Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
No dormí durante un día entero, aunque lo suficiente para una joven ternian como yo. Cené con los demás kals, volví a dormirme y no me desperté hasta las cuatro de la mañana. Pensando, de pronto, que Kwayat quizá me hubiese estado esperando, me vestí con presteza y salí de mi pequeño cuarto en silencio.
La noche estaba silenciosa y el aire era cálido. Al parecer, los días calurosos llegaban antes a Aefna que a Ató. A mitad de camino, tuve la extraña impresión de que alguien me acechaba, y seguí andando aterrada, sin saber qué hacer. No me atrevía a dar media vuelta para ver quién era. Y, entretanto, me asaltaban preguntas que ralentizaban cada vez más mi ritmo. No podía llegar a casa de Kwayat así, espiada por un desconocido. ¿Y si se trataba de algún kal? ¿O de un demonio? ¿Acaso me lo estaba inventando todo? Si se trataba de un atracador, ya me habría asaltado, razoné. Por un momento, lamenté no haber traído a Frundis, que además de sus dotes de compositor, era un buen bastón de combate. Me intenté convencer de que era buena har-karista, alumna del maestro Dinyú: podía defenderme. Doblé una esquina y me fundí en la oscuridad con sombras armónicas y, para acabar de despistar al que me seguía, me agarré a un muro, subí con sigilo y me encaramé a un árbol, junto al portal. Una suerte que hubiese un jardín, pensé, mirando hacia la calle.
Los ruidos de los pasos se detuvieron, pero no vi a nadie en la calle. Cuando creí que ya había pasado el peligro, una silueta apareció bajo la luz de los faroles. Sus ojos me estaban mirando fijamente.
Espantada, me di cuenta de que no solamente el sortilegio armónico había dejado de funcionar sino que además, por algún fallo de mi Sreda, me había transformado en demonio. Y ahora la Sreda, desencadenada como un mar desatado, vibraba furiosamente.
Retrocedí precipitadamente en la rama, respirando aceleradamente. Había visto a una mujer vestida de negro que se había quedado mirándome, como una estatua, bajo la luz, para que la viera bien.
—Ey —susurró una voz—. Baja de ahí y sígueme.
Bajé la vista y divisé, entre la oscuridad, un bulto con una capa verde. Era Spaw. Sin más reflexiones, me deslicé hasta el suelo y lo seguí corriendo, soltando de cuando en cuando miradas hacia atrás, convencida de que la mujer de negro nos seguiría.
Subimos a un tejado bajo y saltamos a otra calle bastante alejada, y aun así seguimos corriendo. Spaw no se detuvo hasta que hubimos llegado a un parque de las afueras de la ciudad.
Al fin, se giró hacia mí, me contempló un momento y se arrimó a un árbol, meditativo.
—¿Quién era esa? —jadeé.
—No sabes controlar la Sreda —observó sin contestarme—. Deberías volver a tu forma saijit.
Agrandé los ojos y comprobé que efectivamente seguía transformada en demonio. Readopté mi forma de ternian, ruborizada.
—Yo… lo siento. No sé qué me ha ocurrido. Me he transformado sin darme cuenta y esa mujer me ha visto —solté, desesperada.
—Mm. Eso puede ser un problema. Procura no volverte a cruzar con ella.
—¿Pero quién era? —insistí.
—No puedo saberlo a ciencia cierta… quizá era una demonio. O quizá todo lo contrario. En fin, no te atormentes con eso. Kwayat me ha dejado un mensaje para ti.
Enarqué una ceja, alarmada.
—¿Un mensaje? Eso significa… ¿que se ha ido?
—Sí, andaba con prisas —replicó—. Quién sabe lo que hace ese hombre.
Por un momento, pensé que Kwayat habría vuelto junto a Naura, la dragona. Lo había visto tan emocionado al cuidar de ella…
—¿Cuál es el mensaje? —inquirí.
