Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
Aquella noche apenas dormí. Me pasé tres horas escuchando los consejos de Kwayat para no hacer el ridículo ante los Comunitarios, y luego estuve removiéndome en la cama durante horas sin conciliar el sueño de lo confusos que estaban mis pensamientos.
“Si lo pierdes, puedes estar segura de que te pasarás todo el resto de tu vida buscándolo hasta que lo encuentres.” Las palabras de Márevor Helith resonaban en mi mente una y otra vez. En un momento, solté un inmenso suspiro.
“Deja ya de repetirte lo mismo una y otra vez”, me aconsejó Frundis. Cuando, la víspera, me lo había devuelto Galgarrios, había entendido enseguida que el bastón no había podido resistirse a hablar con el caito y Galgarrios, por supuesto, se había asustado. El caito, algo ruborizado, me contó que había quedado como un lunático al asegurar que oía música… Sólo después se le ocurrió a Frundis presentarse ante él.
Galgarrios me había prometido que no iría contando por ahí que tenía un bastón compositor. No era que quisiese mantenerlo en secreto, pero me parecía que ya tenía suficiente con mi fama recién forjada de matadragona comedora de nadros rojos.
Pronto me despedí de Galgarrios y, estresada por lo de la mochila, emprendí enseguida una búsqueda, con la firme intención de serenarme y averiguar quién me había robado. Pregunté a los kals de Ató, a los kals de la Gran Pagoda, a dos jardineros… todo en vano. Nadie había perdido nada. Tan sólo yo. Y todo indicaba que el ladrón me había robado expresamente a mí. La primera culpable posible que me vino en mente fue Marelta. Luego Yeysa. Y luego ya se me torcieron los pensamientos y me empecé a imaginar historias rocambolescas. ¿Y si tenía algo que ver con los Istrags? ¿O con los Hullinrots? No veía a los Comunitarios divirtiéndose robándome mis pertenencias. Y lo cierto era que tampoco veía a unos nigromantes robar una mochila naranja con un libro sobre Aefna y poca cosa más. Y nunca había oído que los Istrags tuviesen poder en Ajensoldra. ¿Acaso había sido mala suerte? Pff, era improbable. Si no hubiese metido las Trillizas en la mochila… Pensar en lo que hubiera podido no hacer no arreglaba las cosas.
Y ahora Frundis intentaba tranquilizarme con una bellísima melodía de flautas que yo nunca había oído. Y acababa de soltarme una frase parecida a las de Syu.
“Frundis tiene razón”, aprobó el mono, bostezando. “Deja de pensar. Estoy agotado de tanta tensión.”
“No estoy estresada”, repliqué. “Tan sólo intento adivinar quién ha podido ser el maldito…”
No acabé la frase, por falta de inspiración para calificar la monstruosidad. Márevor Helith no debía enterarse, pensé, inspirando hondo, tendida boca arriba sobre el colchón. El día empezaba a clarear, lo veía por las rendijas de la puerta, y decidí levantarme.
A la mañana, realicé unos cuantos duelos armónicos. Para deshacer o transformar las imágenes de los demás no me las arreglé tan mal, sin embargo mis ilusiones se deshilachaban a la mínima. Me pasé el resto del día buscando la mochila, sin saber dónde buscar. A la hora de la cena, guardé un ojo sobre Marelta, mirándola de cuando en cuando con recelo, aun cuando sabía que no podía haber sido ella. El robo iba en contradicción con su carácter: Marelta podía ser gruñona y antipática pero no era una ladrona.
Aquella noche, me transformé por pura precaución durante quizá una hora. Me quedaba todavía bastante tiempo antes de ir a visitar a Kwayat, y había decidido salir a investigar.
“¿Y qué vas a investigar?”, me preguntó Syu, bostezando, mientras salía discretamente de mi cuarto. Su pregunta, por supuesto, era retórica: sabía de sobra que por el momento lo único que me preocupaba era volver a encontrar las Trillizas.
