Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

3 Incógnitas

—No recordaba estas colinas —comentó Lénisu, algo molesto.

—Esta vez el guía eres tú —replicó Dash, con una risita sarcástica—. Pero no te preocupes, si nos conduces a la guarida de un atroshás, seré clemente y sólo te cortaré los dedos de una mano, como hacen algunos con los esclavos.

Lénisu enarcó una ceja, movió sus dedos e hizo una mueca teatral.

—¿Y el atroshás? —preguntó.

—¿Y qué le voy a hacer yo a un pobre atroshás si nunca un dragonzuelo de esos me ha causado problemas? —replicó el enano con una sonrisilla macabra. Reprimí una mueca. No a cualquiera se le hubiera ocurrido llamar “dragonzuelo” a la especie de dragones más peligrosa de toda la Tierra Baya.

Habíamos seguido el arroyo durante toda la mañana y salido del bosque para desembocar en una tierra desolada poblada de colinas poco más que calvas. Después de una discusión, habíamos decidido caminar hacia el norte y pasar por el lado oeste del Trueno. Por supuesto, casi todos, como eran valientes guerreros, optaron por el camino más corto… Lénisu argumentó que era ligeramente más peligroso, pero afirmó que si se pasaba por los buenos sitios, no teníamos por qué tener problemas. Al ser el único que conocía un poco la zona, se convirtió en nuestro guía. De modo que, por el momento, era poco probable que Lénisu nos diese el esquinazo. Pero no dudaba de que pronto se marcharía: no podía entrar en Ató en pleno día y esperar a que viniese la guardia para arrestarlo. Aunque seguramente no se alejaría mucho ya que tenía que recuperar la famosa caja de tránmur escondida en el tejado de la Pagoda Azul…

El paisaje era del todo aburrido. Soplaba el viento frío y aunque todavía no nevaba, el cielo se había cubierto de unas nubes invernales. Subimos y bajamos pequeñas colinas y más colinas. Nos cruzamos con una manada de nadros del miedo que salieron corriendo, asustados. Al de un par de horas, sin embargo, divisamos un lugar con pequeños barrancos y arbolillos, que desaparecieron en cuanto empezamos a bajar el cerro en la que estábamos. Nada más llegar abajo, resonaron, entre las ráfagas de viento, unos rugidos que nos resultaron a todos demasiado familiares.

“Nadros rojos”, le informé a Syu con fatalismo.

“Ayayay”, dijo el gawalt, agitándose sobre mi hombro.

—Nadros rojos —gruñó el capitán Calbaderca, como un eco, llevando la mano al pomo de su espada.

—No nos quedemos aquí —dijo rápidamente Lénisu.

Lo seguimos y cuando finalmente alcanzamos la cima de la siguiente colina vimos a la manada de nadros. Estaban peleando contra unos Centinelas.

Shelbooth en un súbito arranque, desenvainó su espada. Después de tantos días de frío y de caminata, parecía ansioso de dar tajos a diestro y siniestro.

El capitán nos echó una mirada a Aryes, Kaota, Kitari y a mí.

—Quedaos aquí.

Sacó su espada larga de su vaina y con Ashli y Shelbooth empezó a bajar la colina a grandes zancadas. Oí el suspiro ruidoso del enano.

—Eso no es un atroshás —comentó Lénisu, poniendo cara meditativa.

—Supongo que el Martillo de la Muerte no se puede quedar atrás —declaró Dash, sacando su hacha como con pereza.

—Adelante, amigo —le dijo mi tío con aire socarrón.

Y entonces bajaron la colina Dashlari y Aedyn, él con su hacha y ella preparando ya un sortilegio brúlico de ataque. Estuvimos contemplando la batalla desde la altura. Al de un rato, desvié la mirada, estremecida. Los nadros rojos casi me daban pena. Al girarme, me fijé de pronto en un vacío. Miyuki y Lénisu ya no estaban con nosotros. Mártida, que unos momentos antes había estado junto a Miyuki, me dedicó una discreta mueca.

Apreté los labios para imponerme silencio y volví a clavar los ojos hacia delante. Era inevitable que se fueran, me repetí. La batalla acabó. Y los Centinelas y nuestros compañeros se alejaron todo lo posible de los nadros, corriendo a toda prisa.

Entonces, poco a poco, vi los rostros de los Centinelas dibujarse mientras se acercaban, subiendo la colina. Eran una decena y vestían todos la túnica dorada y el dragón rojo de Ató. Cuando llegaron a la cima, empezaron los primeros nadros rojos a explotar en llamaradas centelleantes.

—Ya está hecho —comentó Dash, mientras recolocaba el hacha a su espalda. Ignoraba si se refería a la batalla o a la desaparición de Lénisu y Miyuki.