Spaw se apartó del árbol y se acercó a mí lentamente hasta tal punto que me entraron ganas de retroceder, pero me retuve. Sus ojos eran negros como la oscuridad de la noche.
—Dijo: “desconfía de todo el mundo. Sobre todo de los Comunitarios. Volveré” —susurró a mi oreja—. Esas fueron sus palabras. Y estas, son las mías —dijo, sacando de su bolsillo un objeto—. Es un regalo.
Su rostro estaba tan próximo al mío que oía su respiración como si fuese la mía. Aturdida, bajé la mirada hacia el objeto y enseguida fruncí el ceño.
—¿Un collar?
—El más bonito de toda Ajensoldra —asintió él, sonriendo y abriendo el collar.
—Es una mágara —dije, examinando su expresión con detenimiento.
Spaw asintió con sinceridad.
—Lo es. Lleva un sortilegio de protección.
—¿De protección? ¿Qué hace exactamente?
—Cuando te sobrevenga algún mal, te protegerá, confía en mí.
Lo miré con fijeza.
—¿De dónde lo sacas?
Spaw sonrió, impaciente.
—Cuando los demás te dan un regalo, ¿acaso te dicen de dónde lo sacan?
—No te conozco.
—Yo sí. Es suficiente para que pueda regalarte algo, ¿no crees?
—¿Cómo sabías que estaba en aquel árbol? —pregunté, desconfiada—. ¿Cómo sabías que me perseguían?
—No quiero mentirte, Shaedra. Sólo quiero que sepas que puedes confiar en mí. ¿Quieres que te lo ponga? —preguntó, levantando el collar.
—La última vez que me dieron un collar, lo perdí —le avisé.
—Este no lo perderás —sonrió él—. Es demasiado valioso.
—El otro también lo era —murmuré, recordando con cierta vergüenza el shuamir que me había dado el maestro Helith.
Spaw me rodeó y lo miré con los ojos entornados.
—¿Siempre desconfías tanto? —preguntó, pasándome dulcemente el collar por el cuello, mientras yo me retenía de pegar un bote y subirme a un árbol.
Con cierta resignación, levanté mi pelo y dejé que atara las dos puntas. Su proximidad y su dulzura me confundían más de lo que hubiera creído.
—Te queda muy bien.
Hice una mueca y le solté una mirada escéptica. Aún no entendía cómo había podido permitirle a Spaw que me pusiera una mágara alrededor del cuello. ¿Realmente pensaba que me iba a proteger de todos los problemas que tenía? ¿O bien era que empezaba a sentir las mismas debilidades que Laya por los har-karistas que combatía? Si Syu hubiese estado ahí, habría estallado de risa.
—Kwayat me ha dicho que desconfíe de la gente —dije, examinando el collar. El collar estaba compuesto de tres cadenas, hechas de oro blanco, o eso me pareció.
—Si desconfías de todo el mundo, nadie podrá ayudarte cuando lo necesites —replicó él—. Y ahora, deberías volver. Pronto amanecerá.
Asentí, retrocedí unos pasos y carraspeé.
—Em… Gracias, Spaw.
El demonio sonrió ampliamente, contento.
—Hasta la vista.
Apenas me hube tumbado otra vez en mi cuarto, me pasé un buen rato pensando en la conversación. Spaw era demasiado seductor, me dije, con una mueca testaruda. Era un demonio, no tenía que olvidarlo. Había aparecido de pronto, siguiéndome o eso me había parecido. Era más que sospechoso. Y tenía la sensación de que sus actos eran calculados. Llevé mi mano al collar e intenté examinar las energías que vibraban en él. Había energía esenciática y energía órica. El trazado era inextricable. Por un momento, pensé que podría llevárselo a Dol para que lo identificase. Pero enseguida deseché dicha opción. El collar era una mágara creada seguramente por demonios. Si Dolgy Vranc averiguaba algo, prefería no imaginarme lo que sucedería.
