Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

19 Peligros y promesas

Al día siguiente, me fui enterando de lo que había pasado por Ató en mi ausencia. Dolgy Vranc y Deria estaban pasando una buena época de ventas y cuando le dije al semi-orco con aire arrepentido que había perdido su cuerda de ithil, se carcajeó y me aseguró:

—Nada es eterno.

Ambos me acribillaron a preguntas y, sabiendo que podía confiar en ellos, pese a lo que dijera Lénisu, les conté todo… salvo lo de los demonios, claro: lo cierto era que me preguntaba si algún día reuniría el suficiente valor para hablarles de ello. Cuando estaba a punto de salir de su casa sombría, Deria me pidió que la esperase y nos paseamos juntas por Ató. Pasamos por el Corredor y por el mercado. En un momento, vi a Naé Ril-de-Ya y, cuando la vieja demonio me dedicó una discreta sonrisa, Deria resopló:

—¿No me digas que conoces a Naé?

—Apenas —le aseguré—. ¿Por qué?

—En el mercado se dice que es una agarrada —me reveló la drayta—. Y dicen que en sus bálsamos hay más aceite y leche de cabra que plantas curativas.

Me carcajeé.

—¿Y qué dirán de ti en el mercado? —inquirí, curiosa.

Deria me mostró una gran sonrisa.

—Creo que dicen que soy la estafadora más joven de toda Ató. —Puso los ojos en blanco—. Ya sé que en el mercado se cuentan mil bobadas. Porque yo de estafadora no tengo nada. Los juguetes de Dol son maravillosos. Así que si vendo piezas a cinco kétalos, no es nada exagerado, te lo aseguro. Y además, se venden —apuntó con una risita satisfecha.

Deria parecía haber nacido para vendedora, pensé, muy divertida. Estábamos paseándonos por el parque de la Neria, charlando de todo y de nada, cuando Aleria apareció por uno de los caminos y me dijo que su madre quería invitarme a su casa a comer.

—Quiere darte las gracias —me informó.

Enarqué una ceja, molesta.

—¿A mí? Pero si yo no hice nada.

Aleria puso los ojos en blanco y me estiró de la manga.

—Anda, hasta ha cocinado un plato. —Puse una cara falsamente espantada: Aleria siempre se había quejado de las artes culinarias de su madre—. Te lo juro —aseguró—. No sé si será comestible, pero desde luego no puedes escaquearte.

Sonreí y, tras despedirme de Deria, la seguí por la calle del Sueño. La casa de Aleria no había cambiado en nada, me fijé al pasar el umbral. Seguía teniendo el mismo aspecto anticuado de siempre. La comida no fue tan desastrosa como me lo imaginé en un primer momento, aunque tampoco fue ninguna maravilla, pero eso era lo de menos. Pocas veces había visto a Daian Mireglia, ya que esta normalmente siempre se quedaba encerrada en su laboratorio, pero aquel día sus ojos rojos sonreían y me acogió como la mejor de las anfitrionas. Me dio unas gracias que no merecía y hasta me regaló un libro sobre las bases de la alquimia bajo la mirada divertida de Aleria. Durante la comida, no mencionó en ningún momento la Isla Coja, su rapto o su liberación y, sabiendo que no eran asuntos míos, me cuidé de sacar el tema. Al fin y al cabo, lo que importaba era que estuviesen de nuevo juntas madre e hija y verlas tan contentas me llenaba de alegría.

En un solo día, todo parecía haber vuelto a la tranquilidad. Lénisu volvió a encontrar a Trikos en los establos y se prometió a sí mismo que intentaría cuidarlo mejor. En cuanto a los har-karistas Laya, Galgarrios, Ozwil y Revis, me dijeron que estaban encantados con el maestro Ew, aunque según me explicó Laya, este no se quedaría otro año en Ató.

—Si quieres mi opinión, Ew Skalpaï se aburre mortalmente por estos lares —me dijo la elfa oscura, cuando me la encontré a la tarde en la plaza frente a la Pagoda. Y puso los ojos en blanco mientras añadía—: Debe de echar de menos esos tiempos de cuando iba matando vampiros u otros monstruos.

Hice una mueca al oírla. Aquella misma tarde, al pasearme por Ató, había visto con mis propios ojos al maestro Ew y deseé con todas mis fuerzas que Drakvian no volviese a acercarse nunca a Ató: aunque Laya dijese que era un buen maestro, parecía un tipo poco ameno, con el rostro cubierto de cicatrices, y sus ojos se movían por todos los lados, como si creyese que algún monstruo pudiese estar escondiéndose detrás de una esquina o de un puesto de verdulero. Por lo visto, sus largos años aventureros habían dejado una profunda marca en él.

Cuando le pregunté a Laya por Sotkins, Yeysa y Zahg, me enteré de que ahora trabajaban como guardias patrullas en la ruta hacia el Paso de Marp. Eso me recordó el problema de las hadas negras, en invierno, y con cierto horror escuché a Laya decirme que había sido resuelto tras una matanza bastante cruenta.

—Habían empezado a saquear granjas —me explicó Laya—. Y hasta se encontraron cadáveres de granjeros. Esos monstruos tuvieron su merecido.

Asentí, sombría.

—Supongo que sí.

Y, por lo demás, tampoco había habido grandes novedades. Bueno, sí: el maestro Juryún había acabado retirándose de la Pagoda por su salud y la última noticia que más circulaba era la de la proeza de un grupo de aventureros que había salvado a un pueblo cercano del ataque de unos lobos sanfurientos. En realidad, de esas hazañas épicas, las había todos los años, pero eso no impedía a la gente narrar los hechos de boca en boca con la misma excitación.

Ya atardecía cuando volví al Ciervo alado. Como al día siguiente empezarían las fiestas de verano, había mucha gente en la taberna, así como huéspedes de los alrededores. Al pasar entre las mesas, saludé al herrero Taetheruilín, a su mujer y a algún parroquiano al que conocía desde pequeña. En el estrado, se había instalado con su guitarra Yrasiuth, el músico faingal, y al recordar aquella famosa carta que un día olvidé entregar a un amigo suyo, aceleré el paso, ruborizándome.

En la cocina, me encontré con Kyisse y mis hermanos, sentados a la mesa, cenando.

—¡Hola! —dijo Kyisse, mientras soplaba en la cuchara llena de sopa y mandaba todo su contenido sobre la mesa.

—Como te vea Wigy —carraspeé.

La pequeña agrandó los ojos y pasó la manga de su vestido por la mesa. Todas las salpicaduras de sopa cayeron al suelo, pero su vestido quedó tan blanco como siempre. Nos dedicó una sonrisa.

—Ya está.

