Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 7: El alma Sin Nombre

13 Espías y leyendas

Me di la vuelta, medio despierta, medio soñando. Parpadeé y abrí los ojos. No servía de nada mirar por la ventana del patio: no había sol para advertir de la llegada del alba.

Nuestro cuarto era grande y tenía una disposición que jamás había visto. Estaba dividido en dos partes y la más ancha estaba elevada, cubierta de una materia blanda a modo de colchón, dispuesta a lo largo de toda la pared. Cuando le había preguntado por esa materia a una elfa oscura que venía todos los días a regar la planta de la entrada, ella había contestado que se trataba de un invento bastante reciente que consistía en rellenar unas bolsas herméticas con polvo de rocaleón y una especie de algas llamadas talvelias, que se importaban del Lago Turrils. Me había intrigado constatar que aquella mujer parecía saber mucho de plantas y, como le hablaba todos los días, a la mañana, había acabado sabiendo que, antaño, había tenido un herbolario pero que había estado obligada a cerrarlo por un desgraciado que le había acusado de vender plantas ilegales. La historia me recordó inevitablemente a Daian y a sus experimentos de alquimia en Ató. Y eso me llevó a pensar en si Dolgy Vranc habría tenido el valor de destruir todo el laboratorio de la madre de Aleria.

Con estos pensamientos, me pregunté si Aleria y Akín seguirían buscando a Daian. Al menos ellos estaban en la Superficie, suspiré, mirando el techo en la penumbra. Tal vez algún día sabría lo que les había ocurrido. Aunque, por el momento, tenía otras preocupaciones.

No sé por qué, durante esos días, me había detenido a pensar en cómo habría sido mi vida si mis padres no me hubieran mandado a la Superficie y si hubiese crecido en aquella ciudad subterránea. Desde luego, todo habría sido distinto. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tenido la filacteria de Jaixel o si no me hubiese mandado Kahisso a Ató? Sonreí, imaginándome mil posibilidades, y concluí que al menos por el momento mi vida no estaba siendo tan desastrosa como hubiera podido serlo. Una de las peores imágenes que se me impusieron en la mente fue la de un lich enternecido criando a una pequeña ternian. Quién sabía lo que hubiera hecho Jaixel conmigo si hubiese caído en sus manos, pensé.

Estaba durmiéndome otra vez cuando oí un ruido contra la madera y me di cuenta de que alguien estaba detrás de la puerta. Me enderecé, alarmada y vi a Aryes y a Syu profundamente dormidos. Con sigilo, me aproximé a la puerta. Por la rendija, había sido deslizada una hoja. La recogí y me acerqué a la ventana, por donde se infiltraba una luz pálida proviniente de la gran muralla de piedra de luna de Dumblor.

La carta estaba sellada chapuceramente con cera negra bastante fresca. La abrí con precaución. Tan sólo había unas pocas palabras escritas: «No hagáis nada. La situación es complicada. Estamos negociando y llegaremos pronto a un acuerdo. Esperamos sacaros de ahí en menos de dos semanas. Repito: no intentéis nada. Estoy con vosotros. (Destruid esta carta cuando la hayáis leído.) Asten.» Releí la carta dos veces antes de golpearme la frente con el puño, atónita.

Volví a tumbarme en el inmenso colchón, tratando de sacar algo en claro. Dos semanas era mucho tiempo para llegar a un acuerdo. ¿Qué demonios estarían haciendo Asten y Lénisu? Acaso el Nohistrá había pedido a Lénisu que realizase un trabajo para él, para que le devolviese el favor por haberlo liberado. ¿Estaría negociando con ese Derkot Neebensha para liberarnos a nosotros? Me temía que con la importancia que le estaban dedicando a Kyisse los del Consejo iba a ser difícil sacarnos de ahí, y todavía más a ella. Aunque, quién sabía, a lo mejor había Sombríos entre los miembros del Consejo dispuestos a ayudar, pensé, irónica. Todo era posible y, en las horas siguientes, llegué a considerar decenas de hipótesis no del todo rocambolescas.

