Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 3: La Música del Fuego
Al salir de casa de los señores Nustuan, me dije que no había aprendido gran cosa. Zoria y Zalén habían desaparecido dos días después de haber bebido la poción. Eso significaba seguramente que habían tenido un efecto negativo, me dije eufemísticamente.
“Te lo dije.”
El mono gawalt corría junto a mí, poniendo cara de sabelotodo. Dejé escapar un suspiro.
“Quizá se hayan transformado en bestias horribles”, medité. “Y habrán pensado que era mejor huir a que les viesen sus padres. O bien se han transformado en algo invisible… ¿podría ser? Dijo Seyrum que era una poción muy potente. Lo más probable es que les haya ocurrido una catástrofe. Oh, ¡Syu! Me siento responsable de todo esto”, acabé por decir, abatida.
En un arranque sentimental, me dije que quería estar sola un rato y me subí a un tejado apoyándome en una viga rota tirada contra el muro de un callejón.
“¿Adónde vamos?”, preguntó el mono.
Salté a otro tejado cercano y seguí saltando de tejado en tejado hasta que aterricé sobre una terraza vacía llena de trastos. Me recordó a mi sitio secreto de Ató y me gustó.
“En Ató había un sitio parecido en el que pasaba muchas horas jugando”, le revelé a Syu, mientras me sentaba sobre una piedra.
Oyendo eso, Syu se puso a hacer tonterías entre los trastos de la terraza, buscando cosas interesantes. De un saco, extrajo un mono de peluche y al principio se apartó de él, asustado. Luego, al saber que era sólo un peluche, se acercó, lo inspeccionó y le atacó por detrás. Le quitó sus zapatos e intentó ponérselos, pero estaba tan ridículo con ellos que él mismo se dio cuenta y los tiró a lo lejos con aire ofendido. Pese a mi humor sombrío, la actividad agitada de Syu me hizo reír.
Sin embargo, no podía rehuir la verdad: les había pasado algo muy grave a Zoria y a Zalén. Leiri Nustuan estaba muerta de miedo y de tristeza y su marido temía que perdiese el bebé que llevaba dentro. Los hermanos mayores me habían mirado con desconfianza y esperanza a la vez, como si pudiese decirles dónde estaban sus hermanas, pero el caso es que yo no podía serles de ninguna ayuda. No sé si alguna vez había visto tal desesperación cuando les dije a los miembros de esa familia que no tenía ni idea de dónde habían podido ir. Me sentía como si hubiese fracasado en algo irremediable, como si fuese responsable de lo que les había ocurrido…
Aun así, Zoria y Zalén me habían engañado. Me habían hecho beber una poción diciéndome que era zumo míldico y creyendo que era una poción de transformación. Era muy típico de ellas el gastar bromas así, pero en este caso, las consecuencias no eran del todo nimias.
Sentía que tenía la cabeza próxima a explotar con tantos pensamientos. Y, contrariamente a otras veces, no podía hacer nada. Tan sólo esperar. Esperar a que Márevor Helith volviese para devolverme mi amuleto. Esperar a estar segura de que los efectos de la poción no iban a prolongarse…
Sumida en mis pensamientos, me sobresalté al oír un grito. Me agazapé detrás de un barril y levanté la mirada. Lo que vi me dejó atónita: en un tejado de las casas vecinas, estaba Aryes resbalando entre las tejas, hacia el vacío…
—¡Aryes! —grité, aterrada.
Syu se tapó los ojos con la mano para no mirar. No me lo pensé dos veces. Pegué un salto sobre el barril, tomé impulso y aterricé junto a Aryes, quien se agarró a mí en un desesperado intento de recobrar el equilibrio. Ambos nos tambaleamos, agarrados el uno al otro, intentando no caer pese a estar a unos centímetros del borde… Recibí un golpe en la espalda y conseguí tirarnos hacia el tejado. Acabamos ambos resoplando precipitadamente, sentados en el borde del tejado, mientras Syu me decía:
“¡Ahá!, créeme, si no hubiese estado aquí, yo, os habríais aplastado abajo como dos sacos de huesos. ¿Eh? ¿Qué se dice? ¿eh?”
