Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 2: El Relámpago de la Rabia
Cuando salí de la enfermería Azul, me dirigí rápidamente hacia la Sala Derretida. Según el reloj de la enfermería Azul eran las tres y veinte, pero marcaba de menos así que tenían que ser las tres y media según mis cálculos. Deseaba estar de vuelta antes de las cuatro para despedirme de Zoria y Zalén y me alivió saber que no llegaba tarde.
—Creímos que tendríamos que arrastrarte por las orejas para que vinieras a despedirte —soltó alegremente Zalén al verme entrar en el dormitorio número doce.
—¡Buenos días Escama Verde! —exclamó Zoria, quitándole a Zalén el cojín con que acababa ésta de golpearle la cabeza.
—Ya veo que estáis haciendo las maletas —comenté, al ver el desastre que tenían todavía desparramado sobre las camas.
Steyra estaba sentada junto a la ventana y se había puesto a dibujar, con Mindus, su gato blanco, tendido sobre la mesa, junto a la hoja. Al entrar yo, ambos habían levantado la cabeza.
—He intentado ayudarlas, pero son tan caóticas que es inútil. Así que al final he pensado que ya se arreglarían —dijo, volviendo a interesarse por su dibujo con aire concentrado.
Sin embargo, Zoria y Zalén acabaron de hacer las maletas a toda prisa cuando les dije la hora que era y se despidieron de nosotras corriendo:
—¡Estudia bien, Escama Verde! —me soltó una.
—¡Buenas vacaciones! —dijo la otra.
Les deseamos lo mismo a ambas y las miramos salir riéndonos de lo raras que eran aquellas dos humanas. Cuando se alejaron, cayó el silencio y me fijé por primera vez en que el viento soplaba contra la ventana. El día estaba nublado y a ratos caían chubascos.
—Así que tú te vas mañana por la mañana —dije.
—Sí —contestó Steyra—. Tengo que embarcar a las siete desde el puerto de Dathrun, así que saldré de aquí hacia las seis. Intentaré no meter ruido.
—Oh, no te preocupes por eso. ¿Qué dibujas? —pregunté, acercándome a la enana con curiosidad.
El papel que Steyra me enseñó representaba un paisaje de montañas, con árboles, cascadas y rocas. No había colores porque todo estaba hecho con lápiz negro, pero la imagen era asombrosa.
—Caray —resoplé—. Sí que eres buena dibujando.
Steyra sonrió.
—Gracias. A mi padre le gusta mucho pintar y me quiso enseñar lo que sabía desde que era pequeña.
—¿Que te enseñó? ¿Así que hay reglas para pintar?
Steyra se rió de mí y después de varias preguntas curiosas que le hice, empezó a explicarme cómo manejaba el arte de la pintura, y hasta incluso sacó otras hojas de papel, de menor calidad, para enseñarme de qué modo se podía jugar con la profundidad y con las sombras. Realmente, tenía mucho arte y me quedaba fascinada por los dibujos que me iba enseñando.
—Admito que yo, cada vez que intento dibujar algo, me sale diferente de lo que pretendía —dije.
—¿De veras? Eso es porque no practicas.
—Oh, no, eso es porque no tengo el arte necesario para esas cosas —repliqué categóricamente.
Sin embargo, Steyra insistió para que intentase retratarla, para ver el resultado. Al cabo, suspiré, vencida.
—Realmente, Steyra, creo que estás cometiendo un error. Luego no te quejes de que te pinte como a un monstruo.
Saqué un papel y un lápiz de los que me habían dejado Laygra y Murri y me preparé a retratar a Steyra. Empecé a dibujar haciendo grandes gestos, y luego me centré en los detalles frunciendo el ceño y mordiéndome el labio. La verdad es que casi me centré más en el aspecto teatral que en el dibujo. Al cabo de un buen momento, Steyra carraspeó.
—¿Puedo verlo?
Parpadeé, miré mi dibujo y estallé de risa.
—¡Por Karihesat! —exclamé, horrorizada pero sin poder borrar mi sonrisa—. No sé si es una buena idea…
Pero Steyra ya me lo había arrebatado de las manos y al ver el dibujo soltó una carcajada. Me miró, volvió a mirar el dibujo y soltó otra carcajada.
—¿Y bien? —gruñí.
—Al menos tienes talento en lo que se refiere a la profundidad —dijo entonces—. Y los ojos no están tan mal, aunque no sean los míos. Hehe. Qué gracioso es tu dibujo.
Me ruboricé.
—Me temo que te estás burlando de mí. ¿Yo? ¿Talento para la profundidad? Sólo haciendo una bola de ese papel alcanzaré profundidad, te lo aseguro.
Steyra agitó la cabeza y luego empezó a guardar sus dibujos.
—Creo que te subestimas, Shaedra. Ningún artista es artista si no practica. Voy a ir a la biblioteca. Necesito devolver unos libros.
—Claro —dije yéndome a tumbar sobre la cama con aire meditativo—. Oye, Steyra, ¿puedo hacerte una pregunta?
Steyra se giró hacia mí, sorprendida, con su cara rosa y redonda.
—Pues claro.
Alcé los ojos hacia el techo, pensativa.
—¿Qué es para ti lo más importante de la amistad?
Steyra frunció el ceño y se sentó al pie de su cama, abrazando los tres libros de la biblioteca que tenía que devolver.
—Bueno… eso es una pregunta muy personal. No todo el mundo otorga los mismos valores a la amistad.
—Supongo que no —concedí.
—Pero yo creo que la amistad sin confianza no es amistad —retomó Steyra, levantándose—. Andas muy filosófica, ¿alguna pregunta más? —dijo, con media sonrisa.
