Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 6: Como el viento
El Arsay me hizo salir de la sala de har-kar y subir por unas escaleras externas que conducían hasta el balcón superior de la sala, donde estaban las personalidades más influyentes. Ahí, naturalmente, debía de encontrarse la Niña-Dios, con todo su séquito de sacerdotes y guardias.
Los palcos estaban separados por lujosos cortinajes rojos y daban espacio para varios sillones. El palco al que me condujo el Arsay estaba en una esquina y dejaba ver claramente toda la sala.
—La ternian ya está aquí, Niña-Dios —dijo el Arsay, inclinándose ante un dosel, cuyas cortinas blancas dejaban transparentar la sombra de una silueta sentada en un trono.
—Bien, puedes retirarte, Lacmin.
Retirarse significaba dar unos pasos para atrás y reunirse con otros dos guardias que protegían valerosamente una de las figuras más importantes de Ajensoldra.
¿Qué demonios podía querer de mí la Niña-Dios? ¿Por qué de pronto estaba interesada en conocerme, a mí? Y, primero, ¿cómo sabía que existía? A lo mejor era un demonio, me dije, sardónica. O bien era una contrabandista encubierta, amiga de Lénisu, seguí imaginando. A menos que me hubiese observado luchar y hubiese sido la única en darse cuenta de que tenía un talento har-karista insuperable… Con un suspiro silencioso, aparté de mi mente pensamientos tan disparatados y me pregunté por primera vez cómo demonios se suponía que tenía que hablar y comportarme ante una Niña-Dios.
En aquel momento me percaté de la presencia de la niña elfa oscura que había salvado cuando estaba a punto de atragantarse, en la Plaza de Laya, y me pregunté entonces si la Niña-Dios querría recompensarme por mi acto. Al fin y al cabo, quizá sólo fuese eso.
Alguien carraspeó a mi derecha y murmuró:
—Un súbdito eriónico debe arrodillarse ante la Niña-Dios.
Miré al hombre y lo reconocí. Era el sacerdote delgado de cejas pobladas y túnica color paja que, el día en que yo había salvado la vida de la pequeña sirvienta, había conseguido hacer entrar en razón al guardia cuando este me había alejado brutalmente del círculo de la Niña-Dios…
—Ops —solté, ruborizada—. Perdonad. Soy de Ató —expliqué, y me arrodillé, dejé a Frundis en el suelo y junté las manos ante mí.
Me esforcé en sonreír y al ver que la Niña-Dios no decía nada miré interrogante a los demás, pero ellos no me fueron de mucha ayuda. Al de un rato, carraspeé.
—Em… Buenos días, Niña-Dios. Er… es un honor… para mí… estar aquí —dije, entrecortadamente.
Percibí un movimiento en el interior. Parecía que la Niña-Dios acababa de acordarse de que estaba ahí.
—¿Por quién has apostado? —preguntó de pronto.
Miré la cortina blanca, perpleja.
—¿Apostado? —repetí, sin entender.
—Farkinfar ha perdido —dijo ella, con una voz distante.
—Oh, sí —dije, más tranquila al ver que hablaba del combate—. Yo no he apostado. Pero tengo amigos que no han parado de apostar. Unos por Farkinfar y otros por Smandjí. Dicen que Farkinfar es más rápido y que…
—Lo cierto es que el har-kar no es muy interesante —me interrumpió ella después de un silencio—. La Niña-Dios te ha hecho venir aquí por otro motivo.
Retuve una mueca de sorpresa al ver que hablaba de ella a la tercera persona.
—Me lo imaginaba —contesté.
—La Niña-Dios tiene derecho a conceder un cierto número de favores. Tú has salvado la vida de una de mis sirvientas. Por eso, los dioses te dan las gracias. Te es dada la oportunidad de pedir un favor. Di lo que deseas.
“¡Cien plátanos!”, exclamó una voz en mi cabeza.
Levanté la mirada hacia el techo y vi a Syu encaramado a una viga, agitándose, entusiasmado.
“O más bien doscientos”, rectificó. “Parece que esa sombra blanca podría dárnoslos.”
