Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
Cuando regresamos a la plataforma con los demás, observé cómo Ordabat y sus compañeros trataban de sonsacarle a Yodah lo que planeaba hacer para retomar Loeria. El hijo-heredero no se había atrevido a decirles la verdad: que había acordado con el Príncipe Anciano que no intervendríamos y que los vampiros se irían de Loeria en cuanto les apeteciera, dejando atrás a los aldeanos vivos. Mantenía su posición: antes tenían que quitarse los collares, o serían capaces de matar a sus seres queridos. Tal posibilidad los asustaba tanto que al final, pese a sus rostros sombríos, no pusieron objeciones cuando Yodah propuso que, al rigú siguiente, nos fuéramos para el norte.
—«Ahí, los Zombras nos ayudarán, mi pariente destruirá vuestros collares y despertaréis al de unos días. No os preocupéis. Los vampiros prometieron no matar más a ningún loeriano. Soy inquisidor bréjico: las mentiras no se me escapan. Puedo aseguraros que esos vampiros no mentían.»
Su razonamiento funcionó curiosamente bien. Tal era la reputación de los Arunaeh: sus artes eran tan terribles que hasta eran capaces de asustar a unos vampiros. Algo así debían de pensar esos rostros lúgubres y a la vez esperanzados. Me crucé con la mirada de Yodah, pensativo, y él estableció la conexión bréjica para preguntar:
“¿Podrás romperlos todos en una sola vez?”
“¿Los collares?” Puse los ojos en blanco. “Por supuesto. Oye, Yodah… Perdón por haberte sacudido antes.”
Él me miró con sorna.
“¿No debería disculparse Kala y no tú?”
Sentí una barrera de orgullo alzarse en la mente de Kala y esbocé una sonrisa burlona.
“Mar-háï, tienes razón. Quizá algún día Kala aprenda a disculparse…”
Sonreí más anchamente al notar la frustración enfurruñada de Kala. No se disculpó. Yodah se encogió de hombros y yo pregunté:
“Di, Yodah. A propósito de los collares… ¿Por qué no usas esa técnica que usó Liyen conmigo? Cortar los hilos bréjicos para evitar que se desmayen,” precisé.
“¿Y por qué crees que no lo hago?” replicó Yodah.
Seguí su mirada elocuente hacia los veintisiete dokohis armados y apesadumbrados e hice una mueca, entendiendo. Si les quitábamos los collares ahí, irían directos a Loeria a atacar a los vampiros. Era mejor intentar alejarlos lo máximo posible antes de liberarlos de los espectros… y cuánto más tiempo se quedasen desmayados, mejor.
Aun así, tener a veintisiete dokohis tan cerca de mi hermana me tenía algo preocupado. Si perdían el control ante los espectros, estábamos todos muertos.
—«Iré a recuperar mi diamante de Kron,» declaré tras un silencio.
Quedaban diez horas para el siguiente rigú, según Yodah. Convencí a Livon y Jiyari para que se quedaran a descansar —todos habían pasado un día más movido que yo—, pero Reik insistió en acompañarme.
—«Si te mueres ahora por una manada de hawis, nos quedaremos con cara de tontos,» dijo.
—«Tranquilo, hermano, los dokohis no saldrán,» aseguró Yánika al verme vacilar.
Dando el problema por zanjado, Yodah me tendió un papel plegado diciendo:
—«Zélif nos dejó un mapa de la zona. Tal vez lo necesitéis.» Lo acepté y Yodah añadió con una pizca de burla: «Realmente te tomas en serio tu entrenamiento. Lústogan estaría orgulloso de ti.»
Solté un resoplido. Instantes después, el Zorkia, Tchag y yo estábamos de vuelta en el túnel de los vampiros y tomamos la dirección hacia donde, según me parecía, estaba el túnel que llevaba a la caverna donde había sido cazada la aórgona. Para regresar al pueblo, los vampiros habían hecho el camino en menos de dos horas a mi parecer, cargados con cestas bien llenas. Si no equivocábamos nuestro camino, llegaríamos en poco más de media hora, estimé.
