Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala

20 Prueba

Al día siguiente, los demás Arunaeh esperaron pacientemente a que encontráramos al gato gris y se lo trajéramos a nuestra madre. Fue Yánika quien lo encontró, erizado y arrinconado sobre una roca junto a la orilla. Amplió su aura, llenándola de serenidad. Viéndola así concentrada y con la mirada fija en el gato que bufaba sacando las garras, no pude más que preguntarme cómo diablos conseguía sentirse tranquila estando rodeada de un miasma depresivo. ¿En serio podía estar usando tan sólo su fuerza de voluntad?

El gato dio un salto, aún inquieto. Patinó, perdió el equilibrio y cayó al agua. Golpeado entonces por el oleaje, soltó un ruidoso bufido que acabó en un sonido atragantado.

«Mar-háï,» solté, abalanzándome.

En unos segundos lo alcancé y le di la bola de pelos mojada a Yánika. El animal siseaba, tosiendo agua, hasta que se puso a maullar y a balancear la cola, aún colgado en los brazos de mi hermana. Esta suspiró, aliviada.

«Ahora está bien.» Le sonrió ampliamente al felino. «Vamos a casa, Ciclón.»

«¿Ciclón?» repetí, extrañado.

«¡Mm! Es su nombre. Leí que cuando había ciclones las nubes se hacían igual de grises que cuando llueve. Podría haberlo llamado Lluvia, pero tiene menos fuerza que Ciclón… ¿No te gusta?»

Miré al gato gris que fruncía la nariz, observándonos con sus ojos violetas, y solté una carcajada.

«Qué va, Ciclón es perfecto. Venga, volvamos.»

Habíamos rodeado media montaña para encontrar al tal Ciclón y anduvimos una buena media hora antes de alcanzar el ancho camino de adoquines blancos y negros que daba la vuelta al monte subiendo hasta la casa principal. Ahí, en pleno camino, fue donde nos topamos con Gobay, uno de los ahijados Arunaeh más ancianos del lugar. Como todos, era kadaelfo. Arraigado en las tradiciones, se inclinó bien bajo, signo de que no solamente me saludaba sino que tenía algo que decirme.

«Hola, Gobay,» solté con tono afable. «¿Liyen quiere verme?»

«Perspicaz,» comentó Gobay. «Quiere que le aclares unos asuntos y le gustaría que fueras a verlo hoy mismo.»

Hoy mismo, me repetí. Otros habrían dicho «ahora mismo», «de inmediato», pero Liyen era un Arunaeh y una persona que se tomaba las cosas con suma paciencia. Que requiriera mi presencia hoy mostraba ya una pizca de urgencia en el asunto. Asentí.

«Dejamos al gato y subimos enseguida.»

«A ella… no la ha invitado,» replicó Gobay.

El aura de Yánika se turbó. Hice una mueca.

«Entiendo. Pero, como seguramente sabrás, llevo un collar de espectro. Sin ella…»

«No te pasará nada,» dijo de pronto Yodah, sonriente.

Sobresaltado, miré al hijo-heredero. Estaba de pie junto a Gobay. No lo había visto acercarse, y por lo visto Gobay tampoco porque su expresión, generalmente impasible, se arrugó ligeramente. Mar-háï… ¿Acaso Yodah había aprendido a esconder su presencia con bréjica? ¿A menos que fueran armonías? Meneé la cabeza y me serené.

«¿Por qué lo dices?»

«Porque me encargaré de que no pase nada,» contestó Yodah simplemente. Y tendió una mano hacia mi cuello. «¿Puedo?»

Fruncí el ceño.

«Ni se te ocurra estropearlo. Si he venido aquí, es para sacarle los recuerdos al espectro…»

«¿Cómo? ¡Y yo que creía que habías venido a ver a tu familia!» se burló Yodah. Sonrió ante mi expresión paciente y aseguró: «No dañaré el collar, sólo bloquearé la conexión que tiene este hacia tu mente. En otras palabras, encerraré al espectro en su collar para que no pueda controlarte. Será temporal, pero bastará.»