Me rasqué la mejilla y sacudí la cabeza.
—¿Vas a la biblioteca?
Steyra me miró con extrañeza.
—Pues sí, acabo de decírtelo.
—Pues te acompaño. Tengo que ponerme manos a la obra. Eso de tener que pagar dos mil y pico kétalos para poder quedarme aquí me ha animado para aprovechar mientras tenga las puertas de la biblioteca abiertas. ¿Vamos? —dije, poniéndome de pie de un bote.
La biblioteca de Dathrun era muy diferente a la de Ató. Lejos de ocupar una sola planta, la biblioteca era bastante laberíntica y poco práctica. De hecho, tenía corredores y torres con escaleras un poco por todos los rincones y era muy fácil perderse. Todo, hasta las estanterías, era de piedra, con lo que el riesgo de incendio se reducía considerablemente. Únicamente las mesas eran de madera, así como los bancos y algún mueble vacío abandonado por ahí.
No había tenido hasta entonces la ocasión de curiosear, y Steyra, después de devolver los libros, me enseñó algunos lugares que conocía.
—Por aquí hay mucho libro sobre las invocaciones, mira, este libro es muy divertido, no sé muy bien qué hace en esta sección porque es más bien un libro de cuentos de hada, pero es bueno. Estos libros, en cambio, son los cinco libros de la invocación —dijo con un tono burlonamente grave—. La profesora Drashia adora esta colección.
Palidecí.
—¿Ella da las clases de invocación?
—Ajá. Es una buena profesora, aunque yo personalmente no le caigo bien.
—Ah, ya. Creo que no eres la única. Esa persona me pareció muy poco expresiva.
Steyra sonrió.
—De hecho, no lo es.
—¿Dónde están los libros de criaturas? —pregunté, mirando a mi alrededor.
—¿Cómo dices?
—Digo, los libros sobre los animales y esas cosas. Somos faunistas después de todo.
—Ah, sí, ya veo lo que quieres decir. Los libros que describen a los animales, de esos hay muchos por aquí, aunque también hay en la sección de biología y anatomía. Aquí, en estas estanterías, hay libros de alquimia, y por aquí libros de endarsía, pero bueno, eso lo pone en el cartel, no hace falta que te lo diga.
Me fijé en los carteles mientras caminábamos por uno de los pasillos principales. En algunos aspectos, la clasificación era bastante parecida a la de Ató, y en otros totalmente distinta. Por ejemplo, no vi ninguna sección sobre las energías dársicas o asdrónicas, pero sí sobre las especialidades de estas energías, lo cual, en cierto modo, era más lógico. Al de un rato, fruncí el ceño.
—Espera un momento, en este cartel pone «Astronomía» en abrianés, nailtés y…
—En caéldrico y en zribil —asintió Steyra—. No me preguntes por qué, me temo que estos carteles son muy viejos.
—¿En zribil? —repetí.
—¿Nunca oíste hablar del zribil? Es un idioma antiguo. Lo utilizaban los Almanobles. El profesor Tawb dice que era el idioma noble de la época pero ahora ya nadie lo habla.
Cuando volvimos a la Sala Derretida, ya era la hora de cenar, y sin embargo las mesas estaban casi todas vacías. La mayoría ya había emprendido el viaje hacia sus casas para pasar las vacaciones y apenas quedaban una veintena de estudiantes. Y de ellos tan sólo reconocí a Rathrin, el estudiante brejista que jugaba a veces al mulkar con nosotras. Al vernos, se levantó de la mesa donde estaba comiendo y fue a reunirse con nosotras.
—¿Qué tal el día? —preguntó alegremente.
—Veo que hoy toca arroz —comentó Steyra, echando un vistazo tristón hacia su plato.
—¿Zoria y Zalén ya se han ido? —asentí y él suspiró—. Klaristo también. Tiene sus ventajas tener familia en Dathrun. ¿Vosotras también os quedáis?
Steyra negó con la cabeza y tragó el arroz que estaba masticando.
—Yo voy a ver a mi tío Rivjur en Ombay. Es pastelero y chocolatero.
Esas dos palabras nos sobresaltaron y enseguida estuvimos quejándonos, envidiosos. Steyra gruñó.
—Veré qué puedo hacer. Quizá pueda traeros alguna caja, pero no prometo nada.
—Eres un encanto —exclamó Rathrin con un brillo glotón en los ojos.
Intercambié una mirada burlona con Steyra. No es que conociese Rathrin a fondo, pero empezaba a conocerle y sabía que la generosidad no era una de sus características, que además era glotón, algo pedante y a veces podía ser pesado. Sin embargo, tenía también sus lados graciosos y entendía que las gemelas y él fuesen amigos porque ninguno de ellos se prestaba realmente atención. Claro que Zoria y Zalén me caían mejor porque eran más raras y simpáticas.
Aquel día, sin embargo, no hablamos mucho y nos fuimos a la cama pronto. Cuando subíamos las escaleras de madera que conducían a nuestro dormitorio, indiqué el árbol que crecía en medio de la torre de la Fauna.
—¿Sabes qué árbol es ése?
—Ni idea —contestó Steyra encogiéndose de hombros—. Pero tiene que tener muchos años.
—Es un aldik de oro —contestó una voz a nuestras espaldas.
Ambas nos giramos, sobresaltadas. El que había hablado era el sereno, el señor Nyuvel, un buen hombre.
—Y tiene más de mil años —añadió tocando el ala de su ancho sombrero—. Buenas noches.
—Buenas noches, señor Nyuvel —contestamos a la par Steyra y yo.
—De ahora en adelante miraré este árbol con más respeto —comentó Steyra—. Un aldik de oro. Jamás había oído hablar de esa especie.
