Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

2 El don del agua

No me sonaba haber visto nunca esa aldea. Debía de tener varios cientos de habitantes, incluso tal vez mil. Blagra era la única ciudad entre Dágovil y Doz en ser tan poblada y, sin embargo, aquella villa no era Blagra: recordaba bien cómo Blagra tenía construido un barrio entero contra las paredes de la caverna y ahí las paredes estaban mayormente a oscuras, con alguna escasa piedra de luna que iluminaba tenuemente el lugar. Además, la caverna era diferente. ¿Cuál era ese sitio?

Agachados, detrás de una gruesa estalagmita, Reik y yo observábamos las idas y venidas de los viajeros del Gran Túnel de Dágovil desde hacía un par de horas.

“¿Qué?” lanzó Kala. “¿No nos vamos a mover nunca?”

Incluso después de varias horas se le notaba que todavía mi compañero de cuerpo no andaba fino. Habían pasado dos días desde que habíamos salido del Bosque de Liireth. Dos días en los que no habíamos hecho más que evitar patrullas, dormir mal y pasar por túneles tan estrechos que hasta había tenido que destruir alguna roca para que Neybi no se quedara atascada entre las paredes. Ahora, la anoba cavaba en la tierra con su pata de piel gruesa, silenciosa pero por lo visto tan impaciente como Kala.

Suspiré mentalmente.

“Si no te hubieses tragado la cantimplora entera, a lo mejor podríamos haber pasado. Pero de momento es imposible.”

“Aaah… ¿Me estás echando la culpa?”

No quise insistir pero, sí, sin duda se la echaba. De las tres cantimploras que nos habíamos llevado, dos contenían el agua buena y saludable de la isla de Taey. La tercera… Dist la había rellenado con vino. Me preguntaba si los Estabilizadores bebían tanto vino porque no tenían fuente cercana o porque eran alérgicos al agua… Attah. El caso era que, tras acabarse las dos cantimploras de agua, incapaz de resistir su sed, Kala había agarrado la de vino traicioneramente rápido.

“No me la bebí entera,” añadió tras un silencio.

No, de hecho yo había conseguido desestabilizarlo lo suficiente para atragantarnos y hacer que el maldito tirase la cantimplora. Reik la había recuperado antes de que se vaciara del todo… y el desperdicio lo había puesto de malhumor. Y ahora ahí estábamos, sedientos y reventados, sin atrevernos a cruzar el Gran Túnel porque Kala estaba borracho.

Y porque en la aldea pululaban dagovileses en uniforme.

Mi mente, ella, estaba clara, con un Datsu bastante más desatado de lo normal por culpa del alcohol, por lo que la impaciencia de Kala me afectaba más bien poco y mi atención estaba mayormente centrada en las luces que iluminaban la aldea. Algo en ella me resultaba familiar. Seguramente debía de haber pasado por ahí años atrás cuando estuve ensanchando el túnel con mi hermano. Pero no recordaba haber visto un pueblo tan grande. Sin duda Dágovil había cambiado desde que me había marchado.

Le eché una ojeada a Reik. Gracias al Zorkia habíamos evitado todos los túneles susceptibles de ser guardados por patrullas. Y es que, según él, siendo Zorkia, había operado precisamente mucho más por el este de Dágovil, conocía bien la zona entre Doz y la Ciudad Perdida por haber vivido un sinfín de escaramuzas en su juventud durante la Guerra de la Contra-Balanza. Sin embargo, como yo, había mirado la gran aldea con sorpresa.

«¿No sería mejor intentar pasar por otro sitio?» pregunté tras un larguísimo silencio.

Reik hizo una mueca poco agraciada.

«¿Y retroceder por el túnel del que venimos?»

Le respondí con otra mueca.

«Ya…»

Sería tentarle al diablo, coincidí. No dije más y volví a escudriñar las casas. Estábamos relativamente cerca de estas, a unos cien metros, al pie de un pedregal. Subir por esa cuesta hubiera sido como gritar a todo el mundo que estábamos ahí. Si tan sólo estuvieran Sanaytay y Sirih con nosotros habríamos pasado tan desapercibidos como sombras… Pero los Ragasakis estaban lejos. Sólo estábamos Reik, Neybi y yo… y el borracho de Kala. Alcé de nuevo la mirada hacia la villa convencido de haber oído el arrullo de agua de algún río. ¿Sería mi imaginación?

