Página principal. El espía de Simraz
Menos mal que teníamos aún víveres en nuestros sacos, porque al pescado de la princesa Uli le faltaba un poco de consistencia.
—Quién hubiera pensado que tendríais tanta hambre —comentó, viéndonos comer pan duro y arroz caliente.
—¿Está segura de que no quiere un trozo? —pregunté, señalándole la marmita de arroz.
Ella hizo una mueca testaruda.
—No, gracias. El arroz me trae malos recuerdos.
—Oh —solté, sin entender nada. Cogí una cucharada de arroz y me concentré en mi plato.
Rinan tomó la palabra.
—¿Así que conoce una manera de deshacer ese sortilegio, princesa Uli?
La princesa, que había terminado su pescado y nos observaba con aire ausente, asintió.
—Así es… —Se rebulló y añadió con más viveza—: En realidad, es una intuición. No, ¡es más que una intuición! —se corrigió—. En la sala más alta de esta torre, hay un zócalo totalmente grabado con inscripciones. No sé leerlas, pero sé lo que contienen. Hay libros, en esa sala, y encontré el diario de un mago en el que se habla de esos grabados. Al parecer, estos dicen: «Aquí yace la maldición del Espíritu, que morirá cuando el Pulpo de las cuevas del Infraviento haya muerto a su vez». Lo que me deja suponer que el mago no consiguió matar al Pulpo —concluyó con una mueca.
Rinan y yo nos miramos, incrédulos. No tenía ningún sentido que la muerte de un pulpo pudiese deshacer un sortilegio.
—¿El Pulpo de las cuevas del Infraviento? —lanzó Rinan al fin—. En mi vida he oído hablar de eso.
La princesa se levantó de un bote.
—Venid, os lo enseñaré.
Rinan se incorporó y lo imité, echando un vistazo apenado hacia mi plato. No había acabado y mi arroz iba a enfriarse.
—Venid, venid —nos dijo ella con apremio. Parecía de pronto todo emocionada. A la vez divertido e intrigado, olvidé mi arroz y la seguí sin más dilaciones.
Subimos las escaleras hasta arriba. La princesa sacó una llave y le dio vueltas en la cerradura de la puerta de madera maciza que se alzaba ante nosotros.
—¿A que no adivináis dónde encontré esta llave, hace siete años?
Enarqué una ceja ante su tono juguetón.
—¿En la cerradura?
—¡En la marmita! —contestó ella, riendo.
Empujó la puerta y entró sin vacilaciones. Me incliné hacia Rinan para murmurarle:
—Realmente esta princesa tiene un humor curioso.
Mi hermano rió por lo bajo y entramos mientras la joven descorría las enormes cortinas y desvelaba la sala circular a la luz del día.
—¡Ya está! —dijo, colocándose en el centro. Efectuó un amplio gesto de la mano—. Todo este círculo negro que veis aquí es el zócalo. Y en todo su alrededor hay inscripciones. Y ahí, en ese armario, están los libros. Bueno, no hay muchos, menos de diez —dijo, precipitándose ya para abrirlo—. Y dos de ellos están escritos en kaambriano.
Rinan dejó de inspeccionar el zócalo para mirarla.
—¿Sabe usted leer el kaambriano? —se extrañó.
La princesa se encogió de hombros.
—Tenía un preceptor bastante anticuado, cuando era cría. Me enseñó el kaambriano, el dikormés y el sishral —nos reveló con orgullo mientras la contemplábamos, impresionados—. Para lo que me ha servido —añadió, menos entusiasta—: uno de los libros habla de gramática kaambriana y el otro de historia olvidada. Pero los demás están todos escritos en himoriano. Y aquí está el diario —declaró, mostrándonos un viejo cuaderno de tapa roja.
Se sentó en medio del zócalo negro, posando el diario bien abierto. Nos reunimos con ella, curiosos.