A la altura de Loeria, noté la presencia de dos vampiros centinelas con mi órica, pero no salieron de sus escondites. Cuando hallamos un túnel más estrecho, consulté el mapa y asentí.
—«Es por aquí.»
El Zorkia no decía nada. Íbamos a buen ritmo y desembocamos en la caverna más pronto de lo que pensaba. Apenas nos habíamos alejado de la entrada cuando un gruñido nos alarmó y Reik desenvainó la espada. A la luz anaranjada de las rocámbares, avisté un roedor que desapareció entre las rocas como una flecha. ¿Huiría por nosotros o por otra cosa?
Permanecimos atentos mientras avanzábamos por la caverna. Avisté la gran estalagmita que bloqueaba el pasadizo. Sin alcanzarla, me detuve inspeccionando el suelo aún enrojecido por la sangre seca de la aórgona. ¿Dónde habrían arrojado la ropa? El perceptismo de Zélif, en aquel momento, nos habría venido de perlas. Tchag, sin embargo, ponía buena voluntad. Reik se contentaba con seguirme mientras sondeaba la oscuridad.
Lo primero que encontré fue el guante que me había dado uno de los guardias de la caravana. Mi guante de destructor, lo encontró Tchag: apareció usándolo de sombrero y sonreí anchamente. Estaba gelatinoso, pero en buen estado.
—«Gracias, Tchag. Nos falta el diamante.»
Me paseé por la zona donde lo había dejado caer, sondeando el suelo e inclinándome. ¿Dónde demonios estaba? Me ensombrecí. ¿Lo habría cogido algún vampiro? De pronto el imp surgió de entre unas rocas y tendió una mano enseñándome el diamante, negro como la tinta. Volví a alegrarme.
—«Mar-haï, gracias, T…»
Callé cuando vi a Tchag girarse y empezar a golpear el diamante contra una columna.
—«¿Tchag?» me sorprendí.
El imp se giró hacia mí, asintió, y volvió a golpear repetidamente con el diamante. Intercambié una mirada extrañada con Reik y me agaché tendiendo la mano.
—«Hey. Esa piedra no es para jugar. ¿Me oyes?»
Tchag siguió golpeando hasta que, inquieto, le quité el diamante a la fuerza y lo levanté.
—«Vamos, Tchag, tranquilízate. ¿Te pasa algo?» Me mostró un visaje torciendo su boca y suspiré. «Yeren dijo que deberías poder hablar. ¿Por qué no hablas y te ahorras las muecas?»
Esperé unos instantes en un silencio tan sólo interrumpido por nuestras respiraciones y el sonido de unas gotas de agua cayendo. Entonces, Reik soltó:
—«Ese debe de ser tu chaleco de destructor.»
Señalaba algo en la media oscuridad. Entorné los ojos, posé a Tchag y metí el diamante en mi bolsillo. Fui a recuperar el chaleco y, de paso, vi también la camisa, pero la abandoné al ver que estaba hundida y llena de agujeros: sin duda el charco en el que había caído debía de estar lleno de ácido y me cuidé mucho de no pisarlo. Vestido al fin, con mi diamante de Kron bien al resguardo en mi bolsillo, lancé:
—«Todo en orden.»
Tomamos el camino de regreso. Reik estaba muy silencioso y le eché una mirada interrogante mientras caminábamos.
—«¿Todo bien, Reik?»
El comandante Zorkia me echó una mirada sombría.
—«¿Bien?» repitió. «¿Cómo voy a estar bien teniendo a mis compañeros en Makabath?»