Podía ser cualquier persona. Incluso Relé, me dije, con un suspiro, mirando a mi alrededor. Sabiendo que era inútil buscar a ciegas, me paseé por el jardín nocturno, y Frundis se puso a cantar con una vocecita aguda y melancólica que me sumió todavía más en mi abatimiento.
“Frundis”, dijo el mono. “¿A qué viene esa música?”
Enseguida empezó una disputa entre los dos y yo medié para zanjar el asunto. Cuando hubo silencio, me senté en un banco, más tranquila. Al fin y al cabo, me dije, ¿cómo se enteraría Márevor Helith de que había perdido las Trillizas? Además, yo ya lo había avisado de que siempre perdía las cosas que me daba. No era mi culpa. Tampoco las iba tirando en el camino, simplemente iban marcadas por la mala suerte, nada más.
La brisa de la noche mecía apaciblemente las flores y los árboles. Sonreí.
“¿Ya te has inspirado alguna vez del sonido de la brisa?”, le pregunté a Frundis, tras un silencio.
“Mmpf, ¡pues claro!”, exclamó este, como ultrajado por que le hiciera una pregunta tan banal. “Los antiguos dicen que la Naturaleza es la madre de la música.”
Sonreí y me quedé un rato disfrutando de la noche. No hacía frío, pese a la brisa, y el olor de las flores era agradable…
De pronto, oí un carraspeo e inspiré hondo, levantándome de un bote. A mi derecha, había una silueta familiar que me recordaba a…
—¡Lénisu! —musité, sobresaltada.
No sé cómo demonios había podido reconocerlo, ya que llevaba una máscara negra que le cubría la parte superior de la cara. Sin embargo, sus ojos violetas brillaban en la oscuridad. En ese momento, apartó un borde de su capa y sacó mi mochila naranja. Me quedé mirándola, boquiabierta.
—Hola, sobrina, ¿qué tal estás? —me dijo Lénisu, acercándose y tendiéndome la mochila—. Te traigo esto.
Como seguía mirándolo con asombro, suspiró y dejó la mochila en el banco.
—Demonios —resoplé entonces.
—¿De quién es este libro? —preguntó él, sacando el libro Historias de Aefna de la mochila.
—Mío —contesté con lentitud—. Me lo regaló Wigy.
—Así que la mochila es tuya. Y deduzco que estas piedritas también —añadió, sacando las Trillizas.
—Lo son —gruñí, exasperada—. Pero… ¿no me digas que fuiste tú el que…?
Lénisu sonrió y se quitó la máscara.
—¿Por quién me tomas? No, el inútil que te robó la mochila fue un imbécil que no sabe entender ni la más mínima consigna. Le mandé que te buscara, y a él se le metió en la cabeza que tenía que darme una prueba de que te había encontrado y no se le ha ocurrido una mejor idea que traerme tu mochila. Pero no se hable más del asunto. Me gustaría saber qué son estas cosas —dijo, señalando las tres piedras redondas.
Miré a mi alrededor y bajé la voz.
—Me las dio Márevor Helith —le expliqué—. Y no sé para qué sirven pero no las puedo perder. ¿Dónde está Hilo?
Lénisu puso los ojos en blanco y señaló su pierna. La espada estaba escondida debajo de su pantalón.
—¿Cómo conseguiste recuperarla? —pregunté, curiosa.
Lénisu me dedicó una media sonrisa astuta.
—Tu tío tiene muchas ideas, y a veces le salen unas muy buenas —contestó con aire misterioso—. ¿Así que Márevor Helith vino a verte?
Asentí con la cabeza.
—Una noche, apareció por mi ventana.
Nos sentamos en el banco y le conté lo que me había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Apenas mencioné el envenenamiento, diciendo que había caído enferma por alguna razón desconocida, y luego le conté cómo el maestro Dinyú me había inscrito en las pruebas de ilusionismo y que me las arreglaba bastante bien. También dije, con cierto orgullo, que había salvado a una pequeña sirvienta de la Niña-Dios. Lénisu sacudía la cabeza, burlón.