“Syu, ¿quieres dejar de pensar en comida?”, solté, suspirando, y me concentré en buscar una respuesta para la Niña-Dios.
—Yo… —dije, frunciendo el ceño—. Sinceramente, no lo sé, Niña-Dios. Esto viene tan de repente. ¿Qué tipo de favores puedo pedir?
—La Niña-Dios puede conceder plegarias, bendiciones, cargos, objetos de valor, recomendaciones y muchas cosas más… Di tu deseo y ya se verá si se puede cumplir. Si lo deseas, se te darán tres días para pensarlo.
Tres días, pensé confusa. Bueno, dudaba de que en tres días consiguiese poner de acuerdo mis contrastados pensamientos, pero era mejor que nada.
—Entonces, me lo pensaré —dije, con una sonrisa agradecida—. Muchas gracias. Em… ¿puedo preguntarle a la niña que salvé cómo se llama?
Sólo entonces noté que las expresiones de los presentes reflejaban cierta sorpresa y me pregunté por qué, extrañada.
—Su nombre es Eleyha —contestó la Niña-Dios guardando un tono formal—. Cuando te decidas, ven al Santuario y preséntate con tu nombre.
Percibí el movimiento de la silueta, dándome a entender que la conversación había acabado.
—Así lo haré —prometí.
Realicé un saludo respetuoso y me levanté. Al notar una vibración a mis pies me di cuenta de que me había olvidado de Frundis y lo recogí.
“¿Cómo puedes olvidarte de mí?”, soltó Frundis, con un carraspeo ruidoso que se parecía al trueno.
Puse los ojos en blanco e hice un saludo a las demás personas.
—Hasta luego —sonreí, vacilante, mientras los demás me miraban con ganas aparentes de verme salir.
Me encontré pronto al pie de las escaleras externas al edificio del har-kar y decidí irme a la Pagoda. Lo único que deseaba era dormir.
Así que cuando oí un ruido detrás de mí solté un suspiro cansado antes de girarme. El hombre de la túnica pajiza me hacía gestos desde las escaleras, para que me detuviese y se puso a bajar los peldaños precipitadamente, hasta tal punto que por un instante me vi en el incómodo aprieto de recogerlo abajo de las escaleras en diez trozos. Felizmente, tan sólo perdió el equilibrio al final y se desplomó contra el adoquín. Me apresuré a ayudarlo a levantarse y mientras lo contemplaba, interrogante, él soltó unas cuantas maldiciones por lo bajo y se limpió la túnica a base de manotazos torpes.
Carraspeé.
—¿Me quería usted decir algo?
—Sí, perdón por este incidente. En fin, quería hablarte de la conversación que has tenido con la Niña-Dios. Y de tu comportamiento.
—¿Mi comportamiento?
—Ha sido insultante. Creo que no era lo que pretendías, ya que en nada te beneficia estropear tus relaciones con la Niña-Dios. Es la persona más importante al oeste de la Plaza de Laya, ¿entiendes? Pero tú te has comportado como una impertinente. —Agrandé los ojos, atónita—. He venido a darte unos consejos. Primero, cuando entras, no tienes que arrodillarte delante del trono, sino un poco más a la izquierda. Eso pasa lo mismo con el Niño-Dios, todo el mundo lo sabe. Luego, tienes que utilizar fórmulas. Hay libros enteros dedicados a las maneras y a la cortesía en Ajensoldra. Ahí lo explican todo. Es increíble que no sepas esas cosas.
—Así que… usted piensa… ¿que he sido impertinente? —farfullé, totalmente perdida—. No era mi intención…
—Me lo suponía. ¿No te enseñaron de nerú a hablar con tus superiores?
Fruncí el ceño al oír la palabra «superiores». ¿Acaso la Niña-Dios se consideraba superior a mí?
—Pues… recuerdo que aprendí las fórmulas de cortesía de Ajensoldra, de las Repúblicas del Fuego, de Iskamangra…
Callé al advertir su mueca de desagrado.
