Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 4: La Puerta de los Demonios
Todo, en esa expedición, provenía de una idea de Suminaria. Con astucia, había convencido al tío Garvel de que los Gatos Negros eran un lastre para la buena fama de Ajensoldra ya que no sabía ni mantener los caminos seguros y si los Ashar participaban en desmantelar una organización bandolera tan importante estaba claro que su reputación subiría como una flecha en Ató y en las Hordas, e incluso en Aefna.
Garvel Ashar no había querido meterse mucho en el asunto, por si la expedición salía mal, pero estaba segura de que, si ésta resultaba positiva, haría todo para atribuirse el mérito.
La noticia de que habían arrestado a Lénisu dio pábulo a las conversaciones de la gente. Pero lo curioso era que esas conversaciones eran muy dispares. Algunos decían que Lénisu sólo era un títere de los Gatos Negros, que los había traicionado pero que de todas formas no merecía compasión. Otros decían que Lénisu era como un chivo expiatorio para el Mahir, para que todos se olvidaran de los Gatos Negros de una vez por todas. Y otros, por supuesto, festejaron la captura del Sangre Negra. Aunque los más pasaban ampliamente del asunto, aburridos ya de oír las palabras «Sangre Negra» y «Gatos Negros», ¿qué les importaba que los viajeros del Paso de Marp y de las Hordas fuesen atacados? Ellos se quedaban tranquilamente en Ató, protegidos por los guardias, y no comerciaban con los extranjeros estafadores de las Comunidades de Éshingra o de los Reinos de la Noche.
Cuando llegamos a Ató, fuimos directamente al cuartel general y el hecho de que yo misma hubiese escoltado a Lénisu hasta ahí me devolvió cierta credibilidad, porque a fin de cuentas estaba acatando las leyes de Ató. Y como todos sabían cuál era mi opinión sobre la culpabilidad de Lénisu, algunas personas hasta se quejaron al Mahir pidiendo un juicio justo, convencidos de que el Mahir iba a cometer un error. Más de una vez en esos días tuve la certeza de que Suminaria estaba un poco detrás de todo eso.
El Mahir resolvió que no se realizaría el juicio hasta que se hubieran hecho más pesquisas sobre los Gatos Negros, de modo que se aceleró la planificación de la expedición que tenía que ir a recabar información sobre los bandoleros.
Cuando supe quiénes formarían parte de la expedición, me pareció que efectivamente todo eso no le iba a costar nada a la ciudad de Ató: todos eran voluntarios. Kahisso, Wundail y Djaira se habían apuntado, por supuesto. Y Suminaria también. Este fue uno de los puntos más problemáticos para la tiyana, puesto que Garvel Ashar le prohibió rotundamente que fuera a ninguna parte. Pero Suminaria aseguraba que encontraría una manera para rodear los obstáculos: parecía que estaba ansiosa por salir de Ató y vivir sensaciones fuertes. Por mi parte, me hubiera gustado despertarme un día y ver que finalmente liberaban a Lénisu y todo volvía a la normalidad.
En total, pasaron tres días antes del «gran día». Uman, Liin y Kuayden, después de haber recibido los tres mil kétalos, se pasaron los tres días bebiendo en el Ciervo alado, y aunque tenían un carácter un poco rudo, acabaron por caerme un poco mejor que antes. Poco después de haber llegado a Ató, Uman preguntó por los tres mercenarios que habían traído a Trikos. Todo el mundo supo de qué personas hablaba, pero nadie supo contestarle. Algunos aseguraban que se habían marchado, lo cual extrañó mucho a Uman, Liin y Kuayden porque se suponía que tenían que recibir parte de esos tres mil kétalos. Al enterarme de la desaparición, me quedé muda y pálida con una idea terrible en mente: Drakvian debía de haber recuperado a su tan amado Cielo.
En los dos días que había faltado en Ató, habían ocurrido unas cuantas novedades. En primer lugar, habían mandado a Trikos a la taberna y Kirlens lo tenía en el establo, cuidándolo como a un niño mimado. Taroshi el Loco se había caído de un tejado y ahora estaba con el brazo entablado. Y Wigy había descubierto que el vestido blanco que me había regalado no estaba en mi cuarto. Después de unas cuantas preguntas, le confesé que se lo había llevado el Trueno.
