Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 5: Historia de la dragona huérfana
Lo primero que hice a la mañana, cuando me desperté, fue sentarme en mi escritorio y escribir una carta a Amrit Daverg Mauhilver. Me fue muy difícil escribirla, primero porque no estaba habituada a ello, y segundo porque tenía que explicarle, sin decirlo explícitamente, que tenía una pista sobre lo que buscaba, dando la impresión de que hablaba de cosas baladíes. Pero al fin, la acabé, la volví a leer por cuarta vez, saqué otra hoja, recopié lo mismo corrigiendo alguna falta que no me hubiera perdonado el maestro Yinur, y la cerré, poniendo cera de vela roja para que nadie la pudiese abrir. Acto seguido, imprimí sobre la cera aún caliente un símbolo octogonal, reservado para los papeles confidenciales, pero el resultado dejaba bastante que desear, dado que el objeto que había utilizado no era del todo octogonal. Me di cuenta, además, de que ese símbolo podía atraer la atención, mientras que un simple blasón de mercader podía pasar mucho mejor.
Con una mueca pensativa, me vestí, puse la carta en mi bolsillo, le pegué fuego a los borradores y salí. Abajo, Kirlens estaba charlando tranquilamente con los parroquianos de siempre. Hablaban de no sé qué pareja de elfos oscuros que se iba a casar la próxima primavera.
—Sé que es difícil reconocerlo —decía uno—, pero yo digo que no serán felices.
—¿Y tú qué sabes, grandullón? —replicaba otro, como ofendido, tomando la defensa de los novios.
Meneé la cabeza, les di los buenos días y salí de la taberna. Syu se fue a curiosear por ahí y yo me dirigí hacia la Pagoda Azul. Sotkins y Zahg ya estaban ahí. El maestro Dinyú llegó el último. Nos dijo que, como no llovía, entrenaríamos fuera, y a Laya eso le hizo muy poca gracia, porque todo estaba embarrado y encharcado. Yo sólo me dije que no tenía que caminar muy cerca de Ozwil, porque con sus botas saltadoras iba salpicando a todo el mundo.
Aquel día estuve mucho más concentrada que los días anteriores, y el maestro Dinyú, al final de la mañana, me felicitó.
—Me alegra comprobar que has conseguido de nuevo concentrarte en lo que haces. Por cierto, me han llegado noticias sobre el Torneo de Aefna.
Todas las miradas se giraron hacia él, atentas, y él sonrió.
—Vais a poder participar en todas las competiciones. Claro que yo os aconsejaré en cuáles estaréis mejor. En esas situaciones, mejor no ser ni demasiado humilde ni demasiado orgulloso. Sabéis que durante el Torneo, no solamente hay combates har-karistas. Hay concursos de destreza, de conocimientos, de carreras y de otras actividades para las que mucha gente se prepara. Como sé que nunca habéis estado en este Torneo, os diré dos cosas sobre los candidatos del har-kar. Hay cuatro categorías. La primera que reúne a los niños menores de trece años. Vosotros entráis en la segunda. La tercera es para los har-karistas veteranos. Y la cuarta para los har-karistas de alto nivel. Os explicaré más adelante las reglas, o mejor dicho, os las explicará el maestro Tuan, es un antiguo maestro de la Pagoda de los Vientos y conoce todas las reglas del Torneo de Aefna al dedillo. Vendrá en primavera para acompañarnos durante el viaje —dijo, con una expresión sonriente—. Por el momento, quiero que sepáis que el objetivo del Torneo, a mi ver, es el encuentro, antes que la victoria. No se busca el conflicto, sino la relación amistosa. Que ganéis o perdáis, poco me importa, pero no quiero veros ganar humillando al perdedor, o perder insultando al ganador. Esas son simples reglas de cortesía —añadió, con un gesto de cabeza. Me fijé en que la miraba más a Yeysa que a los demás diciendo esto.
El maestro Dinyú juntó las dos manos y sonrió.
—Pero no quiero que deshonréis el arte del har-kar. Os quedan apenas tres meses de duro entrenamiento. Y quiero que cada uno de vosotros se concentre en él lo mejor que pueda.
—¡Sí, maestro Dinyú! —dijeron Sotkins y Ozwil entusiasmados, y asentimos todos con la cabeza.