Me echó una mirada interrogante, pidiéndome permiso cortésmente. Suspiré.

«Adelante, pero nada de pesquisas colaterales, ya me entiendes.»

El brejista sonrió.

«Yo nunca hago dos cosas a la vez.» Alzó un puño con expresión cómica. «Palabra de Arunaeh.»

Puse los ojos en blanco y dejé que me tocara el collar. Pese a su aire desenfadado, adiviné que necesitaba bastante concentración para aquel sortilegio y guardé silencio. Sentí un revoloteo de energía bréjica, aunque no supe si era la del collar o la suya. No había pasado ni un minuto cuando Yodah se apartó.

«Listo.»

Lo miré, atónito.

«¿En serio? ¿Tan rápido?»

Yodah sonrió con cara satisfecha.

«En serio, tan rápido,» replicó. «Ven cuando puedas. Ahora mi padre está en plena sesión de lectura. Tal vez dentro de una hora le venga mejor. Podrías aprovechar para lavarte un poco. Ah, el sortilegio debería durar hasta el o-rianshu. Lo renovaré entonces si es necesario. Oh, otra cosa,» añadió, deteniéndose en el camino. Sus ojos negros se posaron sobre Yánika un instante antes de centrarse en mí. «No le digas a la Selladora nada sobre el collar. Ella ya está bastante ocupada con sus experimentos. Mi padre dice que se encargará de sacarle los recuerdos que necesitas. ¿Te vale?»

De entre todos los Arunaeh, Liyen era uno de los brejistas más capacitados. No tenía tal vez tanta experiencia en Datsus como la Selladora, pero sobresalía en otros asuntos relativos a la mente. Me encogí de hombros.

«Me vale.»

«Perfecto. A cambio, es posible que mi padre quiera…»

«Inspeccionar al Pixie, ¿verdad?» completé con calma. «No tengo inconveniente siempre y cuando me explique sus indagaciones.»

Yodah asintió y algo pareció hacerle gracia porque sonrió en un resoplido mientras me daba la espalda, arrancándome una ligera mueca inquisitiva.

«¡Nos vemos!» dijo, alzando la mano.

Se alejó con Gobay y, meneando la cabeza, retomé la marcha con Yánika y el gato Ciclón. Estábamos llegando ante la casa de la Selladora cuando dije:

«Yánika. ¿Te encargas de llevarle el gato a Madre? Yo voy a lavarme. No olvides que no hay que ponerla nerviosa…»

«Lo sé,» replicó Yánika, observándome. «¿Estás seguro de que lo que ha hecho Yodah funciona?»

Resoplé.

«Si no funciona, será culpa suya, no mía. Tranquila,» sonreí ante su mueca. «Así como a mí me llamaban de pequeño el geniecillo destructor, a Yodah lo llamaban el genio mentista. Y ese sí que lo es, créeme. Será un poco payaso, pero hace las cosas bien.»

Yánika ralentizó ante la puerta de la casa.

«¿Confías mucho en ellos, verdad?»

Me encogí de hombros.

«Conozco a Yodah desde que soy un crío. Él me enseñó a nadar. Y solía llevarme a pasear por la isla cuando tenía cuatro o cinco años. Ha pasado tiempo desde entonces, pero no ha cambiado tanto. Si acaso se ha vuelto más responsable. No te preocupes.»

«¡No me preocupo!» refunfuñó Yánika.

