Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
Necesité dos horas para explicarles más o menos lo ocurrido a Dolgy Vranc y a Deria. Me hicieron muchas preguntas y entendieron rápidamente que mi relato estaba plagado de agujeros.
—¿Cómo sabes que ese tal Spaw podía llegar antes a la Superficie? ¿Sabía teletransportarse como el maestro Helith? —preguntó Deria, inquisitiva.
Hice una mueca.
—No. Es que… Spaw conocía unas escaleras secretas y no quería que todos pasasen por ahí.
—No me acaba de caer bien ese protector tuyo —gruñó Dol—. ¿Para quién decías que trabajaba?
Le dediqué una sonrisa inocente.
—No lo he dicho. —Me miraron con el ceño fruncido y suspiré—. Lo sé, ya me lo dijo Srakhi: empiezo a parecerme cada vez más a Lénisu. Mirad, lo de Spaw y el pasaje secreto es simplemente un detalle, y os lo explicaré más adelante… Pero la historia en sí os la he contado como pasó realmente.
—Una historia digna de una canción —asintió Dol, sirviéndose más infusión—. Demos gracias a la providencia de que estés aquí con nosotros.
Tomé un sorbo y volví a posar el bol.
—La verdad, entiendo que a Lénisu no le gusten los Subterráneos —comenté, pensativa—. Y eso que él nació y creció en ellos.
Deria se cruzó de brazos.
—Y yo la verdad, prefiero escuchar la historia a vivirla. Todo eso de las mílfidas tiene una pinta horrible.
—Ligeramente —convine, y sonreí—. Así que la aventurera Deria ya no está tan segura de ser una aventurera.
La drayta hizo una mueca cómica.
—Yo de aventurera tengo mucho —replicó—. Pero prudente.
—Eso es cierto —aprobó Dol, risueño—. Con el dinero, Deria es de lo más aventurera. En verano, compró veinte sacos de algodón y un bote de alambres para crear un nuevo juguete. ¡Y fue un rotundo éxito! —exclamó, riendo—. Fabricamos muñecos a montones y vendimos decenas en Ató.
El rostro de Deria se había ensombrecido y me olí que la historia no había salido tan bien.
—¿Pero? —la alenté.
La drayta carraspeó.
—Decidimos ir a Aefna a vender el excedente de muñecos. Quisimos coger una escolta, pero los que se proponían para escoltarnos eran unos verdaderos timadores. Y, cómo no, fuimos atacados en el camino por los mismos desgraciados. Así que a fin de cuentas, entre los kétalos que nos robaron y tal, perdimos un montón de dinero —concluyó, con una mueca enojada.
—Así son los negocios —la tranquilizó Dol. Bailaba un destello de diversión en sus ojos—. Deria todavía no ha aprendido a perder.
Estuvimos hablando de los juguetes, me enseñaron sus nuevos hallazgos, y comprobé que Deria se había convertido en la gerente del negocio: Dol inventaba y ella gestionaba los gastos y los beneficios e iba a vender al mercado. Desde luego a mí no me habría gustado tal reparto, pero a Deria parecía encantarle. Luego pasamos a hablar del terremoto y el semi-orco resopló.
—Mi casa es resistente. Tan sólo se agrietó un poco uno de los muros. Pero sé de algunos vecinos que se salvaron de milagro. En fin. —Meneó la cabeza y suspiró—. Hablando de milagros, sé que no es el mejor momento para hablar de esto, debes de estar cansada con tanto viaje, pero —sonrió— si no te lo digo ahora te enfadarás conmigo.
Su tono me alarmó pero enarqué una ceja burlona.
—¿Cuándo me he enfadado contigo, Dol?
En ese momento, alguien llamó a la puerta. El semi-orco frunció el ceño.
—¿Quién puede ser a esta hora? —se extrañó, dirigiéndose hacia la puerta. Se oyó la puerta abrirse y entonces resonó la risotada del semi-orco—. ¡Aryes! ¡Qué alegría! Pasa, pasa.
Entraron en la habitación y Aryes se quitó la capucha. Deria se quedó boquiabierta al ver el cambio de aspecto del kadaelfo pese a que yo los hubiese avisado.
—Estás realmente todo blanco —dijo, dando unos pasitos curiosos hacia él. Tendió una mano, cogió un mechón blanco y lo estiró para testear. Aryes sonrió y le asió un mechón a la drayta, como un gesto de saludo.
—Hola, Deria. Cuánto tiempo.
Nos echamos todos a reír de la escena burlesca mientras Deria se ruborizaba y dejaba de cogerle el pelo a Aryes.
—No todos los días se cambia de color de pelo —se defendió la drayta.
