Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 9: Oscuridades
Me despedí del maestro Dinyú tras una larga conversación alrededor de unas tazas de kawsari. Relé le dio a Syu un plátano, Saylen me regaló una hermosa concha azul y el maestro Dinyú me hizo prometer que le enviaría noticias en cuanto llegase a Ató. La víspera de nuestra partida, llegó Asbi Srajel de Sladeyr y al verla junto a su prima Arfa sonreí, asombrándome ante la imagen irreal que ambas daban: eran como dos pequeñas hadas rubias, cada una con sus manías, pero ¡tan parecidas a fin de cuentas! Asbi nos contó que el gobernador corrupto de Sladeyr había estado a punto de abandonar la isla llevándose la mayoría de las arcas isleñas. Afortunadamente, unos marineros lo habían interceptado.
—No sé cómo, sigue gobernando la isla —resopló Asbi, levantando los ojos al cielo—. Sobre todo que ahora ya no recibe ni el apoyo de Driikasinwat.
Al oír mencionar el nombre del difunto Demonio del Oráculo, Aleria y Akín se ensombrecieron a ojos vistas.
—Pero pronto se irá —aseguró la joven faingal—. ¡Vaya…! —añadió, adoptando un tono desilusionado—, qué lástima que se hayan ido ya vuestros compañeros. Ya le dije a mi padre que si esperaba demasiado para tomar el barco no los vería.
—Nos ves a nosotros, prima —replicó Lilirays, con una sonrisa serena—. ¿Acaso no es suficiente?
—Mmpf. ¡A vosotros os veo todos los veranos!
Aquella tarde, me despedía de Namilisú y de los demás compañeros de lin-say mientras Syu se iba en busca de Shobur a exhibir su capa y a anunciarle que se iba a tomar vientos por nuevas riberas. Encontré a Namilisú en El Garrafón; el tiyano rubio de mechas negras me sonrió.
—El maestro Dinyú nos dijo que te marchabas. Ha sido un honor luchar contra ti. Sobre todo en aquel duelo —añadió.
Y, para mi asombro, levantó las manos y realizó el saludo de Ató, cuando no pocas veces se había burlado de mí cuando lo hacía.
—Espero que nos volvamos a ver un día —soltó.
Le contesté al saludo, emocionada.
—Yo también lo espero, Namilisú.
Aquella noche, apenas pude dormir de la agitación. Me imaginaba ya llegando a Ató y encontrándome de nuevo con todas mis personas queridas. Me imaginaba que viajaba al Bosque Pang con Kyisse, el capitán Calbaderca, Aryes, Kaota y los demás, y que encontrábamos a los abuelos de Kyisse y luego volvíamos todos felices a Ató. Aryes y yo nos hacíamos cekals y… En mis infinitas elucubraciones, sonreía sola, ansiando que al fin mi vida volviese a ser tan sencilla como cuando iba a jugar a Roca Grande. Sin embargo, a veces, durante mi insomnio, volvía a recordar los problemas de Lénisu. Y el acuerdo con Mártida, la Hullinrot. Pero Lénisu nunca dejaría de tener problemas, relativizaba. Era intrínseco de su persona. Y lo de Mártida se arreglaría rápido… o eso se suponía. Tan sólo necesitaría un día para examinar mi mente. Cabía esperar que no me la desquiciase.
Me sobresalté al oír unos toques ligeros contra la puerta. Fruncí el ceño y, vestida tan sólo de mi camisón blanco, fui hasta la puerta y la abrí. Era Aleria.
—¿Puedo pasar? —susurró.
Asentí y me aparté. Volví a cerrar la puerta.
—Siento despertarte…
—No conseguía dormir de todas formas —le aseguré.
—Yo tampoco puedo dormir —confesó.
La elfa oscura se sentó sobre la cama y la imité. Permanecimos en silencio unos instantes y entonces Aleria me miró y resopló, como riéndose de sí misma.
—Lo siento, últimamente estoy muy rara. Debes de estar diciéndote: la Aleria sensata se ha quedado en Ató para siempre. Ató… Me parece tan lejana.
Entendí que no hablaba de distancias sino del tiempo.
