Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades

8 Un adiós

Habíamos retomado el viaje y llevábamos varias horas avanzando, con el caballo herido siguiéndonos a trote ligero, cuando empezamos a oír un trueno de cascos detrás de nosotros.

—¿Qué es ese ruido infernal? —pregunté y me mordí el labio al darme cuenta de que acababa de repetir las palabras de Frundis.

Laygra, junto a la ventanilla, asomó la cabeza y volvió a meterla encogiéndose de hombros.

—Jinetes. Van al galope. Deben de andar con prisas.

Cuando nos adelantaron, el Mentista pronunció:

—Raendays.

Enarqué una ceja al advertir su tono poco menos que despectivo y observé pasar con rapidez a los caballos.

—Tal vez sean los que se metieron en el Bosque Quemado en busca de los jóvenes que se perdieron —caviló Murri.

Tal vez, asentí para mis adentros. Media hora más tarde llegamos al siguiente pueblo y como apenas quedaba una hora de sol y el cochero se preocupaba por Dinadan, nos detuvimos. El albergue al que nos condujo el cochero me recordaba mucho al Ciervo alado. Tenía adornos de madera en la fachada y en el interior había el mismo ambiente… O tal vez sólo tuviese esa impresión porque deseaba volver a Ató, pensé, burlándome, mientras tomábamos asiento en una de las pocas mesas libres.

—Los raendays —me susurró Laygra, al sentarse junto a mí.

Sólo entonces me percaté de que buena parte de la taberna estaba ocupada por aquellos jinetes raendays que nos habían adelantado en el camino.

—Al parecer, no andaban con tantas prisas —comentó Spaw.

Paseé mi mirada por los rostros de los cofrades. Tenían un aspecto bastante lamentable, un poco como si hubiesen efectivamente estado vagando por un bosque durante días. Varios tenían viejas cicatrices en la cara y algunos llevaban vendajes por heridas recientes. Entonces mi mirada se detuvo en la cara vendada de un semi-elfo que en ese instante soltaba una gran carcajada al oír la broma de un compañero suyo.

—¿Qué deseáis? —lanzó la voz del tabernero, junto a nuestra mesa.

—Una sopa de puerros, por favor —soltó la voz de Spaw.

Alguien me zarandeó y solté un gruñido, apartando los ojos del semi-elfo.

—¿Qué pasa?

—¿A quién estás mirando? —me preguntó Murri, incómodo—. Ya sabes que dicen que los raendays son susceptibles. No los mires de manera tan directa.

Meneé la cabeza y al volver a mirar al semi-elfo vi cómo éste, alertado por algún sexto sentido, se giraba bruscamente hacia mí. Y se quedó boquiabierto.

—A ese raenday lo conozco —expliqué. Y sonriendo anchamente, me levanté.

—¿Qué? —soltó Laygra, incrédula.

—¡Shaedra! —soltó Kahisso, acercándose a grandes zancadas—. Dioses, ¡qué sorpresa!

Su ojo derecho estaba cubierto por el vendaje, pero el otro sonreía y brillaba de asombro. No pude evitar soltar una carcajada.

—Francamente, estás horrible —solté.

—Bah, ¿te refieres a esto? —replicó el semi-elfo, sonriente, señalando su cabeza—. Pequeños daños colaterales. En unos días estoy repuesto —aseguró.

Un raenday sentado no muy lejos soltó una carcajada al oírlo.

—El Curandero se dio de pleno contra una piedra quemante —bramó, y sus compañeros rieron.

El semi-elfo puso cara jocosa.

—Mejor pegarse contra una piedra quemante que meter el brazo en la boca de un lobo sanfuriento, Delad —replicó, mordaz.

El otro, con un mohín, echó un vistazo a su propio brazo magullado mientras los demás bromeaban, bebían y comían, haciendo caso omiso de sus heridas. Los días pasados en el Bosque Quemado no habían sido muy agradables, por lo visto, y aun así todos parecían estar alegres. Raendays, pensé, divertida.