“Gracias, Syu”, repliqué. “Pero lo tenía todo controlado.”
El mono sonrió de oreja a oreja.
“Así contesta un mono gawalt”, dijo, con orgullo. Puse los ojos en blanco y me centré en Aryes.
—Aryes, ¿qué haces tirándote por los tejados? —le solté, resoplando.
Soltó un lamento quejumbroso.
—Qué desastre —dijo, los ojos clavados en el cielo, como si estuviera rezando—. Qué desastre —repitió—. Soy un imbécil.
Ladeé la cabeza.
—¿Ah? Confieso que eso de resbalar por los tejados no es precisamente inteligente. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
Aryes se encogió de hombros, pero antes de que contestase agrandé los ojos, entendiéndolo.
—¡Me has seguido! —Hice una pausa y lo miré, interrogante. Aryes asintió con la cabeza—. ¡Lo sabía! ¿Por qué? —Entorné los ojos, y lo entendí—. Te manda Lénisu. Dijo que no quería que saliese sola. No pensé que te pediría a ti que hicieses algo tan chorra.
—¿Lénisu? —repitió Aryes—. No… en realidad no estaba… Bueno sí, te estaba siguiendo, pero es porque últimamente estás muy rara, no sé, eres menos como de costumbre y estás más pensativa…
Puse los ojos en blanco.
—A veces me pasa. Crisis filosóficas. ¿No te pasa a ti?
Aryes frunció el ceño.
—¿El qué?
—Pensar.
Enarcó una ceja, me miró con una mueca pensativa y negó con la cabeza.
—¿Pensar, yo? Mm, no recuerdo haberlo hecho —añadió con una gran sonrisa.
Le devolví la sonrisa y luego me puse más seria.
—No, en serio, ¿por qué me seguías?
Dejó escapar un suspiro.
—No lo sé. Tenía un presentimiento.
—Un presentimiento… —repetí—. Desde luego, Syu y tú os parecéis cada vez más. Él también tiene muchos presentimientos.
—¿No me digas? ¿Y qué tipo de presentimientos tiene?
—Eso no me lo especifica —dije con tono pensativo—. ¿Syu?
El mono se mantenía sobre un pie en la cumbrera, muy concentrado en mantener el equilibrio. No se dignó en contestarme.
—Shaedra… —articuló Aryes, molesto.
—¿Sí?
—¿Y si nos vamos a un sitio menos…? —Hizo un gesto vago hacia el callejón que estaba a unos metros más abajo.
—Oh… ¿quieres decir menos alto? Claro.
Me levanté y seguí el borde del tejado hasta llegar al final del callejón. Ahí, había una casa más alta, con un pequeño balcón y unas plantas trepadoras. Me agarré a una de las plantas y bajé hasta el balcón. Eché una ojeada prudente en el interior: no había nadie. Entonces miré hacia arriba. Aryes me observaba con aires de mofa. Parecía a punto de echarse a reír.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté. Pero él sacudió la cabeza y extendió la mano para cogerse del grueso tallo de una de las plantas trepadoras, y se puso a bajar. O al menos lo intentó, porque apenas hubo abandonado el apoyo del tejado, pareció tener dificultades y encima empezó a reírse como un endemoniado. Solté un suspiro exasperado.
—¿De qué te estás riendo, si se puede saber?
Cuando Aryes giró su cara hacia mí, tenía los ojos agrandados, y entendí con estupefacción su problema: tenía miedo de bajar por ahí. ¡Pero si era el sitio ideal para bajar!
“Como que, no se parece tanto a mí”, comentó Syu, sentado sobre la balaustrada del balcón.
—¡Aryes, ten cuidado! —dije, sintiendo que me invadía el pánico. ¿Y si se caía? ¿Y si se rompía algo? ¡Ya tenía suficientes problemas como para sufrir más calamidades, por Nagray!
