Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

18 El sueño de un capitán

Apenas pasó una hora antes de que nos cruzásemos con una patrulla de guardias nocturnos. Se extrañaron mucho al encontrarse con viajeros en plena noche pero cuando les contamos lo ocurrido tampoco parecieron muy sorprendidos.

—Ese troll debió de ahuyentar a más de una criatura del bosque —comentó uno de los guardias—. En todo caso, es una suerte que esos escama-nefandos no hayan caído sobre personas indefensas. ¿Estáis heridos?

Advertí que Miyuki ocultaba discretamente su brazo antes de contestar:

—No, simplemente estamos deseando llegar a Belyac sin más sobresaltos.

Los guardias aprobaron.

—Silek, Madryhena —ladró el líder—. Escoltadlos hasta Belyac. Compañía, seguidme, vamos a ver si nos topamos con alguno de esos sucios dragones. Y si encontramos esos caballos vivos, os lo comunicaremos —nos prometió.

Los observamos alejarse y retomamos el camino hacia Belyac en silencio, seguidos por dos guardias que se apearon para seguir nuestro ritmo. Incluso nos propusieron subirnos a alguno de los caballos, suponiendo que estaríamos agotados, pero rechazamos la oferta, sintiéndonos incómodos.

Empezaba el cielo a azularse cuando apercibimos las luces de la ciudad. Nos internamos por las calles embarradas e irregulares de Belyac, aún desiertas. Sobre un acantilado que dominaba las colinas, se alzaba el castillo de los Shawmen, tan ruinoso y viejo como lo había visto tiempo atrás. Subimos una colina, rodeamos otra que estaba cubierta de jardines y los dos guardias nos dejaron en la plaza principal de Belyac. Un rayo de sol iluminó unas nubes en lo alto.

—Bueno —soltó Lénisu, echando una ojeada a su alrededor—. Yo me pregunto, ¿será posible desayunar algo a estas horas?

Me carcajeé.

—Tan sólo hace falta seguir el olor —contesté.

“¿El olor a sangre?”, preguntó Frundis con una fina ironía.

Puse los ojos en blanco.

“El olor a pan.”

De hecho, en el aire dormido de la mañana flotaba ya un agradable olor a pan. Nos dirigimos hacia una taberna y no tardamos en sentarnos a una mesa con un buen plato delante de nosotros. El día anterior apenas habíamos comido y devoramos todo lo que nos puso el posadero bajo la mirada curiosa de un perro que se llevó una decepción al ver que no habíamos dejado restos. Lénisu tragó el último mendrugo de pan y comentó con alegría:

—Así está mejor. ¡Podría recorrerme toda Háreka!

Miyuki se limpió la boca con el dorso de la mano y preguntó:

—¿Cómo seguiremos hasta Ató? ¿Andando o en carreta?

—Andando —contestó Lénisu sin dudar un sólo instante—. Ya sé que suena irónico, pero durante la carrera se me cayó la bolsa de dinero. Debe de estar perdida en medio del bosque. Lo sé, te prometí que te pagaría tu parte… en Ató lo solucionaré. El caso es que ahora estoy sin blanca, querida. Sólo me queda calderilla. —Frunció el ceño—. Por cierto, me pregunto qué pasará cuando los de las caballerizas de Aefna se enteren de que han perdido a cuatro caballos.

Miyuki puso los ojos en blanco.

—Tres, en todo caso —lo corrigió—. Supongo que a Srakhi se le pasará la depresión y nos devolverá el caballo, ¿no crees? —E hizo una mueca, agregando—: ¿Qué pasa cuando unas caballerizas pierden unos caballos?

Lénisu resopló, sarcástico.

—Depende del estado de ánimo del gerente, supongo.

—Eso no es justo —intervine con tono razonable—. No tenemos la culpa de que los escama-nefandos nos atacaran.

—De hecho, supongo que en este caso serán comprensivos —dijo Lénisu, y se levantó—. Salgamos de esta ciudad.

—Antes, deberíamos comprar alguna reserva de comida —apuntó Miyuki.

Lénisu le dedicó una ancha sonrisa.

—Cierto. No sé cómo podía olvidarme de algo tan capital —pronunció.

Hundió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño monedero que parecía terriblemente flaco. El gran Háreldin portador de la espada de Álingar y descubridor de la corona de los Astras sacó al fin algo que se parecía a un gran botón de camisa. Resopló.