—Yo sí —dije—. Hay muy pocos en el mundo y viven muchísimo tiempo. Es la primera vez que veo uno.
—¿No dan oro, verdad? —soltó Steyra. Resoplé, riéndome, y negué con la cabeza.
Aquella noche me costó dormirme pero me desperté igualmente cuando Steyra se preparaba para salir del cuarto.
—Buen viaje —le dije en voz baja y bostecé.
Steyra suspiró.
—No quería despertarte. Adiós. Y duérmete.
Salió con toda la discreción de la que es capaz una enana, es decir, no mucha. Las escaleras de madera rechinaron bajo el peso de sus botas. La oí bajar, murmurar algo, seguramente un saludo al señor Nyuvel, y luego todo volvió a ser silencio, pero por poco tiempo porque unos dos o tres alumnos más salieron poco después, seguramente para embarcarse en el mismo barco que Steyra. Ombay, pensé. Aquella ciudad tenía mucha fama. A Ató llegaban viajeros que hablaban con admiración de la variedad de productos que se podían encontrar ahí. Desembarcaban barcos lejanos cargados de mercancías y se decía que ahí estaban los mejores ingenieros de la Tierra Baya. También se decía que se controlaba duramente a la gente con leyes estrictas, pero en eso Ató no era mejor. Recordé que algunos viajeros se quejaban de que Ajensoldra pedía autorizaciones para muchas cosas lo que no era el caso en Ombay según ellos. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que las opiniones e historias oídas en una taberna tenían que tomarse como rumores y no como verdades: hasta que uno no veía las cosas con sus propios ojos, no sabría realmente lo que eran.
Al de un rato de estar cavilando, acabé por levantarme. El cielo empezaba a azularse y una tórtola se había posado junto a la ventana canturreando con su habitual ruido gutural. Me pasé la túnica verde por encima de la cabeza, reuní unos cuantos papeles, los eché dentro del saco que me había dado Laygra, me lo puse al hombro y abrí la puerta. Cuando alcancé el suelo de piedra, me di cuenta de que me había olvidado de ponerme las botas. El señor Nyuvel estaba sentado en una silla, dormitando, y decidí pasar discretamente para no despertarlo, lo que no resultó difícil.
Tenía previsto hacer varias cosas. Había estado reflexionando y había llegado a la conclusión de que lo más urgente era deshacerme de mi filacteria. Sin ella, todo se arreglaría, estaba convencida de ello. Sólo tenía que descubrir la forma de quitar la parte de la mente del lich y mandarla lejos de mí, por ejemplo a través de un monolito… Pero para eso tenía que tener ideas y conocimientos que no poseía y que esperaba encontrar consultando libros.
Con este honesto propósito, me encaminé hacia la biblioteca sin pensar ni siquiera que a estas horas estaría muy probablemente cerrada. De todos modos, me equivoqué de camino. Llegué a un cruce y me fui hacia la derecha, bajando unas escaleras de piedra que desembocaron en una galería abierta sin cristales. Los rayos de la mañana entraban alegremente por los vanos. El suelo estaba lleno de polvo y arriba sobre un pilar roto había un nido de pájaro. Por lo visto, aquella galería era poco transitada y no llevaba a la biblioteca. Iba a dar media vuelta cuando de pronto oí un ruido y me giré hacia la derecha, hacia donde bajaban unas escaleras anchas. Me bastó con dar unos pasos para ver que había alguien sentado sobre uno de los peldaños de piedra. Era Jirio. Los hombros caídos y la cabeza gacha, parecía estar sumido en pensamientos amargos. No sé por qué, me dolió mucho verlo deprimido así y me pregunté qué castigo le habrían dado para que estuviese tan abatido. Alejándome del camino de la biblioteca, me aproximé a él, bajando las escaleras.
—¿Jirio? —dije, vacilante, cuando estuve a unos dos metros. No parecía haberme oído llegar. Bajé unos peldaños más para verle la cara y me quedé estupefacta. Estaba llorando.
El joven ternian, al verme, intentó secarse las lágrimas con escaso éxito.
—Vete —soltó con un tono miserable.
No le hice caso y me senté sobre un peldaño lleno de polvo.
—De eso nada. ¿Qué te ocurre?
Jirio rehuyó mi mirada y se levantó, inspirando hondo.
—Nada. Será mejor que no te acerques a mí. Soy un engendro peligroso y podría hacerte daño.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunté, horrorizada, levantándome de un bote.
Ya me daba la espalda cuando contestó:
—La profesora Djeïhirn.
¡Una profesora! ¿Cómo había podido decirle esas palabras a Jirio?
—¡Pues miente! —afirmé categóricamente.
—No miente. Soy peligroso para mí mismo y no llegaré nunca a nada estudiando aquí.
—¿Eso te ha dicho la profesora Djeïhirn? —jadeé, atónita.
Jirio se detuvo arriba de las escaleras y negó con la cabeza.
—Eso me lo ha dicho el profesor Erkaloth.
—¡¿Qué?! ¿Pero tú sabes qué clase de gente es ese señor? —exploté—. Dice cosas desagradables a todo el mundo.
Jirio se giró hacia mí con una expresión fatalista.
—Quizá. Pero lo que ha dicho es verdad. También me lo dijo mi madre. Dijo que acabaría como mi padre. Loco. Al principio creí que podría controlar mi energía. Pero no puedo. Si sigo aquí más tiempo acabaré por matar a alguien sin quererlo —soltó, con cara de horror—. Ya has visto lo que pasó ayer, en clase de armonías. Estoy maldito.
—¿Te han dicho que estabas maldito? —dije, alucinada.