Desde luego, el maestro Dinyú no era una persona a la que le gustase la competición. Y lo cierto era que yo empezaba a entender su modo de ser.
A la tarde, fui a la biblioteca y traté de buscar todas las informaciones relativas a la Gema de Loorden. Encontré muchísimas cosas. Tantas, que al final del día, me giraba la cabeza con tanta información que llegaba a ser muchas veces contradictoria. Existían muchísimas leyendas sobre esa gema, algunos la consideraban una reliquia, otros decían que no existía, que tan sólo era una ilusión que había servido para reforzar el poder del linaje de los Antiguos Reyes en el trono de Éshingra. Eran pocos los que trataban el tema de manera científica y objetiva. Cuando decidí que si continuaba leyendo me iba a explotar la cabeza, me levanté y fingí que me iba.
Sin embargo, no llegué a salir de la biblioteca. Me escondí durante un rato, esperando a que se fuese la gente. Discretamente, cuando ya no quedaba casi nadie, conseguí entrar en el despacho del Archivista Mayor utilizando las armonías, eché más cera roja sobre la carta para Amrit y puse el sello de la biblioteca de Ató. Salí de ahí con una media sonrisa, satisfecha.
* * *
Los días se sucedían, largos y agotadores. A la mañana, practicaba har-kar y la tarde la dedicaba a los libros y en averiguar dónde guardaba el Mahir la espada de Lénisu. De noche, me paseaba discretamente alrededor del cuartel y conseguí dibujar un plano bastante fiel del lugar, pero una vez terminado, me di cuenta de que de poco me podía servir y lo destruí.
En la biblioteca, cada vez que me encontraba con Suminaria, ésta desviaba los ojos y se marchaba, con expresión sombría. Me extrañaba su frialdad y no podía dejar de pensar que su tío Garvel tenía algo que ver en su comportamiento. Curiosamente, Nandros no me miraba de peor modo que antes, pero si se me había ocurrido preguntarle por qué Suminaria no quería hablar conmigo, me deshice de esa posibilidad, pensando que debería ser la propia tiyana quien me explicase el por qué, y no otra persona. Pero al parecer, Suminaria no era así sólo conmigo.
Galgarrios decía que estaba triste y sola. Laya pensaba que se había convertido en un fantasma. Y Yori había soltado un día en que estábamos casi todos los kals sentados en una sala de estudio:
—Se cree superior. Es la única explicación.
—Eso es ridículo —dijo Ávend con fervor, sin levantar la mirada del libro que estaba leyendo.
—¡Ah! El siervo de los Ashar ha hablado —exclamó Marelta.
Solté un suspiro: no sabía cómo se me había ocurrido sentarme en la misma sala de estudio que Marelta. Cogí mi libro, me levanté y me fui. Coloqué el libro en su sitio y me despedí de Rúnim. En ese momento, salió Ávend de la sala de estudio, con las manos en los bolsillos y como preocupado.
—Ávend —le dije—. ¿Estás bien?
El humano se encogió de hombros.
—Sí, supongo.
Salimos los dos de la biblioteca y levanté los ojos hacia el cielo nocturno. Estaba nevando.
—¡Nieva! —exclamé, entusiasmada.
Ávend levantó la cabeza a su vez y asintió, sonriendo a medias, en silencio.
—Shaedra —me dijo, cuando hubimos cruzado el arco que delimitaba el jardín de la biblioteca—. Tú sabes lo que le ocurre a Suminaria, ¿verdad?
Lo miré, perpleja.
—¿Yo? ¿Por qué habría de saberlo?
—Porque eres su amiga. Y porque todo viene del lío de la expedición.
Lo miré un momento, sumida en mis pensamientos, y solté luego una breve carcajada.
—Suminaria y yo éramos amigas —le corregí—. Ahora, no creo que ella me considere como a una amiga.
—A causa de la expedición.
—Quizá. Pero tú sabes que yo no la traicioné. No sabía nada de esa emboscada.
Ávend me miró y se encogió de hombros, aunque noté un no sé qué de escepticismo en su expresión.
—Supongo —se contentó con decir.