Nos sentamos todos: Deria en el borde de la ventana, Dol en su butaca y Aryes y yo en el sofá, donde siempre me había sentado. Discretamente, escudriñé la expresión de Aryes para averiguar si le había ido bien su reencuentro.
—¿Qué tal tu familia, Aryes? —pregunté.
—Bien —contestó él, lacónico—. ¿Y qué tal está Kirlens?
—Creo que bien —respondí, mordiéndome el labio.
Estaba claro que la conversación entre Aryes y sus padres no había sido tan tranquila como la mía con Kirlens. Al fin y al cabo, Kirlens estaba más que acostumbrado a que sus hijos no hicieran todo lo que él hubiera querido. Estuvimos charlando y hablando de temas que ya habíamos abordado, bromeamos, repetimos la infusión y las galletas y reavivamos el fuego de la chimenea. Por la ventana el cielo se oscurecía. Había empezado a bostezar cuando, de pronto, recordé algo.
—Dol, dijiste que tenías algo importante que anunciarme. ¿De qué se trata?
Dolgy Vranc, que mecía su gran cabeza, semi dormido, interrumpió su movimiento y su mandíbula se tensó.
—Hace un mes, llegó una carta dirigida a Gudran Sófterser, nuestro Mahir. El Mahir decidió hacerla pública. Dijo que la carta iba firmada con el nombre de Daian. —A medida que iba hablando sentí un terrible vacío en mi interior que se iba convirtiendo en un abismo—. En la carta, Daian dice que necesita ayuda urgente para salvar a su hija. Al parecer… —Dol carraspeó, como ahogándose—. Al parecer Daian está viva y a salvo, aunque no dice dónde está. En cambio asegura que pagará muy generosamente a los mercenarios que la ayuden a salvar a Aleria de las garras de los Veneradores de Numren que la tienen secuestrada.
Con una mano en mi pecho dolorido y con los ojos agrandados, respiré entrecortadamente.
—¿Dónde viven esos Veneradores de Numren? —preguntó Aryes, tras un terrible silencio.
—Según el Mahir, en el archipiélago de las Anarfias —contestó Dol—. En una isla llamada Isla Coja.
—¿Y han partido ya los mercenarios? —inquirió el kadaelfo.
Dolgy Vranc espiró.
—No —dijo tristemente—. A pesar de las palabras del Mahir, los mercenarios no se fían. No saben dónde está Daian. No pueden estar seguros de que les pagará la recompensa una vez efectuado el trabajo.
—¡Pero se trata de una kal de Ató! —exclamé—. El propio Mahir debería mandar a guardias para salvarla.
—No es tan sencillo —contestó el semi-orco—. Si a Aleria la hubiesen raptado en la ciudad, la habrían ido a buscar los guardias del Mahir. Pero fue ella misma quien se marchó de Ató.
—¿Y Akín? —inquirí.
Dol me echó una mirada llena de tristeza.
—No lo menciona la carta.
Solté un bufido y me recosté bruscamente contra el sofá, cruzándome de brazos, demasiado aterrada para hablar.
—Y eso no es todo —añadió Deria, con una voz temblorosa.
—¿Pero para qué han secuestrado a Aleria? —pregunté de pronto, sin hacerle caso—. Lo que buscaban los Veneradores de Numren era la poción esa, la atsina trávea que habían inventado los padres de Aleria.
—¿Atsina trávea? —preguntó Dol, frunciendo el ceño.
Recordé entonces que ellos no estaban al corriente de toda la historia de los guaratos y, pese a mi estado agitado, procedí a contársela.
—Y ya está —terminé—. Si bien recuerdo lo que me dijo Aleria, según aquella Mimsagrev que conoció cuando estuvo en Acaraus, la atsina trávea es un elixir divino con el que se puede entender lo que hay más allá de las ilusiones, o algo por el estilo.
Todos me miraron con cara escéptica.
—¿Un elixir divino? —repitió Aryes.
Me encogí de hombros.
—Eso es lo que creían los guaratos.
Oí el resoplido ruidoso del semi-orco y lo miré, interrogante, mientras se agitaba en su sillón.
—Todo esto es muy curioso. Ya había oído hablar de la atsina trávea —declaró—. Entre los alquimistas es una poción mítica. Pero ignoraba que Daian hubiese inventado una poción con ese mismo nombre. Junto a Eskaïr, claro está. —Marcó una pausa—. Así que según tu historia, los Veneradores de Numren habrían raptado a Daian para que les revelase sus conocimientos sobre esa poción hipotéticamente poderosa… A lo mejor Daian consiguió escapar. Y a lo mejor los Veneradores de Numren quieren hacerle chantaje a Daian secuestrando a su hija. Es posible —añadió—. Aunque aquí suponemos muchas cosas. En fin —carraspeó—, como decía Deria, esto no es todo.
