nadie supiese dónde estábamos, no corríamos ningún riesgo… Pero, para bien o para mal, Lénisu siempre quería arreglar las cosas con prisas.
Estaba casi llegando al umbral cuando oí la carcajada de Aryes.
—¡No puedo creerlo!
Entré y sonreí al ver a Iharath y a Aryes sentados a la mesa, jugando al Erlun con un viejo tablero roto que habíamos encontrado en el armario. Tras echar una ojeada al juego, supe que Aryes acababa de inhabilitar el Arquero de Iharath con un Lagarto Rojo. La expresión incrédula de Iharath era tan graciosa que me eché a reír.
—Imposible —objetó este—. ¿Cómo se me ha podido pasar?
—Cosas de la vida —replicó Aryes, muy contento, retomando las palabras de Lénisu. Se giró hacia mí mientras me sentaba y declaró con tono cómplice—: En tres jugadas le gano.
Enarqué una ceja. Aryes jamás había jugado mucho al Erlun, pero, por lo visto, no se le daba mal.
—No alardees antes de tiempo —lo previno el semi-elfo. Tenía los ojos entrecerrados y la mirada fija en el tablero, muy concentrado.
Aryes no ganó en tres jugadas, sino en cinco. Cuando Iharath se dio cuenta de que ya no había salvación posible, se recostó contra el respaldo con una mueca divertida y comentó:
—Necesito una revancha. Y el que pierde pone la cena.
Aryes puso los ojos en blanco y terminó la partida solo, antes de recolocar las piezas.
—La pondré de todas formas. No me apetece comer sopa de arroz, con perdón.
—Entonces apostemos otra cosa —insistió Iharath—. En el Termondillo siempre se apostaba —apuntó, refiriéndose al famoso local de estudiantes de Dathrun—. Tengo una idea. Apostamos a…
Nunca supe a qué quería apostar Iharath ya que en ese instante una fuerte detonación seguida de una algarabía de gritos de patos desgarró el aire del claro. Nos quedamos los tres paralizados.
—¿Qué… ha sido eso? —jadeé al fin.
Me precipité hacia la puerta abierta, lista para cerrarla en caso de emergencia. Eché una ojeada prudente afuera antes de salir. Los patos del estanque habían salido despavoridos. Y Syu corría precipitadamente hacia mí, aterrorizado.
“¿Has oído eso?”, me preguntó.
Asentí mentalmente y traté de determinar de dónde había provenido aquel estruendo.
—Volvamos a entrar —sugirió Aryes, inquieto. Constaté que Iharath y él me habían seguido—. Dudo que sean los Shargus —razonó—, pero podría ser algo peor. Un troll, por ejemplo.
Reprimí una risita nerviosa.
—Si fuera un troll, ya estaríamos corriendo —solté, melodramática—. Pero tienes razón, entrad vosotros, yo iré a investigar. —Como vi que iban a protestar, agregué—: Nadie me verá. Pero cogeré a Frundis por si acaso.
Minutos después, estaba rodeando el estanque, envuelta en sombras armónicas. Aún faltaba tiempo para que el sol se fuera del todo, pero el claro ya se estaba sumiendo en las sombras. Syu miraba hacia todos los lados, alerta, y Frundis, por una vez, parecía interesarse por lo que lo rodeaba.
No llegué a los lindes del bosque: me paré en seco a medio camino cuando oí ruidos de voces entre la espesura. Retrocedí unos pasos muy lentamente. No era tan buena en armonías como para estar segura de que no me verían, me dije.
Entonces salieron a descubierto. Eran dos criaturas horribles, negruzcas y verdáceas, envueltas en una nube de humo. Antes de que se me ocurriera echar a correr, vi a una de ellas tirarse al estanque con precipitación. La nube se disipó y…
—¡No haberme regalado esas botas! —masculló una voz.
Apareció Drakvian recorriendo con paso firme la distancia que la separaba del estanque. Syu, Frundis y yo nos quedamos a cuadros. La criatura que no se había metido dentro del agua se arrodilló en la orilla y zambulló sus dos brazos.
—No me eches la culpa a mí —le replicó a la vampira. Agrandé los ojos. ¡La criatura hablaba!—. Anda, ayúdame a sacar a este garrulo del agua, ya se ha apagado.
Sus ojos eran como dos globos azules.
