Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo

1 Tierra traidora (Parte 1: Los secretos de un corazón)

Nos alejamos del Glaciar de las Tinieblas y no tardamos en despedirnos de los tres Centinelas, a los que vimos desaparecer entre la tormenta de nieve como a tres estrellas silenciosas. Ellos nos habían propuesto guiarnos hasta el sendero más seguro para bajar la montaña. Nos dieron instrucciones y les dimos las gracias otra vez.

—Que Zemaï os acompañe —nos había dicho el flautista.

Creo que esas habían sido las primeras y últimas palabras que nos dirigió aquel extraño Centinela. Los tres eran extraños, sí, pero sin ellos bien creo que habríamos acabado sepultados bajo la nieve, perdidos en las montañas.

La tormenta había amainado pero seguíamos sin ver mucho más allá de unos metros y avanzábamos a una velocidad de tortuga iskamangresa, hundiéndonos a cada paso.

—Tenéis unos guardias curiosos —comentó el capitán Calbaderca, mientras bajábamos por una cuesta cubierta de nieve.

—No todos son tan callados —le aseguró Aryes con una mueca cómica.

—Me han inspirado respeto —prosiguió el capitán con mucha seriedad—. ¿Decís que la mayoría se forman en las Pagodas, no es así? Cuando toda esta historia haya acabado, creo que me pasaré por alguna de esas Pagodas para ver cómo funcionan.

Reprimí una sonrisa divertida al verlo tan pensativo. Shelbooth intervino:

—Pues por lo visto en las Pagodas les enseñan a no dormir. Me parece que el humano se ha pasado toda la noche tocando la flauta.

—Pero eso es por el lago —explicó Manchow.

Todos lo miramos, interrogantes.

—¿Qué tiene que ver el lago con que ese humano tocase la flauta? —inquirió Srakhi, medio burlón medio intrigado.

Manchow puso cara sorprendida.

—¿No lo sabéis? El Glaciar de las Tinieblas es legendario. Dicen que, por la noche, surgen los espíritus que vivían antiguamente junto al lago. Y, según la tradición, sólo una bella música puede apaciguarlos.

Sus palabras nos dejaron a todos asombrados.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Dash, al cabo.

—Pues… —Se encogió de hombros—. Porque me lo enseñó mi preceptor. —Paseó su mirada sobre nuestras expresiones y soltó una carcajada alegre—. Por eso el humano tocaba la flauta —agregó. En ese momento Manchow metió la pierna en algún agujero, se hundió casi hasta la talla soltando un resoplido y nos dedicó una sonrisa inocente.

—Interesante —se contentó con decir Lénisu—. Pero avancemos con más cuidado, no vaya a ser que nos convirtamos también en espíritus del dichoso lago.

Pensé, algo afligida, que esos espíritus iban a tener poesía que leer gracias a mí… Y hasta unas botas. Pero seguía teniendo la gwinalia azul que me había regalado Kyisse, recordé. Y, por lo menos, no había perdido las Trillizas, me consolé. Aunque, para lo que me habían servido…

“Nunca me cantaste ninguna leyenda sobre el Glaciar de las Tinieblas”, le comenté a Frundis, mientras avanzaba otro paso y hundía mi bota en la nieve.

“Es que no conozco ninguna”, confesó Frundis. “Pero me gustaría saber más sobre el tema. Tal vez exista alguna canción que merezca la pena escuchar.”

“Y si no, la compones tú”, apunté, divertida.

Seguimos bajando por el amplio sendero, entre el frío, el viento y unos finos copos que caían, más leves que las plumas. Si el día hubiese sido azul, probablemente habríamos tenido unas vistas maravillosas, pensé con cierta amargura.

El capitán Calbaderca, Ashli, Aedyn, Shelbooth y Srakhi andaban delante. Kaota, Kitari, Mártida, Aryes y yo los seguíamos en fila india a unos cuantos metros. Y Lénisu, Miyuki, Manchow y Dash cerraban la marcha.

Estuvimos bajando durante horas. Evitamos un barranco, nos perdimos y dimos media vuelta para seguir bajando por otro camino. La blanca cortina de niebla se disipaba ligeramente pero así y todo resultaba difícil elegir la mejor senda. En un momento, la bajada se hizo demasiado empinada y volvimos a subir un trecho para cambiar otra vez de ruta. Todo aquello, sumado al frío y a la nieve, era agotador.