Entonces, Aryes puso el pie en la balaustrada. Y resbaló. Soltó un grito de sorpresa y yo un grito de terror, ambos extendiendo las manos para intentar asir cada uno la mano del otro… se me escapó. Oí un ruido de hojas y tallos rotos, y luego un extraño grito sofocado. Me asomé al balcón, temblando como una hoja, los labios murmurando palabras inconexas y maldiciones. Aryes estaba sentado en el suelo del callejón, masajeándose un hombro.
Bajé precipitadamente, y como Aryes se había llevado la mayor parte de las plantas trepadoras de ese lado del muro, casi acabé cayéndome como él. Cuando llegué abajo, me abalancé hacia donde estaba Aryes, con las lágrimas en los ojos.
—¿Te… te has hecho daño? ¿Estás bien? ¿No te has roto nada?
Aryes parpadeó unos instantes, como perdido.
—¿Dó… dónde estamos? —preguntó. Entonces, sus ojos se desenfocaron y perdió los sentidos, quedándose tendido sobre el suelo empedrado y polvoriento del callejón.
Me quedé mirándolo unos segundos, boquiabierta, y luego rompí a llorar desconsoladamente.
—¡Syu! ¡Es terrible! ¡Ha perdido la memoria! Te lo dije, Syu, soy un pájaro de mal agüero. Zoria y Zalén desaparecen. Aleria y Akín también. Y Aryes se cae y pierde la memoria… —con la moral por los suelos, contemplé el cielo sin verlo—. Creo que lo mejor que puedo hacer es atarme a una silla y no volver a hacer nada durante unos días… unos meses tal vez… y luego… luego…
No pude continuar, ahogada por las lágrimas. ¡Todo era tan terrible! Parecía estar distribuyendo la peste allá por donde iba. Mis amigos veían peligrar su vida por mi culpa… si esos Hullinrots o quienes fueran no anduviesen buscándome, Márevor Helith nunca se habría fijado en mí y nunca nos habría separado a todos. Aleria y Akín estarían aquí aún y quizá…
“Sí, venga, todo es culpa tuya”, soltó el mono, de mal humor. “Eres culpable de que Jaixel, Márevor Helith y no sé cuántos estén pendientes de ti. Tú tienes la culpa de que Zoria y Zalén te hayan engañado, de que Seyrum hubiese hecho una poción asquerosa y de que Aryes sea un pésimo acróbata. Eres culpable de que haya saijits en el mundo, de que no haya plátanos para mí y de cuanto quieras… ¡aj, anda ya!, deja de atormentar mi pobre cabeza y piensa un poco antes de empezar a delirar.”
Me quedé a cuadros ante su discurso, pero aunque sabía que el mono tenía razón, no pude remediarlo: toda la tensión acumulada durante tanto tiempo acababa de alcanzar su límite y las lágrimas rodaban sobre mis mejillas a borbotones. Me sentía terriblemente desdichada.
—Aryes —dije, con la voz ahogada, arrodillada junto a él—. Aryes, te pondrás bien. Siento haberme comportado como una bruta contigo. Debería haberme dado cuenta de que no podías bajar por ahí. A veces… a veces no pienso mucho…
—Shaedra —dijo de pronto Aryes, abriendo los ojos.
—Sé que Wigy tiene razón al decirme que nunca seré una dama civilizada —continué, abrumada por las lágrimas—. Pero nunca pensé que podría ser una persona que hiciera cosas malas, aunque sin quererlo. Pero resulta que Sain murió por mi culpa, y desde entonces ha habido tantas desgracias, Aleria, Akín, tú… —Me interrumpí de pronto y me di cuenta de que Aryes se había apoyado con el codo y me miraba, estupefacto, con una expresión profundamente emocionada—. ¿Qué? —articulé.
—Estoy bien —dijo él—. Quiero decir… Creo que no me he roto nada.
—Oh.
Nunca me había sentido tan ridícula y al mismo tiempo con tantas ganas de reír de alivio. Me sequé rápidamente los ojos, carraspeando. Aryes abrió la boca, pero cuando habló, estaba segura de que había cambiado de idea sobre lo que quería decir:
—He utilizado un poco de energía órica para ralentizar la caída y eso me ha dejado exhausto. Ya sabes, cuanto más pesas, más te cuesta, y considerando que estaba cayéndome, la fuerza que tenía que compensar era mayor. Así que… propongo que vayamos hasta el parque que está a unas manzanas de aquí y descansemos un poco antes de volver a casa, ¿qué te parece?