—¡Pero era un vestido de Talarz! —soltó ella, con la cara descompuesta.
—¿De qué?
—¡Talarz, el sastre más conocido de Aefna! —masculló furiosa.
—Lo siento —repetí precipitadamente—. Sólo quería lavarlo antes de que vieras que lo había ensuciado. Pero el Trueno es… muy potente.
Wigy me fulminó con la mirada e hice una mueca inocente.
—Cuando me dijiste que no querías ponerte el vestido para el cumpleaños de Kirlens debí haber sospechado algo —suspiró—. Bah. No hablemos más del asunto. Pero es verdad que cada vez que intento hacer que parezcas una joven refinada, luego siempre lo mandas todo al garete.
—Lo sé —dije, resignada—. Lo siento, Wigy.
Ella puso los ojos en blanco y sonrió.
—Venga, olvídalo y ve a hacer lo que tengas que hacer. No voy a agobiarte por un vestido, hay cosas más importantes en la vida.
Me sorprendió que se repusiese tan bien y tan pronto del disgusto, y le devolví una sonrisa prudente. No se volvió a hablar del asunto pero aun así esperé que Wigy no volviese a encargarme un vestido de Talarz a la moda de Aefna.
Al día siguiente de mi llegada, como no podía entrar en el cuartel general para hablar con Lénisu, pasé la mañana con el maestro Dinyú y la tarde con Kwayat. El maestro Dinyú no nos pidió explicaciones sobre la razón de nuestra ausencia, pero nos preguntó a ver si teníamos pensado participar en la expedición, para que supiese a qué atenerse y no se quedase sin alumnos sin que lo avisasen. Y yo le dije que sí, por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer para ayudar a Lénisu? Si encontraba al verdadero Sangre Negra, todo se arreglaría. Claro que tampoco me gustaba alejarme de Lénisu porque quién sabía lo que podía pasar…
En cuanto a Kwayat, se mostró bastante enojado por mi comportamiento. Me dijo que no deberían afectarme tanto los acontecimientos de los saijits, y me hubiera reído de su ridícula aseveración si no lo hubiese dicho tan seriamente. Kwayat seguía siendo un misterioso personaje en Ató pero pocos se fijaban en él. Siempre había alguien que de cuando en cuando me hacía alguna pregunta acerca de él, y yo siempre evitaba responder más o menos hábilmente, pero lo cierto era que todos los que me conocían debían de preguntarse quién demonios era ese desconocido. Deria y Dol se exasperaban porque no quería explicarles nada, Aryes callaba prudentemente y Kirlens parecía haber aceptado que no podía entender todos mis quehaceres. El grupo de raendays, sin embargo, era curioso por naturaleza y Kahisso y Djaira solían hacerme preguntas traicioneras. Aun así, todos ellos también tenían sus propios problemas y no podían estar todo el tiempo pendientes de mis acciones, de modo que nunca había tenido la impresión de ser el centro de las miradas. Kwayat, sin embargo, se preocupaba mucho de los rumores y parecía estar al acecho de cualquier conversación que tuviese que ver con los demonios. Y sin duda todas sus pesquisas eran totalmente infructuosas, y afortunadamente. Pero eso no le impedía guardar una expresión seria y alerta que yo había aprendido a no tomarme muy en serio.
Pero cuando lo vi, al volver a Ató, sentí un escalofrío. Sus ojos azules chispeaban de cólera. Y me fue imposible aplacar su ira porque tan sólo podía decirle que lamentaba no haberle avisado. Kwayat no soportaba la “rebelión” en sus alumnos.
—Es imposible enseñar a alguien que no quiere seguir los pasos que le enseña su instructor —dijo, cuando se hubo calmado un poco.
Suspiré.
—De veras, lo siento, pero lo que he hecho era necesario. Tú mismo dijiste que para conocer la Sreda había que analizarla individualmente.
Kwayat se giró hacia mí.
—¿Has averiguado algo sobre la Sreda?
Abrí la boca y luego la cerré, muda, y negué con la cabeza, incómoda. Kwayat volvió a girarse hacia el Trueno y su silencio fue más eficaz que todas sus palabras anteriores. Me sonrojé al saber que Kwayat sólo pretendía salvarme de los pozos de kandaks. Además, si me convertía en kandak, ¿qué credibilidad tendría él como instructor? Entonces, Kwayat señaló algo, en el cielo.