Su respuesta mordaz me dejó callado. Caminábamos por el túnel, tan sólo iluminados por la luz tenue de mi piedra de luna. Attah, no me parecía el mejor momento para hablar de los Zorkias teniendo otros problemas más urgentes pero… El rostro de Reik se ensombreció todavía más cuando este agregó:
—«Que no se te olvide por qué estoy aquí, Arunaeh. Acordamos que nos ayudaríamos mutuamente pero, en su momento, no me dijiste que los hermanos a los que tenías que encontrar eran unos Pixies de leyenda.» Se detuvo en pleno túnel y lo imité, sobrecogido, mientras él imprecaba: «Ashgavar… Me revienta todo esto, chaval. Me dijiste que tenías problemas con tu familia, ¡y un cuerno! Ahora andamos con un inquisidor que dice ser tu futuro líder. Y me revienta. Yo sólo quiero sacar a mis compañeros de prisión y resulta que ahora estoy con un grupo de locos que viaja por unos túneles plagados de bichos en busca de los Ojos Blancos. Unos locos pirados que negocian con vampiros y pretenden salvar a varias decenas de Ojos Blancos controlados por una niña brejista con un poder absurdo. Y para colmo,» agregó con un gruñido bajo mientras Kala y yo parpadeábamos, asombrados, «ahora decidís viajar hacia el norte, hacia Dágovil, y pasar una frontera llena de Zombras. ¿Sabes? No sé por qué diablos te habré hecho caso. Seré Zorkia, habré vivido miserias que no te puedes imaginar, muchacho, pero esto… Tener un acuerdo con un loco de atar con dos personalidades es más de lo que un tipo cuerdo como yo puede soportar. ¿Me oyes? Estoy harto.»
Inesperadamente, Kala estaba intimidado y hasta se le subieron las lágrimas a los ojos. Yo carraspeé y entendí de pronto cómo Reik debía de sentirse. Impotente y desarmado frente a un Gremio que le había robado a sus compañeros de armas, a su única familia. Burlado y hartado por unos Arunaeh que sólo le habían aportado problemas. Sabía que, dependiendo de lo que le respondiera en ese momento, Reik se marcharía e iría a buscar otros métodos más plausibles para llevar a cabo su rescate. Por eso, pedir perdón no era lo correcto.
Inspiré y rompí al fin el silencio:
—«En el Sanatorio de la Doncella de la Vida, dijiste que ambos teníamos a un mismo enemigo. El Gremio fue el que experimentó con Kala. Y es el que mató a tu comandante…»
—«Y me vas a decir que, puesto que compartimos enemigo, yo tengo que resolver tus problemas,» me cortó el Zorkia con un suspiro ruidoso. «Por Ohawura, no eres más que un muchacho. Y esa panda de Ragasakis, más de lo mismo. Me recordáis a esos grupos de aventureros que van muy alegres por la vida, se fijan un objetivo grandioso y acaban despedazados en algún rincón perdido de los Subterráneos. De esos he visto a muchos, no sabes a cuántos. Y también a jóvenes intrépidos que sacrifican su vida por los demás.»
Me erguí, suspenso, y Reik se burló con tono cáustico:
—«¿Te creíste inteligente cuando bloqueaste el pasadizo con esa roca? ¿De verdad crees que no hubiera podido luchar contra esos vampiros? Idiota. Maté vampiros en Dágovil. Sé que hubiera podido con ellos. Estaba preparado para ello. Pero ¿cómo iba a imaginarme que un pequeño héroe como tú iba a sacrificar su vida tan alegremente? Despreciaste tu vida de una manera estúpida. Y eso también me revienta.»
Le devolví una mirada enmudecida. Mar-háï, qué bronca nos estaba echando… Kala ahora se estaba ofendiendo. Carraspeé.
—«Tienes razón,» reconocí. «No confié bastante en ti. Nunca he visto a un Zorkia pelear. Mi decisión fue a lo esencial: salvar la vida del hijo-heredero y de mi hermana. Seguramente tú podrías habernos salvado a todos, Sanaytay podría haber usado algún rugido aterrador, Yánika los habría espantado… Es posible que nadie hubiese muerto. Sin embargo,» agregué, alzando la cabeza, «piensa que, de no haber sido por esto, los loerianos no habrían tenido a nadie para abrirles la puerta, no se habrían podido fugar, habrían resistido y habrían muerto.» Me respondió con un resoplido e insistí con calma: «No desprecié mi vida. Soy Arunaeh. Un Arunaeh no desprecia jamás su vida.»
El comandante Zorkia me echó una mirada escéptica y se encogió de hombros.
—«Kasrada… Qué más da. Si no quieres reconocerlo, es tu problema.»