—Al principio, el mago habla de su vida monótona en una granja de Akarea —explicó, girando las páginas—. Se lo pasa muy bien criticando las acciones del Consejo de su pueblo y de su maestro, luego decide marcharse hacia una aldea en los lindes del Bosque Azul. Supongo que habéis oído hablar de la aversión que sienten los habitantes del Bosque Azul para con la magia. Francamente, ese tipo encontró el mejor sitio para que su vida fuera menos monótona —bromeó. Frunció el ceño y giró otra página—. Huye y, los Dioses de Azur saben cómo, acaba por entrar en esta torre.
—Lo cual no es para nada fácil —apoyó Rinan—. Este bosque es un verdadero laberinto.
—Excepto para los que ya lo conocen —hizo notar la princesa levantando un índice—. Ah, aquí está —dijo, girando hacia nosotros el diario mientras recitaba—: «Mi corazón ya no late, y sin embargo lo siento latir. Empiezo a olvidar quién soy. ¿Puede ser que haya sido un día ese hombre imprudente y torpe que se dejó antaño engullir por el Bosque Azul? Cada vez me siento más cansado, atrapado como un conejo, cautivo para siempre. ¡Ah!» —La princesa soltó una exclamación teatral y prosiguió con su representación—: «¡Ojalá fuese capaz de reunir el suficiente valor para salir de aquí y matar a ese Pulpo de las cuevas del Infraviento! “Aquí yace la maldición del Espíritu, que morirá cuando el Pulpo de las cuevas del Infraviento haya muerto a su vez”. Tal es la inscripción en el suelo y sin duda esas palabras deben de ser ciertas, ¡pero estoy tan cansado! Llevo diez años vagabundeando como una sombra y temo alejarme de este lugar, único vínculo con mi realidad. No soy más que un cobarde. Un pendejo. ¿Pero quién habrá podido construir esta torre? ¿Las hadas? ¿Los demonios? ¿Los dioses?».
Se interrumpió y se percató de que la mirábamos, fascinados. Todo lo que acababa de decir constituía sin duda las últimas palabras de aquel desafortunado mago. Desafortunado como lo éramos nosotros, me dije.
—Ya basta —anunció Rinan de golpe—. Ya llegó la hora de liberarla, princesa. ¿Es que no se da cuenta? Cuanto más pasa el tiempo, más se olvida el mago de quién es. A usted le pasará lo mismo.
La princesa había palidecido.
—Es verdad. Lo sé.
—Un pulpo —murmuré, incrédulo—. Esperad un momento. Tal vez haya un método más sencillo para liberarnos de este maleficio. ¿Ya intentó salir de aquí por otro sitio que no fuese la puerta? Quiero decir… tal vez…
—Tal vez nada —me cortó la joven, divertida—. Lo intenté todo. Salí por la ventana e incluso bajé con una cuerda desde lo alto de la torre. En cuanto pasé más allá de las almenas, me transformé y ¡lo que tardé en planear hasta abajo! Aún me acuerdo de aquel día. Pero no os preocupéis. Presiento que, los tres juntos, podremos encontrar ese Pulpo y matarlo. Sin embargo, tampoco hay prisa —agregó, al ver que Rinan y yo nos levantábamos—. La noche está al caer. Dormiremos y, mañana, saldremos de la torre… —Pareció sofocar con esa simple idea. No era difícil adivinar sus sentimientos: siete años viviendo en la más absoluta soledad en aquel extraño hogar no se olvidaban tan fácilmente. En un arranque de súbita confianza, me incliné para cogerle las manos. Eran frías como la nieve.
—Vamos, todo se arreglará —le dije para consolarla.
—¿Deyl…? —siseó Rinan entre dientes, más que molesto.
Me aparté con suavidad y vi que la princesa había recobrado su buen humor.
—Venid, jóvenes agentes —soltó al levantarse—. Os prepararé un lugar para dormir.
—¡Oh! No será necesario —aseguró Rinan, incómodo—. Dormiremos fuera.
