Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

23 Compañeros

«De todas las artes celmistas, dicen que el arte bréjico es el más peliagudo y, sin embargo, hasta un ratón emite bréjica cuando tiene miedo. Si entendiéramos del todo el funcionamiento de la mente… ¿sería provechoso o nefasto?»

Yodah Arunaeh

* * *

Con las manos tocando un muro de granito, trataba de estallarlo, de demolerlo, de reducirlo a polvo.

“No funciona,” dije. “Lúst… no funciona.”

Pero Lústogan no estaba ahí. Me sentía desconcertado. El granito era fácil de romper. Estaba lleno de puntos flojos. Entonces…

“¿Por qué no funciona?”

Intentaba entender la razón. Siempre había una razón. Siempre había un método para solventar un problema de esos, siempre…

“¿Eres tonto?” me lanzó de pronto Kala. “¿Te pasas no sé cuántas horas seguidas obsesionado con el diamante y ahora sueñas con granito? ¿Pero es que no tienes otra cosa que piedras en la cabeza?”

Abrí los ojos, emergiendo de aquel sueño desagradable. Me enderecé en el jergón y bostecé mientras Kala se frotaba los ojos. Miramos a nuestro alrededor. Reik estaba recostado contra el muro opuesto, perdido en sus pensamientos. Si en ese momento le hubiese preguntado por qué no se relajaba un poco, seguro que me habría contestado: ¿cómo voy a relajarme teniendo a mis compañeros en Makabath?

Suspiré.

“¿Desde cuándo te metes en mis sueños, Kala?”

“Desde que me despiertas hablándome por bréjica y diciéndome: no funciona, Lúst, no funciona,” replicó Kala con impaciencia.

Se levantó y se acercó a la cama. Yánika seguía durmiendo. Eché un vistazo a mi anillo de Nashtag.

“¿Cuántas horas?” preguntó Kala.

“Cinco desde que se fue el curandero,” contesté.

Recogí mi diamante caído en el jergón y lo guardé hundiendo las manos en los bolsillos. Solté por lo bajo:

«Voy a dar una vuelta.»

Vi al Zorkia fruncir el ceño pero no dijo nada. Salí al pasillo. Estaba desierto. Eché un vistazo a mi alrededor. El edificio estaba cavado en la roca y las paredes, lejos de ser regulares, habían sido dejadas tal cual sin alisar. Supuse que a los guardias fronterizos les traían sin cuidado esos detalles.

Iba a bajar las escaleras hacia la planta baja cuando oí voces abajo y vi sombras proyectarse en los escalones. Me detuve y me arrimé tranquilamente al muro, escuchando.

«Descuida, nahó.» Ese era Yodah. «Me ocuparé de interrogarlos cuando despierten pero también me gustaría verlos antes de la cena.»

«¿Lo dices por las huellas que han podido dejar los espectros? Entiendo,» contestó una voz grave. Zenfroz, probablemente. «Halug te guiará adonde necesites. Por favor, siéntete como en casa.»

«Esa es mi intención,» replicó Yodah con tono ligero. «Reitero mi más sincera gratitud por tu rápida ayuda y hospitalidad.»

«Es natural, siendo los Arunaeh tan buenos amigos del Gremio.»

La voz del comandante de los Zombras era menos frívola que la de Yodah, más seria y seca. Yodah contestó muy cortésmente:

«Tus palabras honran mi familia.»

Por las sombras proyectadas, adiviné las inclinaciones mutuas. Entonces, oí sonidos de botas alejarse. Yodah comenzó a subir por las escaleras. Cuando lo vi aparecer, constaté que había revestido su uniforme de inquisidor, negro con borlas rojas. Parecía un funcionario público de Dágovil. Iba seguido del paje de antes, un drow adolescente algo esmirriado. Halug, supuse. Al verme ahí parado, Yodah enarcó una ceja.

«Drey. ¿Qué haces aquí?»

Me aparté del muro.

«Nada. Yánika está durmiendo. ¿Cómo están los demás?»

Yodah se encogió de hombros al llegar arriba.

«Olvidaste quitarle el collar a la mirol, ¿sabes? A tus Ragasakis los han metido a todos en el calabozo porque intentaron impedir que los Zombras se la llevaran.»

Oh, no… Orih. Imprequé:

«Ashgavar.»

Yodah puso los ojos en blanco.

«Por favor, no jures como un mercenario. Las malas manías son duras de quitar.»