Mis hermanos y yo nos carcajeamos y fui a llenarme un plato de sopa antes de sentarme con ellos a cenar.

—¿Qué tal el día? —pregunté animadamente.

—Bien —aseguró Murri—. He estado ayudándole a Kirlens. Lo cierto es que a veces no sé cómo se las arreglan para atender a todo el mundo Wigy y él. Este mediodía estaba todo abarrotado.

Me mordí el labio al darme cuenta de que me había olvidado totalmente de que estos días Kirlens y Wigy necesitarían más brazos para contentar a tanto cliente.

—Yo he estado buscando trabajo como curandera —intervino Laygra, mientras cogía un buen trozo de pan—. Pero noto como una desconfianza. No sabía que se desconfiara tanto de los ternians en Ajensoldra —me confesó.

—Sobre todo en Ató —apunté con una mueca—. Y no por mí —les aseguré, esbozando una sonrisa—. Creo que viene de que los pueblos ternians de las Hordas nunca se han dejado conquistar. Los de Ató los consideran unos salvajes. Pero no te preocupes, estos días Kirlens necesitará a un palafrenero en los establos. Seguro que está encantado de contratarte.

Laygra negó con la cabeza, molesta.

—No quisiera imponerle a una nueva empleada.

—¡Tonterías! —dijo de pronto la voz de Kirlens, al entrar en la cocina—. Me parece una excelente idea. —Dejó los platos en un cuenco de agua y añadió—: ¿Qué tal si empiezas mañana? Incluso hasta podría añadir un servicio especial para huéspedes que quieran que se les cuide sus caballos con una atención privilegiada —declaró.

Resoplé, divertida.

—Entre Deria y tú seríais capaces de enriquecer toda una ciudad.

El tabernero sonrió pero frunció el ceño enseguida.

—Kyisse, ¿quieres dejar de esparcir sopa por todas partes? —La carita de la niña lo enterneció de inmediato y el posadero cogió un trapo para limpiar el suelo—. Ya sabes cómo es Wigy, pequeña. Ten compasión por sus nervios.

En ese momento preciso bajaba Wigy de las escaleras vestida con una elegante túnica azul. Pareció no haber oído nuestra conversación y nos enseñó a todos una sonrisa radiante.

—Voy a salir un momento. Esto… si es posible, Kirlens, claro —añadió.

El tabernero la miró con aire sorprendido.

—Por supuesto que puedes salir, Wigy. Pero… ¿por qué te has puesto tan elegante? La fiesta de verano sólo empieza mañana.

La humana se ruborizó pero se encogió de hombros.

—Lo sé. No os olvidéis de meter a Kyisse a la cama pronto, ¿eh? ¡Buenas noches a todos! —dijo, y desapareció por la puerta de atrás con una excitación que me dejó intrigada.

—Bueno, Kyisse —tonó Kirlens, cogiéndola con ambos brazos y levantándola—. ¡A la cama!

La pequeña avanzó un labio, suplicante, pero el tabernero negó con la cabeza.

—Has bebido la sopa como un demonio. Cuando la bebas como una señorita, podrás quedarte despierta más tarde, pero por el momento, no hay más que hablar.

—¿Temonio o demonio? —preguntó Kyisse.

—Demonio —dijo Kirlens.

—Ah.

Mientras yo palidecía levemente, el tabernero soltó una breve carcajada y posó a la niña en el suelo. Kyisse agitó una mano para darnos las buenas noches y ambos subieron las escaleras hasta los cuartos. Se oyeron voces en el pasillo y reconocí la voz de Lénisu, quien apareció finalmente al pie de las escaleras.

—Hola, sobrinos. ¿Qué tal estaba mi sopa? —preguntó, sentándose a la mesa en el sitio de Kyisse.

—Vaya, ¿de veras la hiciste tú? —se admiró Laygra.

Mi tío entornó los ojos.

—¿No te lo crees?

—Sí… Bueno… En Dathrun nunca cocinaste.

Él suspiró.

—Ya, pero es que no tenía tiempo para hacer sopas, sobrina.

—Sí, lo recuerdo —intervino Murri—. Estabas demasiado ocupado tramando cosas y robando papeles.

—¿Robando? —replicó Lénisu—. Qué ideas.

—Al fin y la cabo, es lo que hace un Sombrío, robar, ¿no? —retrucó Murri.

Me retuve de levantar los ojos al cielo. Hacía años que mi hermano no veía a Lénisu y ya estaba intentando sacar temas peligrosos. Mi tío, por lo visto, debió de pensar lo mismo porque soltó un largo suspiro y jugueteó con unas migas que quedaban sobre la mesa, antes de preguntar:

—¿Realmente quieres hablar de eso ahora?

Murri frunció el ceño, extrañado.

—Bueno… no especialmente —admitió—. Lo cierto es que la cofradía de los Sombríos siempre me ha dado para atrás. Pero el hecho de que tú seas… un Sombrío —murmuró, bajando la voz— da que pensar.

Mi tío dejó las migas tranquilas y esbozó una sonrisa.

—Supongo.

Hubo un silencio pensativo y al cabo Laygra intervino:

—Por ejemplo, da que pensar el hecho de que Shaedra desapareciese en Aefna y luego aparecieseis juntos por Ató. Parece como si todo eso tuviese algo que ver con… los Sombríos —acabó por decir.

Miré a Lénisu de reojo. Este había juntado ambas manos con aire meditativo.

—Sí —dijo al fin—. No os voy a mentir en eso.

La expresión de Murri se ensombreció.

—¿Has metido a nuestra hermana en líos de Sombríos, tío? No me digas que has podido hacerle eso.

Las palabras de mi hermano parecieron afectar de pleno a Lénisu. Todo rastro de teatralidad había desaparecido de su rostro.

—No es tan sencillo, Murri.

Mi hermano soltó un suspiro exasperado y se giró hacia mí.

—¿Qué ha pasado realmente en Aefna, Shaedra?

Hice una mueca, sintiendo la tensión poblar el ambiente.

—Yo… Esto… —carraspeé—. Le dejo a Lénisu contarlo, seguro que lo cuenta mejor —solté, desentendiéndome del tema.

Las comisuras de los labios de Lénisu se levantaron.

—Gracias, sobrina. Es todo un detalle.

Le contesté con una sonrisita forzada.

—De nada.

—¿Y bien? —preguntó Murri, mirándonos alternadamente—. Simplemente querría saber si has estado perjudicando a Shaedra metiéndola en tus problemas. No necesito que me hables de todos los robos que habrás perpetrado en tu vida.

Agrandé ligeramente los ojos.

—Murri… —murmuré.