Ciclón maulló, sonreímos y ella entró en el salón con el gato en brazos mientras yo iba a mi habitación y sacaba de mi mochila una túnica y unos pantalones limpios. Era mi única muda y me daría pintas de firasano, pero poco importaba. Tras pasar a saludar a Madre y constatar que Yani y ella estaban muy entretenidas con el gato, salí de nuevo y tomé el camino principal. Media hora más tarde, estaba otra vez en la playa donde habíamos encontrado al gato, y el espectro no había mostrado signo alguno de vida. Sonreí y pronto me metí en el agua. Como de costumbre, estaba cálida. Por eso el mar de Afáh era un verdadero hervidero de bichos y plantas de todo tipo. Evité un alga urticante, avancé en el agua y alcancé al fin mi objetivo: un amasijo de flores de pétalos cerrados y rosáceos que flotaban, cubiertos de kérejats. Cuando cogí una de las flores, las pequeñas luciérnagas salieron volando en desbandada y revolotearon sobre las aguas negras en silencio. Con los dedos, abrí la flor pétalo a pétalo y recogí el líquido que salía. Algunos subterranienses hacían con la rafamora mezclas extrañas, licores, y hasta pintura blanca. Pero también se usaba como jabón. Claro que las rafamoras no eran fáciles de encontrar y el jabón de rafamora era caro en los mercados. Pero no en Taey.

Me deshice de una buena capa de ceniza que me había llevado del Aristas y me froté con vigor mientras los kérejats emigraban perezosamente unos metros más lejos para evitar mis salpicaduras. Finalmente me zambullí entero. No era la misma sensación que en Firasa, pensé. En Firasa, uno se zambullía y el rumor de la ciudad se deshacía, apagado y lejano. Aquí, simplemente dejé de oír el suave zumbido de los kérejats. Pasé de un silencio a otro, escuchando un lejano oleaje en medio de una profunda calma. Cuando mi Datsu se ató solo, me fijé en que la bréjica del Sello se hacía menos pesada a través del agua y me relajé, espirando poco a poco, sin prisa alguna. Sólo cuando me quedé sin aire, abrí los ojos y me levanté, chorreante de agua. Enseguida, me golpeó el miasma del Sello y toda la paz que había sentido se esfumó. Mi Datsu volvió a desatarse.

«Mar-háï,» mascullé.

Oí una risa y alcé la cabeza, sorprendido, para encontrarme con la pequeña silueta desnuda de mi abuelo materno alzada sobre una roca a un metro escaso de distancia. Se carcajeaba y su tatuaje negro brillaba.

«¡Mar-háï, puedes decirlo!» exclamó. «Casi me tiro sobre ti…»

Saltó y se zambulló, no sobre mí, pero casi. Resoplé, apartándome mientras él volvía a la superficie en medio de las rafamoras, aún medio riéndose. No había cambiado nada, sonreí.

«Abuelo,» lo saludé.

«¡Drey!» exclamó. «¿Eres tú?»

«¿Todavía no me habías reconocido?» le gruñí, incrédulo.

Mi abuelo dio un manotazo en el agua, riendo.

«¡Si te crees que es fácil! La última vez que te vi, medías igual que yo, ¡y ahora me sacas una cabeza!» exageró. «Y un cuerpo duro como el acero,» añadió, dándome un puñetazo en el pecho que me arrancó todo el aire de los pulmones. «¡Ja, estos jóvenes…! ¿Qué has estado comiendo estos años, muchacho?»

«¿Muchas sopas de tugrines?» sugerí, divertido. «Yo que pensaba que eras tú el que había encogido, abuelo…»

«¡Ten nietos para que te digan eso!»

Nos carcajeamos. Mi abuelo meneó la cabeza, sonriente, observándome con atención.

«Así que has vuelto. ¿Desde cuándo?»

«Desde ayer. ¿Nadie te avisó?» me extrañé.

«Aaah…» dijo mi abuelo, haciendo rodar sus hombros aún fuertes pese a su edad. «Tampoco les pongo la tarea fácil. Vengo de una pequeña expedición al Cuerno del Dragón. Ahí están las mejores almejas de la isla. He recogido un saco entero, lo dejé ahí, ¿lo ves? Y, bueno, ya me conoces, me tomo las cosas con calma. Llevo una semana sin ver a las muchachas.»

Sonreí sin sorprenderme. Por supuesto, las «muchachas» eran mi Madre y mi tía Sasali. Mi abuelo seguía llamándolas así aunque hubieran pasado los cincuenta.

«¿Qué tal todo?» añadió. «¿Todo bien?»

