Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
Estuve en silencio durante media hora entera, intentando pensar en una manera para salir de ahí. En la jaula, no teníamos más que un suelo de piedra donde tumbarnos. No había ni agua, ni comida, ni había un carcelero delante de nosotros para que pudiéramos echar la culpa a alguien, cara a cara.
Cuando me percaté de que había perdido las dos cartas de los Sombríos, me sentí terriblemente mal. Syu intentó inútilmente consolarme y al cabo me propuso llevarme a Frundis para que me cantara algo que me serenase, pero ¿cómo iba a poder serenarme si acababa de meterme en un lío que probablemente enfadaría a todos los Sombríos de Aefna?
“Recuerdo que una vez me dijiste que no hay que generalizar”, observó Syu.
“No generalizo”, repuse. “Pero de todas formas, tienes razón, no importa que los Sombríos se enfaden conmigo, ya que los cazademonios nos guardan bien protegidos.”
Solté un resoplido de desesperación y Spaw se estiró, despertando de su ensimismamiento.
—Estoy escasa de ideas —declaré.
—Si al menos viniese alguien a vernos —suspiró Spaw—. Pero parece que después de tanto esfuerzo por enjaularnos, se han olvidado de nosotros. Si tuviésemos algo para abrir esas cerraduras…
Fruncí el ceño y, de pronto, hundí la mano en uno de mis bolsillos internos de la túnica. Ahí estaban las tres piedras. Al menos no había perdido las Trillizas, me dije, aliviada. Pero las Trillizas no me servirían para abrir una jaula.
Me levanté, saqué mis garras y probé metiendo una en la cerradura… pero esta tenía un agujero demasiado pequeño.
—Por un momento creí que íbamos a salir de aquí —lamentó Spaw.
—No todo se consigue en un abrir y cerrar de ojos —apunté.
Apartándome de los barrotes, volví a cavilar un momento. Entonces se me ocurrió algo pero enseguida me sentí un poco culpable.
“Syu. ¿Crees que Frundis podría abrir la jaula con uno de sus pétalos? Son casi como llaves.”
El mono se encogió de hombros.
“Intentémoslo”, dijo, y pasó por entre los barrotes para arrastrar con dificultad a Frundis hasta la jaula.
—¡Has tenido una idea! —exclamó Spaw, acercándose a los barrotes, esperanzado—. Qué listo es aquel mono.
—Es un gawalt —repliqué, con una sonrisilla.
Cogí a Frundis y enseguida me invadió una música tranquila de piano. Parecía estar como medio dormido.
“¿Frundis?”
“¿Mm? Oh, Shaedra, déjame un momento, por favor. Intento serenarme. Si me hablas de la batalla contra esos miserables, voy a explotar”, me aseguró, haciendo al parecer un tremendo esfuerzo por controlarse. Mientras hablaba, la música se había acelerado y ahora resonaba el chirrido precipitado de un violín.
Hice una mueca y palpé los pétalos que tenía en el extremo superior. Acaricié el pétalo azul y Frundis se relajó enseguida.
“¿A qué viene tanta caricia en estos momentos tan críticos?”, preguntó, desconfiado.
“No quiero verte explotar”, repliqué, divertida. “Y además, me gustaría que considerases una idea que tengo. Tus pétalos son duros como el metal. Podrían abrir la cerradura de la jaula.”
Frundis soltó un grito de indignación.
“¡Mis pétalos no sirven para eso! Abrir cerraduras… ¿pero a quién se le ocurre? Es lo más absurdo e insultante que he oído en mi vida.”
Syu y yo intercambiamos una mirada.
“Él también generaliza”, apuntó Syu.
Asentí y traté de reunir valor para convencer a Frundis. Después de todo, este no se había mostrado tan delicado a la hora de repartir bastonazos a los cazademonios…
—¿Qué ocurre? —preguntó Spaw, ignorando que estaba en plena conversación.
—Es… Es que Frundis no quiere ayudarnos —expliqué, distraída.
“¿Cómo que no quiero ayudaros?”, protestó el bastón. “Hay una diferencia notable entre ayudar y sacrificarse. Es como si te estuviese pidiendo que metieses la cabeza en la cerradura para abrir la puerta, dándote vueltas. Mis pétalos son mis pétalos”, declaró firmemente.
Asentí, resignada.
“Lo entiendo. Olvídalo, Frundis”, me disculpé.
—No importa —le dije a Spaw—. Encontraremos otra forma.
—Seamos optimistas —aprobó él, pero no parecía tener mucha fe.
Entonces, nos pusimos a compartir todas las posibilidades que se nos ocurrían. Él dio varias patadas contra la cerradura de su jaula. Yo intenté invocar una lámina de metal, pero sabía desde el principio que fallaría estrepitosamente y en vez de crear las buenas energías utilicé las armonías. Era frustrante pero me era cada vez más difícil no soltar armonías en cada hechizo que hacía. La única energía que se libraba era la brúlica.