Yo me apresuraba ya a apoyarle, más que nada para seguir su ejemplo, cuando la princesa se cubrió la boca con la mano y ahogó una risa.
—Francamente, no os lo aconsejo. Una vez, hace ya tiempo, quise descansar fuera. El viento se puso a soplar y, el tiempo que me diese cuenta, ya estaba volando entre los árboles. No es ninguna broma —aseguró, muy seria—. Fue una de mis peores noches. Venid, hay otra sala que podrá serviros. Antaño dejaba las pieles de los animales que cazaba para comer. Ahora, apenas cazo, apenas como. —Había vuelto a colocar el diario en el armario y, ya en el umbral, frunció el ceño—. ¿Creéis que esa falta de apetito puede deberse a que el sortilegio va a peor? No lo había pensado…
Parecía de pronto preocupada, imaginándose tal vez que un día su forma de fantasma se haría tan tenue que acabaría desapareciendo totalmente. Era una idea más bien alarmante. Antes de que uno de los dos pudiésemos contestar, ella agregó:
—Las cortinas.
Me apresuré a correrlas y la oscuridad reinó de nuevo en la sala. Salimos y la princesa Uli giró la llave en la cerradura antes de deslizarla en el bolsillo de su túnica blanca. Bajábamos cuando Rinan me cogió del brazo.
—Deyl… ¿no habrás olvidado nuestra misión principal, eh? —me cuchicheó.
Le respondí con una mueca inocente.
—“Id a buscarla, allá donde esté, y traédmela” —recité en voz baja y apagada—. Lo sé. Pero sinceramente, Rinan, ¿realmente crees que Ralkus nos tomará en serio cuando vea aparecer ante él tres bultos transparentes? Sé realista. La misión principal es el pulpo.
—El pulpo —escupió Rinan—. Por todos los infiernos, creía que había pasado la etapa de los cuentos sin pies ni cabeza. Esperaba que la princesa nos diese una solución más realista, no sé: ir a buscar a un gran brujo de magia negra oculto en las Ruinas de Borgvishel, por ejemplo. El pulpo de las cuevas del Infraviento —repitió, incrédulo—. A mí me daría más por demoler esta torre piedra a piedra —suspiró.
Mi hermano estaba decepcionado y, tuve que confesármelo, yo no lo estaba menos: aquella historia de pulpo y de cuevas del Infraviento me dejaba perplejo. ¿Cómo un mago podía pensar que las extrañas inscripciones del zócalo decían la verdad? ¿Y si el mago se equivocaba y no había sabido descifrar correctamente el mensaje? Personalmente, yo tendía a creer más en esta última opción. Se decía que las antiguas runas eran muy difíciles de interpretar y aquel mago tal vez no fuese un gran experto en ese dominio. Pero entonces, si el mensaje era erróneo, eso significaba que… Tragué saliva. Eso significaba que estábamos perdidos.
—¡Por aquí! —exclamó alegremente la princesa Uli, sacándome de mis sombríos pensamientos.
Me hizo entrar en una pequeña sala cubierta de pieles curtidas mientras Rinan bajaba a por nuestras pertenencias.
—El suelo es duro, pero no tengo más mantas que la mía. Quizá amontonando todas esas pieles podáis hacer unos jergones. Y bueno, tenéis vuestras propias mantas, supongo.
Hablaba con indecisión. Le sonreí.
—Gracias, princesa Uli. De todas formas, sólo nos quedaremos una noche.
Recordárselo no pareció entusiasmarla. Al contrario, la joven suspiró aunque asintió en silencio. Pronto Rinan volvió con nuestros sacos. La princesa carraspeó.
—Bueno… Para cualquier cosa que necesitéis, preguntad. Estaré abajo. No tengo huéspedes todos los días. —Recobró la sonrisa con estas palabras y entonces vaciló y posó junto a la puerta la candela que había encendido—. Buenas noches, Rinan y… Deyl —soltó.