«De momento,» afirmé con ligereza.

Me apoyé contra una roca y alcé una mirada pensativa hacia el edificio principal que se erguía sobre el pequeño monte.

«Ya veo,» dijo el abuelo, perspicaz. «El Gran Maestro quiere verte, ¿eh? No me extraña, después de lo que se dijo en la reunión.»

Lo escudriñé.

«¿Estuviste? ¿Qué se dijo?»

«Bueno… Normalmente no me quedo a escuchar, pero esta vez se trató mucho del Sello, de tu madre y de ti, así que no pude ignorarlo. En verdad, no esperaba que fueras a venir tan rápido. Hasta se decidió que, si no venías en los próximos meses, Liyen te mandaría una orden de regreso.»

Fruncí el ceño. ¿Una orden de regreso? El abuelo admitió:

«Ya habré asistido a casi ochenta reuniones anuales en mi vida y esta fue tan sólo la tercera en que oí hablar de orden de regreso. No es algo a lo que los Grandes Maestros recurran a menudo.»

Ciertamente, yo nunca había oído hablar de ello.

«¿En qué consiste esa orden de regreso?»

«Oh… Ya no necesitas saberlo, puesto que estás aquí. Ni yo mismo lo sé, a decir verdad, pero… creo que no es nada agradable. No es una simple orden escrita, si ves lo que quiero decir.»

Lo veía. Teniendo a tanto celmista bréjico, imaginaba bien lo fácil que podían amenazar los Arunaeh. Lo extraño era que llegaran a amenazar a un miembro del clan.

«¿La tercera vez, has dicho?» pregunté entonces, curioso. «¿Hubo otras órdenes de regreso en los últimos ochenta años?»

Mi abuelo asintió y se agitó, torciendo el brazo hacia su espalda.

«Grr…,» masculló. «Drey, ¿puedes rascarme la espalda? De repente me ha dado una picazón… Justo ahí, entre los omoplatos… ¿No me habrá picado una travagula?»

Poniendo los ojos en blanco, le rasqué con vigor donde indicaba asegurando:

«Si fuera una travagula, estarías botando.»

Mientras le rascaba, no pude evitar observar el tatuaje negro que ocupaba media espalda. Así como los Arunaeh nacidos del linaje directo llevábamos tatuaje en el rostro y el pecho, los ahijados lo llevaban en el rostro y la espalda, y en esta también era diferente, menos intrincado y a la vez más profuso: los trazados eran anchos, siempre negros, y en el centro, aparecían los tres círculos de Sheyra.

«Ah, gracias, Drey. La última vez que hablaron de orden de regreso,» dijo mi abuelo, «fue para tu hermano.»

Alcé bruscamente la cabeza.

«¿Lúst?»

«Sí…» Mi abuelo se giró con una mueca cómica. «Cuando desapareció con el Orbe del Viento, tu padre le convenció al Gran Maestro de que el asunto no era anodino. Pero finalmente dejaron la orden de regreso a un lado. Total, no sabían adónde había ido tu hermano.»

Y cualquiera se imaginaba que había ido en busca de la raíz del Sello, pensé. Meneé la cabeza.

«¿Y la otra orden de regreso?»

Mi abuelo chasqueó la lengua.

«Esa remonta a cuando era chaval. Eran otros tiempos. En aquel entonces, el Gran Maestro era el abuelo del actual… Baj, no me apetece hablar ahora de tiempos tan lejanos.»

Se zambulló enérgicamente entre las rafamoras y seguí su curso gracias a las burbujas, hasta que estas desaparecieron. Esperé. Fruncí el ceño. Y mascullé:

«¿Abuelo?»

En el silencio de la playa, me giré, espantando varios kérejats. Mar-háï… ¿No se habría ahogado? Me zambullí y, pese al agua salada, abrí los ojos, buscando entre los tallos de las rafamoras. Volví a la superficie. Nada.

«¡Maldita sea!»