—Está bien —dijo Lénisu—. Shaedra ha actuado como la mejor de las sobrinas salvándome el pellejo, ¿vale? Y admito que yo he actuado como un irresponsable. A veces el gran Háreldin es un maldito insensato —pronunció con una amargura que me dejó atónita.

Al ver que mis hermanos no entendían nada de lo que decía mi tío, expliqué con tranquilidad:

—Llegué a un acuerdo con el Nohistrá de Aefna y me hice Sombría.

Mis hermanos me contemplaron, boquiabiertos.

—¿Qué? —soltó Laygra.

—Pero… ¿por qué? —preguntó Murri al fin—. ¿Te chantajeó para que lo hicieras?

Como Lénisu no parecía dispuesto a hablar, dije:

—De hecho, no se me habría ocurrido entrar en la cofradía por voluntad propia, pero una serie de acontecimientos me llevaron a hacerlo. Es más, puede que el trato haya sido ventajoso —apunté, pensativa.

Mis hermanos nos miraban a ambos, ansiosos por conocer más detalles.

—Shaedra —carraspeó Lénisu, enderezándose—. Creo que hoy hemos hablado mucho y demasiado. No os lo toméis a mal —les dijo a Murri y a Laygra—, pero no os conviene saber más. Son asuntos que no sólo nos conciernen a mí y a Shaedra. —Como Murri iba a protestar, añadió, burlón—: Deberías ser comprensivo, Murri, al fin y al cabo, tú no nos dijiste nada sobre los Monjes de la Luz.

Mi hermano se quedó suspenso. Por lo visto, no esperaba que supiéramos la verdad.

—¿Los Monjes de la Luz? —repitió Laygra, sin comprender la relación.

Lénisu enarcó una ceja.

—Así que tampoco se lo has dicho a ella —observó.

Bajo la mirada inquisitiva de Laygra, Murri carraspeó.

—Recuerdas que en Dathrun te dije que había tenido problemas…

—Acabaste en la cárcel —asintió Laygra, con los ojos entrecerrados.

—Sí. Bueno, eso era otro asunto que tenía que ver con Sothrus. El caso es que en la cárcel me encontré con un Monje de la Luz. Me habló de la cofradía, yo le hablé de… —se sonrojó— de Kéysazrin, y cuando supe de algunos Monjes que habían acabado siendo muy ricos por recompensas y tal, pues al cabo me decidí.

El rostro de Laygra reflejaba un desconcierto absoluto.

—Tú eres… ¿un Monje de la Luz? Pero… ¿te metiste en la cofradía así sin más?

—No —admitió Murri—. Tuve que probarles mi valía interceptando cartas que recibían los Istrag, para que luego otros Monjes pudieran proteger a las personas a las que los Istrag pensaban robar o… asesinar. —Hizo una mueca y entonces confesó—: Los principios de la cofradía me gustaron enseguida, eran nobles y… creo que no tienen nada que ver con los principios de los Sombríos —apuntó, mirando con intensidad a mi tío.

Lénisu puso los ojos en blanco, retomando un aire burlón.

—¿En serio? Dime, Murri, ¿tú qué sabes de los Monjes de la Luz? ¿Que trabajan para el bien común? ¿Que salvan vidas y que trabajan como voluntarios para salvar el mundo? —Soltó una risita sarcástica—. De esos seguro que hay, no me cabe duda, pero el objetivo principal de un Monje de la Luz es hacerse rico. No me lo niegues. Muchos son igualitos que los Sombríos.

Mientras hablaba Lénisu, observé cómo el rostro de Murri se iba ensombreciendo. Mi hermano se levantó bruscamente.

—Sabía que lo desaprobarías —declaró—. Por eso no quería decírtelo. Pero te advierto que yo desapruebo también lo que haces en esa cofradía. He oído… cosas —dijo, lacónico—. Y no te perdono que hayas metido a Shaedra en todo eso. —Sacudió la cabeza—. No te lo perdono —repitió.

Dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de atrás. Lénisu y yo soltamos al mismo tiempo un suspiro.

—Si supiera… —soltó simplemente Lénisu.

—Debería decirle que no se lo tome tan a pecho —reflexioné.

Ya estaba levantándome cuando Laygra intervino:

—Déjalo. Cuando se lo deja solo, Murri suele acabar entrando en razón —explicó, y resopló con una media sonrisa—. Vaya. No sabía que tuviese a tantos cofrades en mi familia.

Le dediqué una sonrisa divertida.

—Te aseguro que no me va a cambiar la vida.

Laygra meneó la cabeza, pensativa.

—Ignoraba que Murri se hubiera metido en una cofradía —confesó—. Pero ser un Monje de la Luz es muy diferente a ser un Sombrío. Como bien dice Murri, los Monjes de la Luz se dedican a hacer el bien y a ayudar a la gente. Se los mira con respeto. En cambio, los Sombríos…

—Se dedican a hacer el mal y a robar a la gente —terminó Lénisu, con una carcajada irónica.

—Tienen mala reputación —insistió Laygra.

—Oh, la reputación —sonrió él—. Lo que digan de la cofradía me trae sin cuidado —aseguró—. Es más, francamente, la cofradía en sí me trae sin cuidado —añadió con un rictus—. Pero te aseguro que los principios de todas las cofradías suelen ser buenos. Y, en la práctica, por todas partes encuentras a verdaderos demonios.

Al pronunciar la última palabra, se quedó como pensativo. Laygra no parecía convencida.

—Tal vez —concedió sin embargo—. Pero los actos son los actos. Y los Sombríos no se dedican a salvar a personas o a ayudar a la gente tras una catástrofe. Los Monjes de la Luz, sí.

Lénisu hizo una mueca pero tuvo que considerar que si seguía contestándole a Laygra acabaría hablando demasiado porque agarró su capa y se levantó.

—Voy a intentar apaciguar a Murri —declaró y sonrió—. Le diré que, Monje de la Luz o no, sigue siendo mi sobrino. Y creo que será mejor que no hablemos más de cofradías por el bien de todos —concluyó.

Salió por la puerta hacia el patio de los soredrips y yo me levanté para recoger los platos vacíos y lavarlos mientras Laygra permanecía pensativa, tamborileando sobre la mesa. En un momento, Syu apareció corriendo. Estaba eufórico.

“¡He conseguido burlar al gordinflón!”, exclamó. “Le he robado un puñado entero de golos…”

Se interrumpió de golpe en mitad de la palabra y miró en dirección de Laygra, dándose cuenta de que había metido la pata: había hablado por el kershí demasiado alto. Mi hermana sacudió la cabeza, medio riendo medio indignándose.

—Acabarás como ese gordinflón del que hablas si sigues comiendo tanta golosina, Syu —lo advirtió, amenazante.