—¿Por qué siempre tendré que perder mis cosas? —maldijo.

Miyuki puso los ojos en blanco, divertida, y sacó unos kétalos como por magia.

—¿Vamos?

Salimos de Belyac con un nuevo saco, llevando suficientes provisiones para seis días, el tiempo que nos haría falta para atravesar la Ciénaga de Zafiro. El sol iluminaba ya el camino y nos cegaba mientras avanzábamos hacia el este. Al principio, caminábamos en silencio. Frundis estaba ensayando un coro de contraltos ligeramente monótono aunque él decía que formaba parte de una obra que jamás había logrado acabar. Me preguntaba por qué…

En un momento, Miyuki tomó la palabra:

—Lénisu, ya sé que no te gusta hablar del tema, pero esa espada, ¿qué hace exactamente? —Enarqué una ceja, pensativa. Así que Lénisu tampoco le había dicho nada a Miyuki. Como mi tío tardaba en contestar, la elfa oscura continuó—: No vi la batalla contra el escama-nefando, estaba algo lejos todavía, pero vi cómo salían rayos de luz por todas partes.

Lénisu vaciló.

—Lo de los rayos de luz… Algo tendrá que ver con las energías, pero como no soy celmista, no entiendo muy bien el fenómeno.

Al ver que seguía sin decidirse a ser más explícito, observé:

—La espada parecía debilitar a la criatura con sólo tocarla.

Lénisu nos miró a ambas, ladeando la boca en una mueca indecisa.

—Ya. Tienes razón, sobrina. Hilo es capaz de desestabilizar las energías y absorberlas. El problema es que, cuando se activa, se vuelve algo incontrolable y también afecta la energía del que porta el arma. —Se encogió de hombros—. Será mejor que no comentéis esto a nadie, ¿eh?

Lo contemplé, meditativa.

—¿Absorbe la energía? ¿Qué energía?

La mueca de Lénisu me dio a entender que no tenía ni idea.

—¿Qué importa qué energía mientras el adversario se debilite? —dijo entonces Miyuki—. Lo que no acabo de entender es cómo supiste cómo activar la espada. Según me dijiste, ese viejo Ashar y el Mahir de Ató lo intentaron y no lo consiguieron. ¿Por qué tú sí?

Lénisu soltó una breve carcajada y realizó un ademán de desparpajo.

—Es evidente. Soy Lénisu Háreldin. Quise activarla, y la activé.

Miyuki y yo soltamos al mismo tiempo un resoplido medio divertido medio exasperado. Mi tío siempre estaba con las mismas.

Seguimos andando charlando tranquilamente y Miyuki y yo acabamos filosofando sobre las tradiciones y las diferencias que existían entre la vida de los Subterráneos y la de la Superficie. Sin embargo, al de unas horas, nuestra conversación se hizo deshilachada. Yo bostezaba cada minuto y el sueño empezaba a cerrarme los párpados. Cuando pasamos delante de una amena colina verde iluminada por el sol, se me iluminó la cara y levanté el dedo índice.

—No sé vosotros, pero yo estoy que ya no puedo más —declaré—. ¿Qué os parece una pequeña siesta?

Miyuki y Lénisu enseguida se apuntaron a la idea, nos apartamos del camino, hacia la colina. Había unas ovejas pastando en una de las vertientes. Subimos casi hasta la cima y nos tumbamos en la hierba bajo los agradables rayos de sol. Se oían ruidos de cencerros y tres mariposas naranjas revoloteaban a unos metros de nosotros.

—¡Ah! —dijo mi tío, cerrando los ojos—. Esto sí que es vida.

Me carcajeé y cerré los ojos a mi vez, agotada. Llevábamos un día y una noche viajando sin parar, con una batalla en medio, y todo mi cuerpo estaba molido. Concilié el sueño enseguida. Soñé con que me había convertido en un dragón y que sobrevolaba los cielos contemplando toda la Tierra Baya desde arriba. Vi el Bosque de Hilos y los extensos mares, evité la cima de una enorme montaña de los Extradios que resultó ser el Tilzeño, bajé en picado hacia la Insarida… entonces mis alas se me hicieron un lío y traté de frenar la caída con movimientos desesperados… y me empotré en Ató en una gran explosión caótica. Más tarde me paseaba pesadamente por las calles destrozadas hasta la Pagoda Azul, que había quedado chamuscada, e iba a pedir perdón a los maestros pero tan sólo me salió un fuerte balido… Desperté con un sobresalto de mi sueño disparatado al oír un grito a mi oído. Me encontré enderezada con un Syu estirándome de la manga y una oveja que acababa de balar a unos centímetros de mí.