No tardó el capitán Calbaderca en percatarse de la ausencia de estos últimos.

—¿Dónde está Lénisu? —preguntó, con el rostro ensombrecido.

Kitari y Kaota pusieron cara sorprendida.

—Pues… no lo sé, capitán —confesó Kitari, ruborizándose—. No nos hemos dado cuenta de nada. A lo mejor se ha marchado.

—Hemos perdido a nuestro mejor guía —intervino Dash, con una gran sonrisa—. Pero no os preocupéis por él. A veces es menos valiente que un nadro del miedo. Algún impulso súbito. No es la primera vez.

Estaban discutiendo sobre el asunto cuando algo me llamó la atención. Entre los Centinelas, había una humana rubia… Ladeó la cabeza y se acercó a mí, se quitó el casco y me miró con incredulidad.

—Shaedra, ¿eres tú…? ¿Aryes?

Parpadeé un momento y entonces, como en un sueño, caí en la cuenta y farfullé:

—¿Sarpi?

¡Dioses de los demonios!, me dije. ¡Era Sarpi! Una sonrisa se fue dibujando en mis labios.

—¿Así que volviendo a la guarida, eh? Te daría un abrazo si no estuviese cubierta de sangre de nadro —se disculpó Sarpi, resoplando—. Increíble —añadió mirándonos a Aryes y a mí alternadamente—. ¿Sabéis que todo el mundo cree que estáis muertos?

Me atraganté y tosí.

—¿Muertos? —repitió Aryes, frunciendo el ceño, mientras me daba palmaditas en la espalda.

—Sí. Eso decían los rumores. Pero me alegra comprobar que los rumores no siempre son ciertos —declaró, risueña—. Tenemos que volver a Ató cuanto antes. ¡A Áynorin le va a dar un ataque de alegría!

* * *

Ató no estaba como lo había dejado, meses atrás. A pesar de haberme avisado Sarpi del terremoto, me quedé algo conmocionada al ver que la ciudad estaba en plena ebullición, reparando tejados e incluso muros. Al parecer, hacía un mes, la tierra había temblado violentamente, y estaban todos ayudándose entre sí, intercambiándose todo tipo de material para devolver cierta habitabilidad a sus casas antes de que llegara lo crudo del invierno. Supuse que el padre de Aryes, como carpintero, tenía que estar muy atareado.

Cuando entré en el Ciervo alado seguida del capitán Calbaderca, Aryes, Ashli, Dash, Kaota, Kitari, Manchow, Srakhi, Shelbooth, Mártida y Aedyn, todos los parroquianos callaron, creyendo una invasión.

Tras un silencio anormal, se oyó el chillido agudo de Wigy y el ruido de un plato rompiéndose en el suelo. La joven se precipitó hacia mí y Kaota pareció decidir que su protegida no estaba en peligro porque dejó que mi hermana me estrangulara casi, mientras Syu salía disparado hacia la cocina maldiciendo los ataques de nervios de los saijits.

Al oír el súbito ruido y viendo quizá al mono gawalt, Kirlens salió en tromba. Mudo, me contempló unos instantes, dio media vuelta y titubeó, entrando otra vez en la cocina. Su reacción me preocupó sumamente y me aparté de Wigy.

—Voy a hablar con Kirlens —dije, con una vocecita emocionada.

—Pues claro —refunfuñó Wigy, de pronto, malhumorada—. Pobre Kirlens. Siempre le dais disgustos. Si no eres tú, es Kahisso. Por Ruyalé, ve a hablar con él. Espera, ¿quiénes son esas personas que traes?

Le dediqué una sonrisa inocente.

—Unos amigos.

—Shaedra, voy a ir a casa de mis padres —anunció Aryes.

Sus mechones blancos salían de su capucha y sus ojos brillaban de emoción. Asentí con la cabeza. Entendía su aprensión al volver a su casa después de tanto tiempo y tan transformado pero no podía seguir huyendo de su propia familia.

—Hasta luego, Aryes —contesté.

Wigy entonces agrandó los ojos y los clavó en la silueta del kadaelfo, que salía de la taberna.

—¿Aryes? —repitió—. ¿El de tu clase? ¿El que fue a la mina de Kaendra?

—El mismo —respondí, evasiva, antes de dirigirme hacia la cocina. Las voces de los parroquianos se apagaron casi al cerrar la puerta. En unos pocos minutos la noticia de la extraña llegada de varios guerreros y de dos kals supuestamente muertos se difundiría como el viento.

Sentado en una silla, Kirlens sostenía entre sus manos un pañuelo. Estaba muy aviejado y al verlo tan triste se me rompió el corazón.