Estábamos bajando una vertiente bastante suave cuando, de pronto, vi revolotear a mi alrededor una sombra multicolor… Agrandé los ojos y di un respingo. ¡Era una mariposa! Me tambaleé y me apoyé sobre Frundis, recobrando el equilibrio.

—Una mariposa —susurré, incrédula.

Era maravillosa, me dije, parpadeando. Kaota, Kitari y Aryes me oyeron y me miraron, interrogantes.

—¿Has dicho «mariposa»? —repitió Aryes, sin entender.

En ese momento oí la risa maligna de Frundis y suspiré. La mariposa había desaparecido.

“No tiene gracia”, refunfuñé al bastón, que se mofaba de mí abiertamente después de haber deshecho su ilusión.

“Era para animar el ambiente”, se defendió Frundis, burlón.

Meneé la cabeza, exasperada, y al ver que Aryes todavía me miraba con la ceja enarcada, expliqué:

—Es Frundis, que me engaña como a una nerú.

Aryes sonrió y tuve que explicarles a Kaota y a Kitari que el bastón era en realidad un músico compositor. Se sorprendieron bastante y Mártida, que nos había estado escuchando, mostró un vivo interés por el bastón, preguntándome a ver cómo sabía con certeza si había sido saijit o no. La pregunta me hizo mucha gracia.

—Porque, obviamente, me lo ha dicho él mismo —dije.

—Claro —coincidió la elfocana—. Sin embargo, ¿cómo sabes que realmente es un ser pensante lo que te contesta y no alguna mágara que…?

Una ola atronadora e iracunda sumergió mi mente y no oí el final de la pregunta. Solté un par de maldiciones siseantes mientras agarraba el bastón con las dos manos para no caerme. Era irónico pensar que aquel mismo apoyo me estaba llenando la cabeza de notas furiosas y discordantes.

“Frundis, ¡cálmate!”, lo insté, suplicante.

“¿Has oído lo que ha dicho?”, se indignó Frundis, aflojando muy levemente su ataque musical.

“Eres demasiado susceptible”, resoplé.

“Se lo vengo diciendo desde hace tiempo”, aprobó el mono, algo mareado por el desencadenamiento de sonidos.

Mientras el bastón gruñía, le eché una mirada de disculpas a Mártida: esta me miraba, sorprendida, al ver que no le contestaba.

—Perdón —dije, sonrojándome—. Frundis se enfada con facilidad. No le gusta que lo llamen mágara.

“¿Cómo que con facilidad? ¡Estos saijits son unos malpensados!”, exclamó Frundis, entre gruñidos y tambores. “Siempre les pasan por la cabeza las mismas ideas disparatadas. Ven mágaras por todas partes.”

“Ejem. Te recuerdo que tú también fuiste saijit”, carraspeé, divertida. “Sé más paciente.”

“Ya.” Frundis no parecía convencido pero los tambores se iban espaciando poco a poco a medida que su indignación se atenuaba.

“Mira, es como si me llamasen a mí nadro rojo y me enfureciese como tú lo haces”, razoné. “Yo no soy un nadro rojo, y me basta con saberlo. Tú no eres una mágara…”

“Y me basta con saberlo”, aprobó el bastón, interrumpiéndome. “Pero confieso que soy susceptible. Qué se le va a hacer. Eso no se cura.”

Por suerte, además de susceptible, normalmente era fácil de apaciguar, pensé, esbozando una sonrisa.

En ese momento, oí un grito agudo rasgar el aire y se me borró la sonrisa.

Djowil Calbaderca bramó el nombre de Ashli. Los gritos de la Espada Negra eran cada vez más lejanos como si… Palidecí. Como si se estuviese deslizando hacia abajo irremediablemente.

El capitán y Srakhi habían desaparecido tras un banco de niebla y apenas se divisaba la forma difusa de Shelbooth. Lénisu pasó junto a nosotros, corriendo como podía.

—¡No os mováis! —gritaba.