—Aaah… —solté, inspirando hondo, aliviada.

“Lleva ahí un buen rato”, me informó Syu, algo incómodo.

Tendí una mano hacia la oveja pero esta se alejó para que no la molestara. Eché un vistazo a mi alrededor. Lénisu dormía aún profundamente. En cambio, Miyuki acababa de desaparecer del otro lado de la colina, con las cantimploras en la mano.

El sol empezaba ya a descender y deduje que habíamos dormido al menos cinco horas. Mi mano tanteó y cogió al bastón. En cuanto lo toqué, el coro de balidos absolutamente excéntrico que oí me dejó atónita. Jamás había oído una música tan mala.

“¡Frundis! ¿Pero qué diablos te ha pasado?”, pregunté, preocupada.

El bastón estaba eufórico.

“Si algún día te hartas de mí, Shaedra, déjame en manos de un pastor. Es una idea que se me acaba de ocurrir durante la siesta. Sería una maravilla, ¿te das cuenta? No digo que esos balidos sean magistrales, por supuesto, pero creo que se podría hacer una obra maestra de ovejas. Cuando era niño, mi maestro de piano me decía que un compositor siempre se tiene que inspirar de la naturaleza. Ya ves lo que hice con la rocarreina y con el mar.”

“Es una idea fantástica, Frundis”, solté, burlona.

“¿A que sí?”, se alegró él. “Sólo debo practicar un poco y seguro que me sale algo aceptable.”

“O no”, apuntó Syu, siempre prudente.

“O no”, confesó el bastón.

Una sonrisilla empezó a flotar en mis labios.

“¿Podrías hacerme un favor, Frundis?”, pregunté con la mirada clavada en mi tío dormido.

Le comuniqué mis intenciones y Frundis aprobó enseguida la idea. Con una risita maligna, dejé el bastón en la mano de Lénisu, quien despertó inmediatamente abriendo mucho los ojos. Agitó levemente la cabeza, vio a Frundis y soltó un gruñido, apartándose con brusquedad. Silbé inocentemente.

—Shaedra —se quejó—. No se despierta así a un hombre dormido.

—Ha sido Frundis —me defendí con una sonrisa pícara.

Una oveja soltó entonces un balido y Lénisu entornó los ojos mirándola, pero enseguida bostezó, desperezándose.

—¡Ah! —dijo entonces—. Acabo de acordarme de mi sueño. Estaba paseándome por un bosque y de pronto aparecía una mona gawalt saltando de rama en rama, ¡y resultaba que eras tú! Y te veía como muy nítida, te lo juro —se burló.

Resoplé, divertida.

—Finalmente, lo del Ciclo del Ruido va a ser cierto —comenté.

De hecho, según los libros y la gente mayor, el Ciclo del Ruido era un ciclo de renovación de energías y, en particular, afectaba los sueños. Los que se dedicaban a interpretarlos aseguraban que existía en ellos un fondo de verdad mayor que en cualquier otro ciclo. ¿Pero qué clase de verdad?, me pregunté, con ironía. Cuando le conté mi sueño a Lénisu, se carcajeó.

—Un dragón y un gawalt —pronunció—. Esperemos que esos sueños no se hagan realidad y que Ató siga en pie.

—¡Ya era hora! —exclamó alegremente Miyuki, llegando a nosotros. El rebaño de ovejas ya se había alejado, rehuyéndonos al vernos tan ruidosos. La elfa oscura nos tendió nuestras cantimploras llenas de agua y se puso el saco de comida al hombro—. Si seguimos a este ritmo, tardaremos más de una semana en llegar a Ató.

Lénisu y yo nos levantamos y nos estiramos al mismo tiempo. Miyuki nos observaba con una sonrisa burlona.

—Sois tal para cual —comentó—. Andando.