En un momento, oí un bostezo de mono y vi a Syu estirarse como un gato y rodar por el colchón hasta llegar junto a mí. Me contempló durante unos segundos, miró la carta y suspiró.

“¿Malas noticias?”

“Depende”, contesté. “Al menos, para variar, hay noticias.”

Aryes abrió entonces sus ojos azules y se frotó las mejillas, desperezándose.

—¿Ya estás despierta? —preguntó inútilmente, sorprendido.

—Lo cierto es que llevo varias horas despierta y pensando —me lamenté. Y entonces invoqué una esfera de luz armónica y le dejé examinar la carta.

—¿Dos semanas? —leyó Aryes, silbando entre dientes.

—Eso mismo pensé —aprobé—. Pero claro, seguramente debe de ser que durante esas dos semanas van a estar negociando. Zemaï sabrá lo que pretenden.

—Yo no me fío de Asten —declaró Aryes—. Eso de decir “Estoy con vosotros” me suena a falso. No olvidemos que es un Monje de la Luz.

—No creo que tenga malas intenciones —razoné—. Pero tienes razón, pertenece a una cofradía y no puedes saber exactamente cuáles son sus objetivos.

—Su mayor objetivo parecía ser el de desvalijar al Nohistrá —comentó Aryes, burlón.

—Asten es un optimista y ese es uno de los mayores problemas —suspiré—. No sé cómo les saldrá el acuerdo pero espero que Lénisu se comporte prudentemente porque ya nos veo saliendo de Dumblor a todo correr mientras la Fogatina y sus acólitos suenan las trompetas de la venganza y organizan una expedición para buscar a la última Klanez.

Aryes sonrió a medias.

—Sería una escena digna de recordar —reconoció—. Me pregunto qué hará la Fogatina cuando decida el Consejo acabar con el cuento este de la Klanez.

—Se encontrará otra ocupación. Me temo que estas personas son todavía menos de fiar que Asten. Por cierto, habrá que destruir la carta —le recordé.

Después de pensar un poco se me ocurrió mojar la carta en un cuenco de agua y finalmente creé una masa de papel compacta. Estaba redondeándola cuando alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dije.

Era una discípula de la Fogatina que nos pedía con una vocecita tímida que fuéramos a ver a su maestra cuanto antes para desayunar.

—Enseguida vamos —contestó Aryes antes de que ella se marchara.

Agarré uno de los vestidos más sencillos que se amontonaban en un gran armario de madera de roble blanco y deslicé la bola de papel en el bolsillo. Una vez vestidos más o menos correctamente Aryes y yo salimos del cuarto mientras Syu se escapaba por la ventana para curiosear.

“Ten cuidado con tu capa”, le dije.

“Un gawalt nunca cae dos veces en la misma trampa”, replicó el mono antes de irse de explorador por las terrazas y torres del palacio.

La Fogatina vivía en un ala del palacio bastante alejado, rodeado de jardines iluminados por lámparas mágaras que emitían una luz semejante al fuego. Era la segunda vez que íbamos a verla, pero no dejaba de ser placentera la vista de ese lugar con manantiales de agua caliente bordeados de flores multicolores. Ahí, curiosamente, los paseantes procuraban hablar en voz baja y no romper la mansedumbre hogareña que se desprendía del Jardín de Elsadal. Aquel día, había menos gente que la última vez ya que muchos habían pasado toda la noche en vela para festejar el Saukras.

—Me da a mí que ayer la Fogatina se enfadó con nosotros —murmuró Aryes, mientras cruzábamos el jardín, hacia un edificio cubierto de figuras esculpidas.

—Ojalá pasase más tiempo en este jardín —contesté, alejándome a regañadientes de aquel manso lugar.

Recorrimos un pasillo y llegamos delante del cuarto de Fladia Leymush. Como Aryes no me veía con ganas de llamar a la puerta, puso los ojos en blanco, alzó una mano y dio unos toques. Enseguida, una voz melosa dijo:

—Entrad.