—Viene una tormenta —anunció.
Después de la tormenta, no pararon de llegar nubes muy oscuras, algunas cargadas de lluvia y otras que se deslizaban a tan baja altura que se confundían con la niebla.
El último día antes de partir, fui al cuartel general como todos los días a pedir nuevas de Lénisu y esperaba recibir la misma respuesta vaga de siempre cuando el guardia me contestó:
—Pasa.
Enseguida me vino una idea horrible, ¿y si Lénisu había muerto? ¿Y si se había infectado la herida otra vez? ¿Y si esos malditos justicieros lo habían colgado? Mil imágenes de pesadilla me vinieron en mente y parpadeé mientras seguía al guardia adentro.
El cuartel general estaba rodeado de una muralla de piedra, pero dentro todos los edificios eran de madera, salvo la cárcel. Reconocí el recorrido y recordé que ya había estado ahí, después de que nos hubiesen cogido a mí y a Galgarrios en casa de Daian y en compañía de Sain.
El guardia me dejó en manos del carcelero, un hombre con túnica azul y pantalones de un amarillo chillón que esperó a que el guardia se hubiese alejado para dirigirse a mí.
—Adelante, entra, no te voy a encarcelar —sonrió.
Agrandé los ojos pero entré en el edificio ansiosa por ver a Lénisu.
La cárcel de Ató no se parecía a las que describían los terribles cuentos del pasado, incluyendo ratas, parásitos y desechos. El corredor estaba limpio, las puertas, aunque de hierro, estaban recién pintadas de verde. Y reinaba un silencio absoluto.
La verdad es que me sorprendió que mantuviesen tan bien una cárcel que estaba vacía la mayor parte del tiempo. Era más o menos como mantener un templo intacto en medio de las Hordas.
El carcelero se detuvo delante de una puerta que en nada se diferenciaba de las demás, salvo en el número que llevaba grabado en la parte superior. Sacó un llavero y abrió la puerta haciendo chirriar la llave en la cerradura.
El interior estaba oscuro. Había un ventanuco en la parte superior del muro pero apenas iluminaba porque el día era ya tan oscuro que casi parecía de noche. Aun así, se divisaba una cama y una mesilla y me dije que al menos habían reconsiderado el caso y no lo trataban mal a Lénisu antes de saber si era culpable o inocente.
—Entra. Puedes hablar con él durante un cuarto de hora —me dijo el carcelero—. Dale a la puerta con la aldaba cuando quieras salir y volveré.
Entré y él me encerró en la celda. Oí el ruido metálico del llavero y unos pasos alejarse por el corredor.
—¿Lénisu? —solté, acercándome a la cama con precipitación.
—¿Shaedra? ¿Eres tú? —contestó él con una voz cansada.
—Sí. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? —le pregunté atropelladamente arrodillándome junto a la cama y tratando de ver mejor en la oscuridad.
Lénisu estaba tendido en la cama, y había echado las mantas a un lado. Coloqué mi mano sobre su frente y comprobé que no tenía fiebre.
—¡Vaya! —exclamé, aliviada—, parece que te estás reponiendo. ¿Qué tal estás? —repetí.
—Sigo vivo —contestó simplemente él, con un tono desenfadado.
—Ya, pero, ¿y la pierna? No veo nada con esta oscuridad. ¿No tienes una lámpara por aquí? Voy a crear una esfera de luz…
—¿Cómo está Trikos? —me interrumpió Lénisu antes de que pudiera hacer nada.
—Oh, muy bien —contesté, con una leve sonrisa—. Kirlens lo está mimando como a un rey.
—Mm… Kirlens no para de hacerme favores —gruñó Lénisu—. Algún día le devolveré el favor.
—Seguro que si decides quedarte en la posada como cocinero estaría encantado —solté, riendo.
Lénisu carraspeó y replicó parcamente:
—Si sobrevivo a esto.
Respiré hondo, sintiendo que volvía otra vez a pesar sobre mí toda la carga de mi preocupación.
—No digas bobadas. Te curarás. Y te salvaremos. Puedes estar seguro.