—Bueno —dijo Kahisso, dándoles la espalda a sus compañeros—. ¿Cómo así te encuentro tan cerca de Aefna? Kirlens me dijo que te habías ido a Kaendra y que luego desapareciste.

—Desaparecí —afirmé con tranquilidad—. Pero volví a Ató tras una breve estancia por los Subterráneos.

—Y ahora volvemos a Ató, tras una breve estancia por la Isla Coja —soltó Spaw, burlón.

Kahisso apartó su ojo libre de mí para posarlo en el demonio y en mis compañeros.

—Vaya, vaya —pronunció—. ¿Son tus compañeros de viaje, Shaedra?

—Ajá —aprobé—. Este es Spaw. Y estos son Aleria, Akín, Laygra y Murri.

—Un placer —soltó el semi-elfo, saludándolos con la mano.

No era la primera vez que observaba que Kahisso parecía haber olvidado los saludos habituales de Ató, pero no dejé de pensar en aquel momento cuán diferente era la vida actual del hijo de Kirlens en comparación con su infancia pagodista. ¿Por cuántas ciudades, pueblos, desiertos y montañas habrían pasado Kahisso, Djaira y Wundail en su agitada vida? Con una vida así, era normal que se le fuese olvidando la cultura de Ató.

De pronto, Murri se levantó de un bote.

—Pero… ¡yo te conozco! —exclamó, asombrado—. Tú eres Kahisso. Te vi hace cuatro años en las Hordas cuando…

Kahisso soltó un resoplido y rió.

—¡Es verdad! Si no me lo dices, ni me acuerdo —admitió—. Shaedra me contó que estudiabais en la academia de Dathrun. Veo que toda la familia se ha reunido al fin.

—Sí, sólo falta el tío —masculló Spaw, socarrón.

Al oírlo, el semi-elfo frunció el ceño, intrigado.

—Lénisu… ¿Sigue vivo, eh?

—Seguía vivo cuando lo dejé —repuse, divertida—. Pero, con la suerte que tiene, a lo mejor ha muerto tres veces y resucitado otras tantas después de haber atravesado algún monolito.

Kahisso esbozó una sonrisa y me señaló la puerta.

—Salgamos y demos un paseo. Estoy seguro de que tenemos muchas cosas que contarnos. Y desgraciadamente mañana saldremos todos muy pronto, antes de que os levantéis seguramente.

—¿A qué tantas prisas? —pregunté, mientras saludaba a los demás y seguía al semi-elfo hacia la salida.

—Nuestra misión en el Bosque Quemado no debía durar tanto —explicó él, al tiempo que salíamos bajo el cielo del crepúsculo—. Se supone que deberíamos estar trabajando ya para otra persona y nuestra kaprad no perdona.

Lo observé, atónita.

—¿Vas a seguir trabajando aunque estés herido?

Una sombra extraña pasó por la mirada de Kahisso.

—Mi herida enseguida curará. Soy curandero, ¿recuerdas? Incluso, como habrás podido comprobar, me apodan todos el Curandero. Y necesito seguir trabajando.

Noté un deje de obstinación en su tono y fruncí el ceño.

—¿Dónde están Djaira y Wundail? —pregunté—. No los he visto en la taberna.

—Están bien —contestó Kahisso.

Se puso a andar por la calle y lo seguí. Era evidente que me escondía algo, pero respeté su silencio y me dediqué a contarle mi aventura por los Subterráneos y el rescate de Aleria y Akín. Las sombras acabaron anegando por completo la pequeña plaza del pueblo.

—Y… ahora volvemos todos a Ató —solté, sentándome sobre un pretil—. Hemos dado muchas vueltas por toda la Tierra Baya, total que no hemos matado a ningún dragón ni encontrado ningún tesoro, pero al menos hemos salido con vida —relativicé.

Kahisso se rió, meneando la cabeza.

—Vas camino de convertirte en una auténtica raenday, Shaedra —me cumplimentó.

Levanté los ojos al cielo y solté:

—¿Y tú? —Como él se encogía de hombros, sin parecer querer contar gran cosa de su vida agitada, agregué con cautela—: Me enteré de que te enfadaste con Kirlens.