Asentí lentamente. Quise ayudarlo a levantarse, pero se incorporó sin mi ayuda y nos encaminamos hacia la entrada del callejón. Sentía que Aryes no necesitaba tanto descansar como yo necesitaba poner una cara más alegre. Así que nos pasamos más de una hora charlando, sentados en un banco del Parque de las Alondras. Ninguno de los dos habló de mi crisis de nervios, y se lo agradecí. Syu ya me había soltado un sermón, y no estaba como para soportar otro, decidí.
Además, la moral me volvió a subir como una flecha cuando me di cuenta de algo, y es que entendí que en realidad podía remediar todo lo que me apartaba de la felicidad. Sentada en el banco, sentí una oleada de energía. Tenía la impresión de que lo único que tenía que hacer para encontrar a Aleria y Akín era ir a Acaraus y preguntar por un legendario renegado y dos elfos oscuros de trece años. Los encontraría, y volveríamos a Ató y todo se arreglaría.
Syu, aunque me puso cara dubitativa cuando le expuse mi plan, se alegró de que me hubiese vuelto el ánimo.
“Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer”, me dijo con solemnidad. Esa frase se me quedó grabada en el corazón.
* * *
La historia de Zalén y Zoria no volvió a comentarse después de que me hubo preguntado Lénisu si tenía una idea de dónde habían podido ir. Y sinceramente, no hubiera sabido ni por dónde empezar a buscar. Lo único que sabía era que si la poción había tenido efectos muy negativos, lo más probable era que no las volviese a ver jamás. Era una conclusión terrible, pero con el tiempo todo parece menos real, y a medida que iban pasando los días, alcancé a despreocuparme casi por completo de la poción de Seyrum. Es más, pasé el final del mes de Amargura echando carreras con Syu, Laygra, Deria y Aryes y vendiendo ositos voladores de cuando en cuando. Murri solía ausentarse durante buena parte del día, y supuse que aún se negaba a oír los consejos de Iharath. Cuando aprendí que el gobernador era el hombre político más importante y respetado de la ciudad, empecé a formarme una idea más clara del problema de Murri y de por qué Iharath había intentado hacerle entrar en razón a mi hermano. Si Kéysazrin era la hija del gobernador, probablemente sería la joven dama con más pretendientes de toda Dathrun. Admiraba sin embargo la perseverancia de Murri. Ignoraba si alguien más estaba al corriente de las escapadas nocturnas de Murri. En todo caso, Laygra parecía saber algo sobre el tema.
Pero, por lo demás, los días transcurrían tranquilamente. Hablé largamente con Lénisu y finalmente pude seguir mis lecciones con Daelgar pese a que mi tío pusiese caras gruñonas cada vez que salía de casa para reunirme con mi maestro armónico. No le pregunté a este último nada sobre la Gema de Loorden. Se me ocurrió entrar en la academia para explorar un poco sobre el tema —estaba segura de que en la biblioteca tenía que haber decenas de libros que hablasen sobre la Gema de los Antiguos Reyes—, sin embargo un ridículo temor me detuvo: no quería volver a entrar sola en la academia. Al menos no por el pasadizo. Además, no me entusiasmaba especialmente realizar búsquedas sobre piedras preciosas. Me hubiera interesado más saber quiénes eran los eshayríes, puesto que sabía que Lénisu había formado parte de ellos hacía tiempo, pero al parecer mi tío no quería que supiésemos nada sobre ellos y cada vez que le preguntaba por qué, maldecía el nombre de Márevor Helith cien veces por haber mencionado la palabra eshayrí.