—Dentro de unas semanas estaremos en Ató —le aseguré animadamente—. Y desde ahí, el Mahir hará todo lo posible para intentar contactar con tu madre y ella volverá y todo se arreglará, te lo prometo.
Aleria se encogió de hombros.
—Tal vez. Yo ya no me atrevo a esperar. Eso es lo más terrible, Shaedra. Creo que en esa isla… perdí algo y ahora apenas me reconozco yo misma. —Hizo una mueca—. Menudos disparates estoy diciendo.
Me dolió ver su expresión contradictoria. Por lo visto, aún no había superado el trauma… Tal vez jamás lo superase, me dije, algo alarmada. Con un súbito arranque, me acerqué a ella y le cogí ambas manos.
—Deja ya de intentar recuperar la persona que fuiste. Y sé tú misma, como eres ahora. Estoy segura de que podrás superarlo.
Aleria sonrió débilmente.
—Gracias. Pero, diantres, no he venido aquí a hablarte de mis problemas —soltó entonces con el ceño fruncido—, sino a hablarte de los tuyos.
Suspiré.
—¿No estarás otra vez con lo de Lilirays y las cofradías y las órdenes y todo eso?
—No… —replicó pacientemente—. En realidad, esos compañeros tuyos son de lo más amables. Pero…
—¿Pero? —la alenté.
—¿Y si todo estuviese ligado? Me explico: me hablaste de todo el lío que tuviste con Lénisu, Hilo y los Gatos Negros, los ashro-nyns y todo eso. En el momento no quise preguntártelo pero… necesito saber. —Sus ojos rojos chispearon cuando los levantó para mirarme con fijeza—. ¿Eres tú una Sombría?
La pregunta me hubiera hecho gracia en sí, pero al recordar que no era la primera vez que me hacían esa pregunta, no pude evitar soltar una risita.
—No soy una Sombría —afirmé, poniendo los ojos en blanco—. ¿Tengo cara de Sombría yo? Que mi tío lo sea no significa nada.
—Esa es otra cuestión —dijo Aleria. Su alivio al conocer mi respuesta era manifiesto—. Lénisu, tu tío, ¿realmente confías en él? Quiero decir… Tú misma me has dicho que era el Sangre Negra y que trabaja para los Sombríos y que fue criado por un nakrús… ¿No te parecen demasiadas cosas raras como para que…
—… haya salido normal? —acabé por ella, burlona—. De hecho, Lénisu dista mucho de ser alguien prudente, cauteloso, mesurado o sabio. Pero te aseguro que si mañana me viese en peligro, me ayudaría. Al igual que yo lo ayudaría a él —agregué con total franqueza—. No seguir la Ley al pie de la letra no significa que uno no pueda ser una buena persona —razoné, adivinando sus pensamientos.
Aleria no parecía muy convencida, pero no insistió.
—¿Y lo de la poción? —soltó, tras un breve silencio—. Sé que aquella mutación tuya no era normal. Algo grave debió de ocurrir… Pero no quieres decírmelo —adivinó.
—No es que no quiera —le aseguré—. Pero no quiero perjudicar a nadie.
Aleria entornó los ojos.
—Esa mutación… ¿fue un accidente, verdad? Alguien que conoces la provocó. Y no quieres echarle la culpa.
Su hipótesis era muy vaga pero asentí.
—Es posible. —Me tumbé en la cama con las manos detrás de la cabeza, pensativa—. Dime, Aleria, ¿qué piensas hacer cuando hayamos llegado a Ató?
Mi amiga no contestó enseguida.
—Esperar a mi madre —declaró al fin—. Como dijiste antes, si ya no está secuestrada por nadie, volverá. —Sus ojos fulgían con una nueva esperanza—. Y… yo le pediré al maestro Yinur que me vuelva a coger como alumna. Aunque sea otra vez como simple snorí. Francamente, no sé si alguna vez la Pagoda Azul habrá tenido a tantos alumnos peregrinadores en una sola promoción —sonrió.
Hice una mueca.
—Les diremos que hemos ido a salvar el mundo. A lo mejor nos perdonan nuestras largas correrías. Aunque…
Callé, pensando de pronto en algo. Aleria enarcó una ceja.
—¿Aunque? —me animó.
Carraspeé y murmuré:
—Acabo de recordar que todos en Ató me creen muerta. Y no es la primera vez —mascullé.