Lénisu permaneció en silencio durante un instante antes de declarar:
—Si supiese que tú y los demás chiflados que te acompañan fueseis de veras a encontrar a los Gatos Negros no te dejaría salir de esta celda. Pero como sé que no los vais a encontrar, prefiero que estés lejos de Ató durante un tiempo, hasta que todo vuelva a la normalidad. Esto es todo lo que pienso, sobrina.
Solté un gruñido exasperado.
—¡Lénisu! Ten un poco más de fe en mí. Yo siempre confío en ti. Volveremos con el Sangre Negra, y tú saldrás de aquí como nuevo, listo para cocinarnos tu especialidad, la sopa-pimientos.
—La sopa-pimientos no es mi especialidad —replicó Lénisu—. Además, con los ingredientes de la Superficie no se puede hacer ninguna sopa de puerros negros con anémonas blancas. Una de las pocas cosas buenas de los Subterráneos son los puerros negros, tienen un sabor exquisito.
Puse los ojos en blanco. Mi vista se había ido acostumbrando a la oscuridad y ahora divisaba mejor el rostro pensativo de Lénisu.
—Al final vas a añorar los Subterráneos —me burlé.
—Será la última cosa que añore en esta vida —replicó Lénisu—. En los Subterráneos, la gente es desconfiada, tienen gustos extraños y son menos alegres que la gente de la Superficie, seguramente porque no ven el sol, sólo ven luz que no calienta.
Alcé la mano y apreté la suya con fuerza.
—No pienses en los Subterráneos. Te sacaré de aquí y todo volverá a la normalidad, te lo prometo.
—No hagas promesas tan precipitadas —soltó.
—Todo lo que prometo lo hago —declaré solemnemente.
—Eso es aterrador —replicó Lénisu—. Venga, ve en busca de ese Sangre Negra y cuida de Trikos todo lo que puedas, ya que no estoy yo para cuidar de él.
—Cuidaré de él —le prometí—. Pero ¿por qué saliste de Ató sin avisarme? —pregunté súbitamente—. ¿Por qué te fuiste?
Lénisu giró su rostro hacia mí y quiso enderezarse, pero se lo prohibí.
—¡Deja de moverte, tío Lénisu! —protesté con tono inapelable.
Él se volvió a tumbar gruñendo.
—Está bien. Quizá debería haberte avisado, pero no quería que intentaras convencerme para que me quedase, como seguramente habrías hecho si hubieras sabido que me marchaba.
—Seguramente —concedí—. Aunque también te podría haber acompañado.
—Eso habría sido peor —dijo enseguida Lénisu—. Lo que tenía que hacer era puramente aburrido. Lo único bueno que he hecho es recoger a Trikos.
—¿Y qué más tenías que hacer? —pregunté, cruzándome de brazos y ansiando que me contestara.
—Tenía… que hacer… unas cuantas cosas —contestó, vacilante, y carraspeó—. Sé que debe de ser exasperante oír este tipo de respuestas, pero no puedo decirte más.
—¿Tiene algo que ver con los documentos que te robaron en Dathrun? —pregunté, a quemarropa.
Lénisu resopló.
—Es… un asunto muy delicado del que me querría librar cuanto antes. Todo se está arreglando, de modo que normalmente no debería hablar de esto nunca más en mi vida, cosa que me agrada.
—Todo se está arreglando… —repetí, tras un breve silencio—, me parece que te has olvidado que estás en una cárcel.
—Oh, es verdad —sonrió Lénisu—. Aunque me molesta más esta pierna que la cárcel en sí. Por cierto, ¿sabes dónde han metido a Hilo?
Negué con la cabeza.
—Uman se la quería quedar, pero al parecer el Mahir no le ha dejado guardarla… aunque no tengo ni idea de dónde ha metido la espada.
—Buaj. Eso es una de las cosas que me preocupan —caviló Lénisu—. Llevo tantos años con esa espada que se ha convertido en una compañera para mí. Realmente, no acabo de entender por qué querrían quedarse con esa espada, es un peligro andante. Tantos esfuerzos… por una espada —murmuró.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Que hay más preocupación por la espada que por el Sangre Negra —me reveló, enigmático.
Observé el silencio, pensativa.
—Jamás me explicaste qué hacía exactamente esa espada —solté.