Puse los ojos en blanco.
—«Dije que tenías razón, que fui imprudente, pero no por ello desprecié mi vida. Fui imprudente por falta de análisis, nada más. Te lo explicaría más detalladamente, pero Kala va a decirme que soy un plasta, así que dejemos el pasado donde se quedó y contéstame a una pregunta, por favor. ¿Vas a pasar la frontera de Dágovil con los demás? Si no quieres, yo tampoco la pasaré. Al fin y al cabo…»
—«La pasaré,» me cortó Reik. Su respuesta me sorprendió. «La pasaré e iré a liberar a mis compañeros a mi manera. Si quieres ayudarme, Arunaeh, ayúdame a pasar esa frontera sin que me manden a Makabath. De conseguir mi objetivo, te pagaré mi deuda por tu silencio y tu ayuda. Si no te valen estas condiciones… lo tienes fácil. Sólo tienes que decir unas palabras a los Zombras y ellos se encargarán de este viejo Zorkia que te da sermones. ¿Qué opinas?»
Lo miré a los ojos. Se estaba saltando el acuerdo inicial, pero no podía echárselo en cara. Al fin y al cabo, no le había explicado entonces nada sobre los Pixies, nada sobre Liireth ni sobre mi falta de información acerca del paradero de los hermanos de Kala. Impaciente, con su propio objetivo, Reik había rebajado el acuerdo a un pacto de no traición.
En cierta forma, era más práctico para mí: no tendría que estar paseándome con un fugitivo en la lista negra del Gremio. Tras un largo silencio, suspiré.
—«Te ayudaré a pasar la frontera. Una vez ahí… si necesitas a un destructor, ya sabes a quién llamar.»
Reik sonrió levemente y entonces frunció el ceño.
—«¿Y el bicho gris? ¿Dónde está?»
Miré a mi alrededor y no vi a Tchag por ningún sitio. Me alarmé.
—«No lo veo. ¡Tchag!» llamé.
Si lo perdíamos… Attah, sólo faltaba eso. Estuvimos llamándolo un rato en el túnel hasta que de pronto Tchag apareció justo ante mí y dejó de ser invisible. Ese bicho… ¿a qué jugaba? Escondiéndose de nosotros. Sonreía anchamente. Puse los ojos en blanco y me agaché para revolver su mata de pelos blanca.
—«No nos pegues esos sustos, Tchag. Arriba.»
Se subió a mi hombro sin vacilar y nos pusimos en marcha de vuelta a nuestro campamento. Las afueras de Loeria estaban igual de tranquilas que a la ida. Cuando llegamos a la caverna con la plataforma, los encontré a todos dormidos, exceptuando a Yodah y a Livon. El uno tenía una expresión fatalista, el otro fruncía el ceño, concentrado, mirando los dokohis.
—«Hola, Drey,» dijo Yodah en voz baja. «¿Todo bien?» Asentí y él agregó: «Pues por aquí tenemos un problema.»
Enarqué las cejas subiéndome a la plataforma.
—«¿Un problema?»
Livon afirmó con la cabeza sin desviar la mirada de los dokohis.
—«Tengo buen ojo para esto. Fui pastor. Estoy seguro de que los dokohis eran veintisiete. Pero ahora…» Alzó una mirada turbada hacia mí. «Son veintiséis.»
* * *
Cuando nos pusimos en marcha hacia el norte al rigú siguiente, el dokohi seguía sin aparecer. Yodah y yo habíamos opinado que, al retomar el espectro el control, probablemente habría salido corriendo lejos de ahí y vuelto a Lédek. Yo no me preocupaba: quitando mi turno de guardia, había dormido como un oso lebrín.
Caminaba entre Yánika y Jiyari. Yodah, Orih y Livon abrían la marcha junto con Ordabat, el loeriano herrero. Reik y Tchag la cerraban. El imp parecía haberle tomado cierto cariño al Zorkia y este lo aceptaba como compañero con más curiosidad que molestia. Entre esos dos grupos, los veintiséis dokohis nos rodeaban como un enjambre, cuidadosos de no alejarse de la pequeña Arunaeh que les ayudaba a conservar su entereza.