«Por Sheyra… Se me olvidó por completo,» suspiré. «Pero ¿cómo se le ha podido olvidar a Orih?»

«¿Un problema de memoria?» sugirió el inquisidor. «A Jiyari en cambio lo dejaron por víctima inocente: se desmayó en cuanto le empezó a sangrar la nariz a Livon. Está esperándote afuera. Deja que vea cómo está Yánika e iremos los dos al calabozo a tranquilizar los ánimos, ¿de acuerdo?»

Abrió la puerta y entró con paso silencioso. Yo me quedé fuera con el paje. Miré a este a los ojos sin realmente verlo. Attah… Habían metido a todos los Ragasakis en el calabozo. Todo por un despiste.

La puerta se abrió de nuevo y oí a Yodah decirle a Reik:

«Tú. Vigílala, ¿quieres?»

Hubo un silencio y entonces un ronco:

«Sí, mahí.»

¿Mahí?, me repetí, sorprendido. Mal lo tenía Reik para negarse pues su vida dependía de nuestro silencio pero… no esperaba que fuera a tratar de mahí a su torturador. Yodah sonrió al salir al pasillo y me lanzó mentalmente:

“Si quiere salir vivo de aquí, será mejor que haga de guardaespaldas y no salga de este cuarto.”

Se giró hacia el joven paje de Zenfroz Norgalah-Odali.

«Halug, ¿verdad? Por favor, guíanos hasta el calabozo.»

Halug se inclinó y nos guió afuera. Ahí, vi a Jiyari sentado formalmente en una gran piedra. A veces, parecía un hombre maduro y otras veces, como esa, me dio la impresión de no ser más que un adolescente. Se levantó de un bote al vernos.

«¡Gran Chamán!»

Kala enseguida me quitó el cuerpo para preguntar:

«¿Estás bien?»

El Pixie rubio asintió y lo observé con un creciente desconcierto. Su piel estaba de nuevo bronceada y sus ojos de un negro profundo. ¿Qué lógica tenía que yo siempre estuviera gris y él no?

Viendo que Yodah nos había distanciado con el paje, Jiyari y Kala se apresuraron a alcanzarlo.

El calabozo, contiguo al edificio central, no era muy grande. Eso sí, parecía una pocilga y hasta yo, pese a la peste de vampiro que llevaba encima, fruncí levemente la nariz. Había dos grandes celdas. Una la compartían los Ragasakis con un Zombra metido ahí seguramente por una falta disciplinaria; otra encerraba a ocho ex-dokohis inconscientes tumbados en la misma roca. Afortunadamente, a los cuatro heridos no los habían metido ahí. Caí de pronto en la cuenta.

«Ordabat, el herrero,» murmuré en la puerta. «Ese no era dokohi, ¿dónde está?»

Jiyari meneó la cabeza, ensombrecido.

«Está herido. Está tan mal que el curandero no sabe si se salvará.»

Asentí, pensativo, mientras me adelantaba hacia la celda con los Ragasakis. Eran cinco: Naylah, Zélif, Sirih, Sanaytay y Livon. Orih no estaba con ellos. Todos alzaron la vista.

«¡Drey!» exclamó Livon, acercándose a los barrotes. «Por lo menos a ti no te han encerrado. ¿Has visto a Orih?»

Me sinceré:

«No.»

Me giré hacia Yodah, pero este estaba esperando a que un guardia abriese la puerta de los ex-dokohis inconscientes.

«Yodah,» lancé.

El inquisidor se giró a medias, observó a los Ragasakis ansiosos, se encogió de hombros y nos dio la espalda otra vez replicando mentalmente:

“¿Qué?”

“Dime dónde está Orih y le quitaré el collar.”

El hijo-heredero me echó una mirada paciente y silenciosa y entró en la otra celda diciendo también por bréjica:

“Zenfroz no parece querer que se lo quite nadie.”

Parpadeé.

“¿Qué quieres decir?”

Bajo la mirada suspensa e interrogante de los Ragasakis, lo vi agacharse junto al primer ex-dokohi suspirando:

“La muy lista dijo que era explosionista. La han drogado y transferido casi de inmediato hacia Dágovil.”

Enarqué las cejas. Diablos. ¿A la capital? Me giré hacia la celda de los Ragasakis, confundido.

“Pero… si querían asegurarse de que no explotara nada, ¿no hubiera sido mejor quitarle el collar?”