El mono gawalt bufó enseñándole una mueca testaruda y se refugió sobre mi hombro mientras yo me carcajeaba, dejando el último plato limpio.

—Déjalo, Laygra. Es feliz. Además, se pasa el día moviéndose: cuatro golosinas no pueden hacerle daño —razoné.

Mi hermana gruñó.

—Shaedra, no sabes nada de animales.

“Y tú no sabes nada de gawalts”, replicó Syu, mosqueado.

Solté una risita mientras Laygra levantaba los ojos al cielo.

—Creo que no tiene solución —suspiró con una mueca resignada—. Le has estado enseñando mal desde el principio.

—¿Yo? Él ha sido quien me ha estado enseñando —le repliqué con una mueca inocente.

Laygra esbozó una sonrisa pero enseguida retomó una expresión más seria.

—Shaedra, ya sé que vas a pensar que soy una pesada, pero déjame que te pregunte algo y te prometo que no vuelvo a hablar del tema… —Se mordió el labio—. Ahora que eres una Sombría… ¿vas a tener que…? Bueno… Ya sabes. Robar reliquias y esas cosas. Quiero decir, ¿te obliga a algo el pertenecer a esa cofradía?

La pregunta, llena de vacilación y recelo, me arrancó una sonrisa.

—Bueno, lo cierto es que todavía no lo sé muy bien. Pero visto el caso que les hace Lénisu a los Sombríos, me parece que como si me voy a las Ciudades de Lorri-man a cazar conejos. No creo que esperen que realice grandes hazañas —concluí—. Simplemente… el Nohistrá de Aefna quiso adoptarme porque le interesaba. Pero ahora te aseguro que todos los problemas están resueltos.

Al menos, los más urgentes, añadí para mis adentros. Mi hermana hizo una mueca dubitativa pero se levantó.

—Entonces, si todos los problemas están resueltos, perfecto —declaró con serenidad—. Y ahora te juro que no vuelvo a preguntarte nada sobre los Sombríos. Los asuntos de las cofradías nunca me interesaron —sonrió—. Buenas noches, Shaedra.

Le contesté y la vi desaparecer por las escaleras, hacia los cuartos de la taberna. Syu saltó sobre la mesa y suspiré, sentándome junto a él.

“Laygra tiene razón. Aunque…” Sonreí. “Si supiese que el Nohistrá de Dumblor le ha dejado parte de su riqueza, tal vez tuviese una opinión un poco menos pesimista sobre los Sombríos.”

Le rasqué detrás de las orejas al mono e iba a incorporarme cuando noté de pronto la presencia de una silueta junto a las escaleras y alcé los ojos para cruzarme con la mirada clara de Taroshi.

La víspera, se había negado a verme y ni Kirlens ni Wigy habían conseguido hacerlo entrar en razón. Y como yo me había pasado el día fuera, esa era la primera vez que lo veía desde mi llegada. Pese a sus once años, parecía aún un crío, pero sus ojos destellaban de un extraño desprecio.

Esa fue una de las escenas más ridículas que viví: nos miramos a los ojos tal vez durante un minuto entero, como paralizados. Yo no sabía qué decirle y él parecía demasiado absorto como para darse cuenta de lo absurdo de la situación. Entonces, en un gruñido trémulo, Taroshi escupió:

—Demonio.

Y salió corriendo por el pasillo. Oí un portazo. Por un momento, se me ocurrió seguirlo, pero ¿para qué?, me pregunté, deteniéndome. ¿Para intentar convencerlo de que lo que creía era incierto? ¿Para pedirle que no dijera nada a nadie? Eso más bien habría tenido el efecto contrario. Además, si no había dicho nada durante todo ese tiempo, cabía esperar que siguiese guardando el silencio. Al fin y al cabo, ¿quién le habría creído? Se suponía que los demonios no eran pagodistas, ni celmistas, ni iban paseándose con un bastón y un mono gawalt. Esbocé una sonrisa, pero se me borró cuando pensé de pronto en los Shargus. Tal vez nadie daría crédito a las palabras estrafalarias de un niño, pero siempre podía sembrar dudas. Porque ¿qué niño sería capaz de acusar a alguien de ser un demonio y saber describirlo? Si acaso era cierto que me había visto transformada, como me había dicho tiempo atrás… Era una extraña sensación saber que mi vida estaba en manos de un niño como Taroshi, pensé, inquieta.

Con un suspiro, me encaminé hacia mi cuarto seguida de Syu. La habitación seguía tan familiar y vacía como siempre, con su cama, su mesilla y su silla y sus cortinas moradas. Me desvestí, me puse el camisón y me metí en la cama, pero me costó conciliar el sueño. Lo cierto era que no pensaba ya ni en los Sombríos, ni en Taroshi, ni en Kyisse. No: pensaba en la alegría que había regresado al fin a la casa de Aleria y Daian. De nuevo volvían a estar juntas y felices. Y Akín, dijese lo que dijese, no estaba menos contento de volver a ver a sus hermanos y hermanas mayores. A fin de cuentas, para ellos, todo había vuelto a la normalidad, ¿verdad? Justo antes de dejarme llevar por el sueño, me vino en mente la imagen de Aryes subiendo por unas montañas escarpadas y, aun sabiendo que el kadaelfo era por naturaleza prudente, deseé fervientemente que no le pasara nada.

* * *

Cuando desperté, el sol ya iluminaba toda Ató. Syu había abierto la ventana para salir y se infiltraba por ella un aire cálido de verano. Toqué a Frundis y sonreí al oír un sonido de tranquilo oleaje: el bastón estaba profundamente dormido. Me vestí y bajé alegremente las escaleras.

—Hola, Kirlens —dije, al verlo sentado a la mesa cortando zanahorias con una eficacia espeluznante.

—Hola, Shaedra. ¿Qué tal has dormido?

—¡Como el agua en un lago! —contesté.

El tabernero me devolvió la sonrisa y apuntó:

—Nart me ha dicho que el Dáilerrin quería hablarte y que fueras a la Pagoda dentro de una hora. Estaba a punto de ir a despertarte. ¿Crees que el Dáilerrin volverá a aceptarte en la Pagoda?

Hice una mueca, poco convencida.

—No lo sé.

Kirlens, al percibir mi expresión súbitamente pensativa, meneó la cabeza.

—Confío en que el Dáilerrin te perdonará la ausencia —dijo con serenidad—. Al fin y al cabo, no todos los kals de dieciséis años han dado tantas vueltas por la Tierra Baya y han rescatado a dos amigos de una isla llena de demonios.

Su sinceridad me serenó, pero comenté:

—El problema es que, sin quererlo, les he demostrado a todos que no podían confiar en mí.