No. Si había decidido confiar en Spaw, tenía que asumir las consecuencias de mis actos. Si resultaba que había actuado estúpidamente, entonces me prometí que dejaría a Syu y a Frundis sermonearme durante un día entero.
* * *
—Reina Azul y escalera de Coronas —dijo Salkysso, triunfante.
Los demás protestamos, desilusionados. Era la tercera vez que ganaba el elfo oscuro y algunos empezaban a irritarse. Sobre todo Yori.
—No es justo —decía este, resoplando—. Has tenido que hacer trampas, estoy seguro de haber visto pasar la Reina Azul. Dame el mazo que busque, Ozwil.
—¡Qué malpensados! —se mofó Salkysso—. En mi vida he hecho trampas. Es habilidad, no hay más.
“Yo, personalmente, no he visto ninguna trampa”, me dijo Syu, sentado sobre mi hombro. Como aficionado a los naipes, había seguido la última partida de arao con interés.
“Yo tampoco”, aseguré, aunque miré a Yori con curiosidad, a ver si encontraba la Reina Azul en el mazo.
El ílsero, después de haber verificado la baraja, negó con la cabeza, exasperado.
—Es imposible. Yo pido la revancha.
—Bah, yo lo dejo —intervino Laya, levantándose de la mesa.
Ozwil, Ávend y ella se levantaron, dejándonos solos.
—Yo voy a dar una vuelta —dije a mi vez—. Buena revancha.
—Total, una derrota más no le hará daño —comentó Salkysso, contemplando a Yori con una sonrisilla burlona.
“Yo me quedo”, dijo Syu, saltando a la mesa y sentándose entre los dos adversarios. “Apuesto un plátano a que gana Salkysso.”
“Hecho”, repliqué. “Probablemente no vuelva hasta la una. Aryes y yo hemos quedado en Aguaclara.”
“Buen paseo”, me contestó, distraído.
Yori ya había empezado a repartir las cartas y Syu seguía sus movimientos con viveza. Salí del comedor de la Gran Pagoda con una sonrisa. Aquella mañana, los maestros nos habían dejado tranquilos. Nos habían invitado a ir a ver las diferentes pruebas, pero nosotros habíamos preferido jugar a cartas durante un rato. Fui a coger a Frundis y lo encontré quejándose de abandono.
“¿Cómo puedes pensar que te podría abandonar, Frundis?”, le repliqué, sorprendida, al ver que realmente parecía estar hablando en serio. “Eres un excelente amigo. Y el mejor compositor del mundo. Te llevaré hasta que te canses de mí”, le prometí. El bastón se animó tanto que empezó a dar un concierto de varias voces y no sé cuántos instrumentos.
Me pasé un buen rato buscando la fuente que llevaba el nombre de Aguaclara. Finalmente, resultó que estaba en el Anillo, al norte del Santuario, como me lo había indicado Aryes, pero la fuente no llevaba inscrito ningún nombre. En cambio la taberna que estaba justo delante tenía un letrero que rezaba: «La fuente de Aguaclara».
Me había vestido con la túnica de har-kar, porque esta, al contrario que la otra, tenía un cuello que disimulaba mi collar. Como no se me había ocurrido ninguna historia para justificar la presencia de la cadena, había preferido ocultarla por el momento. Oí las campanas del Templo que doblaban las doce. Sentada en el borde de la fuente, sentí posarse sobre mí los ojos admirativos de unos niños. ¡Una aprendiz de la Pagoda de Ató!, debían de pensar. Les sonreí y me levanté. Empezaba a sentir que el sol pegaba fuerte, crucé la plaza y me senté a la sombra de un árbol, sobre un pretil de piedra. Miré a mi alrededor. La gente salía de las pruebas del Torneo o de sus trabajos y las tabernas se iban llenando. Empezaba a impacientarme. ¿Dónde se había metido Aryes?