Miré los barrotes, pensativa. Siempre podía intentar aflojar los barrotes con un sortilegio de desintegración.
—Déjalo —me aconsejó Spaw, al adivinar que pretendía soltar otro sortilegio—. Acabarás haciéndote daño.
Hice un mohín testarudo, agarré un barrote con las dos manos y me concentré. Estaba en plena generación de energía brúlica cuando oí un fuerte chirrido metálico y me quedé boquiabierta, mirando el barrote.
—¿Eso he sido yo? —me maravillé.
—Creo que no —dijo Spaw, acercándose a sus barrotes y mirando hacia las escaleras con gravedad—. Alguien viene.
Syu enseguida se escondió detrás de mi pelo y me senté en la piedra, con las piernas cruzadas, intentando estabilizar mis energías.
—Si te preguntan algo —susurró Spaw— no digas nada.
—No te preocupes —sonreí—. Seré yo quien haga las preguntas.
Spaw esbozó una sonrisa y se contentó con soltarme una mirada para invitarme a la prudencia. ¡Como si yo no supiera ser prudente!, me indigné.
Aparecieron gradualmente dos botas rojas, unos pantalones negros, una túnica blanca bien cuidada y un rostro de elfo oscuro que llevaba entre sus manos una placa de madera con hojas y una bolsa. Al llegar el elfo a los últimos peldaños, se detuvo, contemplándonos con curiosidad y aprensión, como preguntándose si las jaulas le protegerían de un eventual ataque de demonio enfurecido. ¿Pero a qué círculo de saijits se le ocurría preocuparse por lo que hacían los demonios?, me pregunté, anonadada.
—Buenos días —dije, con tranquilidad—. Sería un placer franquearte la entrada a mi humilde morada, pero desgraciadamente no tengo la llave.
Oí el resoplido de Spaw mientras yo le dedicaba al elfo aprensivo una media sonrisa que se transformó poco a poco en un rictus.
—¿Quién eres? —pregunté.
El elfo oscuro, considerando al parecer que no saldríamos de nuestras jaulas, dejó su material en el último peldaño y avanzó un paso hacia nosotros, guardando una distancia exagerada.
—A mí antes me gustaría saber por qué estamos aquí —intervino Spaw con toda la amabilidad del mundo.
Advertí que Syu, escondido debajo de mi capa, estaba nervioso y se había puesto a hacerme trenzas. Frundis, por una vez, parecía estar atento a la escena y no tocaba más que unas cuerdas de laúd.
—Sí, ¿por qué nos han encerrado aquí? —interrogué—. ¿Sois unos secuestradores? Porque en ese caso no veo por qué os habéis tomado la molestia de secuestrar a dos jóvenes pobres como nosotros.
—¿Quién te ha dicho que yo sea pobre? —retrucó Spaw.
Enarqué una ceja.
—¿No lo eres?
El demonio gruñó.
—Bah, seguro que nuestros secuestradores no saben ni quiénes somos.
El elfo oscuro, que nos escuchaba, no decía ni una palabra. Seguía mirándonos como a unos seres que, pese a su comportamiento normal, escondían sin duda una terrible monstruosidad en su interior. Entonces, dio media vuelta y se sentó en un peldaño, cogió una hoja y un lápiz, se colocó unos anteojos y se puso a garabatear algo.
—¿No nos vas a decir nada, verdad? —le pregunté, con cierta desilusión.
—Quizá sea mudo —sugirió Spaw.
—Al menos no parece ser un criminal —dije. En ese instante, el elfo alzó la cabeza hacia nosotros. Sus ojos rojos nos detallaron como a un paisaje exótico y volvieron otra vez a su hoja.
Se pasó así un buen rato, levantando la cabeza, examinándonos y escribiendo en sus hojas.
—Tengo la impresión de ser un pájaro de Kunkubria —comentó Spaw.
—¿Se puede saber lo que estás escribiendo? —inquirí, inquieta—. Parece muy interesante. —Observamos silencio un rato y, al cabo, perdí la paciencia—. ¿No te molesta estar delante de dos enjaulados que no saben por qué están aquí? Podrías ayudarnos, o hablarnos, al menos. Sería lo mínimo.
En aquel momento, sin embargo, el elfo oscuro recogió sus cosas, se levantó y se marchó.
—¡Etska te castigará! —lo amenacé mientras él desaparecía por las escaleras.
Spaw soltó una risita.
—La Niña-Dios parece haberte pegado la vena eriónica —comentó.
Puse los ojos en blanco.