Los últimos de la fila seguimos avanzando a duras penas. Lénisu le había tirado el saco a Dashlari y el enano avanzaba resoplando, bajo el peso de su doble carga. La caída de Ashli parecía haberse detenido.

—¡Estoy bien! —gritaba, desde la lejanía—. ¡Maldita Superficie!

Y siguió gruñendo. Llegamos adonde se habían parado Srakhi, Manchow, Shelbooth, Miyuki y Aedyn. El capitán Calbaderca había empezado a bajar una pendiente empinada, por el rastro bien visible que había dejado Ashli, pero mi tío lo había detenido y lo había adelantado.

—Lénisu a veces tiene arrebatos de héroe —comentó Dash con tono aprobador. Reprimí una sonrisa. Al enano le encantaba burlarse de su viejo amigo.

—Esperemos que pueda volver a subir —dijo Miyuki.

El capitán Calbaderca, que había empezado a subir lo bajado, soltó una exclamación al perder el equilibrio.

—¡Por Úrelban! —dejó escapar, agarrándose a la nieve.

Vi venir el desastre. Si el capitán caía, se llevaría a Lénisu por delante y lo llevaría los dioses saben adónde. Así que, antes de que sucediera nada malo, tomé impulso y, entre las risitas emocionadas de Frundis y el grito sorprendido de Syu, me precipité en la pendiente y bajé como un torrente. Llegada a la altura del capitán, frené, plantando a Frundis en la nieve. Casi se me escapó. Hubiera sido ridículo dejar a Frundis en la nieve mientras yo salía disparada hacia la niebla. Por suerte me mantuve firme y agarré al capitán del brazo, tratando de atajar su caída.

Él resoplaba, la cara blanca de nieve. Aquella pendiente era tremendamente resbaladiza, me di cuenta. Estábamos casi parados, gracias a Frundis, pero la dura realidad no se me escapó: estábamos cayendo muy poco a poco…

—Ejem. ¿Qué tal, capitán? —le pregunté, con una sonrisa forzada.

—Kaota, ¡no! —gritó de pronto el Espada Negra.

La belarca había desenvainado la espada y la iba plantando en la nieve mientras bajaba, pasito a pasito. Entonces Aryes, cogiéndole la mano a Kitari, quien se la cogía a Shelbooth, utilizó su lanza para bajar. Habían creado una cadena para avanzar con más prudencia.

—¡No bajéis! —ordenó el capitán Calbaderca.

—¡No os mováis! —soltó Aryes, mientras iba tanteando el mejor lugar para posar el pie.

—Para qué hablaré yo —siseó Djowil Calbaderca entre dientes.

—No te preocupes —le dije—. Han tenido una gran idea con esa cadena.

“De hecho, ahora que lo recuerdo, Shakel Borris hacía algo parecido cuando subió las Montañas Sagradas de Bawnish”, les dije a Frundis y a Syu, pensativa. “Y él y sus compañeros salieron con vida.”

El mono se aferraba a mi cuello, algo enojado.

“No me gustan las caídas”, refunfuñó.

“No vamos a caer”, le prometí con calma. “Aryes está ya casi.”

De hecho, medio resbalando medio de pie, Aryes, y detrás Kitari, Shelbooth, Srakhi y los demás, llegaban lenta pero seguramente. Y Kaota se había quedado tumbada sobre la nieve, con la espada clavada y no se atrevía a moverse más: estaba a punto de seguir a Ashli hacia… Enarqué una ceja y giré levemente la cabeza. Allá abajo ya no se veía nada. Pero se oían los gritos lejanos de Lénisu y Ashli… La Espada Negra seguía despeñándose. Y, por lo visto, mi tío la acompañaba en su caída.

El capitán y yo estábamos agarrados a Frundis, pero seguíamos deslizándonos y Aryes se acercaba a pasos terriblemente lentos. Entonces llegó a nosotros. Su rostro levemente azulado entre la nieve se iluminó con una sonrisa aliviada; plantó la lanza en la nieve y me tendió la mano.

—Con cuidado —nos dijo.