Mi amiga pareció apenada, como imaginándose la pesadumbre de Wigy y Kirlens y…
—Al menos Aryes y Dol saben la verdad —relativicé, sentándome en la cama, más animada—. Ya empieza a amanecer —observé entonces, al echar un vistazo por la ventana.
Aleria siguió mi mirada y asintió, levantándose.
—Será mejor que vaya a prepararme.
La vi alejarse hacia la puerta. Syu se desperezó, bostezó y yo lo imité. Aleria posó una mano sobre el pomo y se detuvo.
—Por cierto, Shaedra. ¿Destruiste lo que había en el laboratorio de mi madre, verdad?
La pregunta me pilló desprevenida y, por un momento, me quedé boquiabierta.
—¿Qué?
Se giró hacia mí.
—¿Te llegó la carta que te envié, verdad? Recuerdo que la mencionaste hace unos días.
—Oh, sí —contesté, sonrojándome—. Yo… bueno, a decir verdad no destruí nada —confesé.
Aleria se mordió el labio.
—Fue Dolgy Vranc quien te dijo que no lo hicieras, ¿verdad?
—En absoluto —negué—. Dol hasta pensó que sería una buena idea. Pero… finalmente lo pensó mejor y se lo llevó todo a su casa. Todos los frascos —especifiqué. Marqué una pausa—. ¿Realmente hay sustancias peligrosas en esas pociones? ¿Daian no tendría ahí una poción de atsina trávea? —me alarmé.
La elfa oscura se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —admitió—. Ya sabes que a mí la alquimia nunca me ha interesado mucho. Pero Dol es, por lo general, bastante prudente. Espero que guarde esas pociones en secreto.
Sonreí al recordar unas palabras del semi-orco: “Ya tengo demasiados secretos en mi vieja cabeza y hace tiempo que he entendido que a veces es más sencillo mantener a raya la curiosidad.” Meneé la cabeza.
—Dol sabe mantener un secreto —afirmé, sonriente. De pronto mi sonrisa desapareció y agrandé los ojos—. ¡Oh, no! —exclamé—. ¡La cuerda de ithil!
¡Se me había olvidado completamente!, me dije, incrédula. Aleria me observaba sin entender.
—En Ató, Dolgy Vranc me regaló una cuerda élfica —expliqué—. Una cuerda increíblemente resistente y muy ligera. Y… la utilicé en la Isla Coja para bajar hasta la torre negra y… Por todos los dioses, la he perdido para siempre —deploré.
Aleria, al oírme, soltó una carcajada y la fulminé con la mirada.
—Era una cuerda de ithil —insistí.
La elfa oscura parecía muy divertida.
—Aún recuerdo que perdiste el amuleto de Márevor Helith —soltó, con una gran sonrisa—. Una cuerda… —rió—. Al lado del shuamir, no es nada, tranquila.
Percibí la expresión burlona del mono gawalt. Gruñí, mascullando por lo bajo.
—Está bien —repliqué—. No es un drama. Pero era un regalo de Dol.
Ya me imaginaba la fina cuerda balanceándose eternamente en el precipicio de la Isla Coja… Con una sonrisa en los labios, Aleria salió del cuarto. Me encogí de hombros y me levanté.
“Syu, ¡vamos a volver a Ató!”, solté con alegría.
“Ya era hora”, replicó él. “Empezaba a estar harto de soportar a esos medio gawalts robacapas.”
Resoplé, divertida.
“Asbarl, Syu.”
* * *
El primer día del viaje, pareció llegar el verano a las Repúblicas del Fuego. En Ató aún se arremolinaría el viento frío, pero aquí la primavera parecía haberse acabado antes de tiempo y los rayos de sol golpeaban duramente las tierras baldías de aquellas regiones. Pronto perdimos de vista el Palacio del Agua y la diligencia se alejó rápidamente de Mirleria. Seguimos durante largo rato la costa y luego nos internamos en el continente, rumbo hacia el Bosque Quemado, las Montañas de Acero y Aefna.