—Siempre te metes en líos.
—Si no hubiese hecho nada, se habría muerto ahogada —repliqué, con seguridad.
Lénisu sonrió.
—Seguramente. Se ve que te estoy contagiando mi altruismo. Me siento orgulloso de ti.
Puse los ojos en blanco.
—Salvar a alguien es serio —repuse—. Pero dime, ¿qué has hecho tú después de recuperar a Hilo?
—Oh. Nada tan importante como salvar una vida —contestó él con sinceridad—. Asuntos varios.
Supe que no sería más explícito, insistiese o no, y carraspeé.
—¿Cuánto hace que estás en Aefna?
—Desde hace… ¿dos días? —Sacudió la cabeza e hizo un ademán vago—. Eso creo. Suponía que estabas en la Gran Pagoda, pero no podía estar seguro.
—¿Y quién es esa persona que me robó mi mochila? —pregunté, entre dientes.
—Of. Será mejor que no te diga su nombre: de todas maneras no volveré a decirle que haga nada por mí.
Enarqué una ceja.
—¿Te debía algún favor?
Lénisu chasqueó la lengua.
—Un favor… No especialmente. Es un inútil simpático, con eso te digo todo.
Hice un mohín pero asentí y entonces recordé algo.
—¡Lénisu! —exclamé por lo bajo. Lénisu se sobresaltó y echó ojeadas inquietas a su alrededor—. No, no, acabo de acordarme de algo. Laygra me escribió hace unos días. Y yo estaba esperando a que pasasen las primeras pruebas para contestarle y poder contarle más cosas…
Mi tío me miró de hito en hito.
—Dilo ya, ¿les ha pasado algo grave?
Suspiré y saqué la carta de mi abrigo.
—Léelo tú mismo.
—No tengo ojos de gato —repuso Lénisu.
Era verdad, en esa oscuridad no se podía leer.
—Salgamos de aquí —propuse.
Fui a dejar la mochila naranja en mi cuarto y nos alejamos de los jardines. Pese a la hora tardía, siempre había gente paseándose, por las fiestas del Torneo, y nos costó encontrar un sitio tranquilo. A la luz de una lámpara armónica que había en la plaza contigua, Lénisu echó una ojeada a la carta, pero enseguida levantó la cabeza, con el ceño fruncido.
—Esta carta… ¿de dónde la has sacado?
Agrandé los ojos, sorprendida.
—Kirlens se la entregó a Sarpi y ella me la dio a mí —expliqué.
Lénisu negó con la cabeza y me tendió la carta. Incliné el papel hacia la luz para ver mejor.
—Imposible —murmuré entonces. Me había vuelto lívida al darme cuenta de que la carta no era la de Laygra.
—¿No estaría en la mochila? —preguntó Lénisu.
—No —dije, y resoplando, saqué otra carta de mi abrigo, la buena, y se la tendí, lentamente—. La que te he dado es la carta que me dio Yrasiuth en las llanuras de Drenau… —añadí, con una expresión terriblemente culpable.
Yrasiuth, un músico faingal de Ató, me había pedido que entregara una carta a un amigo suyo cuando llegase a Ató. De eso hacía casi un año y medio. Estaba claro que para mensajera yo no valía. Lénisu soltó una carcajada sofocada.
—Bah —soltó al cabo, serenándose y desplegando la carta de Laygra—. Será mejor que no comente nada.
Retomando su seriedad, leyó la carta y yo me quedé mirándolo, intentando a la vez adivinar su reacción y recordar si Yrasiuth, al darme su carta, había adoptado alguna expresión seria o preocupada. Desde luego, si la carta era urgente, no había llegado a tiempo.
Lénisu, después de leerlo todo, soltó un inmenso suspiro.