Pese al frío que entumecía mis miembros, mi piel sudaba por la tensión. Me solté de una mano y la tendí hacia el kadaelfo… Entonces oí una exclamación y el rostro de Aryes se transformó, reflejando consternación y miedo. En un segundo, vi a Shelbooth caer y resbalar directamente hacia mí. Me eché a un lado y… dejé de sentir a Frundis. Fue imposible pararme. Mientras caía de espaldas, solté un larguísimo:

—¡Demoniooos!

Tuve la sensación de que mi grito resonaba por toda Ajensoldra, desde las Hordas hasta las Tierras Altas. Se me ocurrió inexplicablemente utilizar armonías, pero ¿para qué me iban a servir unas ilusiones contra una realidad tan catastrófica?

Syu me estaba estrangulando y me fijé en que estaba casi llorando de terror. Abajo podía haber un barranco, pensé, aturdida. Shelbooth caía todavía más aprisa y pronto se perdió entre la niebla, soltando maldiciones. También podía haber un campo de almohadones, me dije, con los ojos húmedos. Mis lágrimas empezaron a helarse y cerré los párpados, heridos por el frío. Ya está, me dije. Mi hora había llegado.

Caí largo rato, tanto que me pregunté si, finalmente, no había entrado ya en el extraño mundo de los espíritus. Sin embargo, de repente, sentí como una caricia cálida sobre mi rostro. Abrí los ojos. La niebla se había desvanecido y había aparecido un magnífico paisaje. Allá a lo lejos, las colinas verdes se perdían en el horizonte. Y ahí, a mi derecha, se alzaban las Hordas, nevadas y bellas, pobladas de árboles. Y abajo… Abajo estaba la Insarida. Y yo me dirigía directa hacia una explanada cubierta de nieve.

Ahí abajo estaban Lénisu y Ashli. Shelbooth acababa de detenerse. Reprimiendo una carcajada, saqué mis garras y empecé a frenar mi bajada: la pendiente ya no era tan exagerada como antes y tan sólo mi alta caída me estaba llevando a una velocidad fulgurante hacia la explanada. Finalmente, choqué contra un amasijo de nieve y me levanté de un bote, temblando de emoción.

“Syu, ¡nos hemos salvado!”, declaré, feliz.

Me acerqué brincando a Lénisu y Ashli, que se precipitaban hacia mí. Entonces me detuve en seco recordando un detalle que me rompió el corazón.

—Oh, no —me lamenté, casi enmudecida—. He dejado a Frundis atrás.

Lénisu me cogió entre sus brazos, como si no nos hubiésemos visto desde hacía un año.

—Gracias a los dioses —murmuró, con la voz ronca.

Me sorprendió verlo tan afectado. Sin embargo, cuando se apartó de mí, había retomado una expresión tranquila.

—Bueno, bueno. Aquí llegan los demás.

De hecho, de la nube que envolvía la montaña, pronto aparecieron Aryes, Srakhi, el capitán, Dashlari, Kaota y Kitari.

—Menuda caída —comentó Shelbooth, con la respiración entrecortada, mientras trataba de deshacerse de la nieve de su ropa.

—Y que lo digas —replicó Lénisu—. Es increíble que no hayamos muerto.

Tan sólo faltaban Mártida, Manchow, Aedyn y Miyuki. Aryes, justo antes de llegar al final, frenó su caída con energía órica, pero así y todo aterrizó brutalmente. Paseó una mirada aturdida a su alrededor y tanteó, en busca de su capucha, para cubrir su piel y su cabello blanco de los rayos del sol. Todos parecían estar más o menos en forma. Kaota estaba muy disgustada porque había perdido su espada. Srakhi estaba sombrío porque había perdido su capa y Ashli parecía muy apesadumbrada porque se consideraba culpable de toda aquella desgracia. En definitiva, todos habíamos sufrido algo, pero estábamos vivos. Por un instante, percibí la ilusión de una suave nota de piano y mis ojos se humedecieron. Me giré hacia el cielo azul y Ajensoldra para esconder mi dolor. Syu me imitó, escondiéndose detrás de mi cabello.

“No es justo”, suspiró.

—¡Allí vienen! —exclamó de pronto Shelbooth.