El interior no había cambiado: seguían las peceras, las plantas, los tapices y los cómodos cojines. La elfa oscura, en cambio, había trocado su larga túnica roja por un vestido blanco con encajes azules cuya delicadeza no pegaba para nada con su rostro hipócrita.

—Buenos días —saludé, uniendo las manos. Mientras Aryes me imitaba, la Fogatina nos hizo un gesto para que nos sentáramos a una mesa donde se había dispuesto el desayuno: galletas, pastelitos, y una cajita con hierbas para infusiones.

La discípula, que había acudido enseguida al vernos llegar, sirvió las infusiones y luego se retiró prestamente. Bajo su expresión reservada y tímida, noté una pizca de curiosidad y me pregunté cuántos conocían nuestro extraño pasaje de la cárcel al palacio. Tal vez muy pocos.

Fladia Leymush se había puesto a hablar de la vida en Dumblor y nos preguntaba lo que opinábamos sobre no sé qué impuesto, sobre el comportamiento de tal y las decisiones de tal otro. En un momento, me pilló con la mirada fija en un pez azul de la pecera y tan sólo desperté cuando Aryes me pisó el pie debajo de la mesa.

—Aaah —dije, sorprendida—. Perdón, Fladia, no he oído la pregunta.

—No estaba haciendo ninguna pregunta —replicó ésta, con cara menos cordial que antes—. Os estaba diciendo que el Consejo ha tomado varias decisiones que os conciernen y que escuchéis atentamente. —Asentí, ruborizada—. Primero, se acabó vuestro tiempo libre —declaró—. Se os ha preparado un horario fijo y estricto para habituaros a las costumbres dumbloranas. Dispondréis de dos guardias y seguiréis los consejos del capitán Calbaderca. Él os enseñará nuestra cultura y los buenos modales de nuestra ciudad ya que hemos constatado que los vuestros nos recuerdan en cada momento que sois extranjeros. Si vais a ser los Salvadores, tenéis que dar a entender que sois de Dumblor. Tú, querida, naciste en Dumblor, según me han informado. Deberías acordarte de tu cultura.

Sus ojos de ave rapaz me miraban, fijos, mientras ella me sonreía. Carraspeé.

—Lo cierto es que no recuerdo nada de Dumblor —confesé—. Pero… ¿crees que lo de los dos guardias es realmente necesario?

—Y lo del horario —completó Aryes, con tono interrogante.

—Absolutamente indispensables —zanjó la Fogatina—. Por lo que he visto, al principio, pasaréis la mayor parte del tiempo en la Tribuna del Consejo escuchando las quejas de los ciudadanos. Y también se os dará clases de retórica para que aprendáis a ser buenos oradores.

Reprimiendo un suspiro, me pregunté con cierto dolor por qué Asten nos había pedido que no hiciéramos nada. Si le hacía caso, me temía que aquellos dumbloranos no iban a dejarnos tranquilos ni un segundo.

—Y como he dicho, también tendréis lecciones de comportamiento. La expresividad está bien, pero hay que controlarla —declaró, aludiendo sin duda a mi expresión sufrida—. Vuestro comportamiento, ayer, durante la ceremonia, me decepcionó bastante. No quiero a unos Salvadores bufones, sino valientes y seguros de sí mismos.

Durante un segundo, pensé callarme, pero luego no pude resistirme.

—Dime, Fladia, ¿qué interés hay detrás de todo esto? ¿Por qué utilizarnos a nosotros de títeres cuando somos cuanto menos inútiles para estas tareas públicas…? —Me interrumpí al notar la mirada fulminante de la Fogatina.

—Nuestro pueblo está muy desanimado —dijo al fin—. Las cosechas han sido muy malas durante los últimos tres años y tan sólo hoy parece que los dioses han querido fecundar la tierra. Dumblor está en plena regeneración y necesita todo el ánimo posible, de todos sin excepción. Por eso estáis aquí. Para ayudar a la Flor del Norte.