—No. Eso lo digo yo.
—¡Espera! —grité, al ver que se iba—. ¡Jirio! Maldita sea, ¿me estás tomando el pelo?
Subí las escaleras a toda prisa, entré en la galería, tomé apoyo en el suelo y me abalancé para cortarle el paso a Jirio.
—Espera —repetí, fulminándole con la mirada.
Jirio me correspondió con una cara de pocos amigos y al de un rato suspiró e hizo un gesto interrogatorio con la mano.
—¿Y bien? ¿A qué quieres que espere? ¿A que eche de nuevo un relámpago como el de ayer y mate a alguien? No gracias.
Me rodeó y empezó a alejarse. Gruñí, negando con la cabeza. ¡No podía ser que Jirio fuese tan poco pertinaz!
—El único problema que tienes es que trabajas con cosas peligrosas —solté.
Mi objetivo era sorprenderlo lo suficiente como para que se le quitase de la cabeza la idea de que podía dañarme en cualquier momento, sin quererlo, y efectivamente, Jirio se detuvo, y la cara que vi mostraba claramente su turbación.
—¿Qué cosas peligrosas? —dijo, con desconfianza.
—Bueno, tan sólo lo suponía —contesté con una ancha sonrisa—. Cuando tiraste ese relámpago, me dije que era imposible que tuvieses una carga eléctrica tan importante a menos que te hubieses cargado previamente. Y pensé que quizá hicieses algunas experiencias que…
—De acuerdo —me interrumpió Jirio—. Soy investigador. El más joven de los investigadores por cierto. —Calló y al de un momento continuó—: Los profesores se mostraron impresionados por lo que sabía hacer. Mi padre me enseñó cosas que ellos ignoraban totalmente y aun hoy hay cosas que… —Sacudió la cabeza—. No debería hablarte de eso. Pero sí, el principal problema es ése.
—¿Cuál?
—Se supone que los profesores no tienen derecho a utilizar a estudiantes menores para la investigación. Yo por supuesto estaba de acuerdo para ayudarles en sus experiencias porque la energía brúlica es toda mi vida.
—Ah —dije—. ¿Pero?
—Pero les pongo en peligro a ellos, saben que en ciertas cosas sé mucho más que ellos y también saben que no sé controlar la energía aunque sepa internarla, y eso los pone nerviosos.
—Ya. Normal —admití, algo turbada—. Pero hay algo que no entiendo. ¿Los profesores quieren que te vayas?
Jirio hizo una mueca.
—No lo han dicho tan directamente, pero yo creo que es lo que esperan que haga después de los exámenes.
—Es decir, dentro de un mes —concluí, meditativa. Lo miré fijamente—. Pero… ¿tú no quieres irte, verdad?
—¿Y eso qué importa? —replicó el joven ternian, soltando un resoplido—. Me iré porque ellos me bajarán el precio de la matrícula. Conocen a mi hermano.
—¿Qué? —solté, alucinada, creyendo que no había oído bien.
—Sí —asintió, muy serio—. Mi hermano nunca pagará menos de mil kétalos por una matrícula. No dejaría a su hermano en una escuela así, me lo juró varias veces.
—¿Tu hermano es mayor que tú?
—Tiene veintiocho años. ¿Nunca has oído hablar de él? —preguntó, algo sorprendido—. Se llama Warith y lo ha heredado todo de los Melbiriar, menos el genio y el carácter de mi padre. Es un tipo hipócrita y todo el mundo dice que está chiflado. Me mandó aquí porque mi padre pidió en su testamento que me pagaran los estudios en Dathrun. Cuando Warith volvió de Ombay para los funerales, cumplió su palabra y enseguida me mandó a Dathrun, sin respetar los meses de luto. Pagó cuatro mil kétalos por mi entrada.
No supe qué contestar a eso. No era difícil adivinar que él y Warith no se querían, ni tampoco que Jirio se había resignado a irse de Dathrun.
—Es injusto —dije al fin.
Los ojos verdes de Jirio brillaron, sonrientes y amargos al mismo tiempo.
—La vida no es justa. Bienvenida al mundo real. Subamos.
Iba a poner el pie sobre el primer peldaño de las siguientes escaleras cuando volvió a toparse contra mí. Gruñó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué siempre te interpones en mi camino?
—¡Tengo una idea! —exclamé.
Sacudió la cabeza como intentando despejar su mente de los pensamientos tristes.
—Muy bien, ¿de qué se trata?
—Has dicho que el problema venía principalmente de que no eras capaz de controlar tu energía, ¿verdad?
Jirio no contestó de inmediato pero luego suspiró y asintió.
—¿Y?
—Pues creo que el problema que tienes es que nunca congeniaste con tu jaipú —le expliqué con seriedad.
Jirio me miró como si me hubiese vuelto loca.
—¿Congeniar con el jaipú? ¿De qué estás hablando? No se puede congeniar con un jaipú. Es como si congeniases con un trozo de madera. No tiene alma, es sólo energía dársica.
—Bueno, olvida lo de congeniar —repliqué, impaciente—. Lo que quiero decir es que el jaipú puede ayudarte a controlar las energías asdrónicas. Él es como un escudo entre las energías y tú. Si aprendieses a utilizarlo…
—¡Shaedra! —exclamó Jirio, resoplando—. Esto es una academia celmista, no un campo de entrenamiento. El jaipú sólo se utiliza para impulsar o para controlar los movimientos del cuerpo. No sirve de escudo. Todos los libros lo dicen, es una energía dársica. Como el morjás. Es casi como si dijeses que tengo que aprender a controlar mis estornudos para protegerme de un relámpago brúlico. No tiene lógica, lo siento, no la tiene.