—Entonces significa que no eres una buena alumna. La cortesía y la diplomacia son las mejores armas del mundo. Y están por delante de todo. Muy por delante del har-kar. —Puso el pie sobre el primer peldaño y se giró hacia mí—. Recuerda: la Niña-Dios ha sido paciente hoy contigo, pero si vuelves a comportarte de este modo, me encargaré yo mismo de echarte del Santuario.
Hice una mueca y al ver que subía él las escaleras, lo llamé:
—Señor —dije, y realicé una elegante reverencia—. La cortesía está por delante de todo, ¿verdad?
El hombre me contempló un momento, con el rostro severo, pero contestó a mi saludo con propiedad.
—Nos veremos, joven kal.
—Hasta pronto —contesté.
Lo vi subir las escaleras a toda prisa y me pregunté si aquel hombre había andado tranquilamente alguna vez.
“Hay alguien que te está mirando”, me dijo Syu, al aparecer de pronto junto a mí.
Entorné los ojos, alerta.
“¿Tiene una capa verde?”, pregunté, mirando a mi alrededor.
Syu no respondió, no hacía falta: acababa de ver, sobre un tejado, a la persona de quien hablaba, que en aquel preciso instante se había puesto a levitar.
—Aryes —murmuré, impresionada.
Eché a correr hacia él. El callejón, que reunía dos calles más anchas, era estrecho y estaba desierto. Aryes tenía el rostro ocultado casi por completo bajo su oscura capucha.
—Esperaba que saldrías antes que los demás —me dijo, al llegar al suelo.
—¡Demonios! —resoplé—. Sí que has aprendido cosas con aquel maestro nigromántico.
—No era un nigromante —repuso él—. ¿Qué quería aquel hombre?
—¿Qué? Oh, ese hombre. No te lo vas a creer. Es un sirviente de la Niña-Dios. ¡He hablado con ella!
Aryes me miró, confuso.
—¿Con la Niña-Dios? ¿La del Santuario?
—Sí. Hay muchas cosas que tengo que contarte —le dije, cogiéndole del brazo animadamente—. Vayamos a la Pagoda.
Negó con la cabeza.
—Será mejor otro lugar. No quiero que me vean.
—Me parece que estás cometiendo un error —comenté, observándolo atentamente—. Los demás estarían muy contentos de verte. Ávend últimamente está muy desanimado.
—No insistas, es inútil. Quizá otro día.
Me encogí de hombros y salimos de la calle estrecha.
—¿Qué tal has pasado la noche? —pregunté con una sonrisa.
—Bien. Mejor de lo que esperaba. A mí esos agujeros tan pequeños me dan claustrofobia —dijo con una mueca—. Lénisu tiene cada idea.
—Hace bien en esconderse. Después de todo, es el Sangre Negra —solté, con una sonrisilla.
Aryes levantó los ojos al cielo.
—Y me causa espanto —confesó, burlón—. Esta mañana me ha traído un desayuno de reyes. Bueno, ¿qué quería de ti la Niña-Dios?
Me mordí el labio, pensativa.
—Ayer te conté lo de la elfa oscura a quien salvé, ¿recuerdas?
—Sí, claro que lo recuerdo. —Frunció el entrecejo—. ¿Quieres decir que la Niña-Dios quiere recompensarte?
—Exacto. Me quiere devolver el favor.
—Un favor. La Niña-Dios quiere hacerte un favor —repitió lentamente Aryes, atónito—. Tú sí que sabes meterte en líos.
—Me ha dado tres días para pensarlo. Pero yo no necesito nada. Siempre puedo pedir una bendición —me carcajeé.
—Dudo de que haya muchos demonios bendecidos —observó Aryes, divertido.
—Los demonios —suspiré—. Ese es otro tema.
Él enarcó una ceja y señaló unas sillas, delante de una taberna.
—Te invito a lo que quieras.
Lo cierto era que hacía un calor terrible y tenía sed.
—Ya que me invitas, pediré zumo míldico —dije, con desenfado, y me reí al ver su expresión descompuesta—. Con un zumo de manzana me basta —le aseguré. Era de todos sabido que el zumo míldico era una de las bebidas más caras de la Tierra Baya y dudaba de que Aryes tuviese dinero como para pagarlo.