—¿Lo supones? —repetí, sorprendida—. Pues yo puedo asegurártelo. Que el tío de Suminaria le prohíba hablar conmigo porque cree que mi tío es el Sangre Negra… pase. Pero que ella no quiera dirigirme la palabra, sabiendo que Lénisu no es el Sangre Negra y que los secuestradores no eran sino amigos suyos… Realmente no lo entiendo.
Ávend meneó la cabeza.
—Debes entender que no es fácil para nosotros creernos esa historia.
—¿Qué historia?
—La de los secuestradores. ¿Quién nos dice que no eran los Gatos Negros?
—Ya te lo he dicho, los Gatos Negros de antaño no son los mismos que los de hoy.
—Si lo que dices es cierto, los de antaño tampoco creo que hicieran cosas muy legales —replicó Ávend.
Suspiré ruidosamente, exasperada.
—Y yo qué sé. Eso ¿qué tiene que ver conmigo?
—No lo sé. Tú eres la mejor situada para saberlo.
Entorné los ojos.
—Me estás culpando de algo —adiviné.
Ávend negó con la cabeza y puso los ojos en blanco.
—No, qué va. Pero Suminaria siente envidia por ti. Sé lo que siente.
Eso era lo más gracioso que había oído en mi vida.
—¿Envidia? —exclamé, atónita—. ¿Por mí? —solté una franca risotada.
Ávend, sin embargo, conservaba su serenidad.
—Tú eres libre y ella no.
—Eso es muy relativo. Pero confieso que si fuese ella, le mandaría al tío Ashar a freír sapos en el río. Si quisiese, podría ser libre.
—Esperan de ella que obedezca, no que actúe a su antojo —replicó él—. Sospecho que su última jugarreta le ha costado muy cara.
Contemplé la nieve caer sobre la plaza, pensativa.
—Tienes razón —dije al fin—. Pero no sientas compasión por ella. Si desea salvar su libertad, que me pida ayuda directamente. Entonces le echaré una mano. Pero mientras siga tan agradable como ahora, yo no la perseguiré.
Ávend, metiendo otra vez las manos en los bolsillos, se alejó unos pasos y se giró una última vez hacia mí.
—Ese es un comportamiento infantil. Cuando una persona ha sido amiga tuya, hay que intentar ayudarla, pese a los obstáculos.
Me quedé ruborizada y pensativa. Lo que decía Ávend era cierto, me dije, mientras me encaminaba hacia el Ciervo alado. Pero, aun así, no estaba segura de si, intentando ayudar a Suminaria, le crearía más problemas o la ayudaría de verdad. Además, ¿qué ayuda podía proporcionarle? Ninguna, sólo mi amistad, y con todos los problemas que había atraído a mis amigos, incluida Suminaria, no me quería arriesgar a provocar más desastres a mi alrededor.
De vuelta a la taberna, cené sin mucha hambre y subí a mi cuarto para descansar después de un día tan largo. Sin embargo, me esperaba una sorpresa. Al entrar, vi a Drakvian sentada en el bordecillo de la ventana, jugueteando con un barquito de papel. Me quedé boquiabierta durante unos segundos y Drakvian enseñó sus colmillos. Sus tirabuzones verdes caían como resortes alrededor de su rostro sonriente.
—Hola, Shaedra.
Oí un ruido de pasos por el corredor y entré y cerré la puerta detrás de mí con precipitación.
Sin decir ni una palabra, esperamos a que el ruido de los pasos se apagase al final del corredor. Por el ritmo, debía de ser Kirlens, adiviné. Me giré hacia la vampira soltando un suspiro nervioso.
—Vaya —solté meneando la cabeza—. Qué sorpresa.
La vampira soltó el barquito de papel; éste zozobró y fue a encallarse en el suelo.
—¿De veras te sorprende?
—Bueno, sabía que volverías, todavía tenemos un trato —dije, sonriendo—. Me alegro de verte.
La vampira enarcó una ceja, como sorprendida.
—¿De veras?
—¡Pues claro! Eres la única que no me abandona. Los demás me han dejado sola.
—¿Te refieres a Aleria y Akín?
—Y a Aryes.
Drakvian ladeó la cabeza.
—¿Aryes? ¿Se ha ido?
—Desapareció el mismo día en que se me ocurrió huir de Yerry y los demás guardias —asentí sombríamente—. Parece que todos tienen muchas cosas que hacer, menos yo.