—Márevor Helith —murmuré, aturdida. ¿No se suponía que el nakrús me estaba esperando en el Kyuhs? ¿Y por qué demonios tenía esa pinta de haber estado rebozándose en el barro y en el musgo durante un día entero? Deshice de golpe mi sortilegio armónico y solté, más alto—: ¡Maestro Helith!
La vampira y él estaban estirando a su compañero del agua y levantaron la cabeza de golpe.
—¡Shaedra! —dijo la vampira con una amplia sonrisa mientras yo me acercaba con rapidez—. Ya pensaba que no volvería a encontraros. Una suerte que aún tengas las Trillizas. Bonita casa —observó—. ¿Nos ayudas a sacar al lich?
Me puse lívida y me giré hacia el ser humeante que se había tirado de pleno al agua. El pánico me invadió como una brusca oleada.
—¡¿Lich?! —repetí, retrocediendo con torpeza, aterrada. Frundis comenzó a tocar las trompetas, previendo algún combate épico.
Cuando Jaixel se levantó al fin, quitándose un nenúfar del brazo y pasándose una mano por su rostro esquelético, me quedé contemplándolo como si no existiera un mañana. Era él. Lo recordaba, recordaba su silueta en el reflejo de los ojos de un recién nacido… Sus ojos dorados y casi apagados me observaron con el mismo detenimiento con el que yo lo observaba a él. Retrocedí otro paso, casi sin darme cuenta. Todos mis pensamientos estaban paralizados en unos recuerdos lejanos, ¡tan lejanos! como si se hubiesen abierto de pronto todas las puertas de la filacteria y ya no hubiese frontera entre mi mente y ella. Él, me dije. Él había dejado que mis padres muriesen. Él me había abandonado en los Subterráneos después de haberse deshecho de sus recuerdos más dolorosos, junto a los más hermosos. Jaixel, el lich viejo de quinientos años, estaba ahí, delante de mí, con los huesos ennegrecidos por las botas de Drakvian y con una túnica corta y gris hecha harapos. Me percaté de que me había llevado las manos a la boca, como para ahogar un grito y traté de serenarme. Pero era inútil.
—Bueno —carraspeó la vampira—. Supongo…
—Chss —intervino Márevor Helith—. Este es un momento mágico. El encuentro entre dos mentes con recuerdos idénticos. ¿No es maravilloso?
Estaba entusiasmado. Espabilé y giré la cabeza al oír gritos detrás de mí. Aryes e Iharath corrían desaladamente cuesta abajo. Volví a mirar al lich y me percaté de que había dado un paso hacia adelante. Dio otro paso, casi con temor, como si esperase que yo saliese de ahí corriendo. Pero yo no me moví.
“Shaedra…”, murmuró Syu, más que nervioso. “Shaedra…”, insistió. “No vas a dejar que se acerque más, ¿verdad?”
“¿Y qué propones que haga? Por el momento no parece muy peligroso”, razoné.
Cuando llegó hasta mí, Syu ya se había bajado de mi hombro y se había alejado, prudente. Jaixel no tenía el mismo aspecto que el maestro Helith. Parecía menos torpe al andar, como si su energía mórtica le permitiese ser más ágil. Estaba a apenas medio metro. Levantó una mano y me pregunté si, a fin de cuentas, Syu no había tenido razón al huir. Jaixel era un lich, me repetí. Ya no era el Ribok lleno de dudas que yo recordaba. Y quién sabe si al crear mi filacteria no se le habría desregulado algo en la mente…
Aun así, no lograba ya sentirme del todo asustada. Sus ojos dorados estaban llenos de tristeza.
Tocó mi mejilla con sus dedos fríos y húmedos. Me estremecí al contacto pero no me arredré. Con una claridad inquietante, notaba ahora la energía mórtica que se arremolinaba en su ser dándole vida en un mecanismo perfecto. Un mecanismo que yo recordaba y no conocía.
“Aún vives.”
Por poco no rompí el contacto. La voz bréjica del lich tenía un deje de asombro. Volvía a ver su propia vida. Ribok. Su propio nombre. Su propia historia. Pero Ribok había muerto, se decía el lich, aturdido. No servía de nada tratar de ser quien no era ya. Los pensamientos de Jaixel me embrollaban la mente.
Entonces, otra voz, detrás de mí, la de Aryes, resopló temblorosa:
—Shaedra, atrás.