Intercambié una mirada fruncida con Aryes. O la Fogatina nos estaba tomando por tontos o bien realmente tenía las ideas totalmente embrolladas. Y, tras las distintas conversaciones que habíamos tenido con ella, la opción más probable era la primera.

En ese momento, la elfa oscura sonrió a medias.

—De modo que vuestro objetivo principal será el de apoyar a Kyisse y actuar de portavoces, ya que por el momento ella tan sólo es una niña. Como os dije, toda esta historia coincide con la leyenda punto por punto, o casi. Normalmente los jóvenes Salvadores iban acompañados de un zahari, y resulta que en este caso el zahari ya está entre los Salvadores. —Al oírla hablar de esos semi-dioses de pelo blanco, me quedé boquiabierta, al igual que Aryes—. Y uno de los Salvadores, normalmente, era un sabio con una vara mágica —prosiguió—, y se suponía que la última Klanez iba a aparecer en todo su esplendor y no bajo la forma de una niña, pero todo eso son detalles y a la gente no le va a importar —nos aseguró con tranquilidad.

—¿Me han tomado por un zahari? —resopló Aryes, incrédulo.

—Existen muchísimas versiones de esa leyenda, pero es la que vamos a incentivar desde hoy. Por eso vuestra prestación de ayer fue lamentable y tenéis que cambiar por completo vuestra actitud —afirmó Fladia—. En realidad, quisiera que empezarais a colaborar un poco y os voy a proponer un trato.

Enarqué una ceja. Me extrañaba que, en nuestra posición algo delicada, se molestase en proponernos un trato… Su sonrisa se ensanchó al vernos tan atentos.

—Si colaboráis para convencer a toda Dumblor de que sois los Salvadores verdaderos, no solamente haré que la justicia os olvide por un buen rato, sino que os ofrezco un sueldo de cien kétalos por persona, excluyendo gastos de comida y alojamiento, además de una grata recompensa de cuatro mil kétalos.

Me quedé atónita.

—¿Cuatro mil kétalos? —repetí, anonadada.

—Lo has oído bien. La recompensa os será entregada a la vuelta de vuestra expedición.

Aryes y yo nos miramos alarmados.

—¿Qué expedición? —preguntamos.

La Fogatina juntó sus manos sobre la mesa. Parecía estar disfrutando enormemente.

—La expedición que montaremos dentro de unos meses hacia el castillo de Klanez.

Me quedé sin habla un momento y luego suspiré para mis adentros. Dentro de unos meses. Seguramente ya estaríamos todos lejos de Dumblor gracias a Lénisu y Asten, pensé. A menos que todo salga torcido. Sin embargo, en aquel instante, tan sólo cabía una respuesta. Asentí con la cabeza con firmeza y declaré:

—Yo también tengo una propuesta. Cuando me llevaron a prisión, me quitaron un bastón de viaje. Tiene un aspecto algo especial ya que parece que tiene una corona de pétalos arriba, si consiguieses recuperarlo, la leyenda se cumpliría casi por completo.

Los ojos de la elfa centellearon.

—Se cumplirá por completo —afirmó ella, con una voz emocionada. Se levantó y nos tendió una mano—. No me cabe duda de ello.

Estreché su mano mientras añadía ella:

—Recuperarás tu bastón. Pero sobre todo no os olvidéis de que vais a tener que trabajar duramente.

Ambos asentimos, resignados. Si ganábamos realmente cien kétalos a la semana, sin duda podríamos rápidamente salir de ahí a hurtadillas y unirnos anónimamente a una caravana que saliese hacia la Superficie…

—Por cierto —dijo la elfa, mirándome a los ojos—. ¿Qué es ese rumor según el cual andas por las paredes y pegas botes de cinco metros?

Agrandé los ojos como platos y luego me cubrí brevemente los ojos con la mano, sofocando una carcajada.

—Desde luego, a veces los rumores son todavía más rocambolescos que las leyendas —repliqué.

—También he oído que el mono que te acompaña es muy listo y que consigues comunicar con él —añadió la Fogatina, con una ceja enarcada.