—Buenas noches, princesa —contestamos, inclinándonos apropiadamente.
Con los labios apretados, ella pareció a punto de añadir algo pero finalmente cerró la puerta en silencio.
Una vez solos, nos dedicamos a fabricar con todas aquellas pieles dos lechos aceptables antes de tumbarnos. Por la estrecha ventana de la sala, alcancé a ver el cielo que oscurecía. Observé el techo durante un rato y, de pronto, me sobresalté al percatarme de que no paraba de pensar en la princesa Uli. Definitivamente, las princesas no eran ni de lejos mi especialidad. Un espía jamás debe dejarse llevar por sus sentimientos, había dicho un día Isis. Pues vaya espía. Ahora era más bien un fantasma que iba a marcharse a matar un pulpo y al que la más suave ráfaga podía enviar al otro extremo del mundo. Era duro aceptarlo, pero no podía esperar que a la mañana siguiente todo resultase ser una simple ilusión. La formación que había seguido desde mis doce años me prohibía mentirme a mí mismo. La maldición de un espía consiste en tener que afrontar la realidad. ¡Cuántas palabras pomposas, Isis! Ese mentor que nos machacaba con sus lecciones a mi hermano y a mí, cuando éramos más jóvenes, era un gran poeta. Incluso había conseguido un día hacerme casi creer que era hijo de un hada y se había burlado de mi credulidad. Ese era el auténtico Isis. Y ahora mi credulidad estaba de nuevo puesta a prueba, ¡y de qué forma! Hasta el gran Isis no habría sabido tomarse las cosas tan bien como yo, me convencí con una media sonrisa.
Giré ligeramente la cabeza. Mi hermano tenía los ojos fijos en la llama de la candela.
—¡Ah, Deyl! —murmuró al fin, rompiendo el silencio—. Prefiero no pensar en el mañana. —Se incorporó y sopló sobre la llama. El aposento se sumió en la oscuridad.
Percibí en su voz la cólera que sentía contra él mismo y estuve tentado de hablarle…
—Buenas noches —me dijo.
—Buenas noches —contesté a mi pesar.
Lo oí darse la vuelta sobre su lecho improvisado y permanecí largo rato despierto. Creo que en un momento concilié el suelo, para despertarme inmediatamente al oír un aullido en la noche. Mi mente se puso enseguida a pensar en esa maldita inscripción. No sabía leer las runas, ¡Ravlav me guarde de un aprendizaje tan aburrido! pero conocía a alguien que podría fácilmente descifrarlas. Herras. La ventaja era que Herras era amigo mío. El inconveniente era que no podía hablar de él a mi hermano y a la princesa Uli. Además, se habrían horrorizado con la idea de verse ayudados por un muerto-viviente. Bueno, en realidad, un semi muerto-viviente, rectifiqué.
Aún recordaba mi encuentro con ese extraño personaje. Ralkus me había pedido que llevase un mensaje urgente y discreto al gobernador de Sisthria. Ignoraba totalmente lo que contenía ese mensaje y, a decir verdad, como el buen agente que era, me daba bastante igual. Por eso me pilló totalmente desprovisto que el gobernador me diese las gracias por prestarme voluntario para acompañar a tres de sus súbditos en pleno territorio de Ahinaw. Y todo eso para ir a hablar con el Príncipe Evitado… ¡Maldito Ralkus! Lo llamé de todo durante el viaje. Ni siquiera había tenido el valor de explicarme el caso desde el principio. Rápidamente entendí que aquel viejo zorro quería que le trajese información de primera mano sobre el extraño reino de Ahinaw. Todo se torció: el Príncipe Evitado nos encerró en sus mazmorras en cuanto llegamos con nuestras amables intenciones. Nos acusó de espionaje e incluso tuve la oportunidad de hablar en persona con ese dirigente algo excéntrico. Por alguna extraña fortuna, este se había mostrado compasivo conmigo y quiso hacer tambalear mi lealtad. Lo dejé hacer, obviamente. No tenía por costumbre firmar mi condena de muerte por tan poca cosa. Entonces fue cuando me pidió que matase a un mago acusado de haber lanzado a su padre una maldición hacía tiempo.