Kirlens resopló.

—No te preocupes, Shaedra. Yo confío en ti. Te he criado y te conozco. Si la Pagoda no te reacepta, es que no te merecen.

Sonreí, más animada.

—Tienes razón. Por cierto —dije, pensando de pronto en un detalle—. ¿Aún tienes la caja de tránmur, verdad?

Kirlens frunció el ceño y asintió.

—Bueno, eso creo, sí. No la he movido de su sitio desde que me la diste. A menos que haya entrado algún hada y la haya robado, debe de estar ahí —me aseguró.

Enarqué una ceja y controlé mi expresión. Por lo visto, Kirlens no se había enterado de que alguien había conseguido coger la carta que estaba dentro de aquella caja. Y quién sabe, tal vez se había llevado la caja entera, reflexioné. Mi expresión pensativa tuvo que traicionarme porque Kirlens ladeó la cabeza mientras vertía las zanahorias cortadas en la marmita.

—Esa caja… ¿de quién es exactamente?

Hice una mueca, me senté a la mesa con un buñuelo y le di un mordisco.

—De mi tío —contesté.

El tabernero me miró, intrigado, pero acabó meneando la cabeza.

—Entonces que se la quede. En cuanto despierte, se la doy.

Aprobé, desayuné como un troll y saludé a Kirlens antes de salir del Ciervo alado y encaminarme hacia la Pagoda. Aún me sobraba tiempo, pero de todas formas no tenía nada mejor que hacer y desde luego esta vez tenía que ser puntual. Subí por el Corredor y entré en la Pagoda Azul en silencio. El interior estaba silencioso y recordé que, al ser el primer día de fiesta de verano, los pagodistas estarían aún durmiendo en sus camas. Me dirigí hasta el despacho de Nart Henelongo pero estaba cerrado.

—¿Buscas algo? —preguntó súbitamente una voz a mis espaldas.

Me giré y reprimí una bufido de sorpresa al encontrarme cara a cara con Navon Ew Skalpaï.

—Ho… Hola —farfullé, con la mirada clavada en su rostro cubierto de cicatrices. Recordando de pronto que se trataba de un maestro, junté las manos y le dediqué un saludo respetuoso—. Maestro Ew. El Dáilerrin me ha convocado, por eso estoy aquí. Pero llego con antelación.

—Oh. Ya veo. —Sus ojos me detallaban, penetrantes—. ¿Eres Shaedra Háreldin, verdad?

Asentí.

—Mm. Así que estudiaste con el maestro Dinyú.

El tono monótono de Ew Skalpaï me dejó un tanto perpleja.

—Así es —aprobé.

—Bien —dijo simplemente.

El cazavampiros me saludó con una leve inclinación de cabeza y, con un andar firme, siguió su camino hacia la salida de la Pagoda. Me pasé una mano por la cabeza, resoplando. Ese humano parecía directamente salido de una tumba.

Subí hasta el tercer piso sin encontrarme con nadie y me senté en un banco del pasillo, esperando tranquilamente hasta que sonaran las nueve campanadas del Templo. Cuando las oí, me levanté, traté de borrar todo rastro de aprensión de mi rostro y llamé a la puerta.

—Adelante.

Tomé una inspiración y entré. Keil Zerfskit estaba sentado en un cojín detrás de una mesilla baja. Su rostro de elfo oscuro se alzó hacia mí.

—Buenos días, joven kal, cierra la puerta y siéntate.

Por un segundo, me quedé inmóvil. ¿Me había llamado kal? Reprimiendo una sonrisa, cerré la puerta, saludé respetuosamente al Dáilerrin y fui a sentarme en un cojín que le hacía frente. Nunca había visto a Keil Zerfskit tan de cerca y quedé algo sorprendida al ver ciertos parecidos con el maestro Áynorin, aunque sabía que eran hermanastros. Ambos tenían los mismos ojos verdes y la misma mancha en forma de estrella en una de las mejillas. Me sonrió levemente. Las palabras que pronunció a continuación me dejaron desconcertada.

—Eres… una joven llena de iniciativas. —Posó sus manos ante él y sus anchas mangas coloridas brillaron tenuemente. Su túnica estaba hecha con seda de Ontaisul, pensé, y reprimí una sonrisa al darme cuenta de que empezaba a ser tan atenta como Ujiraka—. Me han contado tus hechos —prosiguió el Dáilerrin con calma—. Llegaste a Ató sola, con una carta de Kahisso Namonis. Te adoptó Kirlens, del Ciervo alado y seguiste el aprendizaje de la Pagoda desde los ocho años. Te hiciste snorí a los doce. Y a los trece desapareciste de Ató con Lénisu Háreldin, Dolgy Vranc, Akín Eiben y Aryes Dómerath.

Desvié la mirada de sus ojos verdes, turbada. Su tono no parecía amenazante, pero no pude más que vaticinar que ese bonito discurso iba a acabar mal…

—Volviste al de unos meses —retomó el Dáilerrin—. Contaste extrañas historias sobre un dragón de tierra. Entraste en la academia de Dathrun. Y regresaste junto a ese hombre… Lénisu Háreldin.

Reprimí una mueca, deduciendo de su tono que Keil Zerfskit no apreciaba especialmente a mi tío.

—Un año después, saliste en busca del Sangre Negra… sabiendo que probablemente no lo ibas a encontrar. —Tuvo una media sonrisa—. Y luego, tras el Torneo de Aefna, serviste a la Niña-Dios y volviste a desaparecer. En Ató, todos tus conocidos te creyeron muerta. —Me estremecí—. Pero resulta que reapareciste, saliendo de las profundidades, y lo hiciste acompañada de una niña: la Última Klanez.

Bueno, eso era casi cierto, rectifiqué para mis adentros: Kyisse había salido por otro pasadizo más directo, con Spaw. ¿Y adónde quería ir a parar Keil Zerfskit con todo eso?

—Pero tus andanzas no se acaban ahí —dijo—. Porque en unas semanas, desapareciste de nuevo de Ató. Otra vez, tus seres queridos te creyeron muerta. Y resulta que, tras numerosos esfuerzos, salvaste a dos amigos tuyos de una isla llena de demonios: Aleria Mireglia y Akín Eiben. Me contaron lo que pasó. Te hirieron con un virote y tardaste tiempo en sanarte.

Empezaba a hartarme de oír mi propia vida en boca de ese elfo oscuro…

—Entonces, emprendisteis el camino hacia Ató. Al fin —sonrió—. ¡Ah! —Me sobresalté ante su repentina exclamación—. Pero tú volviste a desaparecer. ¿Qué extraño, verdad? Entonces, recibí una visita del Mahir y una carta del Nohistrá de Aefna contándome su plan para ti.