En la diligencia, tan sólo viajábamos Murri, Laygra, Aleria, Akín, Spaw, yo y un humano de tez morena y ojos muy azules que llevaba una espada corta al cinto y un collar con el símbolo de los Mentistas: un círculo atravesado con un relámpago. Era la primera vez que veía a un Mentista de tan cerca y lo cierto era que siempre había sentido una viva curiosidad por aquella discreta cofradía que decía poseer un dominio insuperable de la energía bréjica, o como la llamaban ellos, del naari. Nada más verlo, le había avisado a Syu de que probablemente íbamos a tener que moderarnos y no hablarnos mucho: quién sabía si aquel humano sería capaz de entender que viajaba con una ternian yedray. En cualquier caso, el Mentista era poco hablador: se contentó con realizar un gesto seco con la cabeza cuando nos instalamos en la diligencia y se pasó todo el día callado, contemplando el paisaje, sumido en sus pensamientos.
Al principio, no nos atrevíamos a hablar por la presencia de aquel extraño, pero poco a poco nos pusimos a debatir sobre temas generales y filosóficos. Empezamos bromeando y soltando anécdotas, y acabamos en una discusión animada en la que Laygra terminó por exaltarse y Murri y yo tratamos de calmarla, medio riéndonos medio asombrados por su terquedad. En ese momento, percibí un brillo de exasperación en los ojos del Mentista. Debía de estar lamentándose interiormente de estar viajando con seis jóvenes turbulentos como nosotros.
La primera noche paramos en una aldea perdida en medio de la nada: alrededor tan sólo había hierba seca, peñones y una brisa árida que arrastraban los vientos desde el oeste. La vida, en aquel pueblo, era de lo más tranquila. Bajo el sol poniente, vi a un pastor sentado bajo un árbol de tronco retorcido, rodeado de un rebaño de renos blancos que levantaron la cabeza al oír pasar a toda prisa el carromato. En el albergue, cenamos «sopa de leche», una especialidad de aquella aldea, según nos dijo el posadero, y mientras comía el extraño plato, me fijé en que el Mentista, sentado en una mesa aparte, sacaba un pergamino de su bolsillo y le echaba un vistazo, como para acordarse de un detalle. Meneé la cabeza, volviendo a mi sopa. Si se decía que los Sombríos tenían asuntos turbios y secretos, no se contaba menos de los Mentistas.
Dos días más tarde llegamos a los lindes del Bosque Quemado. Me produjo una extraña sensación ver aquella ancha extensión de árboles de intrincadas ramas pobladas de hojas tan negras como el carbón. Destacaba su negrura en medio de ese paisaje de tierra seca y casi blanca, bajo el cielo totalmente azul.
—¿Nunca habías visto el Bosque Quemado? —preguntó de pronto la voz del Mentista.
Me sobresalté al oír su voz, menos hostil de lo que hubiera esperado. Negué con la cabeza y él, con el rostro suavizado, levantó una mano para indicar brevemente el bosque.
—Se han contado muchas historias sobre él —pronunció.
Enarqué una ceja, sintiendo más curiosidad por hablar con él que por aprender cosas sobre el bosque.
—¿Por qué se llama el Bosque Quemado? —pregunté.
—La leyenda cuenta que ahí fue donde cayó la Piedra del Fuego y cavó un enorme agujero hasta acabar en algún sitio perdido de los Subterráneos —contó el Mentista—. Por eso el bosque está maldito y sus hojas son negras como el carbón. Existe una profecía que dice que sólo una mano amiga podrá devolver los colores al Bosque Quemado —sentenció. Por su tono, se veía que no le daba mucha credibilidad a ese presagio.
A partir de ahí, seguimos hablando con tranquilidad sobre las leyendas y las creencias, y en un momento me di cuenta de que el Mentista se había callado y que nos había dejado seguir la conversación mientras él se sumía de nuevo en un profundo silencio. Me pregunté seriamente si los Mentistas no tendrían las mismas costumbres de rezo que los say-guetranes.