Secándome la esquina de un ojo, giré la cabeza. Miyuki y Manchow bajaban la pendiente a toda velocidad, mientras le cogían a Aedyn de un brazo. Y Mártida bajaba… con un saco y un bastón. Que yo recordase, la elfocana no tenía ningún bastón. Sintiendo mi corazón revolotear de alegría, di un bote y solté una risita feliz.

“Y ahí viene nuestro amigo Frundis”, le declaré a Syu. En un súbito arrebato, exclamé:

—¡Bosque de Luna!

E hice una pirueta, sonriendo de oreja a oreja, bajo los rayos del sol. No todos los días las cosas salían de manera tan perfecta, me dije. Oí un carraspeo mientras volvía a caer sobre mis pies.

—Sería una pena que te fueses por el barranco, después de una caída como esta, sobrina —me dijo mi tío con total serenidad.

Le dediqué una sonrisa divertida y me precipité hacia Mártida cuando se hubo estancado en medio de un mar de nieve.

—No sé cómo podré devolverte el favor —le dije, mirando a Frundis con un gran cariño.

La elfocana sonrió pese al mareo que le había causado sin duda la caída.

—Gracias por haberme permitido unos instantes inolvidables con este compositor formidable —pronunció.

Le devolví la sonrisa y una vez que se hubo levantado me tendió a Frundis y lo cogí. El bastón me saludó tranquilamente y no comentó en ningún momento que hubiera podido pasarse los próximos cien años perdido en un monte, entre la nieve. Al fin y al cabo, seguro que le había pasado una desgracia similar en algún otro momento, pensé.

Mientras Frundis me cantaba una dulce melodía de violines, los demás se habían parado a contemplar las increíbles vistas que teníamos.

—La Insarida —señaló Lénisu, para los que no lo sabían.

Me avancé sobre la explanada hasta llegar a su altura y contemplé la temible Insarida. Era una vasta tierra rojiza donde se erguían rocas y árboles, algunos carbonizados, y otros que ya habían perdido las hojas. Hasta vimos una manada de monstruos, a lo lejos, que perseguían otra criatura.

—Escama-nefandos —dijo el capitán Calbaderca con el ceño fruncido.

Lénisu aprobó.

—Es muy posible. —Se giró hacia la derecha e hizo un gesto vago—. Creo que por ahí es el único sitio por el que podemos bajar. —Hizo una mueca cómica y puntualizó—: A menos que nos hayamos quedado en una explanada sin salida, claro. Esas cosas pueden pasar hasta a aventureros tan precavidos como nosotros. Pero no nos desesperemos —añadió con un tono burlón. Fue a recoger su saco, que había caído con el enano, y al ver que no nos movíamos, dijo—: Cuanto más abajo estemos, menos frío.

—Desde luego, en los Subterráneos no hace tanto frío —gruñó Dashlari.

Recogimos todos las pertenencias que nos quedaban y, como yo no tenía más que lo que llevaba puesto, seguí sin tardar los pasos de Lénisu. Syu estaba algo callado, me fijé. Todavía no se había recuperado del susto, así que intenté animarlo.

“Asbarl”, le solté, mientras Frundis comenzaba una melodía más alegre. A Syu se le escapó un suspiro y me cogió un mechón de pelo para trenzarlo, soltando:

“Al menos yo no he perdido mi capa como Srakhi.”

Cuando alcancé a Lénisu, enseguida vi que tenía intenciones de hablarme de algo importante. Con rapidez, me murmuró:

—Sobrina, escucha, tenemos un problema. Bueno, más bien, tengo un problema —rectificó—. Esos Centinelas…

—¿Te han reconocido? —me espanté, soltando un resoplido.

—Me han dado mala espina —prosiguió él—. La cara del flautista me sonaba mucho. Pero no sólo es eso. Esta pendiente tiene toda la pinta de ir a acabar en el paso de Marp. Los demás querrán pasar por el camino y luego por Ató. Para mí sería una locura viajar con vosotros. Me sentiría tan imprudente como Drakvian metiéndose en una ciudad de saijits.

Me miró con cara elocuente detrás de la sombra de su capucha negra. Sentí un leve cosquilleo de temor.

—¿Vas a dejarnos? —pregunté en voz baja.

Lénisu no contestó; ya se acercaban los demás. Su respuesta, sin embargo, era fácil de adivinar.