Nadé hasta donde habían desaparecido las burbujas y me zambullí otra vez apartando el agua de mi cara con la órica para permitirme respirar y protegerme los ojos. Entonces fue cuando alcancé a ver a mi abuelo. Estaba sentado en el suelo submarino, con las piernas cruzadas, y una expresión tranquila. Me dedicó una sonrisilla con los labios apretados. Yo lo fulminé con la mirada. ¿Es que no se le agotaba el aire de los pulmones?

Al fin, desplegó las piernas y regresó a la superficie conmigo.

«¿Tienes pulmones de sowna, abuelo?» le solté una vez arriba.

Él se echó a reír.

«He estado practicando últimamente. ¿Te has fijado en que el miasma del Sello está un poco menos denso ahí abajo? Refresca el espíritu simplemente estar unos minutos. Tu padre me enseñó a comprimir un poco el aire para aguantar más. ¿No me digas que no sabes hacerlo?» se burló.

Alcé los ojos hacia el lejano techo de la caverna, entretenido.

«¿Tú qué crees?»

Y avanzándome hacia la playa, salí del agua, me sequé con unas buenas ráfagas de aire órico y me vestí. Con los codos apoyados en una roca, el abuelo me observaba inhabitualmente serio. Ante mi expresión interrogante, dijo:

«Ahí arriba… Mm. No te olvides de los modales cuando hables con el Gran Maestro. En la reunión, se decidió que deberías probar de nuevo tu pertenencia al clan. Es decir,» aclaró ante mi expresión asombrada, «tendrás que probarles, seas quien seas, que seguirás sirviendo los principios de nuestra familia.»

«¿Probarles?» repetí. «¿Cómo?»

Mi abuelo se encogió de hombros y confesó:

«Ni idea. Fue lo que oí. Buena suerte.»

Terminé de recoger mi pelo con los lazos rojos, ensimismado. ¿Cómo podía probarles que seguía siendo de la familia? ¿Con un juramento? ¿Pasando alguna prueba? ¿Es que no podían verlo leyendo mi mente con su bréjica? Me encogí de hombros y alcé una mano hacia mi abuelo materno.

«Hasta luego, abuelo.»

«¡Me alegra que estés de vuelta!» lanzó él cuando yo ya me alejaba.

Sonreí. Mi abuelo materno era un poco la antítesis de mi abuelo paterno. Enérgico, casero, con una pasión por las almejas que desde luego no compartía Nalem Arsim Arunaeh… Creo que era el que más se parecía a un saijit normal en esa isla. Hasta, contrariamente a otros Arunaeh, visitaba a menudo la tumba de Nakerya Arunaeh, su esposa y anterior Selladora del clan. Por las veces en que me había hablado de ella, siendo niño, no me cabía duda de que la había amado. Algo que no siempre ocurría en las parejas Arunaeh. El amor era importante, pero en su justa medida. Dado que ningún Arunaeh se enfadaba de veras, ni odiaba, ni se obsesionaba por algo, las relaciones entre ellos eran, si no siempre buenas, a lo menos pasables. Algo que antaño siempre me había parecido de lo más normal. Sin embargo, desde que había conocido a los Ragasakis y, sobre todo, desde que sentía nebulosamente los sentimientos de Kala en sus recuerdos… me preguntaba hasta qué punto los Arunaeh éramos diferentes de los demás saijits. Era difícil imaginarlo. ¿Hasta qué punto percibíamos el mundo de manera distinta a los que carecían de Datsu? Y llamaban bicho raro a Yánika… En cierto modo, tal vez seamos nosotros los bichos raros, pensé mientras subía la cuesta.

Alcancé el camino y ascendí por él con calma. Los adoquines, de basalto y calcita, negros y blancos, dejaban ver en algunos sitios pequeños agujeros creados por gotas ácidas. Estas eran raras en la isla de Taey, pero a veces, el techo de la caverna, hecho mayormente de daiverita, filtraba una gota de agua y la acidificaba.