—Era para ver si recapacitaba. Los hay que no saben hacer el bien si no tienen a unos dioses mostrándoles el camino —le expliqué.
Spaw, con una media sonrisa, sacudió la cabeza.
—Al menos, no parece que tengan pensado deshacerse de nosotros. De momento —añadió.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que volviéramos a oír un chirrido metálico y ruidos de botas sobre la piedra. Horas enteras. Apenas pude dormir y, como ya nos habíamos resignado a quedarnos en las jaulas hasta que se nos ocurriese algo mejor, nos dedicamos Spaw y yo a compartir historias. Me contó unas cuantas extrañas que jamás había oído y cuando le pregunté de dónde era, se encogió de hombros.
—No soy de Ajensoldra. Cuéntame tú una historia.
Entrando en una de mis especialidades, le conté una leyenda muy conocida en Ató y seguí con otras que sacaba de la taberna o de las canciones de Frundis.
Acabé con la voz ronca y Spaw me pidió que guardara algo de voz para gritarles maldiciones a nuestros carceleros. El bastón soltó una risita.
“Deberías utilizar las armonías, no enronquecen las cuerdas vocales”, me aconsejó.
“Yo no sé hablar con las armonías”, le repliqué, acariciándole el pétalo rojo. “¿Qué tal si nos cantas una canción?”
“¡La tierra del sol!”, sugirió Syu, subiéndose a mi hombro.
“Ya que insistís…”, suspiró Frundis, disimulando el placer que le causaba tanto entusiasmo.
Y mientras me recostaba contra el suelo frío, Frundis se complació mostrando todas sus habilidades de músico y cantante. Tenía que haber acabado la noche desde hacía ya rato cuando bajaron tres saijits. Antes de que los viese, empecé a oír sus voces.
—Debe de ser telekinesia —decía uno.
—No digas insensateces —le replicaba otro—. Y ahora, silencio.
Junto a un elfo oscuro desconocido, aparecieron la elfa de la tierra que me había estado siguiendo desde hacía un mes y el ternian que había querido alcanzarme subiendo por los árboles.
—Felices días —soltó el elfo oscuro, acercándose a las jaulas sin aparente temor.
Llevaba una túnica verde de buena tela, con borlas y adornos varios. Era joven, no debía de tener más de treinta años, y nos dedicaba una sonrisa del todo cordial.
—No me miréis con esa cara de desconfianza —prosiguió—. Sólo he venido a traeros algo de beber. Aquí tenéis.
Sacó una botella y el ternian sacó dos vasos.
—Y también hemos venido a haceros unas preguntas —añadió el elfo oscuro, mientras vertía el contenido de la botella en los vasos.
—Empiezo yo, si no os importa —dijo Spaw, con total tranquilidad—. ¿Se puede saber quiénes sois?
—Vuestros benefactores. Y ahora, bebed, que supongo que estaréis sedientos.
—¿Por qué nos perseguíais? —insistió Spaw.
—Me temo que no tenéis la mente muy clara —replicó el elfo oscuro, sonriente—. Os equivocáis si pensáis que tenemos malas intenciones.
Y diciendo esto, tendió el vaso a Spaw, el cual lo observó, impasible.
—Creo que no tengo sed.
El elfo oscuro soltó una carcajada y el ternian y la elfa de la tierra intercambiaron sonrisas que no me inspiraron mucha confianza. ¿Acaso pretendían envenenarnos o algo así?
—Joven demonio —sonrió el elfo oscuro, y me estremecí, muy pálida, al oír sus palabras—, estás aquí enjaulado, por tu bien. Nosotros estamos aquí para ayudarte. Así que te lo propondré otra vez —dijo, tendiendo el vaso hacia los barrotes—. ¿Tienes sed?
Spaw lo miró fijamente y, luego, con mucha precaución, tendió la mano y cogió el vaso. Agrandé los ojos.
—Yo que tú, no me lo bebería —intervine—. La buena gente no enjaula a los demás y no se inventa excusas como que son demonios y monstruos.
Spaw me dedicó una gran sonrisa.
—¿Nooo me digas? —replicó, irónico.
—Tú —me apostrofó el elfo oscuro, acercándose a mi jaula—, ¿cómo has conseguido recuperar ese bastón sin salir de esa jaula?
Enarqué una ceja.
—¿Quién te ha dicho que no he salido de la jaula?
El elfo oscuro frunció el ceño y verificó que la puerta estaba bien cerrada.
—Sólo los celmistas muy poderosos son capaces de hacer eso —murmuró la elfa de la tierra.
—O los demonios —añadió el ternian, mirándome a los ojos.
Solté un resoplido.
—¿Hacer el qué?
La elfa de la tierra se cruzó de brazos.
—Conoces la ciencia de la telekinesia.