Lo miré, alarmada. ¿Su plan para mí? ¿Así que tenía un plan? A menos que tan sólo se refiriese a su plan para meterme de nuevo en la Pagoda Azul…

—Todo eso es muy cierto —dije al fin—. Bueno, en su conjunto. Pero —carraspeé— ¿de qué plan está usted hablando, Dáilerrin?

—Ah. —Keil levantó su ancha manga y se rascó la nariz—. Verás, joven kal. Deybris Lorent… ¿así se llama, verdad? —Puse los ojos en blanco y asentí—. Deybris Lorent quiere que vuelvas a la Pagoda Azul para que acabes tu aprendizaje. Pero no sabía que de todas formas yo no tenía intenciones de dejarte marchar. No ahora que eres una kal: como sabrás, los kals ya se comprometen a los Años de Deuda.

Agrandé los ojos, acordándome del detalle, y asentí con la cabeza.

—Cierto.

—Bien. Entonces, le hice saber a tu querido tutor que a menos que me pagase una enmienda correcta tendrías que pasarte diez años al servicio de Ató. Pero, por lo visto, Deybris Lorent tenía otra idea en la cabeza. Ya sabes que se puede reducir esos Años de Deuda o incluso prescindir de ellos en caso de que el cekal haya cumplido una misión heroica.

Lo contemplé, sintiendo que los pensamientos se me agolpaban en la mente.

—Una misión heroica —repetí, con tono ligeramente interrogante.

El Dáilerrin parecía divertirse.

—Así es. Una misión heroica. Deybris Lorent entendió que no podía ignorar las reglas de una Pagoda y me pidió que te encomendase una misión de esas para liberarte de los Años de Deuda.

Me rebullí. Esto me daba muy mala espina, pensé. Syu habría opinado lo mismo, aunque en ese momento debía de estar en el mercado, robando golosinas.

—¿Qué misión? —pregunté, impaciente.

—¡Ah! Qué misión —repitió él, pensativo—. Lo cierto es que enseguida supe qué hacer contigo. Pienso nombrarte representante de Ató en una pequeña expedición al castillo de Klanez.

Me quedé petrificada unos segundos y luego solté una carcajada.

—¿Al castillo de Klanez? Eso es… ¿una misión heroica?

Enarcó una ceja.

—Por supuesto —replicó el Dáilerrin—. Ya conoces las historias: sólo una Klanez puede franquear el acceso a ese castillo. Y siendo tú la supuesta Salvadora de esa Flor del Norte, como la llaman los subterranienses, no me cabe duda de que eres la más preparada para esa tarea. Dicen que en ese castillo hay muchas riquezas. ¿Leyenda o verdad? —Sonrió—. ¿Cómo saberlo sin intentar averiguarlo?

Me dio la impresión de ver en sus ojos un brillo aventurero y por un instante temí que hubiera perdido la cabeza.

—Esa niña es un milagro —prosiguió—. Ahora lo sé. He visto el castillo con mis propios ojos. Queda por saber si esas armonías reflejan una verdad o una simple explosión de imaginación.

Calló y resoplé discretamente.

—Así que si consigo entrar en ese dichoso castillo… ¿me reacepta en la Pagoda y me libera de los Años de Deuda?

El Dáilerrin asintió.

—Sí. Y te llevarás una generosa recompensa, por supuesto. Pero no hay prisa —aseguró—. A Deybris Lorent pareció gustarle la idea, pero la expedición puede esperar. Sin embargo, no puedo dejarte entrar en la Pagoda sin pedirte una reparación por tu comportamiento.

Palidecí, viendo venir lo peor, pero hice de tripas corazón y afirmé:

—Si es posible reparar mis errores, lo haré encantada.

El Dáilerrin me hizo un signo para que me acercara a la mesilla.

—Si quieres entrar de nuevo en la Pagoda, tendrás que jurar esto.

Me tendió un papel y lo cogí intrigada.

—Léelo en voz alta.

Enarqué una ceja y leí:

—Yo, Shaedra Úcrinalm Háreldin, pupila de Deybris Lorent y miembro de la cofradía… —carraspeé— de los Sombríos, juro defender por encima de todo los intereses de Ató y de su pueblo. Ninguna influencia exterior… —Carraspeé de nuevo—. Ninguna influencia exterior, incluyendo la de la cofradía, podrá primar sobre la defensa de Ató.

Alcé una mirada turbada hacia el Dáilerrin. Brillaba un destello de diversión en sus ojos.

—Es la versión del Libro de Ató para los cofrades que desean formar parte de la Pagoda —explicó.

—Pero… esto va en contra de mi juramento hacia los Sombríos —murmuré.

El Dáilerrin se encogió de hombros.

—¿Quién se merece más lealtad? ¿Una Pagoda que te ha dado un aprendizaje y te ha formado, o una cofradía de ladrones y pícaros? Tú eliges.

Inspiré hondo. Me repetí su pregunta, meditativa. Aunque, interiormente, sabía que de todas formas mi lealtad hacia los Sombríos era puro humo. Así que solté:

—Vale, lo juro.

El Dáilerrin no pareció sorprenderse para nada y me pregunté si, al hablar de pícaros, no había querido insinuar que yo lo era. Pero lo cierto era que más bien me traían sin cuidado las lealtades: yo sólo era leal cuando sentía que debía serlo. ¿Acaso era mi culpa si me acribillaban a juramentos?

Oí unos golpes contra la puerta y al ver el rostro del Dáilerrin enternecerse me giré y aparté la cabeza bruscamente, sintiendo que el corazón se me aceleraba…

—Padre, el Enano te anda buscando —dijo la hija del Dáilerrin.

Keil Zerfskit sonrió, molesto.

—Hija, ¿cuántas veces te habré dicho que no le llames así?

—Perdón. Dansk Alguerbad quiere hablar contigo —se corrigió la niña, muy formal—. Papá, ¿quién es ella?

—Oh, es una pagodista —soltó el Dáilerrin, levantándose—. Gracias por venir, Shaedra, por favor, tengo asuntos que atender. Conociendo a Dansk, no tendrá nada que ver con la fiesta de verano —suspiró.

Me apresuré a levantarme y junté las manos con precipitación.

—Gracias, Dáilerrin, por permitirme volver a entrar en la Pagoda.

—De nada, querida. Un dicho iskamangrés dice que una mariposa viajera que vuelve nunca te defrauda.

Me mordí el labio y volví a hacer un saludo antes de dirigirme hacia la puerta. Evité la mirada de la niña, hasta que la tuve casi enfrente. Entonces… vi que me miraba fijamente, como tratando de recordar algo. Tal vez un hada que entraba en su cuarto buscando una caja.