Entorné los ojos, alarmada. ¿Otra sorpresa?, me dije. La verdad era que estaba algo cansada de tener sorpresas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Aryes, animándolo a que hablara.
—Er… Veréis. En otoño, aparecieron Laygra y Murri por Ató, con una tal Rowsin y un humano llamado Azmeth. Venían a verte.
Me sobresalté, asombrada, y sonreí anchamente.
—¿Laygra y Murri están aquí?
—No.
Una enorme decepción me invadió.
—Oh.
—Al no verte en el Ciervo alado, tus hermanos preguntaron por mí. Los invité a mi casa y les expliqué que hacía meses que no sabía nada de ti pero que, según los rumores, te habías ido a Kaendra después de haberte quedado en Aefna durante más de un mes. No quisieron decirle nada a Kirlens. Durmieron en mi casa y luego decidieron irse a Kaendra a buscarte porque creían que estabas en apuros. Y hace unas semanas, reaparecieron por Ató. Esta vez sólo estaban Laygra y Murri. Se enteraron de lo de Aleria y… no sé por qué a ambos se les metió en la cabeza que te habrías ido a la Isla Coja a salvar a tu amiga.
Lívida, solté una maldición.
—¿Quieres decir que han ido solos a la Isla Coja?
—Pues… sinceramente, no lo sé. De la noche a la mañana, salieron rumbo hacia el paso de Marp. Simplemente nos dejaron una carta de disculpas y agradecimientos muy conmovedora pero que me dejó algo enojado.
Laygra y Murri se iban hacia el este, Kyisse estaba en Aefna, Hilo estaba en manos de un Ashar… Saturada, me cogí la cabeza con las manos durante unos segundos y entonces refunfuñé y me levanté:
—Esto me supera. Estoy demasiado cansada para pensar correctamente.
Dol sonrió y se levantó.
—Entonces, a dormir. Mejor no le des demasiadas vueltas a este asunto. Lo importante, hoy, es que hayáis vuelto sanos y salvos. Luego ya se verá lo de Kyisse y lo de los demás. Primero hay que descansar.
Nos fuimos hasta la puerta y Aryes y yo salimos en la estrecha avenida flanqueada de setos.
—Buenas noches, Shaedra —me dijo Deria desde la puerta—. Buenas noches, Aryes.
—Dormid bien —nos dijo el semi-orco con un tono sereno.
Cruzamos el portal y lo cerramos. Era ya noche cerrada y soplaba un viento helado. Las linternas se balanceaban, emitiendo chirridos inquietantes.
Aryes y yo caminábamos despacio, subiendo la cuesta. Frundis se había adormilado, después de estar componiendo unas estrofas de su canción épica, y Syu, arrebujado en su capa, correteaba por la calle desierta, mirando a ver qué había cambiado durante su ausencia.
Traté de no pensar ni en Aleria, ni en mis hermanos, ni en nada que pudiera preocuparme. A fin de cuentas, no podía hacer nada por ellos en aquel momento. Ellos también tenían una particular habilidad para meterse en líos, suspiré.
—No pensemos en nada más que en lo positivo —pronuncié, rompiendo nuestro silencio pensativo—. ¿No te parece maravilloso que estemos otra vez en Ató? —Alcé una mirada serena hacia la noche y me fijé en el alto edificio construido en la cumbre de la colina—. La Pagoda Azul sigue igual que siempre.
—Y la Biblioteca —aprobó él—. Y la Neria.
En un común acuerdo, cruzamos el patio de la Pagoda y dimos un paseo por la Neria. Los jardines estaban preciosos. No había tantas flores como en primavera, pero aún persistían las karolas, con sus pétalos blancos y delicados, exhalando un dulce perfume en el aire frío de la noche.
—Qué silencio —observé, deteniéndome en la barandilla de la Neria. Salvo el bramido regular y lejano del Trueno, apenas se oían los ruidos de la ciudad.
—Sí —susurró Aryes, junto a mí.
Lentamente, toda la tensión que había acumulado durante el viaje y durante la conversación con Dolgy Vranc iba reduciéndose a un leve zumbido. Y lentamente también, Aryes me cogió una mano y me giré hacia él. Su rostro sereno y su pelo blanco como el armiño brillaban a la luz de la Gema.
—Hay silencios, en cambio, que no merecen la pena —dijo él—. Me gustaría romperlos ya.
Sin necesidad de preguntárselo, entendí lo que decía. Nos acercamos al mismo tiempo el uno al otro y levanté la mirada hacia su rostro. Todo aquello me hubiera parecido demasiado romántico si, al hundirme en sus ojos azules, no me hubiese olvidado de pensar. Sus labios encontraron los míos, húmedos y cálidos entre las ráfagas heladas de la Neria.