«Di,» dijo de pronto Reik.

Desvié la mirada de la villa. El Zorkia llevaba un rato tratando de atrapar la última gota de vino de la cantimplora.

«¿Qué?»

Reik tenía cara pensativa.

«¿No dijiste que un Arunaeh no podía estar borracho?»

De pronto Kala se rió por lo bajo y lo corté en seco con una mueca molesta. Sin duda Reik debía de pensar que mi comportamiento era extraño. A veces mis expresiones cambiaban repentinamente y dudo de que Kala se diera cuenta de ello por su estado. Pero yo me daba cuenta. Pese a que mi vista se nublaba y veía todo brillante, mi sangre fría era impecable y sabía que algo en mí turbaba al Zorkia.

«Sí,» dije con voz pastosa. «Eso dije. Yo no estoy borracho. Pero mi Datsu no funciona como debería. Por eso mi familia intentó averiguar por qué y mi hermano me sacó de la isla.»

«¿Tu hermano?» repitió Reik.

«Me dejó plantado.» Sonreí con ironía y tosí antes de añadir: «Pero me salvó.»

«Ya veo.» Jugueteó con la cantimplora y, tras echar otra ojeada hacia la villa, dijo: «Esos otros hermanos que debes encontrar… ¿son de verdad hermanos tuyos?»

¿Lo eran biológicamente hablando? Lo dudaba. Fue Kala quien contestó con fuerza:

«Lo son.»

«Baja la voz, maldito,» masculló el Zorkia con cansancio.

Hubo un silencio. No sabía qué era lo que más quería hacer, si dormir o beber. Sin embargo, en ese momento pensé que aún no le había explicado nada al Zorkia y decidí quitarle alguna duda diciendo:

«Son seis y Jiyari es uno de ellos. Los demás… no tengo ni idea de dónde están, pero si buscamos a ese Zarafax, podríamos averiguar algo, y tal vez también si nos dirigimos a Lédek… saquemos información.»

«Lédek,» repitió Reik, y me echó una mirada escudriñadora. «Ahí es donde se encuentran los Ojos Blancos según tú.»

«Su líder, Zyro, estuvo en la guerra,» expliqué.

«Zyro,» murmuró Reik, y alzó la vista hacia las estalactitas de la caverna absorto. «Me suena el nombre.»

Agrandé de pronto los ojos. Acababa de ocurrírseme una idea.

«Ahora que lo pienso, ¡tú estuviste en la guerra de la Contra-Balanza! Tuviste que pelear contra los dokohis. Y, sin embargo, en el Aristas parecía como si te sorprendiera haberte encontrado con unos hace poco.»

«¿Y cómo no iba a sorprenderme?» resopló Reik. «Se supone que los Ojos Blancos fueron derrotados hace treinta años. El Gremio de las Sombras impuso el secreto sobre esos collares… Yo siempre había creído que habían sido destruidos.»

Fruncí el ceño.

«¿Quieres decir que fueron confiscados por el Gremio?»

Reik sacudió la cabeza.

«Ni idea. Algunos de ellos seguro. Pero como no sabemos cuántos fueron fabricados por esos magos negros… En serio, en aquella época, era poco mayor que tú, peleaba con mis compañeros y no me hacía más preguntas. Ashgavar imprecó. «Si seguimos aquí, moriremos de sed.»

Suspiré, eché un vistazo a Neybi, quien seguía rasgando el suelo, y aparté la cabeza de la estalagmita diciendo:

«Yo puedo entrar en la villa sin problemas.»

No tenía razón de temer a los dagovileses: tenía mi licencia de destructor en regla y podía pasearme con el viejo uniforme de destructor de Lústogan, con los guantes y la máscara puestos para ocultar mi piel gris y mis ojos rojos sobre fondo negro. En cuanto a Reik, había desgarrado su camisa ya harapienta para ponerse una venda en la frente y esconder así el Ojo de Norobi; sin embargo, si resultaba que los dagovileses veían la marca, lo reenviarían directamente a la prisión de Makabath. Asentí para mí y tomé mi decisión.