—No acabo de explicármelo.
—¿El qué? —pregunté, al cabo de un silencio.
Lénisu volvió a echar una ojeada a la carta y sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Por qué de pronto querrían quitar a Márevor Helith de la academia? Esto me huele a trampa. Que Márevor Helith tenga otros asuntos y que decida marcharse, pase. Pero esto… En fin. Y para colmo Murri se mete en líos. Y Laygra decide alejarse de Márevor para cuidar caballos. Pues ya que hubiesen decidido venir aquí, con nosotros —refunfuñó Lénisu—. Al menos no tendría que recorrer medio mundo para ir a ayudarlos.
—¡Es una gran idea! —exclamé, animada—. Les escribiremos para decirles que vengan. Ya que han decidido irse de Dathrun… Animales hay tanto en Éshingra como en Ajensoldra.
Lénisu se encogió de hombros.
—El problema es que en la carta no pone ni dónde se hospeda. —Volvió a examinar la carta—. Tu hermana será una gran curadora, pero no sabe escribir una carta.
Fruncí el ceño y le hice la pregunta que llevaba haciéndome desde hacía rato.
—¿Crees que tienen algún problema más y que Laygra no quiere decírmelo?
—Puede ser —contestó él con una mueca—. Y puede ser que no.
Plegó la carta y me la devolvió, añadiendo:
—Como ya he dicho, tu hermana no cuenta las cosas con claridad. Convendría saber si lo hace queriendo o no.
Suspiré y asentí. En todo caso, desde Aefna no podíamos hacer gran cosa para ayudarlos. Esperé que Márevor Helith siguiese velando sobre ellos.
Finalmente, resolvimos volvernos a ver a la noche siguiente, a la misma hora, es decir… unas horas antes de que Kwayat y yo tuviésemos que ir a visitar a los Comunitarios. Dándome cuenta de ello, me estremecí al imaginarme a Lénisu que nos seguía a Kwayat y a mí y se enteraba de la verdad. ¿Cómo habría reaccionado? No lo sabía. Podía ser tolerante, como Aryes, o quedarse de piedra, o… ¿Quién sabe? Lénisu, para ciertas cosas, era impredecible. Pero una cosa estaba clara: siempre protegería a su familia.
Sigilosamente, diez minutos después de haber vuelto a mi cuarto volví a salir y me dirigí hacia el escondrijo de Kwayat. Syu no quiso acompañarme porque estaba cansado y no quería moverse. Así que recorrí las calles, sola y embozada, porque el viento se había puesto a soplar.
Empezaba a sentir real aprensión por lo que me esperaría a la noche siguiente. Recordé la expresión serena y casi sobrenatural de Sahiru y sentí un escalofrío. Kwayat sabía adónde me mandaba, pensé, intentando convencerme de que todo iría bien.
Miré a mi alrededor con recelo y llamé a la puerta discretamente. La puerta se abrió y di un paso hacia atrás, sorprendida, al ver que quien me hacía frente no era Kwayat, sino un joven de pelo violeta y ojos negros que me sonreía a medias, tal vez sorprendido por mi reacción.
Nos quedamos mirándonos largo rato hasta que una voz del interior de la casa desviase nuestra atención. El joven humano se apartó, haciéndome un gesto cortés para que entrase.
—Entra —me dijo.
Su voz cantarina y amable me tranquilizó un poco y eché un vistazo hacia el interior. Al hacerlo, me percaté de algo. En el vestíbulo, había una capa verde colgada de un gancho. Aquel joven tenía que ser…
—¿Esa capa verde es tuya, verdad? —pregunté, mirándolo de hito en hito.
Su media sonrisa se ensanchó, más sincera, pero no contestó. No dudé un instante: él era aquella silueta de la capa verde y la máscara plateada que había visto ya dos veces. Y con toda probabilidad, también era un demonio. Mirándolo con aprensión, pasé el umbral y él cerró la puerta detrás de mí. En el cuarto, vi a Kwayat, sentado tranquilamente en una silla, mientras conversaba con Sahiru.