Cada uno tenía cosas en qué pensar. Lénisu pensaba en sus turbios asuntos, Murri pensaba en Kéysazrin, Laygra se había metido en la cabeza que quería ser curandera de animales y se había forjado una reputación de veterinaria en ciertos barrios de Dathrun, Dolgy Vranc se había enfrascado en un complicado invento que, decía, podría servir tanto para fabricar juguetes como para fabricar otros tipos de mágaras. Srakhi pasaba buena parte del día fuera, y cuando volvía, se sentaba en su jergón, cruzando las piernas, cerraba los ojos y se quedaba así durante más de dos horas. Cada vez que Dolgy Vranc pasaba por ahí y lo veía en ese estado, agitaba la cabeza y suspiraba ruidosamente, y Deria, Aryes y yo nos reíamos por lo bajo.
Cuando no estábamos fuera haciendo carreras, explorando los alrededores o vendiendo juguetes, Deria, Aryes y yo nos sentábamos en la mesa del comedor, con papel, pluma y tinta. Deria había necesitado todo este tiempo para decidirse a confesar algo, pero un día, cuando acababa de ganarme en una carrera con diez Bosques de Luna, como acostumbrábamos, se acercó a mí y me confesó que no sabía escribir. ¿Para qué aprender a escribir si no lo necesitas? Ella nunca lo había necesitado, en las minas de Tauruith-jur… A partir de ahí, nos mostró todo el pánico que le carcomía desde que Márevor Helith le había propuesto entrar en la academia de Dathrun.
—Cuando lo sepa, Márevor Helith no querrá que me quede en la academia —decía, con los labios temblorosos.
—Claro que querrá —le había asegurado yo. Pero ella había notado vacilación en mi tono, y mi tentativa para tranquilizarla sólo aumentó su sentimiento de pánico.
De modo que Aryes y yo nos pusimos manos a la obra y empezamos a enseñarle a Deria a leer y escribir. Los únicos ejemplares escritos que teníamos eran los manuales de magia que guardábamos mis hermanos y yo, así que Deria empezó a copiar el libro de primer grado de transformación, y de paso empezó a aprender las bases de la transformación. Pero para que no le pasase como a Jirio, me empeñé para que siguiera sus lecciones de jaipú. Como ella no había recibido ninguna educación sobre energías y celmistas, acogió mi explicación del jaipú con muchísima más naturalidad que Jirio o el maestro Áynorin, y de hecho, al cabo de unos días me dijo que efectivamente pensaba que yo tenía razón en considerar que el jaipú no era una energía que se controlaba: se colaboraba con ella. Me temo que Deria fue la única en aprobar mi método de enseñanza, pero a mí me importaba poco lo que pensasen los demás mientras Deria avanzase en su aprendizaje. Por otra parte, me divertía muchísimo haciendo a la vez de alumna con Daelgar y maestra con Deria porque me daba cuenta de cómo un alumno podía ser exasperante y de cómo a un maestro podía faltarle paciencia. Cuando se lo comenté a Daelgar, éste se contentó con sonreír y decir:
—Aprender y enseñar van unidos. Cuando aprendes, te exasperas porque no entiendes lo que hay que hacer. Cuando enseñas, te exasperas porque no sabes cómo hacer entender. En todo caso, al cabo de un tiempo uno siempre acaba por tener que aprender solo. Debes saber que todo lo que se entiende no se enseña con palabras.
Un día, Daelgar me anunció que no podría darme clases durante unos días y que ya me avisaría cuándo tendría lugar la próxima lección. Quedaban unos cuatro días para la vuelta hipotética de Márevor Helith, y sabía que probablemente me habría ido de Dathrun antes de que volviera Daelgar, pero al decírselo a mi maestro, éste se encogió de hombros.
—Entonces, nuestros caminos se separan aquí —dijo simplemente, moviendo una ficha del Erlun—. Espero que hayas aprendido cosas útiles.
Sentados en el suelo de la Torre del Brujo, ambos teníamos la mirada clavada en el tablero de Erlun. Nos habíamos reunido hacía un par de horas poco después del atardecer. Aquel día, Daelgar me había enseñado a crear un círculo de imágenes que me rodease, lo cual requería una gran concentración mental. Era curioso observar que en realidad las armonías no gastaban mucha energía ni mucho tallo, pero sí dejaban la mente exhausta si se pretendía hacer cosas complicadas. Me dije que seguramente era por eso que me estaba ganando a la partida de Erlun más fácil que normalmente.