El viaje se desarrolló con tranquilidad. Anduvimos a buen ritmo, salimos del bosque y aquella noche tan sólo tuvimos que luchar contra una nube de mosquitos. A la mañana siguiente, Lénisu se rascaba todos los brazos, mascullando entre dientes que hubiera preferido matar a otro escama-nefando. Ese mismo día llegamos al albergue del Cisne azul. La posadera no me reconoció, en cambio Syu se acordó enseguida de los gatos que poblaban aquel lugar perdido entre las marismas y cuando retomamos la marcha me confesó:

“Lo de los gatos para mí debe de ser lo mismo que para ti las hojas-espuma. No lo puedo evitar: estornudo espiritualmente.”

Sonreí anchamente al oírlo.

Cuando llegamos a Ató, al atardecer del quinto día, alcancé a ver a lo lejos, en el campo de entrenamiento de har-kar, a unos cuantos kals en pleno duelo. Los rayos de la tarde iluminaban y enrojecían la colina de Ató.

—No parece que haya pasado ningún dragón destructor —observó Lénisu.

—Gracias a los dioses —me burlé.

Subimos por la calle del Sueño en silencio y tomamos la Transversal. Oímos de pronto una exclamación que nos detuvo. Aleria, abrazada a un enorme libro, se precipitó hacia mí.

—¡Shaedra! —soltó, jadeando—. Por fin llegas, el maestro Yinur me dijo que llegarías. No sabes lo que ha ocurrido, ¿verdad?

Su pregunta y su tono alterado me dejaron intrigada.

—¿Qué?

—Kyisse, la niña de la que me hablaste, es un fenómeno. Todo el mundo habla de ella. Hace unos días, se escapó sola en el bosque, la atacaron unos nadros rojos, ¿y sabes lo que hizo?

Palidecí imaginándome a la pequeña rodeada de nadros.

—No —murmuré.

—¡Los volvió locos a todos! Los despistó y llenó todo el bosque de ilusiones armónicas. Apenas exagero. Te lo juro. Toda Ató habla de eso, ahora. Están todos convencidos de que es la última Klanez. Es increíble —pronunció, meneando la cabeza.

Parpadeé e intercambié una mirada con Lénisu.

—Bueno —dijo mi tío—. Me alegro de volver a verte, Aleria. Hacía tiempo que no nos veíamos.

Aleria se mordió el labio y los saludó a él y a Miyuki como se debía.

—Perdón, pero es que estoy muy nerviosa —se disculpó—. Acabo de hablar con el Dáilerrin y me ha permitido volver a la Pagoda cuando le he contado todo lo que hemos hecho. Me dijo incluso que se alegraba de tener a kals tan preparados —bromeó.

Con sumo esfuerzo, me atreví a preguntarle:

—¿Y tu madre?

La elfa oscura me enseñó una sonrisa radiante.

—Shaedra, tenías razón. En cuanto mi madre se enteró de lo ocurrido en la Isla Coja, regresó a Ató. Y ahora está otra vez con los experimentos de siempre —puso los ojos en blanco y señaló el libro que llevaba—. Este es un libro que me ha pedido que le lleve de la biblioteca. Plantas carnívoras del Bosque de las Hadas. —Resopló—. Espero que no se le ocurra comprar una de esas plantas.

De pronto, dándome cuenta de que Aleria había recuperado el buen humor y que todo parecía hermoso y perfecto, me reí.

—Aleria, ¡no sabes cuánto me alegro! Ahora no se os ocurra a ti y a Akín desaparecer sin avisarme, ¿eh? Ya me hiciste la jugada dos veces.

—Descuida —sonrió ella, e hizo una mueca—. Aunque tú deberías prometerme lo mismo. —Más seria, nos miró a los tres alternadamente antes de clavar sus pupilas rojas sobre mí—. ¿Qué demonios pasó en Aefna, Shaedra?

Carraspeé, incómoda.

—Bueno… Lo que pasó fue que…

Percibí el suspirito de Lénisu.

—Que retuve a mi sobrina un momento por cuestiones que tenían que ver con asuntos turbios, oscuros y peliagudos —intervino con tono bromista—. Anda, avancemos un poco, supongo que querrás darle los buenos días a Kirlens antes de que nos vayamos en busca de los abuelos de Kyisse y viajemos hasta ese castillo de Klanez.