* * *
—Buenas noches —me dijo Sahiru, sin levantarse.
—Buenas noches —contesté, nerviosa. No acostumbraba ver tanta gente en esa pequeña habitación.
El demonio que había abierto la puerta pasó junto a mí, movió una silla y, con expresión afable, me invitó a que me sentara. Desconcertada, avancé unos pasos, me senté y, sintiéndome de pronto molesta de que el joven estuviese a mis espaldas, eché una mirada hacia atrás, con los ojos entornados. ¿Por qué demonios estaban Sahiru y ese desconocido en casa de Kwayat?
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Sahiru.
Como era tan poco expresivo, me costó entender que se lo estaba preguntando a Kwayat.
—Dentro de tres días —contestó este, con la misma lentitud.
Frente a la inmovilidad y serenidad de ambos, el joven de pelo violeta parecía más nervioso. Lo vi pasearse por la habitación, dirigirse a la puerta y volver hacia la mesa, mientras Sahiru y Kwayat hablaban.
—Entonces —decía Sahiru—, tu único objetivo es ser instructor.
—Mis objetivos son múltiples —replicó Kwayat—. Incluido el de no mezclarme en los asuntos de los Comunitarios.
Sahiru esbozó una sonrisa melancólica.
—Eso no necesitas recordármelo.
Kwayat se inclinó hacia la mesa y repuso:
—Ni tú necesitas recordarme nada tampoco.
Sahiru agitó lentamente la cabeza, mirándolo fijamente, y luego se giró hacia mí.
—No he venido por tu reunión de mañana —me dijo—. Pero ya que estoy aquí, te diré una cosa. No pienses que el mundo de los demonios se reducen a los Comunitarios. Ellos son un grupo entre muchos otros. Pero piensa que los demonios tenemos un espíritu muy poco solidario. Si sabes ganarte la confianza de los Comunitarios, será un gran paso.
Escuché sus palabras con desconcierto.
—Pero… usted forma parte de los Comunitarios, ¿o no?
Los ojos de Sahiru se perdieron en la lejanía.
—Me consideran como a su guía —admitió, después de un silencio.
—Y lo es —intervino el joven demonio con naturalidad. Arrimado al muro, sus ojos brillaban de sinceridad.
Sahiru se levantó.
—Es muy tarde —comentó—. Tengo que irme. Ha sido un placer hablar contigo, Kwayat, y contigo, Shaedra. —Asintió gravemente con la cabeza—. Hasta mañana.
—Yo también me voy —soltó el joven desconocido, alcanzando su capa verde—. Buenas noches.
Me levanté y Kwayat y yo los acompañamos hasta la puerta. Mi instructor parecía estar satisfecho de la conversación, y me pregunté para qué demonios había venido Sahiru en realidad. Algún asunto personal… ¿pero qué tenía que ver el de la capa verde, en todo eso?
Cuando abrieron la puerta, pregunté:
—Y tú, ¿cómo te llamas? —Advertí su ceja enarcada y solté precipitadamente, habituada a que mis preguntas quedasen sin respuesta—: Er… Déjalo, buenas noches.
Sahiru salió y él se detuvo un momento y sonrió.
—Spaw —dijo, y salió a su vez, su capa revoloteando tras él. El viento soplaba fuerte y Kwayat se apresuró a cerrar la puerta.
—Spaw —repetí, frunciendo el ceño—. ¿Se llama así o bien se trata de alguna palabra de despedida?
Kwayat me miró, sorprendido, y esbozó una sonrisa.
—Es su nombre —afirmó—. Spaw Tay-Shual, así se hace llamar. Y nadie sabe muy bien de dónde sale. Pero nunca le he visto fallar a su palabra.
Y con una sonrisa, me indicó que nos fuéramos a sentar para empezar la última lección.