«¿En qué estás pensando?» preguntó Reik, enderezándose.

«Voy a por agua.»

«¡Un momento!» Me agarró de la manga para impedir que me levantara. «Si vas a por agua y te ven regresar aquí, sospecharán algo.»

«Tú vienes conmigo,» repliqué. Le tendí mi ropa de firasano diciendo: «Toma esto. Piénsalo. ¿Quién va a imaginarse a un fugitivo de Dágovil en compañía de un destructor Arunaeh?»

Reik agrandó los ojos… y una sonrisa sardónica se dibujó en sus labios de mercenario. Rematé:

«Eres kadaelfo como nosotros: si te haces pasar por Lúst, no abres la boca y te pones una máscara, hasta alguien que haya visto una vez a mi hermano mayor se lo creerá. Daremos un rodeo y nos meteremos directos en la villa. Por ahí parece que…»

Señalaba la parte norte de la caverna cuando de pronto, un detalle, esa colina azul por donde se abría el Gran Túnel, me resultó más que familiar.

«Dánnelah,» murmuré.

«¿Qué?» replicó Reik mientras se vestía.

Pese a la oscuridad de aquel rincón, divisé claramente las numerosas cicatrices que surcaban el cuerpo del mercenario y sentí un impulso de compasión. Tener que haber sufrido tanto golpe sin Datsu debía de haber sido duro.

El mercenario terminó de atarse el cinturón y alzó una mirada vivaz hacia mí.

«¿Qué?» repitió.

Meneé la cabeza y sonreí.

«Nada. Que acabo de darme cuenta de que reconozco esta caverna. Esta villa… hace unos años era un pueblo llamado Yadella. Pasé por aquí con mi hermano construyendo el túnel y tan acelerado iba que cavé donde no debía y además provoqué la caída de una roca que destrozó la estatua de Antaka del pueblo.»

Reik permaneció callado un instante.

«Yadella, ¿eh?» dijo al cabo. «Tuve que pasar por aquí hace tres años en una misión de la compañía… Desde luego ha cambiado. Parece como si hubiesen descubierto alguna mina de oro.»

No era tan imposible, pensé. Kala resopló mentalmente desde su medio letargo.

“Demonios, cuánto habláis, me empieza a doler la cabeza…”

Y me dolía a mí, pensé.

«Dime,» retomó el Zorkia, «¿tienes mala relación con los de este pueblo?»

«Qué va,» aseguré. «Ni buena ni mala. Mi hermano les hizo otra estatua y creo que le quedó bastante mejor que la original. En cualquier caso, esa es una buena noticia, porque los túneles al norte de aquí me los conozco bastante bien.»

«Pues vaya una buena noticia: creía que íbamos hacia el sur.»

Attah…

«Cierto,» reconocí. «Pero para cruzar el Gran Túnel…»

«Lo mejor es no cruzarlo,» me interrumpió Reik. «Todas las entradas están tapadas salvo las principales y hay tanto tráfico que estallarlas con tu órica sin ser visto ni oído es imposible. Prefiero disfrazarme y tomar la vía principal, directamente hacia el sur.»

La idea era valiente… muy valiente. Pero Reik tenía razón: seguir adoptando un comportamiento de huida con tanto guardia y testigo alrededor era correr hacia el fracaso. Suspiré y rebusqué en mi mochila. Por suerte, Lústogan no me había quitado mi máscara de destructor de antes. Se la pasé.

«Ponte esto. Descuida, los destructores son muy suyos: los hay que no se quitan la máscara casi ni para dormir, como mi abuelo.»

Reik iba a ponérsela cuando se detuvo en seco.

«Lleva el tatuaje de los Arunaeh.»

Le eché una mirada de reojo.

«¿Y?»

Reik marcó una pausa y me pregunté en qué estaría pensando hasta que rompió otra vez el silencio.

«Cuando tu hermano te sacó de la isla… ¿fue porque te estaban torturando?»

Su tono no llevaba una pizca de compasión, era meramente interrogante. Puse los ojos en blanco.

«Es más complicado que eso. Acepté que se metieran en mi mente.»

Reik se levantó bruscamente.