Le dediqué una sonrisa traviesa.

—¿Acaso no soy la Salvadora sabia? ¿Qué tipo de sabia sería si no supiera comunicar con los animales? —interrogué con calma.

* * *

La Fogatina nos condujo a la Tribuna del Consejo, una sala gigantesca por cuya entrada principal se veía la ancha Calle Mayor del tercer piso de Dumblor. Ahí venían todos los dumbloranos insatisfechos a arreglar sus querellas y a pedir justicia.

En la Tribuna había dos decenas de jóvenes que aprendían derecho y que parecían venir a presenciar los casos todos los días. También había algún círculo de ancianos y acababan de entrar las dos familias de los que estaban en litigio para apoyarlos moralmente. En el fondo de la sala, sentado detrás de una impresionante mesa de madera muy blanca, vi a una humana y a un caito vestidos con una toga naranja, color que simbolizaba la Justicia tanto en Dumblor como en Ajensoldra. Dos belarcos acababan de levantarse de unos bancos al divisarnos. Ambos tenían la misma cara redondeada y joven y el mismo cabello oscuro con mechas blancas y azules. Llevaban una capa oscura y una armadura de cuero negro como la noche. Mientras la Fogatina se acercaba a ellos, pude ver cómo ambos también nos estudiaban discretamente.

—Os presento a Kaota y a Kitari —dijo la elfa oscura con tono solemne—. Serán vuestros guardias de ahora en adelante.

Los jóvenes guardias alzaron un puño, lo levantaron hasta su frente, lo bajaron hasta su pecho y se arrodillaron ante nosotros en un movimiento rápido.

—Juramos protegeros hasta la muerte —clamaron—. Por nuestro honor y por Dumblor.

Y se levantaron. Los contemplé, estupefacta. Mi turbación tuvo que notarse porque la belarca, Kaota, sonrió y explicó:

—Este es el juramento que tiene que prestar todo guardia cada vez que le ponen al servicio de una persona.

Aryes y yo asentimos, impresionados.

—Pues vaya —dijo Aryes—. Será un honor tener la compañía de unos guardias que además parecen tan entrenados.

Ciertamente, ambos belarcos, aunque jóvenes, se movían con una soltura guerrera que me recordaba a los guardias de Ató.

—Es nuestro primer servicio como guardaespaldas —admitió Kitari—. Así que, si notáis que nos equivocamos en algo, nos decís.

Solté una risita.

—Me temo que seréis vosotros los que nos aconsejaréis a nosotros —repliqué.

—Por el momento, tan sólo tenéis que escuchar —intervino Fladia Leymush—. Sentaos ahí en silencio, que la sesión va a empezar. Buena suerte, Salvadores. Ya sabéis lo que tenéis que hacer —añadió, dirigiéndose a los guardias.

Estos asintieron y los cuatro seguimos con la mirada durante unos instantes a la Fogatina que se marchaba.

Aryes y yo intercambiamos una mirada interrogante. Ambos pensábamos sin duda cuánto tiempo estarían esos guardias vigilándonos. Parecían simpáticos, pero quién sabía si no trabajaban también como espías. Tomamos asiento y nuestros guardias se sentaron unas filas más atrás, como para dejarnos una relativa intimidad. En el corredor, como lo llamaban, dos hombres se habían sentado en dos banquillos opuestos y el juez acababa de hacerles una pregunta. Resultó que ambas familias eran agricultores de las afueras que tenían un problema de reparto de tierras. Las familias clamaban, desde la tribuna, insultándose y una mujer corpulenta, junto a los jueces, impuso silencio de manera eficaz y se ocupó de hacer sonar una campanilla para cambiar de caso.

Observé que las querellas, o se resolvían en un cuarto de hora, o se aplazaban para otro día por ser demasiado complicadas. Una vez hasta cambiaron de jueces para que descansaran los primeros, pero no había pausa alguna para nosotros. Eché de menos la presencia de Syu y de Frundis ya que no podía hablar mentalmente con Aryes y hubiera sido dar mala imagen charlar en medio de un juicio. Empezaba a agitarme sobre mi asiento, impaciente, e intenté practicar la táctica de Kwayat para permanecer tranquila.