“Mm…” Yodah aplicó sus dos manos en las sienes de su primer paciente y pareció concentrarse pero contestó: “No conoces el Gremio de las Sombras, Drey. Si Zenfroz la ha mandado a Dágovil con el collar, ¿no será porque recibió la orden de recuperar collares intactos? Si no han matado a tu amiga para ello, significa que ella también les interesa. La ven más como a una herramienta que como un peligro. Y tampoco se les ha pasado por alto el amuleto que la protege del collar… Ahora bien,” murmuró por bréjica, “¿qué es lo que pretenden hacer con esos collares? Después de treinta años de estudio, ¿habrán llegado a algo? En verdad, este asunto me gusta tan poco como a ti, pero no debemos olvidar… que el problema lo creó un miembro de nuestra familia.”

Eché una ojeada hacia atrás, sin mirarlo. Yodah añadió:

“Por supuesto, no hables de esto con los Ragasakis. Sólo los pondrá nerviosos.”

Solté un largo suspiro. Tenía razón. Entonces, Livon preguntó en un cuchicheo:

«¿Drey? ¿Te ha dicho algo tu primo?»

Bajo los ojos azules atentos de Zélif, la mirada dorada y fuerte de Naylah, los párpados medio cerrados de Sanaytay y los ojos suspicaces de Sirih… meneé la cabeza.

«Conjeturas, nada más.» Les dediqué una sonrisilla despreocupada. «Orih está viva. Tranquilos. Os sacaré de aquí. No habéis hecho nada aparte de resistir un poco, ¿verdad? No habéis herido a nadie.»

Livon se ensombreció.

«Sólo un poco,» admitió.

Hice una mueca.

«¿Sólo un poco?»

«Livon permutó con uno de esos mercenarios que le iba a dar un puñetazo,» explicó Sirih. «No pudo parar el golpe.»

«Así que luego me lo dieron a mí,» carraspeó Livon masajeándose la nariz.

Suspiré.

«Bah… Un puñetazo a un Zombra no es tan terrible. Mientras no fuera un oficial…»

«¿Intentas tranquilizarnos?» Naylah se levantó del suelo con los brazos cruzados. «Lo siento, Drey, pero por lo visto, nos tienen como sospechosos ya sólo porque tratamos de averiguar cosas acerca de los dokohis.»

«Hasta por usar la palabra misma ‘dokohi’ me miraron raro,» murmuró Sanaytay.

Naylah agarró los barrotes como si pudiera quebrarlos con su sola voluntad.

«¡Por mi honor! Nos tienen aquí encerrados como si fuéramos criminales. Es imperdonable.»

Esbocé una sonrisa. La lancera no había cambiado nada.

«¿Por qué sonríes?» se sorprendió Livon.

Intenté ponerme serio pero, inopinadamente, mi sonrisa se ensanchó.

«Perdonad. Es sólo que me hacéis gracia.»

«¿Te hacemos gracia?» repitió Sirih, incrédula.

Ahora los cinco estaban agarrados a los barrotes, en línea. Incliné la cabeza, borrando mi sonrisa, consciente de que reírme de ellos en ese momento era de mal gusto.

«No os preocupéis. Estoy seguro de que os soltarán pronto.»

Zélif suspiró, ensimismada.

«¿Tú crees? Un Zombra vino aquí hace un par de horas a decirnos que estaban estudiando nuestro caso… No parece que anden con ganas de soltarnos. Cuando llegaron Livon y Orih, intenté conversar con los guardias y pedí que te esperaran para liberar a Orih de su collar… pero no me hicieron caso. Nos encarcelaron y se la llevaron.»

No mencionó a Tchag, por lo que supuse que el imp se había escaqueado a tiempo… Y no se había ido solo, sospeché: Livon no llevaba la lágrima como pendiente. ¿Se la habría dado a Tchag por si se la confiscaban? Como adivinando mis pensamientos, Zélif asintió. Sus ojos se posaron sobre el guardia apostado junto a la puerta. Fruncí el ceño y alcé la voz preguntándole a este:

«Soldado. ¿Sabes de qué les acusan a los Ragasakis?»

«¿A mí me dices, mahí?» El guardia colocó el peso en la otra pierna, rascándose la cabeza. «Esto… veamos. Al parecer, armaron jaleo e infiltraron a un Ojo Blanco desde Kozera.»

«¿Qué?» exclamó Sirih. Golpeó un barrote como protesta. «¡Infiltrar y un cuerno! Orih es nuestra amiga. Sólo hace falta que Drey le quite el collar ¡y será inofensiva! Drey, tú no estás encarcelado: ¿por qué no vas y se lo quitas?»