En todos los años de nerú y de snorí nunca había llegado a entender tan bien como ahora las energías armónicas. Y aun sabiendo que en los círculos celmistas no se preciaba mucho esa energía, yo admiraba la facilidad con que Daelgar se desenvolvía en ella. Casi todos los días, me tendía trampas armónicas. La primera vez, al llegar arriba de la Torre del Brujo, se había dirigido hacia mí absorbiendo todo el sonido que soltaba por su boca, y lo primero que se me ocurrió pensar fue que se había vuelto mudo, con lo que me había asustado mucho, luego pensé que se había vuelto loco y finalmente entendí que Daelgar me estaba proponiendo un ejercicio: tenía que oír lo que decía a pesar de que estuviese absorbiendo sus propias palabras. Después de muchos intentos, conseguí hacer una brecha. Pero Daelgar contraatacó emitiendo un ruido chirriante muy desagradable. Afortunadamente, reaccioné rápido y solté un sortilegio de silencio. Pero mi sortilegio era tan bueno que me costó un cuarto de hora deshacerlo, y mientras duró, pasé los minutos más silenciosos de mi vida.
Daelgar se divertía engañándome con ilusiones armónicas. Una vez casi me mató del susto cuando vi al llegar arriba de las escaleras a un enorme lobo con dientes afilados. Otra vez fue un fantasma. Y otra vez, Daelgar me convenció de que tenía las manos cubiertas de hielo y me puse a tiritar pese al calor agobiante de aquella noche. Poco a poco, empecé a reconocer la realidad de la ilusión, y deshacía las ilusiones de Daelgar con éxito, aunque sabía que Daelgar no trataba de mantenerlas: eran tan sólo ilusiones invocadas que al de un rato desaparecerían si nadie las sostenía. Por eso era más fácil destejerlas.
Descubrir una ilusión armónica era sencillo si uno tenía algo de práctica. Deshacerla no era mucho más complicado, a condición de que la tuvieras delante y supieses encontrar y cortar el hilo que la mantenía todo en pie. Generalmente, cuanto más grande era la ilusión, más fácil era desmantelarla. Aunque Daelgar insistió en que todo dependía de si quienes habían creado la ilusión eran uno o varios, de si era un grupo dispar o no, y de otras muchas cosas que también podían valer para las demás energías.
—Odio despedirme de la gente —dije.
Moví la Flecha y maté al Arquero de Daelgar. Mi maestro sonrió y señaló el tablero.
—Déjame enseñarte una última cosa. Mira lo que acabas de hacer. ¿No te ha llamado la atención?
Observé el tablero, con aire sorprendido, pensando enseguida que había hecho mal matando al Arquero.
—Te he comido el Arquero con la Flecha, ¿era una mala jugada? —pregunté, mordiéndome el labio.
—¿Qué importa una mala o buena jugada? No, no es eso lo que quiero que veas, se trata de lo que acabas de decir: la Flecha mata al Arquero. ¿Con qué ataca el arquero normalmente?
—Con flechas…
Daelgar sonrió anchamente y asintió con la cabeza.
—Es irónico, ¿no te parece? Un Arquero que muere con la única Flecha que hay a sus alrededores. La mejor arma que manejas puede volverse contra ti. Escucha y verás —añadió, recostándose contra el muro de piedra de la torre—. ¿Nunca oíste el refrán que dice: el guerrero muere por el hierro y el buen orador por las palabras? Es un viejo refrán que oí por primera vez en saeh-al y años más tarde lo escuché en abrianés, en boca de un sacerdote eriónico. Algunos dicen también que el músico muere por la música y el campesino por la tierra, pero el mensaje es menos claro. ¿Qué entiendes por el primer refrán?
—¿Que nunca hay que confiar en lo que uno cree manejar? —sugerí.