Le dediqué una breve sonrisa alterada y salí al pasillo sin que la niña hubiera dicho nada. Entre Taroshi que me llamaba demonio, Kyisse que era capaz de meter la pata sin querer, y esa niña que podía contarle a su padre mis andanzas nocturnas por la Pagoda Azul… mi reputación pendía de un hilo entre las manos de tres niños. Al salir de la Pagoda, el sol bañó todo mi rostro de una luz cálida y esbocé una sonrisa al ver que la Plaza empezaba a llenarse de mesas y guirnaldas. Los snorís y kals se atareaban entre las mesas y charlaban animadamente entre ellos. El Dáilerrin me había dicho que no había ninguna prisa para aquella expedición y me alegré de ello: me apetecía regresar a una vida cotidiana y tranquila. Volver a ser pagodista, ayudar a Kirlens en la taberna, pasar más tiempo con Kyisse… Suspiré. Ojalá Aryes pudiera hacer lo mismo.

—¡Shaedra! —exclamó entonces una voz entre el barullo. Vi asomar la cabeza rubia de Galgarrios en medio de los pagodistas y sonreí, acercándome. Estaba vestido con una elegante túnica verde y llevaba en los brazos un enorme barril.

—¿Pensando ya en emborracharte? —bromeé.

El caito puso los ojos en blanco.

—Es zumo de fruta. Por cierto, no sé si sabrás que este barril es uno de los que ha inventado el maestro Dai para mantener el zumo fresco.

Enarqué una ceja, impresionada, y acerqué una mano curiosa para comprobar que efectivamente en la madera fluían energías asdrónicas. Cuando Galgarrios dejó el barril entre los demás, nos fuimos a sentar en un banco y observamos un rato la Plaza. En un momento, un kal har-karista de primer año retó a Ozwil en duelo y vi divertida cómo este lo dejó en tierra en dos minutos. Enseguida el maestro Yinur intervino con el ceño fruncido para recordarles que ni era el lugar ni el día apropiado para duelos.

—Dentro de una semana, vamos a ser todos cekals —dijo de pronto Galgarrios, sacándome de mi ensimismamiento—. Por lo que sé, quieren mandarme de patrullas por los pueblos del norte de Ató con Revis y Ozwil.

Iba a decirle que era estupendo cuando me fijé en su cara desanimada y lo observé con extrañeza.

—No pareces alegrarte —comenté.

Galgarrios se encogió de hombros.

—Yo… ya sabes. No me gusta moverme mucho. No quiero alejarme de Ató. Y con esas patrullas tal vez no vuelva a casa en semanas. —Resopló—. Bueno, ya sé que es una tontería y sé que no lo entenderás. Pero tú al menos no te reirás de mí y me tratarás de vago como Ozwil, ¿verdad?

Me sonrió, como interrogante, y sacudí la cabeza, desconcertada.

—Claro que no, Galgarrios. ¿Cómo me voy a reír de ti por querer quedarte en casa? Y te equivocas, entiendo perfectamente lo que dices. Aunque no lo parezca, a mí tampoco me gusta moverme mucho.

Le dediqué una ancha sonrisa y el caito, divertido e incrédulo, me dio un empellón que casi me tiró del banco.

—Me alegra saber que, a pesar de todo, seguimos siendo amigos —dijo, mientras yo recuperaba el equilibrio—. Aunque a veces echo de menos esos días que pasábamos en Roca Grande.

Lo miré con los ojos sonrientes.

—Hoy estás nostálgico, Galgarrios. Mira, aprovechemos el día que hace —solté, clavando la mirada en los altos árboles junto a la Pagoda—. No hace falta ni pensar en el pasado ni en el futuro. Confieso que a veces no es fácil —admití, pensando en la cantidad de problemas que tenía—, pero al fin y al cabo, como diría Syu, todos acabamos cayendo del árbol, por más que te quedes en una rama sin moverte.

Galgarrios me miró con el ceño fruncido. No había entendido la metáfora, comprendí. Me carcajeé y me levanté de un bote.

—Anda, ¿puedo ayudar en algo para preparar la fiesta? —pregunté.

El caito pareció recordar sus tareas y se levantó.

—Pues claro. Aún tenemos varios barriles que transportar.

Unos minutos más tarde, acabé por dejarle llevar todos los barriles: pesaban una tonelada y cuando había querido hacerlos rodar Galgarrios se había apresurado a detenerme.

—El maestro Dai dice que hay que tener cuidado con estos barriles —me previno—. Al parecer, el sortilegio para enfriar es bastante frágil.

Así que me dediqué a colocar guirnaldas alrededor de la Plaza en compañía de Laya y Marelta. Esta última había cambiado radicalmente. Tenía el mismo porte orgulloso de siempre, pero su próxima nominación en cekal parecía haberla sosegado y no me soltó ninguna chiquillada. No es que me acogiera como a una amiga, pero en ningún momento me llamó Sabandija y estuve a punto de felicitarla por su delicadeza; sin embargo, me retuve: si ella era tan educada, yo no iba a serlo menos. En todo caso, me alegraba que hubiese dejado atrás sus hirientes comentarios.

De repente, Syu apareció por una de las mesas y vi a Salkysso darle un trozo de pan recién hecho. La Plaza empezaba a llenarse de gente. Y en la taberna Kirlens y Wigy debían de estar corriendo por todos los lados. Pensando esto, decidí que era hora ya de volver y me encaminé hacia el Corredor, diciéndole a Syu con tono bromista:

“No te comas cualquier cosa y déjales algo a los saijits.”

Me contestó con un bufido orgulloso. Ya me lo imaginaba en algún árbol durmiendo profundamente después de haber engullido hasta la saciedad. Entré por el patio de soredrips y subí hasta mi cuarto para darle los buenos días a Frundis: este estaba ahora en plena composición y un sonido apagado me hizo sospechar algo.

“¿No estarás todavía con los balidos?”

El bastón suspiró, impaciente.

“No vale”, protestó. “No deberías escuchar cuando compongo. Cuando esté acabado, ya te lo enseñaré”, me prometió.

Puse los ojos en blanco y me despedí de él antes de bajar a la cocina. Oí ruidos de pucheros y al llegar abajo de las escaleras no pude evitar sonreír al ver a Lénisu. Muy concentrado en su sartén repleta de cebolla y otras verduras, no me oyó llegar y se sobresaltó cuando solté:

—¿Te ha vuelto a contratar Kirlens?

Lénisu esbozó una sonrisa.

—Qué va. Me he contratado solo después de ver que no le echaba ni pimiento ni cenalka al arroz. Pobres clientes. No digo que sea un mal cocinero, pero desde luego el arroz me sale mejor.