Definitivamente, aquellos tres jóvenes saijits estaban mal de la cabeza. Solté una risotada.
—La… ¿telekinesia? —repetí, alucinada.
—De alguna manera ha llegado el bastón hasta ti —razonó el elfo oscuro, tendiéndome el segundo vaso.
—¿Qué es ese líquido? —pregunté, recelosa.
El elfo oscuro enarcó una ceja pero fue Spaw quien contestó:
—Zumo de ortigas azules.
—¿Lo has probado? —me alarmé.
Spaw sonrió.
—No pienso probarlo.
El elfo oscuro nos miró alternadamente. Su expresión reflejaba intensa reflexión.
—Lo sabíamos —pronunció entonces, posando el vaso en el suelo, junto a los barrotes—. Así que sois realmente unos demonios. Lo comprobaremos más a fondo. Os dejaremos los vasos. Y no saldréis de aquí hasta que os muráis de sed o dejéis de mentirnos. Venga —dijo a sus compañeros—, ya hemos estado aquí demasiado tiempo, se preguntarán dónde andamos.
Dieron media vuelta y se fueron, dejándonos solos y estupefactos. Antes de subir las escaleras, el elfo oscuro posó la botella medio vacía en el suelo, con la esperanza tal vez de verificar mis capacidades de telekinesia otra vez.
—¿Así que pretenden matarnos? —solté, aterrada.
Spaw se sentó en el suelo, soltando un suspiro.
—Eso parece.
—Bueno, al menos tenemos la elección —relativicé.
El demonio me miró, sin entender.
—¿Elección?
—Morir de sed o morir envenenado. ¿Qué crees que es mejor?
“Deja ya de hablar de cosas tan macabras”, protestó Frundis.
“Déjame pensar… ¿quién inventó la nota macabra hace poco?”, repliqué, poniendo los ojos en blanco. “Casi me mataste del susto.” El bastón masculló algo inintelegible.
—Bueno… —soltó Spaw, mirando el vaso con aire pensativo—. Visto así, sí que es tener una dura elección… Aunque, déjame decirte algo, Shaedra.
—¿Qué?
—Esto es zumo de ortigas azules. Según algunas leyendas, se trata de una bebida para purificar el alma y echar todo lo malo afuera y tal. ¿Sabes lo que creo yo? —Negué con la cabeza—. Que estos chiflados intentan matar al demonio que tenemos dentro para salvarnos.
Me quedé boquiabierta, mirándolo.
—¿El demonio que tenemos dentro? —repetí.
—Es una forma de hablar. Algunos saijits piensan que los demonios somos algo así como espíritus malignos que se meten dentro de personas inocentes.
Puse cara pensativa. Era verdad que la mayoría de los cuentos que hablaban de demonios, en Ató, daban una imagen del demonio más cercana a aquella definición que a la sencilla explicación según la cual se despertaba, por accidente, una parte existente en todo ser vivo llamada Sreda.
—¿Y estás seguro de que ese zumo no nos puede hacer nada? —pregunté—. A veces las leyendas dicen verdades.
Spaw esbozó una sonrisa divertida.
—Posiblemente te transformes en un gran monstruo de tres cabezas con cuernos y colmillos de vampiro, pero no te preocupes, vamos a salir de aquí —reflexionó.
—Oh. Por supuesto —mascullé—. Yo propongo bebernos el zumo. Si realmente nos transformamos en unos monstruos, supongo que tendremos fuerza para destrozar la jaula, ¿qué te parece?
—Es una idea extraordinaria —me felicitó Spaw, burlón—. Pero te aconsejo que no toques a ese zumo. No sabemos si contiene otras cosas.
—Descuida, no me lo beberé —repuse—. ¿Qué te propones?
Spaw se acercó a los barrotes y me habló en voz baja.
—La próxima vez que vengan, nos hacemos los muertos. Abrirán la jaula, nos sacarán de aquí, y entonces echaremos a correr.
“Esa idea me gusta”, intervino Syu, agitando la cola.
Spaw y yo nos sonreímos. Al fin teníamos un plan. Estaba en plena reflexión cuando de pronto oí el resoplido de Spaw.
—¡Demonios! —jadeó entre dientes.
—¿Qué pasa? —pregunté con extrañeza.
Hubo un silencio.
—Nada. No pasa absolutamente nada —pronunció.
Fruncí el ceño al notar que me estaba escondiendo algo. ¿Qué le había ocurrido? A partir de ese momento, Spaw se mostró más reservado y, cuando le pregunté dónde podíamos esconder el zumo para que creyesen que lo habíamos bebido, sacudió la cabeza, pensativo. Parecía haber olvidado que no eran horas para meditaciones.
Cuando se volvió a oír la puerta abrirse, sentí que mi sangre se congelaba como si realmente hubiese dejado de vivir.