Durante su discurso, hacía grandes ademanes y se paseaba por la galería, hablando con rapidez. Apoyada contra el muro del primer peldaño de las escaleras, lo contemplaba, exasperada. ¿Por qué una idea nueva siempre tenía que ser acogida con un rechazo rotundo, sin que ni siquiera se razonase sobre ella?
—Muy bien —solté, al caer el silencio—. Entonces, si realmente no quieres hacerme caso, iré a ocuparme de mis asuntos. Buenos días.
Le di la espalda y empecé a subir por las escaleras. Creo que me dolió que ni siquiera intentase alcanzarme. Jirio era simpático, pero a veces parecía estar un poco en las nubes y actuar con rapidez no era lo suyo. Así que volví al cruce y esta vez tomé el buen camino porque poco después me encontré delante de la puerta de la biblioteca. Sólo entonces me di cuenta de que obviamente estaría cerrada, y lo estaba. Tan sólo estaba abierta la sala de estudio y en ella había varios estudiantes matutinos, con las cabezas gachas, leyendo libros o escribiendo sobre papel de botrillo.
Cuando entré, apenas algunos alzaron la cabeza. Cerré la gran puerta discretamente y me dirigí hacia donde estaban los recopilatorios de los libros. Lo mejor sería empezar por ahí. Me senté delante de un libro enorme en el que ponía «Energías bréjicas», y empecé a buscar el título de algún libro que tuviese la palabra «lich» o «filacteria» o algo así, pero pronto me di cuenta de que era inútil buscar de esa manera porque al fin y al cabo no todos los días se encontraban a saijits vivos con una parte de la mente de un lich en la cabeza. Entonces proseguí buscando libros que tuviesen que ver con la composición de la mente porque, desde luego, primero tenía que saber dónde se situaba el sector que tenía que vedarle a Jaixel y luego amputarlo de mí y lanzarlo muy lejos de Dathrun y de la Tierra Baya. Eso era la teoría.
Me pasé quizá una hora consultando títulos de libros. Después de los títulos, solía venir un resumen de la obra de unas cinco líneas, lo cual me resultaba útil para saber cuáles habían sido leídas muchas veces, y cuáles no. Durante esa hora, anoté algunos títulos que me parecían interesantes, pero al de un rato me dio la sensación de estar leyendo títulos que ya había leído y súbitamente me vino un pensamiento: no había desayunado, ¿cómo se me había podido olvidar ese detalle?
Posé mi lápiz, cerré el libro, me froté los ojos y me levanté, estirándome. Entretanto, la sala se había llenado bastante, sobre todo de estudiantes mayores que tenían que prepararse a algún examen dentro de unos días. Reinaba un silencio total. Al salir de la biblioteca me dio la impresión de que el mundo había vuelto a la vida cuando un grupo de jóvenes estudiantes bajaron las escaleras corriendo y alborotando todo el pasillo. Iban esparciendo un líquido pringoso que tenía toda la pinta de estar hechizado y al volver a la Sala Derretida tuve que ingeniármelas para evitarlo, dando saltitos e intentando no respirar mucho, pues de hecho, aquel líquido verdoso despedía un olor fétido y podrido que daba náuseas respirar.
Cuando llegué a la Sala Derretida, entré con un paso vacilante. Todas las ganas de desayunar se habían esfumado. De pronto apareció Laygra a mi lado, jadeando.
—¡Shaedra, te he estado buscando por todas partes! ¿Qué demonios estabas haciendo? Ven, tenemos trabajo que hacer.
—Pero…
—¡No hay peros que valgan! —replicó ella, tajante—. Adelante, no hay tiempo que perder.
—Pero si no he desayunado —murmuré por lo bajo, mientras mi hermana desaparecía por la puerta con precipitación. Me pasé la mano por el cabello, pensativa. ¿Qué mosca le había picado a Laygra? Con un suspiro resignado, salí de la Sala Derretida antes de que se le ocurriese volver para estirarme de las orejas y decirme que me diese prisa.
Me condujo a la entrada de la academia. A todas mis preguntas contestaba con evasivas, y lo único que entendí fue que Murri nos esperaba abajo y que íbamos a Dathrun.
—¿Pero por qué tantas prisas? —repliqué.
Laygra soltó un gruñido y empujó la puerta de la entrada y exclamó:
—¡La he encontrado!
Murri soltó un suspiro de alivio y se acercó a nosotras con rapidez.
—Buenos días, hermanita.
—Buenos días —contesté con el ceño fruncido—. ¿Alguien me puede explicar por qué…?
—Será mejor ir ahora, estarán a punto de abrir —le dijo Laygra a mi hermano.
Murri asintió.
—Vayamos.
Intenté tomarme las cosas con paciencia pero no me moví.
—Hermanos, ¿qué estáis tramando? —Murri y Laygra intercambiaron una mirada elocuente que me mosqueó.
—¿Recuerdas lo del trabajo aquél, verdad? —empezó Murri.
—El trabajo en el que tú también participas —añadió Laygra.
Me quedé boquiabierta. ¿Cómo había podido olvidarlo?
—Hay… ¿hay que ir ahora?
Murri y Laygra se volvieron a mirar. Mi hermano carraspeó.
—No precisamente.
—No lo entiendo. ¿Cuándo tenemos que ir?
—Hoy. A la tarde, hacia las cinco, según me han dicho, para la hora del té —soltó Murri, con tono burlonamente ceremonioso.
—Oh. Y ahora…
Laygra me interrumpió.
—Ahora vamos a comprarte ropa, Shaedra. El maestro Helith nos ha dejado una buena cantidad de dinero, y pensé que nos vendría muy bien.