Me senté bajo un toldo para protegerme del sol, mientras Aryes entraba en la taberna. La calle estaba llena de gente que iba y venía. El Torneo atraía a personas de toda la Tierra Baya y me pregunté por un momento cómo podían caber todos.
A una mesa vecina, estaban sentados cuatro humanos, dos de ellos de edad avanzada, que hablaban del combate de Farkinfar y Smandjí. A mi izquierda, una elfa oscura estaba regañando a su hijo pequeño que no paraba quieto. El bullicio de la calle, mezclado al día caluroso, causaba casi sopor.
—Si no te decides a vender las tierras… —decía uno.
—Es lo que hay en ese tipo de ataques —decía otro.
—A ese no le vuelvo a hablar en mi vida —exclamaba una voz femenina con decisión.
Cerré poco a poco los ojos, y me hubiera dormido del todo si Aryes no me hubiese dado una palmadita en el hombro.
—Zumo míldico —declaró.
Agrandé los ojos, atónita, y él sonrió anchamente.
—Bueno, es zumo de manzana con un ribete de zumo míldico.
Se sentó, se quitó la capucha, tomó un sorbo de su vaso y se dedicó a contemplar los alrededores con los ojos brillantes de interés. Probé el zumo fresco e hice una mueca aprobadora.
—No está nada mal. Pero la próxima vez no me compres zumo míldico, lo decía en broma.
Aryes sonrió pero no dijo nada y tomó otro sorbo. Permanecimos en silencio un rato, mirando pasar los transeúntes, y al cabo dije, pensativa:
—Esto del favor da que pensar. ¿Tú qué pedirías?
Aryes reflexionó un instante, la mirada fija en la calle.
—No lo sé —contestó al cabo—. La Niña-Dios puede dar muchas cosas, supongo, pero probablemente todo cosas que no necesito.
Asentí en silencio.
—Syu quiere doscientos plátanos —comenté.
El mono saltó sobre la mesa y me miró con aire desafiante.
“No te estarás burlando, ¿eh?”
“Lejos de mí ese indigno pensamiento”, repliqué, cruzándome de brazos.
Aryes soltó una risita.
—¿Y Frundis? ¿Qué quiere Frundis?
Se lo pregunté al bastón y sonreí.
—Dice que quiere conocer al músico ése que inauguró el Torneo. Tilon Gelih.
Aryes asintió.
—Es curioso que Syu y Frundis sepan pedir algo, y nosotros no.
—Syu dice que los saijits tenemos el defecto de no distinguir las cosas importantes de las prescindibles. Pero hay algo en que no ha pensado Syu, y es que un mono gawalt es incapaz de comerse doscientos plátanos en unos pocos días.
“¡Y que no!”, exclamó Syu, resoplando. “Claro que soy capaz.”
Aryes y yo intentamos explicarle lo que representaba exactamente el número doscientos, pero él se mantuvo firme en su convicción. Al fin, me eché contra el respaldo, suspirando.
—Es inútil. Cuando Laygra lo vea, Syu se habrá puesto tan gordo que ella nos encerrará a los dos entre rejas.
Aryes se levantó.
—Vayamos a otro sitio. Aquí hay demasiada gente.
Asentí y observé cómo se volvía a poner la capucha sobre la cabeza. Al principio había creído que era por los zaharis y las leyendas esas supersticiosas, pero ahora no sabía qué pensar, ya que se la había quitado debajo del toldo…
—¿Por qué te pones la capucha? —le pregunté, mientras cruzábamos la Plaza de Laya y nos dirigíamos hacia el oeste.
La pregunta pareció incomodarlo. Rehuyó mi mirada y meneó la cabeza.
—El apatismo me causó algunos daños secundarios. Como la pigmentación del pelo. —Se paró en medio de la calle y me miró con gravedad—. Mi piel no soporta la luz del sol. El maestro Pi me dijo que igual tan sólo era un efecto pasajero, pero llevo así más de un mes.