Sentí que me cogía del brazo y bastó ese simple contacto para que volviese a la realidad: yo no era Ribok, ni Jaixel. Tampoco era una simple filacteria.
—Sí, vivo —pronuncié—. Y mi nombre es Shaedra. Shaedra Úcrinalm Háreldin.
Cuando Jaixel retiró su brazo tuve la impresión de ser arrojada al fin en una playa tras pasarme tres horas perdida en el océano. Inclinó la cabeza.
—Es un placer volver… a encontrarte.
Su voz graznaba y chirriaba, como si no acostumbrase a hablar en voz alta. Di un paso atrás e intercambié una rápida ojeada con Aryes. El kadaelfo estaba particularmente pálido.
—Os explico —intervino Drakvian con un tono más jovial, acercándose junto al nakrús—. Yo estaba caminando tranquilamente por el bosque, buscando una pista que me pudiese guiar hasta vosotros. Apareció un monolito a un metro escaso de mis narices —contó—. Casi no me dio tiempo a frenar. Por poco me muero del susto cuando he visto aparecer a… —echó un vistazo al lich con cierta cautela— a Jaixel —prosiguió—. Y a partir de ahí, Márevor ha utilizado las Trillizas para determinar donde estabas.
—Y tú has utilizado las botas para carbonizar a Ribok —suspiró el nakrús, recolocando su sombrero rojo sobre su cabeza—. Por poco nos tenéis que recoger en trozos, y no lo digo por lo del relámpago calcinante —añadió—. Lo digo por el portal. Supuse ingenuamente que las botas y las Trillizas debían de estar cerca, ya que se suponía que sus poseedoras estaban juntas. —Soltó una mirada aguda a la vampira, quien suspiró ruidosamente—. Utilicé ambas mágaras para determinar dónde colocar el monolito. Y después de tanto esfuerzo, casi se me expande la energía del portal sobre varios kilómetros. Menuda faena. Menos mal que os dije que os dirigieseis hacia el Kyuhs… Supongo que me habríais dejado plantado ahí durante mil años sin ir buscarme —suspiró, mientras Iharath y Drakvian hacían una mueca indefinible—. En fin, me alegro de verte, Iharath. Y Aryes. No sabes cuánto me alegró que me hicieras caso y fueses a ver a mi buen amigo Pi en las Hordas. Estoy seguro de que te enseñó muchas cosas interesantes.
El kadaelfo estaba demasiado anonadado como para contestarle.
—Márevor Helith —tonó entonces Iharath. Sus ojos nos miraron alternadamente a Márevor, Jaixel y a mí antes de que estallase—: ¿Pero te has vuelto loco?
Esa era exactamente la pregunta que hubiera querido hacerle yo. El nakrús pareció divertido.
—De ninguna manera. En realidad, todo está saliendo de maravilla. Por ahora. Sólo falta que Jaixel recupere su filacteria. Y sus recuerdos.
—Y tú, los libros —murmuró el lich.
Agrandé los ojos. Los libros. ¿Acaso se refería a esos famosos libros de nigromancia que le habían permitido convertirse en lich?
—Los quieres, ¿verdad? —insistió Jaixel. Ya no me miraba a mí, le miraba a su maestro.
Este pareció algo molesto.
—Pues claro que los quiero. Y tú también los quieres, Jaixel, no me mientas. Si es cierto que no te acuerdas de ellos, entonces es que están ahí —dijo, señalándome.
Aryes y yo retrocedimos varios pasos, espantados.
—¡Maestro Helith! —protestó Iharath. Se colocó delante de mí con los brazos cruzados—. Me estás preocupando seriamente. ¿Cómo demonios has podido…? Demonios —repitió—. Está claro que el lich no está loco, de lo contrario ya nos habría atacado, pero… —Vaciló y agregó con firmeza—: Pero traerlo hasta aquí, hasta la Superficie, es condenarlo a muerte.
—Él accedió —replicó el nakrús con tranquilidad—. Y de todas formas… —Sus ojos azules brillaron más que de costumbre cuando dijo—: Ribok ha decidido no volver jamás a los Subterráneos.
Lo miré de hito en hito. Así que ahora el lich pretendía quedarse en la Superficie a tomar el sol… ¡Lo que faltaba! Si no hubiese estado ahí Jaixel, siguiendo la conversación con esa extraña gravedad, y si no hubiese sentido en aquel momento una enorme aprensión, me habría echado a reír por la incongruencia.