Aleria y yo lo contemplamos, mudas de asombro.

—¿Al castillo de Klanez? —repitió Miyuki, mirándolo con el rabillo del ojo—. ¿Estás seguro de lo que dices, Lénisu?

Mi tío hizo un vago ademán.

—Era una broma. Aunque lo de los abuelos de Kyisse no tanto. Al fin y al cabo, le prometí a Fahr Landew que los encontraría.

Y al pensar en ello, pareció ensombrecerse, como si se arrepintiese de su promesa. Aleria hizo un breve gesto de cabeza hacia mí.

—Nos vemos dentro de un rato. Dejo el libro en casa y aviso a todo el mundo de que has llegado y…

—¿A todo el mundo? —repetí.

—Todos estarán ansiosos de ver a la Salvadora de la Última Klanez —replicó ella, divertida, antes de salir corriendo por la Transversal.

Meneé la cabeza, alucinada, y tuvo Lénisu que empujarme suavemente hacia el Corredor para despertarme. Reemprendimos la marcha y cuando llegamos frente al Ciervo alado me mordí el labio, pensando que al menos Kirlens ya estaba enterado de que estaba viva y de que llegaría pronto. Empujé la puerta y me quedé boquiabierta. En el fondo de la sala, ahí donde normalmente tocaban los músicos para animar el ambiente, estaba Kyisse, de pie, con su vestido blanco inmaculado. Todos los ojos la observaban, impresionados, mientras esta exhibía el castillo de Klanez, en una gran imagen armónica que ocupaba toda la pared. El castillo era muy parecido al que me había enseñado un día, en su torre subterránea, pero advertí ciertos retoques que le daban un aspecto más acogedor y fantástico. ¿Lo habría hecho queriendo o simplemente su recuerdo había ido cambiando con el tiempo?

—¡Kyisse! —exclamó una voz familiar. Wigy salió en tromba de la cocina. Sus ojos relampagueaban—. No se te puede dejar ni un minuto. Deja ya de molestar a los clientes. ¡Por favor!

Un trueno de aplausos acalló las protestas de la tabernera. Y entonces Kyisse me vio y sus ojos se iluminaron, abrió la boca, farfulló algo y al fin consiguió exclamar:

—¡Shaeta!

Pasó corriendo entre unas mesas como una gacela blanca y aterrizó entre mis brazos, riendo a carcajadas. La cogí con dulzura, cubriéndola de besos y Lénisu soltó una risotada, mirando alternadamente a la niña y la imagen del castillo.

—Dioses, esa pequeña es increíble.

—¡Lénisu! —pronunció Kyisse y se apartó de mí para abrazarlo también.

—Shaedra, por Ruyalé, ya has vuelto —musitó Wigy, acercándose, y cogiéndome ambas manos para contemplarme con aire crítico—. Siempre me das unos sustos cuando te vas… En fin, acabaré acostumbrándome a que mueras y resucites cada año.

Me carcajeé y le confesé:

—Yo no me acostumbraré nunca.

Kirlens salió de la cocina con su mandil y su pelo enmarañado y cada vez más canoso. Una hora más tarde todo parecía volver a ser como antaño. Lénisu y yo cenamos como reyes y les contamos a Wigy y a Kirlens todo lo que me había ocurrido, aunque ya conocían toda la historia sobre la Isla Coja por Aleria y Akín y mis hermanos. Ambos vieron sin duda lagunas en mi historia, pero curiosamente no insistieron y me pregunté qué les habrían contado exactamente mis amigos.

—¿Por qué no avisaste cuando saliste de Ató? —preguntó Kirlens entonces—. El capitán Calbaderca estuvo buscándote durante días y te creímos perdida para siempre.

Reprimí una mueca molesta.

—Oh. Es que… no tuve tiempo. Tuve que salir precipitadamente, ya veis.

Kirlens y Wigy parpadearon y me miraron fijamente, como esperando a que continuara. Cuando Wigy abrió la boca, seguramente para pedirme más explicaciones, el tabernero le cogió del brazo.

—No la atosiguemos —dijo, adivinando por mi expresión que no les contestaría: no se me ocurría ninguna mentira válida.

Wigy frunció el ceño.

—¿Que no la atosiguemos? —repitió, gruñona—. ¡Pero al menos que hubiese avisado!