Me carcajeé y asomé una cabeza por la taberna para constatar que estaba abarrotada. Murri y Wigy corrían entre las mesas y Kirlens servía bebidas en el mostrador.

—Demonios —solté, volviendo a cerrar la puerta—. Pocas veces ha estado tan llena. ¿Cuándo estará el arroz?

—Faltan unos… cinco minutos —calculó Lénisu, echando un vistazo a la enorme marmita. Se secó las manos con un trapo y soltó—: ¿Qué tal tu entrevista con el Dáilerrin?

Me encogí de hombros.

—Bien. Voy a poder volver a la Pagoda.

Lénisu me observó con los ojos entrecerrados.

—¿Así, sin más?

Puse los ojos en blanco y le expliqué en unas frases lo que me había propuesto Keil Zerfskit. Al cabo, mi tío puso cara pensativa.

—Admito que la aventura es algo arriesgada —dijo—. Y me pregunto qué intereses reales hay detrás de todo esto. Pero si te soy sincero, prefiero que vayas al castillo de Klanez y que te liberen de esos Años de Deuda. Nunca me gustó ese acuerdo de las Pagodas. Cuanto antes saldes con ellas tus deudas, mejor.

Aprobé.

—Sí. Pero lo que está claro es que les tengo que devolver lo que me han dado. Tal vez en ese castillo haya realmente objetos de valor.

Lénisu se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Por eso pienso que, antes que nada, si los abuelos de Kyisse siguen vivos, deberíamos preguntárselo. No vaya a ser que al entrar en el castillo nos volvamos locos como tantos aventureros y que además no encontremos nada —bromeó.

Suspiré y mi tío debió de adivinar mis pensamientos porque agregó:

—No te preocupes por Aryes y los Espadas Negras. Djowil Calbaderca es un capitán y sabe lo que hace.

Asentí con la cabeza y señalé al arroz con la barbilla:

—Ya han pasado cinco minutos, tío Lénisu.

Mi tío se apresuró a quitar del fuego la marmita y lo ayudé a servir en los platos.

—Por cierto, ¿Kirlens te ha devuelto la caja de tránmur? —pregunté, mientras le acercaba otro plato.

Lénisu puso los ojos en blanco.

—No. Se puso todo histérico al saber que se la habían robado. La tengo yo —me tranquilizó—. Se la cogí a Dansk ayer: Ánfora es un entrometido y un patán. No quiso ni decirme el nombre del canalla que le habló de esa caja. Mira que hay que ser rastrero. En cambio, no se privó de hacerme preguntas disparatadas. Hasta me preguntó si tenía conocimientos nigrománticos —gruñó con sorna y palidecí al entender que seguramente Dansk habría leído el informe de mi madre sobre los nigromantes de Neermat—. Gracias a los dioses, no entendió para qué servía esa placa metálica redonda, si no me tiene ahí hablando con él toda la noche. En fin, lo bueno es que aprendo de mis errores: no volveré a dejar ninguna acusación escrita. Casi me muero de vergüenza cuando supe que habían encontrado esa carta.

Me ruboricé.

—Pues fíjate yo —solté.

Lénisu meneó la cabeza.

—Tú no tienes la culpa. Faltaría más, que te echase la culpa a ti, después de haberte metido en…

—Lénisu —lo interrumpí—. No vuelvas a hablar de eso. Te aseguro que el trato nos ha salido redondo. Seamos optimistas.

—Optimistas… sí —carraspeó.

La puerta se abrió en volandas y apareció Wigy con los ojos estresados, como perseguida por el alboroto de la taberna.

—¿Dónde está el arroz? —preguntó con precipitación.

Vio los platos pero antes de que cogiese uno, la detuve levantando ambas manos.

—Wigy, tómate un descanso, ¿quieres? Ya me ocupo yo de servir. Anda, siéntate y cálmate.

Me miró, parpadeando. Entonces pareció volver al mundo real y soltó un gruñido.

—Estoy bien, Shaedra. Lo que pasa es que hay varias mesas todavía que no tienen nada que llevarse a la boca y Murri lo hace todo fatal.

En ese instante justamente entraba mi hermano y al oírla se quedó como sobrecogido. Le solté a Wigy una mirada aburrida.

—Wigy, no seas exagerada…

—Que no lo soy —aseguró, sin enterarse de que Murri estaba junto al marco de la puerta—. Tu hermano ha estado a punto de tirarle todo el contenido de un plato a un hijo de Taetheruilín…

Al fin, siguió mi mirada y se quedó un momento paralizada. Entonces se puso roja como un nadro rojo.

—Yo… esto… no quería…

Mi hermano pareció hacer grandes esfuerzos para no estallar de risa.

—Está bien, tienes razón —dijo, entrando en la cocina—. Mejor me dedico a cocinar.

—Perfecto —aprobó Lénisu alegremente—. Necesito a un ayudante. Corta esto.

Le lanzó unos pimientos rojos y Murri los atrapó en el aire.

—En trozos muy finos —apuntó mi tío. Y nos miró a Wigy y a mí con los ojos entornados—. ¡Venga, venga, a trabajar! —exclamó teatralmente.

Desperté de golpe. El capitán Botabrisa había hablado. Segundos más tarde, Wigy y yo recorríamos las mesas del Ciervo alado con presteza y eficacia. En un momento, vi que Wigy se quedaba más tiempo junto a una mesa y vi a Nart Henelongo susurrándole algo al oído. Me quedé estupefacta, sobre todo cuando vi a Wigy soltar una carcajada. ¿Era acaso posible que Wigy hubiese recobrado la razón y hubiese visto lo evidente? Cuando, al alejarse, percibió mi mirada, se acercó como la reina de su taberna y me sonrió con todos sus dientes.

—Ya sé que te parecerá raro, pero he conseguido perdonarle todas sus fechorías —me declaró.

Enarqué una ceja, divertida.

—¿Y por qué razón?

Wigy se encogió de hombros mientras nos dirigíamos hacia la cocina a por más platos.

—No lo sé —me confesó, con la voz cargada de emoción—. Tal vez porque me ha rogado tanto que al final no he podido decirle que no.

Me alarmé.

—Le has dicho que sí… ¿a qué?

Wigy me miró y soltó una carcajada ruidosa.

—No te imagines cosas. Simplemente… le he perdonado y ahora somos buenos amigos.

Le eché una mirada burlonamente suspicaz.

—Ayer, cuando saliste, ibas muy elegante —observé alegremente.

Wigy me echó una mirada falsamente exasperada.

—Pues claro que iba elegante. Siempre voy elegante.

Entró en la cocina con paso firme y la seguí sonriendo anchamente.