Evitábamos los túneles demasiado estrechos, tomando los más anchos, más peligrosos, pero que nos permitían permanecer más juntos. Pronto los túneles se convirtieron en una gran caverna exenta casi de luz, repleta de columnas con un terreno irregular cubierto de hierba azul. Asustamos a una manada de hawis que huyó prudentemente de nosotros. Eché un vistazo al mapa con mi piedra de luna. A un kilómetro más al norte, encontraríamos otro túnel que se dirigía directo hacia el puesto fronterizo. Estábamos muy cerca de Dágovil. Pero aún más cerca de la frontera con Lédek, pensé. De hecho, no supe determinar si en esos momentos estábamos caminando en Lédek o en Kozera.
De pronto, Yodah alzó la mano para detener la marcha y lancé, sorprendido:
—«¿Qué ocurre?»
—«Es la expedición de bloqueadores,» explicó Yodah.
Agrandé los ojos. ¿Bloqueadores? Esos eran destructores que se especializaban en destruir túneles en vez de crearlos. Me puse de puntillas para intentar ver y me acerqué al hijo-heredero, curioso, al avistar el movimiento de unas linternas en la oscuridad. Las linternas emitían una luz morada característica, señal de que no se allegaban con malas intenciones. Yodah especificó:
—«En realidad solo hay una bloqueadora. Ella fue la que nos contó que esa tal Naylah había sido arrestada. Nos alcanzó cerca de la frontera con unos mercenarios. Zombras no son: como sabrás, esos están sujetos al Gremio y no pueden invadir Kozera y Lédek así como así. Aquellos,» dijo, haciendo un ademán hacia las luces que se acercaban, «son mercenarios Kartanes.»
Nada de extrañar entonces que no respetasen fronteras. Los Kartanes eran una antigua tribu de caitos dedicados a las artes guerreras. Y eran impresionantes. Lo sabía bien porque el Templo del Viento solía requerir sus servicios para escoltar a sus destructores.
Entonces, volví a pensar en esa bloqueadora y entorné los ojos.
—«Di. Esa destructora… ¿viene del Templo del Viento?»
Yodah asintió pero fue Yánika quien contestó diciendo:
—«Es Sharozza de Veyli. ¿Te acuerdas?»
—«Caray. ¿La Exterminadora?»
—«¿Exterminadora?» repitió Orih, mirándome, curiosa. «¿Es su apodo?»
—«Y lo tiene bien puesto,» aseguré. «Aunque supongo que si tú te pusieses a explotar cavernas, la superarías con creces.»
La mirol puso los ojos en blanco. Yodah posó un índice sobre su barbilla, pensativo.
—«De Veyli,» repitió. «Ese es un nombre de linaje nuevo, ¿no?»
Me encogí de hombros observando las linternas que se acercaban. Reconocí finalmente la figura de la Exterminadora, de rostro redondo, ojos grandes y pelo rizado alocado. Colocándose a mi lado, Yánika confirmó mi primera impresión con diversión:
—«No ha cambiado nada.»
Tras bajar de un salto un pequeño desnivel en el terreno herboso, la Exterminadora alzó una mano y se adelantó con andar desenfadado en medio de siete caitos corpulentos diciendo:
—«¡Buen rigú! ¿Ya volvéis? ¡Qué buena coordinación! Nosotros también.»
Yodah se inclinó como un elegante caballero respondiendo:
—«Me alegra la coincidencia. ¿Todo fue bien?»
—«¡Por supuesto! Dos túneles a borrar de los mapas,» declaró la Monja del Viento con alegría. «Ahora los Ojos Blancos lo tendrán más difícil para llegar a Dágovil.»
De ahí que se hubiesen tomado la libertad de bloquear túneles en la frontera entre Kozera y Lédek… Aunque, de todas formas, los kozereños no podían quejarse de ello precisamente: sus tierres abandonadas del noroeste sólo podían ser más seguras… Tan sólo les quedaba liberar Loeria de los vampiros. Sharozza sonrió con sus ojos violetas bien abiertos.
—«¿Y bien? ¿Recuperaste al joven Drey?»