Kahisso agrandó levemente su ojo sano y vi pasar por su rostro un fugitivo dolor.

—Enfadarse no es la palabra —dijo—. Y de todas formas, él nunca lo entendió.

—¿Hablas de ser un raenday? —musité—. ¿Por eso os enfadasteis?

El semi-elfo me miró a los ojos.

—No nos enfadamos —insistió—. Simplemente discutimos. Y decidimos no volver vernos.

Me quedé de piedra.

—¿Qué?

Kahisso levantó las manos para hacerme callar, aunque yo estaba tan sorprendida que no me salían ni las palabras.

—Las cosas son como son —declaró—. Él reniega de mí y yo reniego de él aunque nos sigamos queriendo. Djaira ya me advirtió que acabaría pasando. Ya sabes que Kirlens jamás soportó que su hijo… —Inspiró hondo y llevó su mano al pomo de su espada como para darse ánimos—. Soy un raenday y acepto todos los inconvenientes de este oficio. Es mi modo de vida.

Lo contemplé unos instantes, adivinando que la separación con su padre había sido más dura de lo que dejaba aparentar. Permanecimos un rato en silencio, sentados en la plaza, frente al ruidoso albergue. Las voces nos llegaban apagadas y lejanas.

Francamente, no entendía cómo Kirlens y Kahisso habían podido llegar a la conclusión de que era mejor no volver a verse, pensé, conmocionada. Ambos eran buenas personas. Pero tenían un carácter demasiado distinto y al mismo tiempo compartían la misma tozudez. Suspiré y me giré hacia Syu, sentado junto a mí en el pretil.

“Creo que jamás acabaré de entender los actos de los saijits, aunque los conozca de toda la vida”, le confesé.

El mono se encogió de hombros. Para él estaba claro que los actos necios, entre saijits, no eran cosa de extrañar.

—Me gustaría pedirte un favor —dijo de pronto Kahisso, rompiendo el silencio.

Enarqué una ceja.

—¿De qué se trata?

—¿Podrías… repetir a Kirlens las palabras que voy a decirte?

—Por supuesto… trataré de no olvidarlas —sonreí.

El semi-elfo hizo una mueca divertida que pronto se volvió meditativa.

—Dile que simplemente… —Marcó una pausa mientras yo lo observaba, expectante—. Dile que lo siento.

Calló, sin añadir nada más, y sonreí pese a su expresión grave.

—Creo que me acordaré —le prometí.

Kahisso me miró e inesperadamente me devolvió la sonrisa y se llevó el puño hasta el pecho. Toda señal de sufrimiento se había desvanecido.

—Quién diría que la pequeña salvaje a la que recogí en aquel pueblo perdido se convertiría en una ternian hermosa y de tan buen corazón —pronunció.

Me sonrojé mientras él se levantaba y me revolvía el cabello afectuosamente.

—¿Nunca volverás por Ató? —pregunté, incorporándome a mi vez.

Kahisso se encogió de hombros.

—No puedo asegurarlo. Pero ancha es la Tierra Baya. Pueden pasar años hasta que nos veamos otra vez.

Puse los ojos en blanco y traté de ocultar la pena que me producían sus palabras.

—Nada nuevo bajo el sol, entonces —dije y vacilé antes de añadir—: Te echaré de menos.

El raenday sonrió.

—Un aventurero jamás echa de menos nada, salvo su espada —replicó y sonrió, añadiendo—: En teoría. —Alzó una mano teatral y pronunció como si se tratara de una bendición—: Honor, Vida y Coraje, Shaedra.

Sacudí la cabeza, conmovida, y nos encaminamos hacia el albergue. A la mañana siguiente, desperté cuando aún el cielo estaba negro como la tinta de Inán. Oí un lejano trueno de cascos y me precipité hacia la ventana en silencio. Me senté en el borde, sintiendo unas lágrimas cálidas humedecer mis ojos. Hasta la próxima, Kahisso, hijo de Kirlens, pensé. Ignoraba por qué, tenía la sensación de que no volvería a verlo jamás.