«¿Qué diablos? ¿Cómo que aceptaste? No,» añadió con un resoplido de autoburla, «me estás vacilando. Primero, no estarías así de tranquilo si de verdad lo hubieran hecho. Y segundo, los Arunaeh no son tan monstruosos como para hacer eso a uno de sus miembros.»

Suspiré.

«Te digo que yo acepté. Mira, no sé si es el mejor momento para explicártelo pero… resulta que tengo metidas dentro de mi mente a dos personas. Una soy yo, Drey, y la que despertó hace poco es Kala, el verdadero hermano de esos otros seis que ando buscando. De ahí lo de Kaladrey. En cuanto a mi familia, intentó ayudarme un poco demasiado metiéndose en mi mente, eso es todo.»

El Zorkia me miraba fijamente.

«Ya,» dijo al cabo. «Lo que veo, muchacho, es que es cierto que no aguantas bien el vino.»

Dejé escapar un largo suspiro y lamenté haberle hablado de ello.

«Al menos eres sincero,» repuse. «Y yo también lo he sido. Baj, ¿por qué estamos hablando de esto? Ponte esa máscara y salgamos de aquí…»

De pronto, oí un ruido de salpicadura y me giré hacia Neybi con los ojos desorbitados. De tanto estar ahí esperando, la anoba había creado un profundo agujero en la tierra con sus pezuñas, había descubierto una capa freática y ahora estaba relamiéndose, bebiendo toda el agua que su gran lengua rasposa conseguía absorber.

«A… agua,» murmuramos Reik y yo al mismo tiempo.

«¡Agua!» exclamó Kala, saliendo de su modorra.

Se precipitó robándome el cuerpo y siseé:

“Kala, ¡esa agua está mala! Ni se te ocurra beberla, nos pondremos enfermos.”

Kala se detuvo al oír la última palabra y alzó la cabeza mientras Neybi nos echaba una mirada curiosa con sus enormes ojos dorados y reptilianos.

«¿Enfermos?» repitió. «Diablos, ¿también te pones enfermo con el agua?»

«Con el agua embarrada sí,» gruñí en voz alta.

«Qué cuerpo tan debilucho.»

«No te lo niego. Sólo mira en mis recuerdos y entenderás. Attah… Ya me has pringado todo el pantalón de barro.»

De pronto, Neybi soltó algo parecido a un gruñido de deleite y plegó las patas, revolcándose en el lodo. Me levanté con prisas apartándome del charco que había surgido entre las salpicaduras y mientras intentaba calmar a Neybi en su regocijo traté de ignorar la mirada prudente y cerrada de Reik. Debía de pensar en serio que le había tocado como aliado un espécimen con personalidad múltiple. Pero… él había empezado con las preguntas, ¿no?

Neybi se levantó por fin y me dio un húmedo lametazo en la mano que, pese a la saliva, me arrancó una leve sonrisa. Me puse la mochila a cuestas, estiré las riendas y la anoba se puso a andar dócilmente.

«Reik,» lancé entonces, deteniéndome en la otra esquina de la gruesa estalagmita. Atravesé con la mirada al Zorkia suspenso a través de mi máscara de destructor. «Te prometí que te ayudaría a sacar a tus compañeros de Makabath a cambio de tu ayuda. No te prometí que mi compañía sería fácil. Hago lo que puedo. ¿Vamos?»

Reik se pasó una mano por su pelo negro enmarañado y lo oí suspirar antes de ponerse la máscara de destructor. Le di la espalda y miré hacia las luces de Yadella con una mueca decidida. Mi andar aún no era del todo recto pero pronto se me pasaría, me dije. Los saijits no se veían normalmente tan afectados por la bebida, pero Kala parecía aguantarla tan mal como Jiyari. ¿Sería alguna particularidad de los Pixies?

“Di, Kala,” dije de pronto mentalmente, inquieto. “Sé que tú no te desmayas como Jiyari ante la sangre… pero en plan totalmente hipotético, si te desmayaras… ¿crees que me desmayaría yo también?”

Me respondió un resoplido desganado. Kala no estaba en condiciones de reflexionar mucho, entendí. Bah. Prefería no llegar a enterarme nunca de la respuesta.