«No es tan sencillo,» dije.

Sobre todo que ya estaba de viaje hacia la capital…

«¿Y por qué no es tan sencillo?» replicó ella. «Vienes de una familia de alta cuna, ¿no? Seguro que te hacen caso…»

«Sirih,» protestó Livon.

La armónica lo atravesó con la mirada y chasqueó la lengua.

«Tâ… ¡Pero, si se quita el collar, todo se soluciona! ¿O es que Dágovil ahora se dedica a secuestrar a gente como los caciques de Daercia?»

Por su expresión, entendí que Livon estaba de acuerdo. Sus ojos grises se posaron sobre mí, vacilantes y esperanzados.

«Drey… ¿No puedes hacer algo?»

¿Podía? No lo sabía. Si los Arunaeh pedían formalmente que el Gremio liberase a Orih, tal vez… Pero, diablos, armar tanto aspaviento para hacerse el altruista y salvar a una persona ajena al clan no iba con las costumbres de mi familia. Ciertamente, Yodah sospechaba que el Gremio de Dágovil estaba experimentando con los collares que había creado Lotus Arunaeh, con lo que el asunto no podía ser ignorado por el clan pero… rescatar a una aventurera de la Superficie era definitivamente otra cosa.

El silencio se alargó. La esperanza en sus miradas se iba tornando poco a poco en decepción. ¿Dónde estaba Orih?, me preguntaban. Desvié la vista hacia el suelo, incapaz de sostenerlas… Y me calmé bruscamente.

«Ragasakis,» intervino Zélif con tono pausado. «No perdamos los nervios. Si Drey dice que Orih está bien, al menos ya es algo. Drey,» añadió, acercando el rostro a los barrotes. Sus ojos se alzaron y se clavaron en los míos. Sonrió. «Me alegra saber que los vampiros no te han matado. ¿Cómo está Yánika?»

«Bien,» dije. «Está durmiendo. El médico dice que le quitará los puntos en unos días.»

«Me alegro.» Sin embargo, la frente de Zélif se arrugó levemente. ¿Estaría inquieta? Seguía mirándome. «Dime, Drey, estábamos preguntándonos… Eres monje del Templo del Viento, ¿verdad?»

Pestañeé y asentí.

«Lo soy.»

«Prestaste juramento, entonces.»

«Lo presté.»

Hubo un silencio. Zélif se aclaró la garganta.

«El Templo del Viento no es una pequeña cofradía como la nuestra… es una Orden prestigiosa y poderosa, según he oído. Si no me equivoco, ellos no suelen admitir que sus miembros pertenezcan a otras congregaciones. ¿Verdad?»

Había en sus ojos… algo que no acababa de entender. ¿Preocupación? ¿Molestia? ¿O enfado? Zélif no solía nunca enfadarse pero… ¿Y si había entendido que no les había dicho la verdad sobre Orih? ¿Por qué les había mentido? Recordaba haber pensado que no quería preocuparlos más. Pero ¿era acaso esa una razón para mentirles? Ya imaginaba a Yánika mirándome con cara de pocos amigos y diciéndome: ¿por qué mientes, Drey? Incliné la cabeza, fijando el suelo, y murmuré:

«Perdón.» Carraspeé y contesté más alto: «Esto… Sí. El Templo del Viento es una Orden estricta en ese aspecto.»

Hubo otro silencio. Y entonces Sirih resopló:

«¡No me lo puedo creer! ¿Serás tan miserable que ni siquiera nos explicas por qué?»

Me paralicé. ¿Miserable? ¿Lo decía por Orih o por los Monjes del Viento? Entorné los ojos, confuso. Sirih no era la única que me miraba con turbación. ¿Me había perdido algo?

«Drey,» lanzó de pronto Yodah desde la otra celda. «¿Puedes venir un segundo?»

Sin dilaciones, me alejé de los Ragasakis y entré en la celda de los ex-dokohis en el momento en que Yodah se levantaba de su segundo paciente. Se me encaró, me examinó como para confirmar algo y puso los ojos en blanco.

«Sal con Jiyari y espérame afuera, ¿quieres? Hablaremos después.»

Me encogí de hombros, curioso.

«Está bien. Si me disculpan,» añadí educadamente para los Ragasakis.

Sólo al salir me sorprendió mi educación. Jamás había sido así de formal con los Ragasakis. Una vez fuera, Kala se desató:

“¡No lo entiendo! ¿Tanto decir que quieres pasar tiempo con los Ragasakis y luego les dices que te vas con una sonrisa? ¡No lo entiendo!”