Me quedé conmocionada. Él siguió caminando y me apresuré a seguirlo, agarrando a Frundis con más fuerza. Aquella crisis de apatismo que había sufrido en las Hordas resultaba haber sido mucho más grave de lo que en un principio me había parecido. Y además, me había dejado suponer que había habido más efectos. A veces, a una se le olvidaba lo peligrosas que podían llegar a ser las energías asdrónicas y lo fácil que era perder el control y acabar hecho un asco. Y aunque Aryes parecía estar más o menos en forma, empecé a preguntarme hasta qué punto la apariencia no podía ser engañosa…
—Aryes. Eso es… terrible —murmuré.
Me sonrió con serenidad mientras andaba.
—No es para tanto. Ya me he acostumbrado. Tú me preocupas más. Anoche, no fuiste directamente a la Pagoda, ¿verdad?
Lo miré con detenimiento y luego negué con la cabeza.
—No. Pero no sé si debería contarte nada. Cuanto menos sepas sobre el asunto, menos problemas tendrás. Me han hecho prometer que no diría nada a nadie.
Los ojos azules de Aryes se posaron en los míos, preocupados.
—¿De quiénes estás hablando?
—De los demonios, por supuesto —dije, bajando la voz.
—¿Aquí, en Aefna?
—Aquí, en Aefna —confirmé—. Están empeñados en que sepa todo sobre… bueno, sobre la energía de los demonios —dije, para simplificar—. No entienden que yo sólo quiero que me dejen tranquila. Ayer me hicieron pasar algunas pruebas.
Aryes agrandó los ojos, alarmado.
—¿Pruebas?
Al advertir mi reserva, echó ojeadas a nuestro alrededor y me cogió del brazo.
—Ven, vayamos a un lugar más tranquilo.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ya te he dicho todo lo que puedo decirte —suspiré—. Si te digo más… recuerda cómo se puso Kwayat aquella noche en que lo conocimos.
Aquella noche había coincidido con la Fiesta de la Primavera y la huida secreta de Lénisu. Kwayat había querido darle un golpe mental a Aryes para trastornar sus recuerdos inmediatos. Aún no sabía si era realmente capaz de hacer eso. El caso era que alterar la mente de alguien era algo tan horrible que no quería ni volver a pensar en ello. Pero Aryes, al parecer, había olvidado el incidente, y no me quedaba otra que recordárselo para que dejase de insistir. Ya lamentaba haberle hablado de los demonios.
Por suerte, Aryes tuvo que entender que no le diría nada más. Por eso dejó caer su brazo y me miró con gravedad.
—Si tuvieras problemas, me lo dirías, ¿eh?
Me pilló por sorpresa su preocupación y me esforcé por sonreír.
—¿Qué problemas podría tener? No son malos, Aryes, simplemente diferentes. Viven en su mundo. Me pregunto por qué tienen tan mala reputación entre los saijits —comenté, meditativa.
Aryes resopló.
—¿Realmente te lo preguntas? La Historia habla de sobra de ellos. Se los pinta como monstruos destructores o hadas bellísimas y peligrosas. —Me dirigió una sonrisa burlona.
—Bueno —dije, con una mueca—. Supongo que pueden existir varias realidades y varios puntos de vista. Pero no hablemos más de eso. —Bostecé—. Ya he pensado bastante por hoy, y después del har-kar, no logro entender cómo puedo seguir en pie. Estoy muerta de cansancio.
—No te me vuelvas a desmayar, ¿eh? —se preocupó Aryes, sonriendo a medias.
—¿Podrías llevarme hasta la Pagoda volando? —bromeé.
—Mm… Quizá otro día —contestó, burlón.
—¿Dónde estamos? —pregunté, desubicada.
—Ni idea.
Habíamos estado andando sin mirar adónde íbamos y la calle en la que estábamos no me sonaba para nada. Tardamos un cuarto de hora en encontrar nuestro camino y me despedí de Aryes después de que quedásemos que al día siguiente nos esperaríamos en la fuente Aguaclara a las doce. Me dirigí hacia la Gran Pagoda, arrastrando los pies. Tenía la impresión de haberme convertido en una anciana que se apoyaba en su bastón compositor, soñando con poder tumbarse en una cama y dormir a pierna suelta durante un día entero.