Eran pocos los árboles que crecían en esa parte de la montaña. La hierba azul y las flores silvestres se agitaban suavemente por las corrientes óricas naturales del Mar de Afáh. Me divertí escuchando el tenue fluir órico hasta que llegué al edificio principal.

Este, construido en mármol blanco, recordaba a los pequeños palacios de Dágovil, sólo que faltaban las típicas estatuas y demás florituras que solían ir con tal ostentación de riqueza. La Casa Arunaeh exhibía la pureza del mármol sin mayores complicaciones. A la derecha, había un huerto frondoso en el que avisté la silueta agachada de Risha Arunaeh, la madre de Yodah. Al verme, se enderezó. Pese a no tener lazo alguno con Madre, se parecía de manera turbadora a ella, sólo que sus ojos eran de un negro profundo como los de Yánika. Recordé entonces las palabras de mi abuelo y me incliné antes de continuar. Risha tan sólo respondió con un gesto de cabeza, pero sentí su mirada posada sobre mí hasta que pasé la esquina de la casa y llegué ante la gran puerta de dos batientes. Había entrado en la Casa Arunaeh numerosas veces de niño, acompañando a Yodah. Sin embargo, más tarde, este había dejado de estar tan presente y a partir de mis ocho años podía contar las veces que había entrado ahí con los dedos de una mano, incluyendo las reuniones anuales.

Uno de los batientes estaba abierto y vi la amplia y luminosa sala con pilares blancos. El más cercano a la entrada llevaba aún las marcas de un rostro sonriente que había cavado yo de pequeño, retado por Yodah. Recordé, al entrar, la mirada helada que me había echado Padre y la pregunta que me había hecho Liyen: “¿Fue idea tuya?” Yo, por supuesto, no habría delatado a Yodah por nada del mundo y había asentido enérgicamente sin osar pronunciar palabra. “Mientras sólo haya una,” había dicho Liyen, “hasta le da un poco de gracia.” Sus palabras me habían dejado asombrado y había intercambiado una mirada perpleja con Yodah. Este, entonces, había confesado diciendo que en realidad había sido idea suya… y su padre le había soltado la misma mirada helada que Padre a mí. “Lo sé. Y me sorprende que a los casi trece años se te ocurra dejarle la responsabilidad a tu pequeño primo.” Algo, un sortilegio bréjico acaso, había pasado entre ellos, incluso a mi corta edad lo había entendido al ver cómo Yodah respiraba con precipitación y se desataba su Datsu bruscamente. Antes de darnos las espalda, Liyen le había soltado: “La próxima vez, asume directamente, Yodah. Y tú, Drey, no vuelvas a mentir por nimiedades. Que la figura de este pilar os lo recuerde a ambos.”

Así era como, cada vez que veía la cara sonriente del pilar, volvía a pensar en esa escena y en lo poco que apreciaba Liyen a los mentirosos.

«¿Recordando trastadas de infancia?» preguntó de pronto una voz.

Me había detenido en la entrada y no me había fijado en la silueta inmóvil de Yodah arrimada al pilar opuesto al que me había hecho retroceder en el tiempo. Le eché una mirada burlona al hijo-heredero.

«Tú también lo recuerdas, ¿eh?»

«¿Cómo olvidarlo?» replicó Yodah, apartándose del pilar y acercándose al otro con andar tranquilo. Echó una ojeada de mofa hacia la cara sonriente. «Tus dotes artísticas eran pésimas. Me pregunto cómo serán ahora.»

«Igual de pésimas,» le aseguré.

«¿En serio?» se rió Yodah. «Quiero ver eso.»

«¿Para poner de buen humor a Liyen?» suspiré. «Si va a meterse en mi mente, prefiero que esté bien concentrado…»

«No insultes a mi padre, Drey,» me retrucó Yodah con una media sonrisa. «Mi padre siempre está concentrado. Le avisaré de que has llegado. Siéntete libre de sentarte en esos cojines. Por cierto, como sabrás, esta no va a ser una operación normal… Estaremos cuatro dándote la vara.»