Pasó una mirada atenta por los dokohis, por Livon, Orih, Jiyari, mi hermana y Reik. Tan sólo cuando me incliné para saludar, sus ojos se detuvieron en mí, sorprendidos.
—«Cuánto tiempo, Sharozza.»
—«¿Drey?» Sus ojos se fijaron en mi piedra de juramento del Viento, colgando de la cadena de plata. «Así que es cierto. Me dijeron que habías cambiado por una mutación. ¡Pero lo que más me llama la atención es cómo has crecido!» se emocionó. «Diría que incluso eres un poco más alto que tu hermano. ¿O tal vez son esos pelos de cerbero que llevas? Gárgolas sagradas, qué pinta,» soltó, colocando una mano en la cadera mientras me miraba de arriba abajo. «Ojos de demonio, cara de demonio y un olor a demonios… hasta la sonrisa se te ha puesto demoníaca.»
—«Cuentan que cuando te muerden los vampiros tu sangre también se llena de malos espíritus,» dije con burla. «Supongo que ahora también estará endemoniada.»
—«¡Y bien lo dices!» exclamó Sharozza bromeando. Sus ojos centellearon. «¿Así que te mordieron?»
—«Participé en una orgía,» detallé. «Y deleité a los líderes. Un festín, me dijeron. Hasta me dieron las gracias.»
—«Pff… ¿En serio? ¿Qué eran, vampiros civilizados?»
—«Sin duda alguna,» intervino Yodah. «Llegué hasta a negociar con ellos. ¿Nos ponemos en marcha?»
Mientras seguíamos, Sharozza se me acercó y observé cómo los Kartanes me miraban con desconfianza.
—«Di, di,» soltó la Exterminadora, agarrándome por un brazo sin miedo alguno por mis atributos demoníacos, «¿tienes noticias de tu hermano? Me dijeron que el Orbe fue devuelto… ¿Qué hace ahora?»
Hice una mueca al advertir la mirada curiosa de Livon y Orih. Ellos no sabían nada de las historias familiares de los Arunaeh.
—«Por lo que sé, le dieron un mes de vacaciones antes de ponerse a trabajar en serio,» contesté. «No tardará ya en pasarse por el templo.»
—«¡Ese hombre! Tan serio y recto y tan puro… ¡Por Tokura! Lo veía inocente como un niño ¡y qué sorpresa me llevé cuando me enteré del robo!» Por su cara radiante, parecía casi que, para ella, había sido una buena sorpresa. Me acribilló: «¡Dos millones! ¿No te parece exagerado?»
Le centelleaban los ojos.
—«Esto…» carraspeé. «Es un asunto entre el Gran Monje y Lústogan. Ellos sabrán.»
Sharozza me liberó el brazo resoplando.
—«¡Pero bueno! ¿Es que no le vas a ayudar? ¿Qué clase de hermano eres, Drey? Deberías al menos darle tu apoyo. Yo se lo daría, pero no puedo ir a vuestra isla. Mar-háï… ¿Tan mal te llevas con tu hermano? ¡Recuerda todos los años que te dedicó! Horas y horas interminables, todo por ti, siempre por ti… Eras la única persona a la que le hacía caso,» añadió con un suspiro refunfuñón.
Yo la miraba, extrañado, y por poco no me tropecé con una roca. Retomé el equilibrio saltando y pregunté:
—«¿No le tienes rencor por lo que hizo?»
Sharozza se detuvo con los brazos cruzados, súbitamente ofendida.
—«¡Repite eso, geniecillo! ¿Rencor, yo? Lústogan es un destructor ejemplar. Aprendimos y trabajamos juntos durante casi veinte años. Un pequeño robo temporal no lo hace menos perfecto. ¡Tener hermanos para que te den la espalda de ese modo! Me decepcionas, Drey Arunaeh.»
Pestañeé. Yánika se tapó la sonrisa, pero su aura dibujaba en el aire su diversión. Puse los ojos en blanco.
—«Perdón. Te juzgué mal, Sharozza. Leí una vez en un libro que hay personas que no cambian con el tiempo. Tú debes de ser una de ellas y me alegro.»