—Ajá. Imagínate ahora que en vez de un Arquero es un celmista armónico. Y que la flecha es una ilusión que ha hecho él mismo. Si tiene la flecha en el arco, controla lo que puede pasar. Si no sabe si esa flecha es suya, si no sabe dónde está o si se ha olvidado de que existe… entonces el armónico verá falsedades sin saber que él mismo es quien las crea. Más de uno se ha vuelto loco por perder el control de las armonías. Un caso extremo es el de Tuánesar el Loco. Las armonías son una energía más discreta que las otras, no puede herirte físicamente… pero a veces es más eficaz que la energía bréjica si pretendes volver loco a alguien…
Asentí, estremeciéndome.
—Todo esto para que entiendas que, pese a que algunos digan que las armonías son para artistas, tramposos y pícaros, siguen siendo una energía peligrosa que no se puede asir por donde corta.
Me quedé un rato meditando lo que había dicho y luego sonreí.
—Eso no quita que me he comido a tu Arquero —dije, triunfalmente.
Menos de diez minutos después, había perdido la partida y Syu se reía a carcajadas de mono.
—Mala suerte —solté, con aire gruñón.
—No existe ni la buena ni la mala suerte en el Erlun —replicó Daelgar, guardando el juego—. Todo está medido.
“¡Syu!”, le dije al mono para que se callase.
El mono puso cara inocente y empezó a bajar las escaleras. Lo seguimos en silencio pero cuando llegamos abajo de la Torre del Brujo, se me ocurrió una pregunta.
—Daelgar, ¿dónde aprendiste tanto sobre las armonías?
Él no se inmutó por la pregunta, pero no contestó enseguida.
—Tuve un maestro. Y cuando acabé mi aprendizaje, seguí aprendiendo solo. Llega un momento en que ya no sirve mucho tener a un profesor que te guíe: todo lo que aprendes a partir de ahí forma parte de ti mismo y no te lo puede enseñar ningún maestro.
—¿Quieres decir que las armonías funcionan diferentemente según la persona?
Daelgar se giró hacia mí y puso los ojos en blanco.
—¿No me digas que todas mis lecciones no te han dejado claro eso? Es obvio que las armonías no funcionan igual para todo el mundo. Pasa lo mismo con las demás energías. Algunos curanderos son más hábiles curando problemas de músculos, otros entienden mejor cómo curar otras cosas. Cada uno tiene sus especialidades. Y cuanto más te especializas, más te cuesta entender las energías de los demás. Eso forma parte de los conocimientos básicos que aprenden los celmistas —añadió.
—Ya lo sé —repliqué, ofuscada.
—Un celmista no puede controlar del todo la energía órica y la energía esenciática a la vez.
—Eso ya lo sé.
—Y dos celmistas que controlan la energía órica pueden tener especialidades muy distintas. Uno puede haber aprendido a parar los vientos. Otro puede haber aprendido la teletransportación.
Suspiré. Eso ya lo sabía, ¿qué pretendía hacerme entender Daelgar? Mi maestro sonrió, divertido al ver la cara de impaciencia que ponía.
—Y una misma persona puede ser buen armónico en un instante y pésimo en otro. Aunque eso es cuestión de humor y concentración. Por ejemplo, ¿serías capaz ahora de emitir un perfume de madreselva en menos de cinco segundos?
Agrandé los ojos, me encogí de hombros y me concentré. Entrecerrando los ojos, visualicé la madreselva pero su imagen no me era de ninguna utilidad si no recordaba cómo olía la planta… la madreselva se convirtió en hierba y traté de reconstruir mi ilusión… en vano, porque olí inmediatamente un efluvio parecido al que se desprendía en primavera, en Ató, cuando los jardines estaban llenos de hierba cortada. Abrí los ojos del todo y vi que mi sortilegio también había creado una niebla ligera que me rodeaba… la deshice con un movimiento de mano. La ilusión se deshilachó enseguida y el olor a hierba cortada desapareció.
Cuando la niebla se desvaneció, observé con cierta decepción que Daelgar se había marchado. A él tampoco debían de gustarle las despedidas, pensé, antes de encaminarme con Syu hacia casa.