—Puesto que dicen que es usted tan hábil, espía, ¡encuéntrelo y mátelo de la peor manera posible! —me había ordenado mientras levantaba ambos brazos como un profeta.
No pudiendo huir de Ahinaw, exhortado por aquel loco, había acabado por encontrar al dichoso mago junto a un arroyo. Así como me lo había descrito el príncipe, tenía la mitad del rostro totalmente descarnada. Muerto de miedo, yo había sacado la espada cuando, de improviso, lo vi palidecer y salir disparado. Eso me dejó anonadado un momento. Luego entendí, al hablar tranquilamente con él, que su poder había sido totalmente consumido con los años. Herras, pues así se llamaba, ya no era el mago de antaño, pero me aseguró que su pérdida de poder lo había vuelto más sabio. ¡Y de qué modo! Conservaba en su mazmorra una enorme biblioteca y objetos terriblemente peligrosos que ni el mago mismo se atrevía a tocar.
Lejos de matar a Herras le eché una mano para deshacerse de un canalla que le hacía chantaje para no desvelar su refugio al Príncipe Evitado. Y a su vez, él me había ayudado a huir de Ahinaw a cambio de prometerle no hablar de él con nadie y no volver jamás.
Sonreí en la oscuridad. Las semanas que había pasado junto a él fueron inolvidables: yo que siempre había vivido bajo las órdenes de intrigantes, acostumbrado a mantenerme siempre alerta y a analizarlo todo detenidamente, había creído ingenuamente que conocía el mundo. Herras me desengañó: supo despertar en mí la curiosidad por el mundo de verdad. ¡Cuánto tiempo habíamos pasado ambos, con un vaso en la mano, divagando sobre cuestiones que antaño me habrían parecido demasiado profundas y por consiguiente inútiles! Cuando regresé a Ravlav, no conté nada de lo ocurrido. Estresado como siempre, Ralkus me había mandado inmediatamente con mi hermano a negociar con una tribu de Oronis. Por supuesto, Rinan me hizo preguntas, pero yo fui muy evasivo y, ocupados como estábamos en otros asuntos, él no había insistido. Aquello se remontaba a cinco años, si no me equivocaba.
Fruncí el ceño al volver al tiempo presente. No me cabía duda de que Herras sería capaz de descifrar todo eso, me dije. Vale, le había prometido que jamás intentaría volver a verlo. Pero, como dijo un día mi padre, cuando nos vendió a Rinan y a mí, «el jamás y el siempre no son eternos». Uno hubiera podido interpretar y creer que deseaba volver a vernos un día, pero no, eso no era el estilo de mi padre: más bien había querido decir que ya estaba harto de tener que mantenernos.
Tamborileé sobre mi manta, meditativo. Necesitaba copiar esas inscripciones. Me bastaba con ser muy preciso y minucioso… Y necesitaba la llave.
Me incorporé, decidido. Más valía hacerlo ahora, eso me evitaría tener que desengañar a la princesa Uli: era cierto que la historia del pulpo era más bien estrafalaria, pero era mejor que creyese en ella hasta que pudiésemos proponerle otra solución. Descalzo, alcancé la puerta, la entorné muy ligeramente para no despertar a mi hermano y salí.
A oscuras, bajé las escaleras en espiral hasta la sala de la chimenea. Afortunadamente, aún brillaban algunas brasas, iluminando tenuemente la habitación. El sofá ahora estaba totalmente desplegado y vi a la princesa Uli durmiendo apaciblemente en su túnica blanca. Me acerqué con pasos sigilosos y me detuve junto a ella. Un largo mechón de su cabello castaño se deslizaba casi hasta el suelo. El bolsillo, recordé.