Se sentó bruscamente en un murillo de piedra. Desde ahí, se veía todo el campamento animado de Zombras. Olía a comida… ¿Sería rowbi frito?

“¿De qué estás hablando?” repliqué. “¿Por qué no iba a irme con una sonrisa? Es más, no estaba sonriendo: he sido más educado de lo acostumbrado, es cierto pero…”

“¿Pero qué me estás contando? ¿No te has fijado? Esos saijits te miraban como si pensasen que has dejado de ser Ragasaki y que ya no los vas a ayudar.” Agrandé los ojos y él se golpeó la frente con la mano. “Los has dejado plantados y con la boca abierta y ni te has enterado. No tendré muchas luces yo mismo, pero tú…”

Callamos durante largo rato escuchando las voces lejanas del campamento. Attah… De hecho, no me había dado cuenta, pero si Kala estaba tan seguro… es que de veras había metido la pata. Ahora que lo pensaba, no les había hablado claramente. Me había contentado con asentir a las preguntas de Zélif sin añadir lo importante: que yo seguía siendo Ragasaki a pesar de ser Monje del Viento. Había sido un malentendido. Y no me había dado cuenta ni de sus reacciones…

“Lo entiendo,” medité entonces, algo turbado. “Es el Datsu. Está demasiado desatado y no me había dado cuenta hasta ahora.”

Pero Yodah sí. Inspiré y até el Datsu. O al menos lo intenté. Fruncí el ceño con cierto malestar.

“Es extraño. No puedo atarlo.”

Me sentía un poco como si, de pronto, hubiese olvidado cómo se parpadeaba. Era problemático… pero eso no me impedía pensar ni sentir lo suficiente. Había interpretado mal la conversación y había olvidado analizar las expresiones de mis compañeros, pero por lo demás tenía bien claro que no quería abandonar a los Ragasakis, que dejarlos plantados estaba mal, que Yánika no me lo perdonaría y que no sería otra cosa que una roca fría si no hacía nada por Orih. “¿No puedes hacer algo?,” me había preguntado Livon… Pues claro que podía hacer algo.

Podía intentar convencer a Yodah de que este convenciera a Zenfroz para que hiciera regresar a Orih y la liberase. Podía intentar prometer dinero a cambio… Eso me hizo recordar que el Príncipe Anciano se había «olvidado» de devolverme la bolsa de dinero de Yodah. Attah, fuera como fuera… También podía robar un anobo, salir con Reik para el norte, salvar a Orih y convertirme en fugitivo…

«Gran Chamán,» dijo de pronto Jiyari, interrumpiendo mis cavilaciones cada vez más estrafalarias. «Tengo… que decirte algo.»

El Pixie rubio se había sentado en el murillo junto a mí haciendo girar en sus dedos una gran flor blanca. Una bella simella que había recogido entre las matas justo detrás de nosotros. La hacía girar y los grandes pétalos se convertían en una hélice en movimiento que le fascinó a Kala. Jiyari rompió el silencio con voz ensimismada confesando:

«Cuando creí que los vampiros te habían matado, sentí que el mundo ya no tenía sentido. ¿Para qué reencarnarse si morimos tan rápido?, me pregunté. ¿Para qué seguir viviendo sin el Gran Chamán?» Meneó la cabeza con una sonrisa que se burlaba de sí mismo. «Resultó que estabas vivo. Y esta mañana, me he preguntado: ¿por qué no nos vamos tú y yo de aquí, dejamos a los saijits arreglárselas y nos dedicamos de verdad a buscar a nuestros hermanos?»

Me dedicó una sonrisa encantadoramente culpable.

«Y luego me he preguntado lo contrario: ¿por qué no esperamos antes de buscar a nuestros hermanos y seguimos ayudando a estos saijits que tan bien le caen al Gran Chamán?» Se rió quedamente. «Me dirás que tengo un jaleo mental. Que mejor me cojo un libro y me quedo dormido. Pero ¿sabes?» agregó con una ligereza fingida bajo mi mirada suspensa. «A veces me digo que si Rao nos ha reencarnado en cuerpos con orígenes tan distintos… quizá esperara que creciéramos solos para que aprendiésemos a ver cómo es el mundo saijit en realidad. Para que aprendiésemos a no odiarlo como sé que tú… que parte de ti lo odia.» Se encogió de hombros, burlándose: «Resulta que ahora yo recuerdo más de esta vida que de la otra y sigo teniendo una mala opinión sobre los saijits… pero también una buena. Y…» alzó la flor blanca y murmuró: «si algo recuerdo, es cómo erais todos. Conozco el corazón de todos mejor que nadie. Y sé que el Gran Chamán nunca abandonaría a sus compañeros en situaciones como esta.»

