Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 8: Nubes de hielo
El sonido alegre de una flauta atravesó el aire frío de la noche. Y no era Frundis quien tocaba, sino uno de los tres Centinelas. Sentado sobre una piedra, a unos metros del círculo de la fogata, el humano, de piel muy oscura, tocaba su instrumento mientras los demás nos arrebujábamos en las mantas prestadas, tiritando de frío.
Al buscar un camino para cruzar el lago, nos habíamos encontrado con que la parte oeste estaba congelada. Habíamos pasado en fila, cargados con nuestros sacos. Hubiera salido todo bien, si Dashlari, el Martillo de la Muerte, no hubiese resbalado. Su peso fracturó el hielo y lo hizo trizas. El enano consiguió llegar a tiempo a un terreno más seguro. Afortunadamente, detrás de él sólo quedábamos Kaota y yo. Dash gruñó y nos dijo que tirásemos nuestros sacos antes de saltar. Tiré mi saco… Y me quedé corta. Cuando vi mi mochila naranja hundirse con todas mis pertenencias en las profundidades del lago me quedé muda de espanto. Fui enumerando mentalmente todo lo que había perdido: el Cancionero de Ató, el poemario de Limisur, mis mudas, las botas de Lénisu que no me cabían… Y qué sé yo cuántas cosas más.
“No te habría pasado eso si hubiese habido árboles”, me quiso consolar Syu. Con un suspiro, había cogido carrerilla y había saltado con Frundis y el mono. Al menos, esa vez no me quedé corta.
La música de la flauta murió de pronto, ahogada por un profundo silencio tan sólo interrumpido por los chasquidos de las llamas.
Oí el carraspeo del enano Dashlari rompiendo el silencio. Una voluta de vapor se escapó de su boca cuando preguntó:
—¿Qué hacen tres Centinelas de Ató en un lugar tan alto y tan apartado? Es una suerte para nosotros que estuvierais aquí para ayudarnos, pero yo creía que os quedabais en los límites de la Insarida.
—No todos vigilamos la Insarida —contestó con lentitud el guardia elfo oscuro. Tenía unos cincuenta años y su aspecto denotaba una vida de privaciones y ejercicio—. Nosotros vigilamos el Camino de Capdameyn —añadió simplemente.
Nadie tenía ni idea de qué era ni de dónde estaba ese camino, pero ninguno de nosotros preguntamos nada. Con el frío que hacía a nadie le apetecía hablar.
El Centinela humano volvió a tocar la flauta, de la cual fluyó un sonido dulce y sereno. Me hubiera gustado saber lo que opinaba Frundis de esa música, pero lo había dejado junto con los sacos ya que en aquel momento tan sólo me interesaba acercarme al fuego.
“A lo mejor está despotricando contra el flautista”, sonrió Syu. El mono gawalt estaba sentado sobre mis rodillas, debajo de mi manta, y asomaba de cuando en cuando una cabeza curiosa.
Reprimí una sonrisa.
“O bien no cabe en él de gozo de estar escuchando tamaña maravilla, como cuando escuchó a Tilon Gelih”, medité socarrona. Quién podía saber lo que era realmente buena música para el bastón…
Seguimos escuchando la melodía de la flauta y, cuando la última nota se perdió entre la nieve, el capitán Calbaderca tomó la palabra:
—Quiero daros otra vez las gracias por vuestra ayuda. Sin vosotros estaríamos ahora muertos de frío, sin leña para el fuego.
—Nos habríamos convertido en estatuas de hielo —aprobó Shelbooth, y Manchow soltó una risita con aire divertido.
—Lo cierto es que no solemos encontrar a nadie a estas alturas —contestó el elfo oscuro, con total seriedad—. Si me permitís una pregunta, ¿de verdad venís de los Subterráneos? El Glaciar de las Tinieblas tiene muy mala fama. Habéis escogido una extraña ruta.
El capitán Calbaderca y Lénisu echaron una ojeada rápida a Dashlari. Este último carraspeó, molesto.
—Sí, creo que me equivoqué de túnel. Aunque, finalmente, no nos ha salido tan mal —añadió, como para defenderse.
—Afortunadamente —aprobó Lénisu, esbozando una sonrisa burlona detrás de sus oscuros mechones.
A pesar de que los tres Centinelas no parecían haber relacionado a mi tío con aquel Sangre Negra que había provocado tanto revuelo en Ató, a Lénisu se lo veía algo intranquilo. Lo cierto era que hasta nos había propuesto dar media vuelta y regresar al túnel para buscar otro camino pero, frente a las miradas poco convencidas que le echaron los demás, calló resignado.
Los ojos amarillos del elfo oscuro brillaban a la luz del fuego. Mientras repartía unos trozos de pan duro y queso, nos observaba atentamente. Al contrario de lo que hubiera hecho cualquier curioso, no insistió en intentar averiguar qué hacíamos paseándonos por tan aislada región. Ni siquiera nos preguntó si éramos cofrades, mercenarios o simples aventureros.
Y, ante tanto silencio por parte de los Centinelas, respondimos con otro recatado silencio. Así, el capitán Calbaderca omitió presentarse como capitán de la Guardia Negra, contentándose con decir que venía de Dumblor. Y luego yo no me atreví a confesarles que era de Ató por miedo a que nos identificasen a mí y a Lénisu con el Sangre Negra y la sobrina ternian del Ciervo alado. Comimos todos nuestro pan en silencio. El Centinela humano, apenas hubo comido, retomó su flauta y se alejó hacia el lago. La nieve crujía bajo sus pasos. Lo observé algo perpleja mientras él despejaba una roca y se sentaba con su pequeño instrumento.
—Es un gran aficionado a la flauta —observó Srakhi. El gnomo se agitaba rítmicamente como para deshacerse del frío.
El elfo oscuro asintió pero no dio más explicaciones. Al parecer, el comportamiento de su compañero era normal. Desde luego, se veía que esos tres Centinelas no eran ni grandes habladores ni acostumbraban oír parlotear a nadie.
Y pensar que cuando fuese cekal, tendría que trabajar como Centinela… Suspiré. Aunque visto cómo me las arreglaba, estaba lejos de llegar a cekal. Ni siquiera había pasado los exámenes de primer año de kal. Y eso significaba que si quería seguir estudiando en la Pagoda tendría un año de Deuda más. En fin, por el momento, era inútil pensar en todo aquello: antes tenía que ir a ver a Kyisse a Aefna.
Estábamos todos agotados y pronto decidimos irnos a dormir. Me levanté con los demás y fui a coger a Frundis. El bastón estaba silencioso. Parecía estar escuchando al flautista con dedicación. Con una leve sonrisa en los labios, me eché sobre una gran lona negra impermeable que habían desplegado los Centinelas para que pudiéramos tumbarnos todos encima. Después de desearnos todos buenas noches, cerré los ojos y me froté las manos heladas entre sí. Jamás había tenido tanto frío…
En la lejanía, una melodía se elevaba, dulce y melancólica, como un pajarillo extraviado en pleno invierno. Aquella noche soñé con la luz de la Gema que bailaba sobre las aguas al son incansable de una flauta.
Cuando desperté y destapé mi rostro, el cielo no se veía y el aire estaba casi tan blanco como la nieve. Una alfombra de copos blanqueaba toda mi manta.