—Te lo dije, claro que sí. Hilo es una espada invocadora. El problema es que, si cae en manos de alguien que no sabe utilizarla, pueden ocurrir catástrofes.
—Y, ¿por qué no la utilizaste para huir de Uman, Liin y Kuayden si es tan eficaz?
—Porque entonces sí que la habría hecho buena. Mi intención no era matar a esos mercenarios. Mi intención era huir de ellos. Si invoco a unos cuantos demonios, está claro que toda la Tierra Baya se volvería contra mí.
Me había alterado al escuchar sus palabras y en aquel momento agradecí que Lénisu no pudiera verme muy bien en la oscuridad.
—Has dicho… ¿demonios? —resoplé, intentando neutralizar la voz—. ¿Hilo invoca a demonios, eh?
Desde luego, Lénisu estaba lejos de saber lo que era un demonio. Lo que estaba claro era que no quería decirme lo que hacía realmente esa espada.
—Ajá. Unos demonios terribles —asintió Lénisu.
—Sí, según las historias, son terroríficos —asentí, reprimiendo una sonrisa.
—No debería habértelo dicho, ahora vas a tener pesadillas, como yo las tuve antaño. —Suspiró, aunque sin duda había tenido que advertir mi tono burlón—. Ahora entiendes por qué no puedo utilizar esa espada. Y aun así… no puedo separarme de ella. Hilo está mejor en mis manos que en las de cualquier otro, y al Mahir no le conviene tenerla. —Hizo una pausa y cuando volvió a hablar su voz había cambiado de tono y parecía como muy seria—. Shaedra, quiero repetirte unas palabras que te dije, el día en que me conociste, en Ató. No sé si te acordarás, pero te pedí que recordaras una cosa muy importante: “que el sol siempre nace y muere, pase lo que pase”… —Levantó ligeramente la cabeza, frunció el ceño y soltó un suspiro—. El carcelero está volviendo. Creo que deberías llamar con la aldaba.
Parpadeé, aturdida. No sabía qué decirle pero tampoco quería salir de la celda.
—Lénisu, si quieres, me puedo quedar contigo…
—¿Cómo? ¿Aquí, en la cárcel? Imposible. No, ve en busca del Sangre Negra y si lo encuentras, tráelo aquí cuanto antes, querida sobrina. Es lo mejor que puedes hacer.
Los pasos del carcelero se iban acercando a la puerta y yo empezaba a ponerme realmente muy nerviosa.
—¿Quién era ese amigo Gato Negro que te acompañaba? —pregunté.
—Gatos Negros y Sangres Negras —suspiró Lénisu—. Cuánta palabrería.
—Parece que no crees que exista ningún Sangre Negra —observé—. ¿A qué se debe tanta seguridad?
Lénisu se enderezó y la luz pálida se reflejó en sus ojos violetas mientras acercaba su rostro al mío.
—Bien sé que no pueden existir dos Sangres Negras —susurró. Y sonrió mientras yo lo miraba, con la impresión de haber hecho una caída de diez metros.
—¿Qué? —articulé, incrédula y horrorizada.
Lénisu hizo un gesto vago con la mano.
—Y te aseguro que los criminales de las Hordas no tienen nada que ver con el Sangre Negra —añadió, tan bajito que apenas pude distinguir lo que decía.
En ese momento, una llave se deslizó en la cerradura y la puerta se abrió, dejando entrar la luz grisácea del día. El carcelero hizo un signo con la cabeza.
—Muchacha, afuera, ya han pasado los quince minutos. Lo siento, pero las reglas son las reglas —añadió, al ver mi cara de desasosiego.
—Adelante, sobrina, no me defraudes —soltó Lénisu, volviéndose a tumbar en la cama con un suspiro cansado—. Ve y trae de vuelta a ese maldito Sangre Negra —dijo con una tranquilidad asombrosa.
Con un súbito impulso, me precipité hacia él y le di un abrazo.
—¡Lénisu!
Mi tío me dio unas palmaditas en el hombro, como si yo fuese la que necesitase consuelo.
—Anda, anda —me dijo—. Ve con el señor carcelero y deja que descanse mi pierna un rato, ¿eh?
Asentí, con las lágrimas en los ojos. Salí de la celda y recorrí el corredor enjugándome los ojos. El carcelero también parecía algo conmovido.