—Kirlens… —empecé a decir con un hilo de voz.

—Shaedra —dijo entonces el tabernero, sonándose la nariz y levantándose. Se acercó a mí y meneó la cabeza—. Te he echado de menos. Bienvenida a casa.

Me dio un fuerte abrazo. Parpadeé para retener mis lágrimas al pensar que pronto tendría que volver a salir de Ató. Pero era por una buena causa, me convencí. No podía desinteresarme de Kyisse y era la única del grupo en saber dónde vivía Lunawin.

* * *

Aquella misma tarde, después de haberle contado a Kirlens y a Wigy un resumen con agujeros de todo lo que me había pasado en los Subterráneos, me aseguré de que el capitán Calbaderca y los demás fuesen atendidos debidamente y luego me escabullí a casa de Deria y Dol. Me los encontré en camino, ya que se habían enterado de mi llegada y se dirigían al Ciervo alado.

El rostro pardo oscuro de Deria se iluminó con una sonrisa. Se abalanzó hacia mí dando una voltereta de alegría y Dol me despeinó el cabello y le tocó las narices a Syu con el índice. El mono bufó, fingiendo contrariedad.

—Por todos los dioses, Shaedra —dijo el semi-orco, enseñando todos sus dientes—. Ya estabas tardando en volver. Cuando te dejé sola al servicio de esa Niña-Dios supe que estaba actuando mal. Pero bueno, ¿dónde demonios has estado?

Puse cara de mártir y retomando unas palabras que había pronunciado una vez Lénisu, solté:

—En los Subterráneos. Metida en el fondo de la muerte. —Y mientras me miraban ellos con cara incrédula, sonreí y añadí con ligereza—: Aunque tampoco fue tan terrible. Primero, vino el troll, luego llegamos a Dumblor y nos metieron a Aryes y a mí en un palacio para que luego llevásemos a una niña legendaria a un castillo lejanísimo, como en las historias de Shakel Borris. —Hice una mueca—. Hasta ahí todo fue bien. Pero al de poco de comenzar el viaje nos atacaron unas mílfidas y entonces apareció Lénisu. Se llevó a la niña. Luego la niña comió una baya mala y un amigo se fue con ella corriendo para salvarla. Y ahora acabo de llegar a la Superficie con unos Espadas Negras, y unos amigos de Lénisu —añadí, para poner punto final a mi relato.

El semi-orco y la drayta se quedaron un momento estupefactos. Entonces se echaron a reír y me tocó a mí mirarlos con desconcierto.

—Te invito a una infusión en casa —dijo Dol—. Y así me cuentas una versión ampliada, porque no me he enterado de nada. Aunque todo eso parece la trama de una canción épica.

Frundis, a mi espalda, soltó una exclamación impresionada.

“¡Ese semi-orco ha tenido una idea genial!”, reconoció, animado. “Voy a componer una canción sobre nuestras hazañas. Ya lo hice para un portador mío, pero tendrás que prometerme que no la enseñarás a nadie. ¿Qué te parece?”

“Que vas a tener que quitar muchos elementos de nuestro viaje para conseguir hacer una canción épica, me temo”, repliqué, divertida. “Si lo cuentas todo como pasó, voy a quedar como una Salvadora ridícula.”

“Buaj. La ridiculez forma parte de la épica”, replicó el bastón con convencimiento. Hizo una pausa pensativa y entonces clamó con voz potente de tambores: “El demonio y la Flor del Norte. ¿Qué te parece el título?”

“Desde luego, es perfecto para que no enseñe la canción a nadie”, aprobé.

“El viaje a un castillo inalcanzable”, propuso Syu.

“Ese cuenta demasiado del final”, replicó Frundis, descontento. “No, debe ser algo que nos impresione hasta a nosotros mismos. Un título impactante. ¿Qué os parece Balada subterránea?”

Enarqué una ceja.

“¿Eso es impactante?”

“Balada de Shaedra con la Flor”, siguió Frundis.

“Eso sí que no suena épico”, repliqué, divertida.

“¡Balada de la Flor y el plátano!”, exclamó Syu, con una carcajada de mono.

“Mm. ¿A qué viene el plátano?”, preguntó Frundis con un sonido de guitarra interrogante.

“Shaedra dice que el plátano va siempre con la flor”, argumentó Syu con tono inocente.

Solté una carcajada y Dol y Deria intercambiaron una mirada extrañada.

—Son Frundis y Syu —expliqué, mientras nos dirigíamos a la casa de Dol—. Hoy están inspirados.

Y en tanto que Frundis seguía proponiendo títulos cada más rimbombantes, pasamos por el portal de la casa de Dol y entramos en su oscuro comedor.