Ruborizándome, extendí una mano hacia su túnica. Ya casi la tocaba cuando la sentí estremecerse.
—¿Qué…? —preguntó la princesa.
Parpadeó y me miró con sorpresa. Retiré prestamente la mano y retrocedí tres pasos, agitado.
—Yo… Alteza, yo no quería…
Curiosamente, ella sonrió y se levantó de un bote. Paralizado, la vi acercarse y arrebujarse contra mí. Sus fríos dedos acariciaron mi cuello.
—Claro que quieres —susurró. Me atrajo hacia ella, abrazándome con una fogosidad que no logró ahogar mi asombro.
Oh, no, pensé, alterado. Rinan iba a estrangularme. ¿Qué hacer? No podía hablarle de la llave a ella, no ahora. Las princesas no eran mi especialidad pero sabía de sobra que no podía interrumpir todo aquello con tan poco tacto. Subrepticiamente, introduje la mano en su bolsillo y saqué la llave. La guardé mientras la princesa Uli me mordisqueaba la oreja. Una oleada de sensaciones me invadió. Entonces la joven murmuró:
—Deja ya de pensar.
Realizó un movimiento y sentí el placer recorrer violentamente mi cuerpo. Eso era demasiado. Le cogí el rostro con ambas manos.
—Sí, princesa —le cuchicheé.
Y me dejé llevar por los sentidos. Oí su grito de sorpresa, seguido de sus gemidos de placer. En un rincón de mi mente, una vocecita burlona me decía: ya está, ¡te has metido en el peor lío de tu vida! La última heredera de los grandes Akarea, ¿pero cómo te atreves? La última descendiente, ¡la última reina…!
Más tarde, cuando recobré mi sangre fría… Bueno, más bien, cuando fui capaz de razonar correctamente, me deslicé hasta el suelo y me vestí con movimientos embotados.
Decidiendo no pensar mucho en lo que acababa de hacer, cubrí con dulzura a la princesa dormida con su túnica blanca, besé su frente lisa, curiosamente cálida, y encendí una candela antes de subir de nuevo las escaleras. Una vez llegado arriba, saqué la llave y la metí en la cerradura.
¡Bueno!, me dije al entrar. Recorrí la sala con la mirada antes de cerrar la puerta. Posé la candela junto a las primeras inscripciones y me senté cruzando las piernas antes de sacar mi cuaderno y mi lápiz, cuidadosamente guardados en un bolsillo interno de mi camisa.
Eché una ojeada al zócalo y lo examiné más detenidamente. Había grabados, sí, pero justo al lado había otros, más pequeños, que tenían toda la pinta de ser runas también. Silbé entre dientes. Para recopiar todo aquello iba a tener que pasarme ahí toda la noche, ¡o incluso más! Esperé que cabría en mi cuaderno, ya que este estaba ya bastante repleto.
Me puse manos a la obra. Tras unos minutos, me pillé sonriendo tontamente con la mirada perdida y sacudí la cabeza, exasperado. Era un espía de Simraz, ¡no un joven recientemente desvirgado! Se suponía que era capaz de guardar la calma, sobre todo en un momento tan crucial: no eran horas de pensar en las musarañas cuando Ralkus aguardaba y esperaba ver regresar a la princesa Uli. ¡Bueno! Inspiré profundamente. Ahora, a trabajar.
Cuando bajé hasta el cuarto, mi cuaderno estaba casi completamente lleno y me caía de puro cansancio. Los primeros rayos de sol se infiltraban ya por las vidrieras. Mi hermano me esperaba sentado, con el rostro afligido.
Enseguida entendí cuál era el problema.
—Deyl, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
Le respondí con una mirada sombría.
—No es asunto tuyo, hermano.
Rinan se levantó de un bote, furioso.
—¡Si alguien se entera, estamos muertos, Deyl! Podrías haberte controlado.