La miré de hito en hito.
—¿Ropa? —repetí, desconcertada.
—Un vestido como tienen todas las niñas de Dathrun —asintió Murri animadamente.
Solté una exclamación y los miré alternadamente. No salía de mi asombro.
—Pero ¿no os dais cuenta de que a ese tipo le importará un comino si vamos con vestidos de oro o desnudos? Es un lad…
Murri me tapó la boca con aire severo.
—Salgamos de aquí y pongámonos en camino.
Tuvieron que arrastrarme hacia la salida y yo no dejé de soltar gruñidos y protestas.
—No puede ser que me estéis haciendo esto —solté, con la voz ronca.
—Escúchame bien, Shaedra —me dijo Murri con tono paciente—. Voy a decirte una cosa que te va a sorprender. El señor Mauhilver no es un ladrón cualquiera.
—¿Ah no? —repliqué, irónica.
—No. Estuve merodeando por Dathrun, buscando la rúa Sin Paso para que no perdiésemos tiempo buscándola hoy, y la encontré, pero fíjate bien, el número cinco de esa calle es la puerta de servicio de una casa enorme con un jardín precioso.
Agrandé los ojos.
—¿La dirección es equivocada? Pero entonces…
—No creo que nadie se haya equivocado dándonos la dirección. Hice algunas pesquisas y resulta que esa casa pertenece a la familia Mauhilver.
Lo miré, boquiabierta.
—¿Y cómo te ha dado tiempo a ir a clases con todo esto?
Murri gruñó, haciendo un vago ademán.
—Déjate de preguntas chorras. Y no andes tan lentamente, te recuerdo que tenemos que comprarte un vestido.
—Vale, vale. Pero no hay tanta prisa, ¿no? Además, ¿qué tienen de malo mi túnica y mis pantalones? Yo, sinceramente, estoy muy cómoda así y…
Me interrumpió la larga carcajada de Murri y, al girarme hacia Laygra, la vi sonreír amablemente. Los fulminé a ambos con la mirada. ¿Qué les pasaba?
—Francamente, Shaedra —me dijo entonces Murri, intentando ponerse serio—, ¿qué piensas que dirá el señor Mauhilver si ve venir a tres ternians harapientos a su elegante mansión de Pilendrgow, ensuciando su suelo limpio? Dicen del señor Mauhilver que es una persona maniática de la limpieza y que viste como un caballero.
Hice una mueca.
—Esa descripción no me gusta. ¿Qué más dicen de él?
Murri se encogió de hombros.
—No sé mucho más. Ayer a la noche me enteré de que se llama Amrit Daverg Mauhilver con su nombre entero. Ah, también he oído que es un gran consumidor de fresas y que esta primavera ha comprado varios kilos. Sé que no está casado, pero no sé si vive solo en toda esa gran casa, después de todo quizá no sea el verdadero dueño de la casa, de eso no pude enterarme, pero lo que sí sé es que a la gente le parece un hombre derrochador que cuida demasiado su imagen y que desprecia a los pobres y a todos los que no tienen su misma educación.
—Creo que ya me cae mal —mascullé.
—Tal vez, pero no pretendemos que sea nuestro amigo, sólo queremos que no nos eche nada más vernos. Veo que ya lo vas pillando.
Suspiré y asentí.
—¿Realmente es importante ese libro?
Murri puso cara perplejo.
—Lo es. El maestro Helith piensa que nos ayudará.
—Oh. Claro. Entonces adelante —dije con un tono vacilante.
Murri me sonrió y me despeinó cariñosamente el cabello.
—Eres más simpática cuando no gruñes, hermanita.
Solté un gruñido irritado y luego les sonreí.
—Oye, yo no digo, siempre me han gustado las aventuras.
Sin embargo, la aventura de esa mañana fue más dura de lo que preví. Mis hermanos me condujeron a un comercio bastante grande lleno de trapos muy bonitos que me espantaron de inmediato.
—¡Laygra! —exclamé, cuando vi los escaparates.
—El Áberlan —pronunció ella sin hacerme caso—. Es un lugar al que acuden todas las estudiantes de Dathrun, te lo aseguro. Conozco a cierta gente que parece haber olvidado algo aquí todas las semanas —añadió con el ceño fruncido.
—¿No pretenderás meterme ahí dentro? —solté, amedrentada, mientras veía que adentro se paseaba ya algo que se acercaba a la muchedumbre—. ¿Dices que acaba de abrir? ¿Es que duermen ahí dentro o qué?
—Es la última semana de la Gorgona —explicó Murri con los ojos clavados en una joven hermosa que entraba por la puerta grande del comercio.
Le di un codazo e inspiré hondo intentando serenarme.
—¿Os he dicho que era valiente, verdad?
—Pues claro. Además, Laygra te acompañará —dijo Murri, cada vez más burlón.
Lo miré, sorprendida.
—¿Tú no vienes?
—Oh, ¿yo? No, no me van esas cosas y yo ya tengo un traje apropiado para la ocasión. Voy a dar una vuelta a ver si oigo más cosas sobre el señor ése. Nos volvemos a ver dentro de un rato.
Laygra me estiró del brazo, impaciente, mientras yo observaba la expresión risueña de Murri, decepcionada.
—¡Vamos, Shaedra, o se lo llevarán todo antes de que pasemos el umbral!
—No quisiera ser pesada —empecé a decir, mirando mi túnica verde limpia y mis botas preciosas— pero ¿seguro que es necesario…?