Empezaba a anochecer cuando llegamos al siguiente pueblo, Galvia, que marcaba la frontera de Ajensoldra. Recordaba que en un tiempo lejano aquella aldea rodeada de murallas y de campos de cultivo había sido una ciudad activa y llena de vida. Al menos eso me había enseñado el maestro Yinur. Ahora, sin embargo, la tierra estaba seca e infértil y la mayoría de las casas estaban abandonadas, salvo las de la calle principal. El albergue al que entramos parecía un verdadero palacio, aunque, como pude comprobar, la mayoría de las salas estaban vacías o habían sido reconvertidas en grandes dormitorios para los viajeros. El propietario, un humano pelirrojo de ojos muy negros, nos dio la bienvenida y, al reconocer al cochero y no tener muchos clientes aquella noche, se sentó con nosotros para contarnos historias sobre Galvia y quejarse de los dirigentes de Aefna, que siempre dejaban la ciudad olvidada.
—Como estamos en la frontera, ¡a lo mejor creen que somos de las Repúblicas del Fuego! —bromeó, sacudiendo la cabeza.
Sonreímos y escuchamos con interés las terribles y no siempre muy creíbles anécdotas que se contaban sobre el Bosque Quemado.
—Esta misma semana pasaron unos raendays en busca de unos jóvenes aventureros que se perdieron en el bosque —nos contó en un momento el tabernero—. Aún no han vuelto los raendays, pero espero que los encuentren vivos. Al parecer los jóvenes venían de Aefna y eran de buena familia. ¡Qué manía con querer buscar aventuras peligrosas! —Suspiró—. Yo mismo traté de impedirles que fueran y les conté lo que pasó hace cinco años. ¿No sabéis lo que pasó hace cinco? —Negamos con la cabeza—. Pues veréis, un día, encontraron a una joven muerta en el bosque, desangrada hasta la última gota de sangre. —Nos estremecimos todos—. Los guardias dijeron que eran vampiros. Pero hasta que mandaran a un cazavampiros especialista, pasó un mes, y esos malditos chupasangres atacaron a Gabesh el leñador. Finalmente el cazavampiros vino y se los cargó a todos, o al menos los ahuyentó, porque no volvieron. Ew Skalpaï, se llamaba —recordó el tabernero, y agrandé los ojos al oír el nombre del que debiera ser mi maestro de har-kar en Ató—. En mi vida he visto un hombre tan terrorífico. Aunque por lo menos lo solucionó todo.
Por segunda vez recé fervientemente por que Drakvian jamás se encontrara con ese asesino de vampiros.
—¡Bueno! —declaró el cochero, posando su jarrón vacío sobre la mesa. Después de tantas historias, estaba ligeramente borracho—. Voy a irme a dormir y espero no soñar con tus historias truculentas, Rincart. Cada vez que paso por aquí hablas de vampiros, esqueletos, arpías y demás. ¡Y luego te sorprendes de que los viajeros no se detengan a visitar la región! Venga, muchachos, todos a dormir.
El tabernero nos enseñó nuestros cuartos. Por la ventana del dormitorio donde entramos Laygra, Aleria y yo, se alcanzaba a ver, sumido entre las tinieblas, el Bosque Quemado.
—¿Buscando nuevas aventuras? —me soltó mi hermana, burlona, al ver que me había detenido a contemplar las vistas.
Resoplé.
—Más bien buscando evitarlas —repliqué.
Una vez metida en la cama, me puse a pensar inconscientemente en los vampiros. Y en Drakvian. La habíamos dejado sola, ahí, en los Subterráneos, y me daba cuenta de que me hubiera gustado ver aparecer su cabellera verde y su sonrisa vampírica. Ojalá no le hubiese ocurrido nada malo. Aquella noche, estaba agitada y para tranquilizarme tendí la mano hasta Frundis para escuchar su música. Al apercibirse de mi presencia, Frundis hizo sonar una alegre melodía de piano.
“Ya he acabado la canción”, declaró, contento.
“¿Cuál?”, pregunté.
“Ya no sabe ni cuál, ¡tiene tantas!”, intervino el mono, medio dormido.
“Bah, ¿os acordáis de esa canción épica que os prometí? ¿Esa que contaría la historia de Shaedra y la Flor de Klanez en los Subterráneos?”, insistió.
“¡Ah!”, solté, sorprendida. “La canción cuyo título nunca quedó resuelto. Claro que me acuerdo. ¿Le has encontrado un título?”
“Por supuesto. Si no no os la dejaría escuchar. Se llama Balada en tierras lejanas.”
Enarqué una ceja.