Su voz temblaba de cólera. La vergüenza me invadió, pero la superé.
—Por si lo has olvidado, Rinan, somos fantasmas. La princesa no puede volver a Ravlav en ese estado y tú lo sabes. Siempre puedes engañarte creyendo que un sacerdote será capaz de curarnos, pero lo dudo, Rinan, me parece todavía más improbable que esa historia descabellada con el pulpo. Así que mi crimen tal vez nunca llegue a serlo. Además, no tiene por qué saberlo nadie —añadí por lo bajo.
Rinan me contempló y sacudió enérgicamente la cabeza.
—Me avergüenzas —acabó por decir.
Se inclinó para recoger su capa y se dirigió hacia la puerta con grandes zancadas bajo mi mirada mortificada. Sí que se lo había tomado mal. Suspiré, sabiendo en mi fuero interno que no había cometido ningún crimen: después de todo, era la princesa la que se había precipitado entre mis brazos, no lo contrario. Rinan podía seguir afirmando que debería haberla disuadido, pero yo sabía que él, en mi lugar, habría actuado exactamente igual.
Oí unas voces; una de ellas acababa de entonar una alegre balada. Sonreí al salir y, cuando llegué al pie de las escaleras y vi la expresión risueña de la princesa, pensé que, crimen o no, había merecido la pena.
—¡Buenos días! —soltó, acuclillada junto a la chimenea—. Le estaba preguntando a tu hermano qué tal habíais pasado la noche.
Rinan estaba pálido, sentado a la mesa con un vaso en la mano.
—Oh —dije, turbado por sus palabras inesperadas—. Er… una noche increíble, princesa.
Ella sonrió con todos sus dientes.
—¿A que sí? —Y entonces propuso—: ¿Un poco de areinea?
A todas luces, aquella era la única infusión que bebía. Asentí con la cabeza, nervioso.
—Sí, gracias.
La princesa Uli se giró hacia la chimenea, canturreando. Me senté ante mi hermano y le solté una mirada inquisitiva. Rinan desvió los ojos, visiblemente contrariado. Carraspeé.
—Bueno, ¿adónde vamos a buscar ese pulpo? —inquirí.
Rinan se encogió de hombros.
—Propongo que nos pasemos por la Biblioteca de Eshyl. Lo sé —dijo antes de que la princesa Uli interviniese—, no quiere volver al reino. Podrá parecerle extraño, pero me gustaría proponerle un trato, alteza.
La joven agrandó los ojos y acto seguido los entornó, suspicaz.
—¿Qué trato?
Miré a Rinan, intrigado.
—Verá —dijo este—: mi hermano y yo la liberamos de este sortilegio y usted acepta volver a… Akarea como reina.
Me sentí un tanto herido al ver que había elaborado un plan sin haberme consultado antes… La cara de la princesa Uli se había ensombrecido. Intervine.
—Francamente, Rinan, a eso yo no le llamo un trato. Eso es chantaje.
Mi hermano me fulminó con la mirada. Se había levantado con el pie izquierdo, observé, suspirando.
—Princesa Uli —pronunció—, haremos todo lo que esté en nuestras manos para liberarla del maleficio, pero debe saber que somos agentes de la Corona. Tenemos el deber de seguir las órdenes del Consejo y usted el de velar ante todo por su pueblo. Prométame que, cuando hayamos acabado con la maldición, irá a ocupar el trono por voluntad propia.
—¡No! —saltó ella, categórica. Toda la alegría había desertado sus grandes ojos azules—. Si tales son vuestras condiciones, marchaos de aquí, tú y tu hermano, y olvidadme. Pero os advierto: si no matáis ese pulpo, ¡vosotros tampoco recobraréis jamás vuestros cuerpos!
Posó con brutalidad la caldera sobre la mesa y se deslizó hasta el suelo con los ojos brillantes de lágrimas. Tendí una mano hacia ella, confuso al verla reaccionar de esa manera. La mirada de Rinan me detuvo en seco.