Sharozza torció sus labios en una mueca evaluadora. Y de pronto sonrió, se adelantó y me dio una palmada en la espalda.
—«Tú tampoco has cambiado tanto por dentro. Sigues tan impertinente, tonto y entrañable como siempre. Pero desengáñate: los años siempre cambian a las personas,» añadió mientras seguíamos andando. «Ahora yo me he vuelto más sabia, más poderosa, y más comedida.»
No se me escapó la fugitiva sonrisa burlona que apareció en el rostro de uno de los caitos Kartanes. Adiviné su pensamiento: poderosa tal vez pero, ¿sabia y comedida?
De pronto, me fijé en que el aura de Yánika se llenaba de desconcierto y me giré. Los dokohis estaban nerviosos. Se miraban entre sí como si algo los hubiera picado al mismo tiempo…
—«¿Qué ocurre?» preguntó Livon.
Los dokohis se rebulleron, intercambiaron más miradas y se pararon, forzándonos a detenernos también. Una mujer entre ellos murmuró:
—«Es… como si…»
—«Nos estuviera llamando alguien,» completó otro, igual de confuso.
Entonces, uno se llevó las manos a la cabeza, otros dos se agarraron el collar, presas de pánico. Varios cayeron de rodillas.
—«¡Ayuda!» balbuceó un dokohi, aferrándose al collar.
—«¡Ayuda!»
El grito unido de los dokohis fue seguido de un silbido que atravesó el aire. Entendí en el último momento y mandé una ráfaga… Demasiado tarde. La piedra lanzada le golpeó a Yánika en la cabeza. Me precipité hacia mi hermana y conseguí amortiguar su caída pero… Yánika no respondía. Estaba inmóvil.
Su aura había desaparecido.
Mi Datsu estalló. Mientras Orih gritaba señalando algo con el dedo, detrás de una estalagmita, yo tenía a Yánika entre los brazos y miraba la hilera de sangre que salía de la herida. No sabía qué hacer. No era curandero. No sabía curar… Le di unas palmadas en la mejilla.
—«¡Yánika! ¡Yánika despierta!»
Fue Kala quien gritó. Gritaba con un sentimiento que yo acababa de dejar atrás. Tal vez por eso fue el primero en alzar la vista y en darse cuenta de que teníamos un problema: sin el aura de Yánika, los veintiséis espectros habían retomado el control de los cuerpos saijits. Sus ojos blancos brillaban como lunas.
El responsable tenía que haber sido el vigésimo séptimo dokohi que se había escapado, entendí. Kala gritaba, agarraba a Yánika y no quería soltarla pese a que los dokohis desenvainaban sus espadas, agarraban sus hachas y bajaban sus lanzas. Se oyeron los primeros entrechoques con los Kartanes.
—«¡Yánika, no te mueras!» berreó Kala.
Quiso soltar su órica pero paró todo cuando Yodah se tiró de pronto sobre nosotros y posó una mano sobre la cabeza de Yánika. El Datsu rojo del hijo-heredero estaba oscurecido y ocupaba casi todo su rostro. Nunca lo había visto así.
Supe que estaba intentando despertar a Yánika por la fuerza. Posó su frente contra la suya, tan concentrado que parecía que el furor a nuestro alrededor no le incumbía. Sólo que no era cierto: los dokohis dirigieron sus armas hacia nosotros. Su meta era Yánika.
Por cómo temblaba nuestro cuerpo, entendí que Kala estaba hirviendo de rabia. Quiso levantarse, pero no había tiempo. No tenía tiempo ni de lanzar cuatro ráfagas de viento para quitarme de encima a los cuatro dokohis que se nos abalanzaban. Tiré al suelo a uno con mi órica. El segundo fue arrastrado por el peso de otro dokohi atravesado por la lanza de uno de los Kartanes. Al tercero lo arrojé con otra ráfaga… y el cuarto fue a propinar un golpe mortal. La espada iba directa hacia Yodah, quien protegía a Yánika con su propio cuerpo mientras trataba de despertarla. Kala aulló:
—«¡YODAH!»