Lo miré con fijeza. Y sentí la aprobación de Kala. Compañeros, me repetí. Claro. Sonreí. Incluso con el Datsu desatado, seguía siendo el Drey de siempre. Me había prometido que sería digno de los Ragasakis… y un Arunaeh siempre cumplía sus promesas.

«Gracias, Jiyari.»

Me levanté.

«Ahora sé lo que tengo que hacer.»

Notando la curiosidad de Kala, me dirigí hacia el edificio central a buen paso. Fue un golpe de suerte que el comandante de los Zombras se encontrara en el salón de entrada con varios soldados hablando con un hobbit de mediana edad y cara de comerciante poco fiable. Reconocí al comandante enseguida por la mancha de nacimiento que llevaba en la frente: ese drow era sin duda el hijo de Varandil Noa Norgalah-Odali.

Me acerqué unos pasos por la piedra de granito hasta que él reparase en mí. Entonces, me incliné y Zenfroz alzó una mano hacia el hobbit para imponer silencio.

«Drey Arunaeh, supongo,» dijo.

Me enderecé y me crucé con sus ojos, seguramente tan rojos como los míos. Sus labios formaban una fina línea; su rostro, tallado como una escultura de madera, era relativamente joven. Pero no daba para nada la impresión de carecer de experiencia en su oficio. Al contrario: llevaba el uniforme negro de comandante con indudable comodidad. Sentí el escalofrío de Kala.

«Nahó,» dije. «Me gustaría hablar un momento, si no es mucha molestia. Se trata de la mirol que pasó la frontera con un collar de Ojo Blanco.»

Zenfroz permaneció inmutable.

«Habla, por favor.»

«Gracias,» dije con voz tan desapasionada como la suya. «El hijo-heredero de mi clan me ha dicho que Orih Hissa, la mirol, ya no está en este puesto fronterizo.»

«De hecho, fue trasladada a Dágovil, para seguridad de todos,» afirmó el hobbit.

Lo miré. Nadie más que un consejero o un amigo próximo se habría atrevido a intervenir en esa conversación.

«Disculpa mi descortesía. Tarmyn Lexer,» se presentó.

«Mi consejero,» dijo Zenfroz, impasible. «Si me disculpas, tengo que atender a otras prioridades antes de la cena. Tarmyn se ocupó personalmente de interrogar a la joven. Esclarecerá tus dudas mejor que yo. Espero que te unas a la cena de este o-rianshu junto con Yodah y Sharozza de Veyli.»

Se inclinó levemente. Me tragué mi contrariedad y realicé una profunda reverencia.

«Será un placer, nahó.»

«Desafortunadamente no hay baños termales en este sitio,» añadió Zenfroz, «pero puedes preguntar a cualquier criado para que te prepare un baño si así lo deseas.»

En otras palabras: apestas. Reprimí una mueca y me incliné otra vez.

«Gracias.»

El drow sonrió levemente.

«Ser agradecido es de bien nacido,» citó.

El comandante se alejó con sus oficiales y me quedé a solas con el hobbit Tarmyn Lexer con cara de comerciante estafador. No me servía de nada hablar con él. Suspiré y, sintiendo mi desánimo, Kala lanzó con tono súbitamente descomedido:

«¡Gracias por tu tiempo, saijit! pero a mí también me han surgido otras prioridades. Hasta luego.»

Le dio la espalda y se marchó por la puerta. Y yo me reí por dentro. Quién sabe por qué, la diversión y el buen humor no me los aplacaba el Datsu tanto como el resto. Dejé que Kala se moviera como quería. Bajó por la rampa y miró con curiosidad el campamento, los hombres de toda raza compartir cena, los anobos de guerra resoplar en sus establos improvisados. El ambiente era más alegre de lo que esperaba. Finalmente, Kala dio media vuelta y dijo:

“Pídele a uno de los criados el baño caliente.”

“Tú también puedes hacerlo.”

Kala gruñó.

“No quiero hablar con saijits extraños. Hazlo tú.”

Sonreí anchamente mientras entrábamos de vuelta al edificio central.

“Si serás tímido.”