—Si volvemos al reino sin usted, el rey de Tanante heredará todas las tierras. Es un tirano, usted ya conoce a los Tanante. ¿De veras quiere que un tirano ocupe su trono, princesa?
La joven alzó la cabeza y lo escudriñó hasta que el rostro de Rinan acabase por perder todo rastro de severidad.
—Se lo suplico, princesa —insistió.
La princesa Uli suspiró. Cogió la caldera y sirvió los tres vasos antes de volver a posarla lentamente. Aguardé, indeciso. Por un lado, Rinan tenía razón al utilizar todo método a su alcance para convencerla: siempre habíamos trabajado así y por lo general nos las habíamos arreglado bastante bien. Pero, por otro lado, me repugnaba tener que jugar con los sentimientos de la princesa… sobre todo después de haber visto hasta qué punto le horripilaba la idea de volver a Ravlav.
—Puede parecer cruel —dijo ella al fin—, pero no quiero proteger ningún pueblo. No pertenezco a ningún pueblo. Yo soy… un fantasma. Desde hace siete años —apoyó con una leve amargura—. No entiendo cómo puedes querer todavía que me haga… reina. —Adoptó una expresión perpleja, resoplando ruidosamente—. Es absurdo.
Mi hermano estaba a punto de contestarle. Le corté la palabra.
—Rinan. Dejémonos de tratos. Ocupémonos del maleficio. Y luego ya se verá.
—Ya se verá —repitió con los ojos clavados en los míos—. ¡Y tanto que se verá! Mira, podrías haberte ocupado del maleficio, esta noche. Eso sí que habría sido más inteligente.
Lo miré, mudo de asombro al verlo hablar con tal claridad ante ella. El silencio se hizo pesado hasta que la princesa dejó escapar una risita.
—Se os ve demasiado tensos a los dos —observó—. Entiendo que estéis contrariados. Si conseguimos matar ese pulpo, tendréis que regresar sin mí. Supongo que el Consejo os castigará, ¿pero acaso ese castigo será tan terrible como el mío si acepto sentarme en el trono de un asesino? Ese pueblo del que hablas, agente, no ha sabido guardar a mi familia con vida. No le debo nada. Y por lo demás, estoy del todo segura de que puede arreglárselas muy bien sin mí.
Hubo un silencio, y entonces la princesa rió de nuevo por lo bajo.
—¡Ah! ¡Llevaba tanto tiempo sin hablar con humanos! Casi había olvidado lo mucho que consiguen complicarse la vida. Bebed esa infusión y salgamos de aquí. ¡Partamos a la aventura y dejémonos llevar por el viento!
Alzó su taza hasta los labios y me dedicó un guiño del todo encantador. Tuve una media sonrisa, divertido.
—Tiene razón, Rinan. Somos agentes y todo lo que digas, pero, de momento, no dejamos de ser unos malditos fantasmas. Así que ya está bien de parloteos. Dejemos Eshyl lejos por ahora, propongo marcharnos a Ahinaw… para buscar el pulpo. Tengo la impresión de que encontraremos una pista.
Tanto Rinan como Uli me miraron, estupefactos.
—¿Ahinaw? —articuló Rinan—. Pero eso es zona continental.
—Lo es —afirmé con tranquilidad.
—Es peligrosa.
—Sí.
—Y no es un lugar donde se puedan encontrar pulpos —agregó la princesa con el ceño fruncido—. No creo que el Infraviento pueda encontrarse ahí.
Me encogí de hombros y bebí mi infusión de un sorbo antes de levantarme.
—Deyl —dejó escapar Rinan, suspicaz—. Tú tienes una idea.
—Tengo una idea —confesé con ligereza—. ¿Alguna objeción?
Su silencio me bastó. Les dediqué una ancha sonrisa.
—Entonces, ¡en marcha!