“Bueno, ¿por qué no?”, repliqué. Expectante, el bastón fingía interesarse por unas notas de guitarra… Puse los ojos en blanco, divertida. “Oh, gran compositor, ¡enséñanos tu sublime canción!”, lo engatusé.
El bastón soltó una risita satisfecha y se dispuso a enseñarnos su nueva obra maestra. Contó los hechos ocurridos en los Subterráneos con tal sencillez y realismo que hasta me emocioné. No faltaron algunas florituras algo llamativas, particularmente durante la batalla contra las mílfidas, pero eso sólo era, como explicó, “una cuestión de arte”.
* * *
En los días siguientes nos alejamos del Bosque Quemado y rodeamos las Llanuras del Fuego hasta llegar al Camino del Oribe. Los días seguían siendo cálidos pero fuimos notando cómo a la mañana soplaba un viento más frío proveniente del norte. La diligencia avanzó rápidamente hasta que un día, antes de la hora de comer, un caballo empezó a cojear y el cochero estiró inmediatamente las riendas, alarmado. Como buen mirleriano que era, hablaba al caballo herido como si se tratase de un amigo saijit. Alejó al caballo del resto y se dedicó a sacarle la piedra que se le había hincado en la pezuña a pesar de la herradura. Cuando lo hizo, soltó un gruñido.
—Oh, buen Dinadan —se lamentó—. Esto debe de dolerte.
Laygra no pudo evitar acercarse al cochero para ofrecer su ayuda. Primero, él pareció reacio a dejar su querido Dinadan en sus manos pero se animó enseguida cuando mi hermana le dijo que era una curandera y que por el momento se había dedicado sobre todo a cuidar caballos.
—Déjeme ver su pata —le pidió.
—Está bien. Pero ten cuidado, jovencita —la avisó—. Conozco a Dinadan. No le gustan los extraños. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?
Mi hermana asintió y mientras el cochero levantaba la pata del caballo, ella se dedicó a modular su sortilegio esenciático. Aleria, quien jamás en su vida había cuidado más que a saijits, la observaba con curiosidad. Akín, Murri, Spaw y yo nos sentamos al sol, estirándonos para desentumecer nuestros músculos. Sonreí al ver a Syu curiosear entre los pequeños arbustos que poblaban la colina.
Desde donde estábamos, se veían las Llanuras del Fuego, una extensión de arena y roca rojiza, apenas interrumpida por algunos peñones que se erguían como torres. Por lo que sabía, tan sólo las atravesaban de cuando en cuando algunos nómadas en busca de karsken y no siempre salían con vida. No por nada aquella planta curativa era tan cara, pensé.
Detrás de nosotros, se alzaban las Montañas de Acero. Naura la Manzanona debía de echar de menos el Árbol de Jadán, fuese cual fuese el sitio donde Kwayat la había escondido ahora. Inevitablemente, pensé entonces que las Cárcavas de Sueño y el Laberinto no andaban muy lejos e hice una mueca recordando lo sucedido apenas un año atrás. Los trasgos, el troll, los túneles… Ya me valía de aventuras temerarias, decidí, mientras me tumbaba cómodamente sobre la hierba. Tan sólo me faltaba encontrar a los abuelos de Kyisse junto al capitán Calbaderca y Aryes. Y me prometí que, una vez hecho eso, no volvería a meterme en líos.
“Es una sabia decisión”, declaró Syu, mientras agitaba la cola, respirando los olores de la primavera.
Sonreí y centré mi atención en la tarea de Laygra. Tras soltar un sortilegio esenciático, se dedicaba ahora a aplicar un ungüento sobre la parte herida.
—Yo que usted no lo volvería a poner a tirar de la diligencia —le recomendó al cochero.
Este asintió con impaciencia, dando a entender que sabía cuidar de sus caballos.
—Muchas gracias, muchacha. Siempre se agradece tener a una mag… a una celmista cerca.
—¡Ja! —nos musitó Spaw, tumbado negligentemente en la hierba seca—. Si él supiera que está rodeado de celmistas… Menos mal que hay al menos alguien normal en el grupo.
Me rasqué la barbilla.
—Estás hablando de mí, ¿verdad? —solté con desenfado, mirando el cielo.
El demonio se carcajeó y se levantó ágilmente. Sus ojos negros sonreían.
—Vamos, es hora de comer —declaró.