Al mirar a las personas que pasaban, no podía remediarlo: buscaba, en vano, a la mujer de vestido negro que tanto me había atemorizado aquella noche. Molesta por no ver a Aryes en ningún sitio, entré en la taberna, diciéndome que quizá estuviese ahí, esperándome. Pero por más que pasease mi mirada por las distintas mesas, no lo encontré. Aryes siempre había sido alguien puntual, me dije, extrañada. Algo me decía que aquello no era normal.
Pedí un zumo y compré un bocadillo que estaba riquísimo y me quitó el desencanto de haber pagado no menos de cinco kétalos por ello. Compré también un plátano, para la apuesta que había hecho esa mañana con Syu, y lo guardé en mi bolsillo. Luego, salí de la taberna y me puse a buscar el escondite de Lénisu. Sin embargo, no llegué hasta ahí.
De hecho, acababa de ponerme a andar por el Anillo cuando oí unos gritos y un estruendo de botas y cascos. Asomé la cabeza por entre los árboles que bordeaban el camino del Anillo y vi a dos caballeros montados que perseguían a un hombre que parecía ser un vagabundo. Le tiraron un lazo y lo inmovilizaron.
—¡Soy inocente! —gritaba el vagabundo.
—¡Lo tenemos! —clamó uno de los jinetes.
Dieron la vuelta a sus caballos y me apresuré a seguirlos, para ver lo que pasaba. Una tropa de gente ya se había concentrado para curiosear.
—Apartad —bramó un guardia que, por la insignia que llevaba, parecía ser el capitán.
—¡Ladrones! —exclamó uno de la muchedumbre.
Otros se apuntaron a su exclamación y el capitán pareció seriamente exasperado.
—La Justicia se ocupará de todo. Apartad —repitió— y volved a vuestros asuntos.
—Les esperan diez años de trabajos forzados como mínimo —comentó uno cerca de mí.
—Alguien tiene que trabajar —replicó su amigo con una gran sonrisa burlona.
Como la gente empezaba a dispersarse y se despejaba la zona, pude ver a tres personas, la cabeza tapada con sacos para que no se les viese la cara. Me iba a desinteresar del tema cuando de pronto, reconocí la vestimenta de dos de ellos y se me congeló la sangre en las venas.
—No —murmuré, aterrada.
—Venga, andando —dijo el capitán, arreando su caballo.
Petrificada, los observé marcharse por una calle transversal, maldiciéndome cien veces por haber propuesto a Lénisu que Aryes se quedase con él. Mirando fijamente los caballos que se alejaban, sentí por un momento cierta rabia. ¿Por qué Lénisu siempre se metía en problemas? ¿Qué había hecho ahora?
Despertando de un estado de parálisis, empecé a correr con el firme propósito de alcanzar a los guardias. Los seguí y los vi entrar en el cuartel general. Con los pensamientos agitados, volví a la Gran Pagoda y estuve reflexionando durante varias horas sin saber qué hacer. Harta de estar encerrada en mi cuarto, salí al jardín con Frundis. Él no había sabido darme ningún consejo y yo estaba totalmente perdida. ¿De qué acusaban a Lénisu y a Aryes? ¿Por qué uno de los espectadores había gritado «ladrones»? ¿Quién era aquel vagabundo? Pero la pregunta que me venía siempre era: ¿cómo podía yo ayudarlos?
Al ver que el maestro Dinyú y el maestro Áynorin se acercaban por la avenida del jardín, hablando de una prueba del Torneo animadamente, recompuse mi expresión y carraspeé.
—Buenos días.
—Buenos días, Shaedra —contestó el maestro Áynorin—. Deberías haber venido a la prueba de deserranza. Estaban Yori y Marelta, y también Suminaria.
Agrandé los ojos por la sorpresa.
—¿Suminaria? —repetí—. Creía que se había quedado en Ató.
