Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 5: El Corazón de Irsa
—«Fuegos artificiales!» exclamó Orih, entrando en tromba en la habitación del albergue seguida de Livon. «¡He oído que van a festejar la apertura del Festival con fuegos artificiales!»
Sentada en el borde de la ventana, Zélif siguió balanceando sus piernas, sonriente.
—«Tranquila, Orih se pone en ese estado siempre que hay fuegos artificiales…»
—«¡Estos son diferentes de los de Firasa, Zélif!» aseguró la explosionista. Y se giró hacia la silueta sentada en la cama con las piernas escayoladas mientras se emocionaba: «¡Van a durar media hora! Y tienen fuegos con formas de dragones, flores, ¡y hasta de gatos! ¿Habéis visto alguna vez gatos de luz en el cielo?»
—«No,» reconoció Zélif.
—«Yo… nunca he visto fuegos artificiales,» confesó la escayolada.
—«¿Nunca?» Orih resopló, incrédula.
—«Soy subterraniense.»
—«Oh… es verdad. Entonces… ¿por qué no vienes a verlos con nosotros?» se animó Orih. «¡Empiezan dentro de poco! Dicen que desde lo alto del Torreón Rojo se ve todo el cielo.»
—«Me gustaría… Pero como estoy me temo que no puedo moverme a ningún sitio.»
Orih parpadeó, como cayendo en la cuenta solo ahora. Fulminando sus piernas, Rao rechinó los dientes mientras añadía:
—«Si pudiera moverme, hace tiempo que estaría en las Mazmorras de Ehilyn buscando a esa niña consentida. No me creo que sea Lotus de verdad. Esa niñata runista… Como les haya pasado algo…»
Zélif golpeteó sus labios encurvados en una mueca de comprensión. Se imaginaba bien el susto que se había llevado Rao al pasar el portal abierto por Lotus con Chihima, Samba y toda una tropa de Zorkias y presos de Makabath. Habían causado un buen alboroto apareciendo a varios metros de altura en pleno camino entre Derelm y Trasta. Era un milagro que nadie hubiera muerto en la caída, aunque pocos se habían librado de contusiones y huesos rotos. El único en salir indemne del todo había sido Samba, el gato negro: al parecer, había caído sobre cuatro patas como en el proverbio.
—«Estoy segura de que estarán bien, » aseguró la líder de los Ragasakis. «No todos pueden tener la misma mala suerte.»
Rao jugueteaba nerviosamente con la lágrima dracónida donde Myriah dormía. Hizo una mueca.
—«Eso espero.»
—«¡Pues claro que estarán bien!» afirmó Orih. «Si no nos damos prisa, vamos a perdernos los fuegos artificiales. Naylah dijo que iba a verlos desde el campo de entrenamiento con Grinan… Hoho… Al parecer la ha invitado él, ¿no es romántico?»
Le dio un codazo a Livon, divertida. El kadaelfo asintió, distraído, miró por la ventana y su rostro se iluminó de pronto:
—«¡Ya está! ¡Staykel! ¿Estás ahí? Deja esas granadas y ven un momento… ¿Puedes ayudarme a sentar a Rao en esa silla y colocarla junto a la ventana? Así podrá ver los fuegos. Así, así…»
Mientras se atareaban, Zélif se apartó de la ventana y Rao puso cara poco convencida. Apenas se veía un trozo de cielo entre tanta casa. Livon sonrió anchamente.
—«Ahora, sólo espera un momento. ¡Te prometo que estos fuegos artificiales serán los más hermosos que hayas visto!»
Salieron todos los Ragasakis del albergue y, pese a sus reticencias, Chihima acabó aceptando ir también junto con Samba cuando Rao le dijo:
—«Ve a ver los fuegos por mí, hermana.»
Fue, y Rao se quedó sola, pensando: con que vea tan sólo un trozo de fuego artificial, me contento. Esbozó una sonrisa. Nunca había visto uno solo de todas formas.
Estaba contando las linternas de la calle para matar el tiempo cuando, de pronto, oyó una explosión y alzó la mirada vivamente. No vio nada. Otra explosión. Y otra. Entonces, sobre la alta casa de enfrente, en la terraza, vio unas siluetas. Entre ellas, un saijit de pelo azul. Nada más verlo, sintió una súbita alteración en el aire y… al instante siguiente estaba de pie, sobre la alta terraza. Los brazos de Chihima y Staykel la retenían para que no se cayera. Desde la ventana del albergue, Livon extendió su puño, alzando un pulgar. Atónita, Rao adivinó su enorme sonrisa antes de verlo dar media vuelta y salir del albergue corriendo.
—«¡Empieza!» gritó Orih.
Se encadenaron bruscos estallidos y el cielo se convirtió en un explosión de luces. Mientras la ayudaban a tumbarse en la alta terraza, Rao admiró los fuegos. Orih estaba en lo cierto: los fuegos tomaron formas de dragones, plantas, y hasta de un sombrero.
—«Merece la pena, ¿verdad?» sonrió Zélif.
La pequeña faïngal estaba tumbada a su lado, risueña. Rao oyó a Livon subir por las escaleras y llegar arriba sin aliento en el momento en que silbaban varios cohetes, volando hacia el cielo. Sonrió y gritó algo justo cuando estalló todo. Rao se sintió estremecida de pies a cabeza. Vio a Orih dar una vuelta sobre ella misma, contemplando el cielo iluminado. Staykel, Praxan y la pequeña Shaïki señalaban las formas que más les llamaban la atención. El secretario, Loy, posó el codo sobre el hombro del curandero, Yeren, burlándose por lo visto. Sentado sobre el borde de la terraza, Tchag se protegía los oídos mientras sus ojos refulgían de admiración.
Finalmente, Rao murmuró en medio del estruendo:
—«Entiendo mejor a Kala ahora.»
—«¿Qué dices?» preguntó Zélif en un grito.
Rao puso los ojos en blanco y contestó alegremente:
—«¡Digo que esto es más ruidoso que un dragón de tierra!»
De pronto, oyó cómo las explosiones se suavizaban y se transformaban en notas de música. ¿Qué…?
—«¿Mejor así?»
Giró la cabeza, sorprendida. Sentada junto a Sirih, Sanaytay había expandido su burbuja de silencio. Las habilidades de esas dos hermanas armonistas seguían siendo increíbles por más que las conociera ya. Rao sonrió.
—«Mucho mejor, gracias.»
—«¡Yo también quiero!» pidió Zélif.
—«¡A mí no me metas!» resopló Orih. «No hay nada mejor que un buen sonido de explosión. Livon, ¿adónde vas?»
La mirol fue a sacarlo de la burbuja a la fuerza para compartir con él el exquisito estruendo de los fuegos artificiales. Livon permutó con Staykel, y Praxan lo sermoneó:
—«¿No puedes pensar antes de permutar con mi marido? Si gastas tu tercera permutación, ¿cómo vamos a traer a Rao de vuelta al albergue?»
Livon puso cara inocente excusándose. Rao rió por lo bajo. Envuelta en la burbuja de Sanaytay, con los ojos posados en el firmamento, vio la traca final de los fuegos escuchando una música de violines.