La mirada de Laygra me bastó como respuesta y me dejé llevar por ella hacia el interior. Ahí dentro, todo era agitación, voceríos de mujeres excitadas que iban de aquí para allá probándose vestidos, cinturones de tela, mirando pañuelos… Fue un infierno de corta duración. De hecho, nada más entrar ahí, me invadió un aburrimiento excesivo y empecé a atosigar a Laygra pidiéndole que se diese prisa en encontrar algo, pero como no se decidía y como empezaba a darme vueltas la cabeza de tanto oír los disparates que decían algunas pasando junto a mí, intenté acelerar las cosas.
—¿Qué tal este vestido? —dije, señalando con el dedo un amasijo de vestidos.
Laygra frunció el ceño.
—¿Cuál de ellos?
—Uno de esos. Son perfectos, ¿no crees?
—No, no, no. Estos vestidos son demasiado elegantes y demasiado largos. Mira, ¿y si te compramos una falda?
—¡Excelente idea! —gruñí, mirando cómo una mujer gorda intentaba convencer a su hija delgada de que cabría en un vestidito azul marino en el que no podía caber ni su hija—. Entonces, adelante, pero no tardes.
—Tú vienes conmigo. Por aquí.
—No vamos a quedarnos aquí hasta que le salgan hojas a la piedra, ¿verdad? —solté, al de un momento, mientras Laygra buscaba una falda.
Solté algunas frases más para expresar mi aburrimiento y Laygra acabó por girarse hacia mí, irritada.
—¡Eres como una niña! Ya tienes trece años, podrías ayudarme. Esto no es tan difícil como matar a un dragón.
Inspiré hondo.
—De acuerdo, déjame que te ayude —le dije.
Extendí la mano, revolví un poco la estantería y saqué una falda azul y blanca.
—Esta misma. ¿Vamos?
Laygra carraspeó.
—Ahora sólo nos queda la camisa, el pañuelo y los zapatos, pero esto último habrá que buscarlo en otra parte.
Solté un gemido y por primera vez mi hermana me miró con compasión.
—Ánimo —me dijo—. Un poco más y el señor Mauhilver tendrá dentro de poco ante sí a tres ternians encantadores.
Hice una mueca poco elegante.
—Encantadores —mascullé, espantada, mientras la seguía en el laberinto del Áberlan.
* * *
Cuando entré en la enfermería Azul, eran las once pasadas y mi aparición tuvo que despertar la curiosidad de más de uno mientras pasaba corriendo por entre los pabellones, el corazón desbocado.
Llegué a la casa del doctor Bazundir a las once y veinte y lo primero que dije cuando el anciano abrió la puerta fue:
—Perdone, doctor, estaba en Dathrun y se me ha pasado el tiempo volando y… —solté un jadeo—, pero supongo que podrá perdonarme. Usted es un buen hombre.
El doctor Bazundir dejó de fruncir el ceño y sus labios esbozaron una sonrisa divertida.
—De todos modos no suelo moverme mucho de aquí. Entra, entra. El mono ya está aquí —espiré brutalmente, y asentí, siguiéndolo adentro.
“Buenos días”, me dijo Syu, encaramado a una de las vigas del techo. Sus ojos verdes relucían entre las sombras. Sonreí, contenta de verle.
“Buenos días, Syu. ¿Te ha explicado lo que quiere enseñarnos el doctor Bazundir?”
“Lo ha intentado, pero no acabo de entender vuestros problemas. Según el viejo, tú no me hablas de la misma manera que me habla él. Hasta ahí creo que lo he entendido. Y luego ya me he perdido”, dijo, dejándose caer sobre la mesa con ligereza.
Solté una risita.
“Creo que yo tampoco acabo de entenderlo todo, pero el viejo nos lo explicará.”
El mono puso cara escéptica. Me fijé en que el intercambio mental había sido tan rápido que el anciano apenas había sacado una cazuela del armario cuando acabé de hablar con Syu.
—¿Té? —preguntó el anciano.
De pronto me di cuenta de que ni siquiera había desayunado y que me moría de hambre. Asentí enérgicamente con la cabeza.
—Sí, por favor. ¿Y quizá unas galletas de esas tan buenas que hace usted? —dije, ruborizándome cuando me miró con una ceja enarcada— Creo que necesitamos fuerzas para empezar una lección tan… densa, ¿no cree?
—¿Densa? —repitió el anciano, mientras ponía agua a hervir—. Bueno, no pretendo enseñarte todo lo que sé sobre la energía bréjica. Necesitaríamos más que galletas para eso. Necesitaríamos años enteros.
—El tiempo —suspiré—. Claro. Pero yo tampoco pretendo aprender todo lo que usted sabe. Además, la energía bréjica no es la energía que más me atrae. Yo prefiero las armonías y la energía brúlica. Son mis favoritas.
—¿De veras? —soltó el doctor Bazundir—. Siéntate, ¿quieres? No hace falta que esperes a que te invite yo, esto no es una reunión formal —mientras me sentaba, siguió hablando—. Bueno, no sé si tú, pero yo he estado pensando en cómo organizar estas lecciones, ya que el objetivo es entender cómo funciona el kershí en la práctica entre un saijit y un mono gawalt.
Carraspeó varias veces para limpiarse la garganta y se sentó. Syu estaba ahora colgado de la cola, en una viga que estaba a cierta altura de la mesa.
—Y quiero añadir a ese objetivo el de enseñarte a reconocer intercambios bréjicos y así podrías ocultar tus intercambios de kershí con la energía bréjica, y nadie sabrá que eres una yedray, ¿qué te parece?