Me ruboricé y Lénisu, quien conocía más o menos la historia, carraspeó.

—No quisiera entrometerme —comentó—, pero os aseguro que me ha pasado muchas veces tener que salir corriendo sin poder avisar. Es algo que ocurre.

Un extraño brillo pasó por los ojos de Kirlens.

—Lo sé. Supongo que es mejor no preguntar.

Hubo un breve silencio molesto.

—¿Y el capitán Calbaderca? —inquirí, entonces, para cambiar de tema.

Kirlens frunció el ceño.

—Se marcharon en primavera él y sus Espadas Negras en busca de los Klanez. Aún no han vuelto. El hijo de los Dómerath se marchó con ellos.

Agrandé los ojos.

—¿Aryes?

Kirlens aprobó.

—Llegó una carta suya hace un par de semanas. Al parecer, encontraron una pista por las Tierras Altas. Esos Espadas Negras serán subterranienses, pero tienen una constancia encomiable.

Enarqué una ceja. ¿En las Tierras Altas? Eso quedaba cerca del Bosque de Pang… Tal vez realmente estuvieran en buen camino. Sin embargo, si llevaban tanto tiempo fuera, eso significaba que no habían recibido mi carta hablándoles del tema. En cuanto a Aryes… Ignoraba por qué, no me extrañaba que hubiese querido acompañar al capitán Calbaderca; sin embargo, no pude más que sentirme desanimada al saberlo tan lejos. Reprimí un suspiro.

—Voy a buscar a Taroshi —declaró Wigy, dejando una pila de platos limpios sobre la mesa—. Se alegrará de verte, Shaedra.

Hice una mueca escéptica.

—Seguro.

—También iré a buscar a tus hermanos. Deben de estar en casa de ese semi-orco amigo tuyo.

—Entonces no te molestes —le dije—. Seguramente Aleria ya se ha encargado de avisarlos a todos.

Mientras Kirlens la seguía afuera de la cocina para ir a ocuparse de la taberna, me incliné hacia Lénisu y le murmuré:

—Es curioso, nadie parece haberte mirado raro por lo del Sangre Negra.

Lénisu se encogió de hombros, apartando su plato vacío.

—La gente olvida rápido. Sobre todo si finalmente les dicen que el hombre al que pretendían colgar no era más que un inocente que no ha roto un plato en su vida.

Me guiñó el ojo y cuando Kirlens volvió a aparecer por la cocina para dejar unos platos sucios se levantó.

—Dime, Kirlens, ¿esa habitación que siempre me guardas no estará…?

—Está libre —replicó el posadero, divertido—. Haz como en casa.

—No pensaba hacer menos —lo aseguró mi tío—. Tanto viaje me ha agotado. Me voy enseguida a la cama. Buenas noches, Shaedra. Buenas noches, Kirlens.

Le deseé buenas noches y, cuando me quedé sola, apoyé ambos codos sobre la mesa. Pensaba en Kyisse. Ahora todo el mundo sabía quién era, o quién se suponía que era. ¿Acaso eso cambiaría algo? Dadas sus habilidades con las energías, esperaba que los maestros de la Pagoda no intentasen examinarla muy de cerca.

Un ruido de voces me despertó de mi ensimismamiento. Kirlens volvió a entrar y me informó:

—Tus compañeros te están esperando en la taberna.

Agudicé el oído y alcancé a oír la risotada de Yori. Sonreí y me levanté de un bote. Sin embargo, antes de salir de la cocina, me giré hacia el tabernero.

—Kirlens… —Vacilé—. Sabes, durante el viaje, me topé por casualidad con Kahisso.

Se sobresaltó. En su rostro, leí una mezcla de esperanza e indecisión.

—¿Qué tal está?

—Está bien —le aseguré y añadí pausadamente—: Me pidió que te dijera… que lo sentía.

El humano asintió con la cabeza, como resignado. Tal vez había creído por un instante que su hijo recapacitaría y cambiaría de opinión acerca de su vida de raenday, pensé. Hice una mueca compasiva.

—Cada uno sigue el camino que cree ser correcto —pronuncié con solemnidad.

Kirlens se contentó con volver a asentir con la cabeza sin mirarme. Estaba claro que no quería hablar más del tema. De modo que giré el pomo de la puerta y salí de la cocina.