—Demonios —resoplé en un murmullo—. ¿Cuántas horas llevamos?

Como Aryes no me contestaba, le di un codazo y él se sobresaltó, como despertando de un sueño profundo.

—¿Eh? —soltó.

Me carcajeé por lo bajo y declaré:

—Esto es un martirio.

De pronto, oímos unos ruidos de pasos detrás de nosotros y vimos a Kaota acercarse a nosotros.

—No quisiera molestar… —susurró—. Pero no sé si sabéis que estos juicios duran todo el día.

Agrandé los ojos.

—¿Queé? ¿Y tenemos que quedarnos aquí durante todo el día? —inquirí, con aire atormentado.

—Por supuesto que no —replicó mi guardaespaldas. Las comisuras de sus labios se habían arqueado burlonamente.

Aryes y yo nos levantamos de un bote, aliviados.

—¿Así que podemos irnos? —pregunté, esperanzada.

—Por supuesto —asintió ella.

Salimos de la sala precipitadamente, con la impresión de haber sido liberados de unas cadenas. A unos metros detrás de nosotros, nos seguían Kaota y Kitari, silenciosos como dos sombras.

Una vez en los corredores del palacio, me giré hacia ellos.

—¿Sois hermanos?

—Sí —contestaron ambos.

—¿Y desde cuándo vivís en el palacio? —pregunté, intentando entablar una conversación que acabase con esa sensación incómoda de tener a dos personas detrás de nosotros, observándonos.

Kaota y Kitari intercambiaron una mirada rápida.

—Desde los diez años —contestó Kaota—. Hace ocho años unos guardias de Dumblor nos salvaron de unos traficantes de esclavos. Y nos trajo aquí el capitán Calbaderca.

—El capitán Calbaderca —repitió Aryes, frunciendo el ceño—. La Foga… Er… quiero decir, Fladia Leymush nos habló de ese hombre. Dijo que nos daría consejos.

Kaota sonrió, burlona. Al menos ella, cuando sonreía, se veía que lo hacía con franqueza, pensé.

—Sí. Técnicamente, deberíamos haber ido a verlo hace una hora. Según las instrucciones que nos dio.

Enarqué las cejas, alarmada.

—¿Quieres decir que nos está esperando y vamos con un retraso de una hora? —pregunté, aterrada.

—Exacto —afirmó Kitari y carraspeó—. Pero, técnicamente, ahora estamos a vuestras órdenes y no a las del capitán Calbaderca y creíamos que sabíais que teníais cita con él.

—¿Y deberíamos haberlo sabido? —pregunté.

—Técnicamente, sí —asintió Kaota.

—Técnicamente —repetí, reprimiendo una sonrisa—. Pero en la práctica, si pudierais por favor partir del principio que no sabemos nada…

—De acuerdo —respondió enseguida Kaota—. Os mantendremos al corriente de toda vuestra agenda.

Aryes y yo nos miramos vacilantes.

—¿Y dónde vive ese capitán Calbaderca? —preguntó al fin Aryes.

—Oh. —Kaota se ruborizó, como si tuviera algo de qué avergonzarse—. Os vamos a guiar hasta él. Disculpad nuestra inexperiencia, no tenemos costumbre de ocuparnos de personalidades, y menos de los Salvadores de la última Klanez, es todo un honor.

Tragué saliva, molesta. No entendía esa manía que tenían de culparse de todo.

—Perdonadnos a nosotros, que somos un desastre —dijo Aryes, divertido.

—¡Bueno! —exclamé—. Ahora que nos hemos perdonado todos, vamos a ver si ese capitán no nos descuartiza por llegar tan tarde. Si sois tan amables de guiarnos hasta él…

Kaota inclinó brevemente la cabeza y pasó delante de nosotros mientras Kitari cerraba la marcha.