—A lo mejor está siendo digerido por un oso sanfuriento —comentó la vampira, con una mueca meditativa—. Las Hordas son muy traicioneras.
La miré de hito en hito, alterada.
—¡Ni se te ocurra decir eso!
—Está bien —dijo ella, deslizándose ágilmente hasta el suelo—. He estado investigando. Para nuestro acuerdo.
—¿Investigando? —inquirí.
La vampira asintió enérgicamente.
—Aún no sé lo que te voy a pedir. Pero va a ser divertido. Aunque seguramente peligroso para ti. En fin, eso va con el acuerdo. Tampoco era del todo seguro ir tras Lénisu cuando le seguían el rastro varios grupos de mercenarios bien armados.
De pronto, el acuerdo me pareció menos simpático de lo que me había parecido al principio. ¿Qué me pediría Drakvian que hiciera para que ella me devolviese lo que pertenecía a Lénisu y yo le devolviese su extraño amuleto triangular?
—Si dices que será peligroso para mí… significa que ya tienes una idea de lo que me vas a pedir, ¿no?
Drakvian hizo una mueca.
—Sí y no. Te diré cuando lo tenga todo listo. Vas a descubrir un mundo nuevo, te va a gustar —me aseguró con una ancha sonrisa.
Ciertas sonrisas de Drakvian me estremecían de inquietud, y esa era una de ellas. Carraspeé, intentando contenerme.
—Espero que salga de esa aventura con vida.
—Eso es lo que esperan todos, pero pocos lo consiguen —soltó Drakvian, con un tono dramático. Y como la miraba, aterrada, soltó una risotada—: Eso lo he sacado de un libro que me leí, en la biblioteca de Dathrun.
—¡Ah! Mm, espera… ¡Las aventuras de Shakel Borris! —exclamé, señalándola de pronto con el dedo, entusiasmada.
—Tal vez. No recuerdo el título.
—Un buen libro —aprobé yo—. Aunque los personajes llegan a ser demasiado pomposos.
Iba a contestar Drakvian cuando levanté la mano para hacerla callar. Kirlens volvió a pasar por el corredor. Cuando el ruido de sus pasos se extinguió, Drakvian dijo:
—Márevor Helith quiere verte.
La miré con los ojos agrandados.
—¿Queeé?
—Dice que va a venir a verte —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Y dice que intentes conservar tus pertenencias mejor de lo que hasta ahora has hecho. Eso es todo lo que me ha dicho.
—¿Y para eso has hecho un viaje tan largo? —me extrañé.
Drakvian puso los ojos en blanco.
—No tan largo. Además, necesitaba recoger algunas cosas que había dejado en Dathrun.
La miré con detenimiento.
—¿Así que ya no vas a volver a Dathrun? ¿Te quedas aquí?
—¿Quieres decir que si me quedo en tu cuarto? Ni hablar. Tu mono y tú sois demasiado movidos.
—Ya —coincidí—, aunque a mí no me importa que te quedes, pero complicaría las cosas y tú te aburrirías, no podrías salir más que de noche.
—Estoy de acuerdo contigo —concedió ella, mirándose las uñas.
—Conozco un lugar al que podrías ir… —proseguí, pensativa—. No soy la única que lo conoce. También lo conoce Kwayat, pero por el momento no está aquí, así que podrías quedarte ahí, ¿qué me dices?
Drakvian refunfuñó.
—No, no me apetece arriesgarme a encontrarme cara a cara con ese demonio —soltó con rapidez.
Enarqué una ceja, divertida.
—¿Te asustan los demonios?
—No, qué va —gruñó Drakvian, sarcástica—. Son endemoniadamente peligrosos y tú lo sabes.
La contemplé con sorpresa.
—Pero… ¿y yo? ¿Soy peligrosa?
Drakvian se quedó suspensa un rato, me miró y se encogió de hombros.
—No es lo mismo, tú tienes alma de ternian, no de demonio.
—¿Y qué importa si puedo transformarme en demonio? —repliqué, sin entenderlo.
—La transformación no lo hace todo. Yo te hablo de almas.
—¿Así que hay una gran diferencia entre un alma de ternian y un alma de demonio?
Drakvian se carcajeó con su risa aguda habitual.