—Bueno, me parece justo —aprobé, con lentitud—. Pero… ¿está seguro que no se está equivocando? Quiero decir… ¿por qué yo podría utilizar el kershí y mis hermanos no? Bueno… no sé si eso es hereditario…
—Puede serlo —me interrumpió el doctor—. Hereditario, quiero decir. Supongo que habrá gente que tenga más kershí y más predisposición a saber utilizarlo que otros. Pero ya te dije que casi cualquier hombre de la Tierra Baya posee kershí, aunque sea una pizca. El kershí se comporta como una energía dársica y no necesita fenómeno alguno para existir. Lo difícil es aprender a utilizarlo y es el aprendizaje lo que está estrictamente prohibido.
—Así que… —Medité unos instantes, turbada—. Lo que estamos haciendo está prohibido.
—Lo está —asintió el doctor Bazundir tranquilamente—. Pero nadie lo sabrá.
—El agua está hirviendo —dije, levantándome.
—Oh —gruñó el viejo, mientras yo ya alcanzaba dos boles y vertía el agua hirviente en ellos— ya te he dicho que no necesitaba ninguna sirvienta, ¿por quién me has tomado?
A mi vez, gruñí y puse los ojos en blanco.
—Yo no soy su sirvienta —repuse—. Pero usted estaba hablándome de kershí y el agua se estaba evaporando.
¿Dónde estaban las galletas?, me pregunté, mirando a mi alrededor. El doctor Bazundir entendió al de un rato lo que buscaba y se levantó con un suspiro.
—No, no pareces una sirvienta, más bien una invitada comilona.
—Oh —solté, sonrojándome— perdone, señor, pero es que… no he desayunado.
—Ah, ya —dijo él, riéndose—. Sé lo que es pasar hambre a los doce años.
Cogí una galleta y me volví a sentar.
—Tengo trece años —lo corregí.
—¿Ah, sí? Pues deberías saber que no se habla con la boca llena —me amonestó.
—Perdón.
—¡Por el amor de Éladar! Es la tercera vez que me pides perdón.
Tragué mi segunda galleta y me mordí el labio para no pedir perdón otra vez. Sorbí un poco de té y sonreí.
—Está buenísimo —el doctor enarcó una ceja burlona y carraspeé—. Entonces, estaba usted diciendo que todo el mundo tenía kershí pero que lo difícil era saber manejarlo. ¿Entonces cómo es posible que yo pueda manejarlo?
—He ahí el problema. Me dices que nunca habías oído hablar de yedrays y de kershí y luego resulta que sabes hablar con el mono como él te habla a ti.
—¿Quieres decir que Syu también utiliza el kershí? —pregunté, consternada.
“Yo no utilizo eso”, gruñó el mono desde su viga. “No hace falta utilizar nada raro para hablar por vía mental.”
“Creo que ahí te equivocas, amigo mío”, le dije.
“No soy tu amigo”, replicó el mono, gruñón.
Suspiré y vi que el anciano nos miraba alternadamente con el ceño fruncido.
—¿Habéis intercambiado palabras, verdad? —asentí—. Bien. Mira, empecemos por asegurarnos de que utilizas realmente el kershí.
—Así que no estás seguro —dije, algo turbada.
—Estoy seguro de que no es energía bréjica y según mi experiencia no hay muchas más energías que permitan un intercambio mental. Syu y tú vais a comunicar y yo intentaré entrar en tu mente… superficialmente claro —aseguró al ver que lo miraba con cara desconfiada—. Vamos, adelante.
“Esto no me parece muy divertido”, soltó el mono, aburrido. “Prefiero hacer malabares. ¿Sabes que me he mejorado? Ahora puedo estar durante un largo rato con cuatro pelotas.”
“No lo dudo, luego me enseñas”, le dije, mientras observaba la cara concentrada del doctor. “¿Tú sientes algo? Se supone que el doctor Bazundir tiene que entrar en mi mente para asegurarse de que utilizo el kershí.”
“Ya, no soy sordo, eso ya lo había entendido”, replicó el mono, con un suspiro. Después de un instante de silencio dijo: “Pues no, no siento nada, ¿por qué iba a sentir yo nada?”
“Mm. No se me ocurre nada que decir. Di algo. Cuéntame qué tal te ha ido el día”, le dije.
“¿La mañana, querrás decir? Pues como te decía, estaba ensayando la agilidad.”
“Yo consigo hacer malabares con siete pelotas”, le revelé con orgullo burlón. “Te quedan unos cuantos progresos que hacer para llegar a saber tanto como yo.”
De pronto sentí algo extraño que no era del todo un dolor, aunque eso sí, era una sensación desagradable, y tan pronto como dejé de sentirlo el doctor Bazundir se puso a hablar con una gran sonrisa.
—Es kershí —anunció alegremente—. Sin duda alguna, he podido sentirlo. Y ahora que estamos seguros de ello, hay que ponerse manos a la obra…
—¿Cómo demonios lo ha hecho? —le corté, algo atemorizada—. Ha entrado en mi mente y se ha ido al de un segundo.
—No, no, no sabes cómo funciona realmente la energía bréjica. Desde el principio he estado junto a tu mente, he entrado en la superficie, te aseguro que no he visto nada de tus tan preciados secretos. Tan sólo tengo una leve idea de qué os estabais contando el mono y tú. Algo sobre malabares, ¿verdad?
Resoplé y asentí, estupefacta.
—No debes sorprenderte de que no me notaras hasta que me retirara —me dijo con naturalidad—. Tengo mucha experiencia y tú ninguna.
—Entiendo. Entonces, enséñeme.
—A eso vamos —contestó animadamente el doctor Bazundir. Tras haberse cerciorado de que lo que utilizaba yo era realmente kershí, parecía haber rejuvenecido diez años.
Contagiada por su entusiasmo, me dispuse a atender la lección del doctor Bazundir con el mayor ahínco.