—Pues al final resulta que ya no volverá a Ató, al menos este año —contestó él con ligereza.
Esa noticia me dejó asombrada. A lo mejor el tío Garvel Ashar había acabado con sus asuntos en Ató y había decidido volver a Aefna, pensé.
—Ahora que lo pienso —añadió el maestro Áynorin—, deberías ir a verla con los demás. Seguro que estará encantada de veros.
Recordando su malhumor y su extraño comportamiento en esos últimos meses, dudaba de que estuviese «encantada», aunque, como decía Ávend, quizá se portara así por alguna buena razón. A mí ya me hubiera gustado ir a visitarla, pero no quería sentir sus ojos acusadores sobre mí. De todas formas, tenía asuntos más urgentes. Como por ejemplo salvar a Lénisu y a Aryes.
Así que realicé un saludo y esperé a que los maestros desaparecieran por el camino para retomar mis desesperadas cavilaciones. Sin embargo, unos segundos después surgieron tres siluetas de detrás de un arbusto.
—Shaedra, ¿qué estás haciendo? —preguntó Sotkins, echando a correr—. Ven con nosotros, rápido o te lo vas a perder.
Laya hizo una mueca, viéndola que se iba corriendo y me explicó:
—El maestro Dinyú va a batirse en duelo con el maestro Aylanku, de Agrilia.
—Seguro que gana nuestro maestro —dijo Zahg.
—Chss —dijo de pronto Sotkins, dando media vuelta—. Callaos o nos oirán. Sigámoslos con discreción —insistió.
Observé cómo Laya y a Zahg pasaban junto a mí y la seguían en silencio. Con un suspiro, me dirigí hacia el comedor y me encontré con Salkysso y Yori que seguían jugando a cartas, pero esta vez echaban una partida con Syu. Naturalmente, me dije, poniendo los ojos en blanco. No había podido resistirse.
—¡Eh, Shaedra! —exclamó Salkysso, con una gran sonrisa, girándose en su silla—. Realmente, tu mono me impresiona cada vez más.
“Les he ganado tres partidas seguidas”, comentó Syu, con suficiencia. “Y…”, añadió. Su sonrisa se convirtió en un mohín de derrota. “Salkysso perdió la primera partida.”
Solté una pequeña risa.
—Es un as jugando a las cartas —asentí, sacando el plátano de mi bolsillo. Syu agrandó los ojos con avidez pero sin esperanza.
Mientras abría lentamente el plátano, añadí:
—Pero eso es porque le he enseñado yo. —El mono me enseñó los dientes—. Y porque tiene una dieta fenomenal.
Sonriente, partí el plátano en dos, le di la mitad al mono y me comí la otra mitad. El mono gawalt me miró, asombrado, pero se recuperó enseguida y devoró la fruta con hambre.
Salkysso y Yori intercambiaron miradas perplejas.
—Parece que entiende todo lo que le dices —observó Yori, mirando el mono con los dientes puntiagudos de mirol semidescubiertos.
—Puede ser —asentí, encogiéndome de hombros—. Si no os importa, os rapto a vuestro jugador favorito.
“Mm, ha ocurrido algo, ¿verdad?”, preguntó el mono.
“Vas a tener que ayudarme, porque estamos en un lío muy gordo”, le confesé.
Syu resopló y saltó sobre mi hombro.
“A ver si acierto. El collar que te dio ese demonio era una trampa.”
“Esto no tiene nada que ver con Spaw”, suspiré. “Han encarcelado a Lénisu y a Aryes, ¡y no sé qué hacer! aparte de entrar ahí a lo bruto para que me encierren a mí también.”
Mientras salíamos del comedor, Syu puso cara meditativa, hizo un movimiento, como si hubiese llegado a una conclusión, y declaró:
“Definitivamente, necesitas mis consejos. Porque tu idea es mala, siento decírtelo. Aún tienes mucho que aprender de mí.”