—¡Hay un abismo entre las dos! —dijo—. Ese demonio… tu instructor… Da miedo.
Fruncí el ceño, recordando un detalle.
—Kwayat vio tu amuleto —dije, sacando el collar con colgante triangular de debajo de mi túnica—. ¿Qué significan los signos que tiene?
La vampira hizo una mueca.
—Nada que te incumba. O quizá sí, pero te lo diré más tarde. Guárdalo como si fuera tu sangre, ¿eh?
Me pareció curiosa la comparación pero asentí.
—Descuida, soy una guardiana perfecta. Aunque si quieres te lo devuelvo ya, después de todo, tú ya has cumplido la primera parte del trato.
Vi que Drakvian vaciló un breve instante antes de negar con la cabeza.
—Los tratos que hago yo no son así. Cuando finaliza el trato, se devuelven los objetos rehenes. Es más sencillo —acabó por decir—. Bueno, me voy —declaró de pronto, abriendo la ventana.
—¿Ya? Bueno, ve con cuidado.
De pronto, la puerta a mis espaldas se abrió de golpe y me giré con los ojos desorbitados, aterrada.
—¿Con quién hablas? —preguntó Wigy, entrando y mirando a su alrededor.
Me giré hacia la ventana y vi que estaba entreabierta y que no había nadie detrás.
—¿Hablar? —repetí, como extrañada—. Aquí no hay nadie —solté, como Wigy seguía buscando.
—Te juro que he oído voces —insistió ella.
—Quizá estuviese repitiendo una lección del maestro Dinyú.
—¿No estás segura? —resopló ella, burlona, dejando de escudriñar el cuarto.
—Está bien, estaba practicando har-kar —mentí, yendo a cerrar la ventana.
—Shaedra —me dijo, mirándome con ojos suspicaces—. ¿Seguro que no tienes un novio?
La pregunta me pilló tan desprevenida que me quedé sin habla. Wigy meneó la cabeza, suspirando.
—Debes tomarte las cosas con más seriedad —me dijo—. A tu edad, Sirita la del barquero salió con todos los chicos jóvenes, pero luego se casó con el más inútil y tonto porque era una desvergonzada. Te advierto. No quiero que lo vuelvas a ver, ¿de acuerdo? A menos que sea de manera civilizada y delante de mí, que para eso soy tu hermana. Porque…
—Wigy —dije por tercera vez, haciendo un esfuerzo para no soltar una enorme risotada—. No tengo ningún novio —le aseguré, tratando de conservar cierta seriedad—. Estaba practicando har-kar y decía: «tercer movimiento, con cuidado». Repetía las palabras del maestro Dinyú. No te inventes cosas que no existen, Wigy.
Wigy se encogió de hombros.
—Que te valga de lección, de todos modos.
El cambio de tono me advirtió de que ya había pasado a otra cosa. Me abstuve sin embargo de echar una ojeada por la ventana: Drakvian ya debía de estar lejos de aquí de todas formas.
—¿Todavía hay mucha gente en la taberna? —pregunté.
—No, la gente se ha ido. Hoy ha sido un día duro para todos. Yo me voy a la cama.
—¡Buenas noches! Yo enseguida me acuesto —le aseguré—. Voy a… continuar un poco con el har-kar. Tengo que revisar los últimos movimientos.
Wigy me miró con súbita dulzura y sonrió.
—El maestro Dinyú debe de estar orgulloso de ti.
Sonreí a medias.
—Eso espero.
Wigy me dio un beso en la frente y se despidió cerrando la puerta. Para cumplir un poco con mi palabra, me puse en posición y realicé unos cuantos movimientos de har-kar. Pero cuando recordé que, según Drakvian, el maestro Helith vendría a verme pronto, me quedé a la mitad de un movimiento y dejé caer los brazos, suspirando. ¿Qué quería ahora Márevor Helith? ¿Mandarme con los Hullinrots a la fuerza? Por una parte, eso me aterraba, aunque por otra, deseaba hacer algo más que practicar har-kar, leer lecturas intelectuales y secar platos y vasos, día tras día. Aun así, quería entrenarme para el Torneo. Después de todo, en el fondo, deseaba que el maestro Dinyú se sintiese orgulloso de sus alumnos de Ató.