¿Cuatro?, me sorprendí. De ahí los cinco cojines que habían sido instalados en el centro de la sala. Mar-háï. Cuatro brejistas para una sola persona…

«Nunca había sido tan mimado,» comenté.

Yodah sonrió anchamente.

«¿Verdad? Ni los criminales de alto rango consiguen unir a cuatro inquisidores juntos. Te haremos confesar hasta tu último pecado,» avisó fingiendo una risita maligna.

«No lo dudo,» repliqué. «Pero céntrate, por favor, en los pecados de Kala y no en los míos.»

Yodah ladeó la cabeza y sus ojos destellaron de diversión.

«¿Acaso no es lo mismo?» Ante mi expresión confundida, hizo un gesto vago hacia el pilar. «Tranquilo: desde aquel día, tomo mis responsabilidades. Si meto la pata en algo, trabajaré duro hasta restaurarlo.» Alzó el puño. «Promesa de Arunaeh.»

«¿Cuántas promesas acumulas al día, Yodah?» le repliqué con paciencia.

El hijo-heredero se alejó por el salón con paso alegre contestando:

«¡No las cuento! Pero las cumplo, Drey, hasta con los peores criminales. Siempre las cumplo.» Se detuvo un instante ante una puerta para decirme con expresión jovial alzando de nuevo el puño: «Y esa también es una promesa.»

«Payaso,» mascullé mientras él desaparecía por la puerta.

Tras adelantarme hasta el otro extremo del salón, donde se alzaba una esfera rodeada de tres círculos, le di la espalda al altar de Sheyra y fui a sentarme en un cojín, haciéndole frente.

Así como el líder Arunaeh no apremiaba a su gente, tampoco se molestaba en apremiarse a sí mismo, por lo que estuve pacientando un buen rato. Me pregunté quiénes serían los dos brejistas que me examinarían además de Liyen y Yodah. Dudaba de que hubiera aceptado Risha: según Yodah, su madre era buena brejista, habiendo sido hasta candidata para ser Selladora, pero con los años había dejado de practicar la bréjica y se dedicaba más a organizar y abastecer la isla y a mantener correspondencias con viejas relaciones, mercaderes y estudiosos.

Por lo que le había oído decir a la tía Sasali, en la isla no estaban más que una decena de Arunaeh actualmente quitando a los ahijados. Yodah, Risha, Liyen, mi madre y la tía sumaban cinco. Con lo que quedaban otros cinco, entre los cuales sin duda se encontraban las dos decanas del clan. Ignoraba cuáles serían los otros tres.

Finalmente, oí unas voces acercarse y la puerta se volvió a abrir, dejando aparecer a Yodah, su padre, la tía Sasali y… al tío Varivak. Me levanté con el corazón ligeramente más agitado. Mi tío, hermano menor de Sasali y de mi madre, tenía un cuerpo pequeño y musculoso como el de mi abuelo y un rostro joven que parecía desmentir sus cuarenta años ya cumplidos. Incluso en Taey, siempre lo había visto llevar la túnica de los inquisidores, holgada, negra con bordes rojos… Le daba un aire de funcionario.

«Drey,» dijo Liyen. «Buen rigú

Sus ojos dorados como los míos parecían dos lagos de ámbar. Me incliné profundamente ante el líder del linaje.

«Buen rigú

Él se sentó y lo imitamos todos mientras decía, yendo al grano:

«Estábamos pensando sobre qué hacer primero, pero creo que ocuparnos del espectro es prioritario. Su bréjica podría interferir en nuestro trabajo. Ahora bien, no estoy dispuesto a sacar todos sus recuerdos. Necesitaría demasiado tiempo para un resultado dudoso. Dime lo que quieres saber y trataré de averiguarlo.»

Reprimí una mueca. Había esperado poder sacar algo más que una simple información… Carraspeé.

«Si ya sabéis,» dije, «que este collar es un collar de dokohis, un collar fabricado por Liireth, entonces sospecharéis como yo que los recuerdos metidos en él tienen información sobre Liireth… y Lotus Arunaeh. Y teniendo en cuenta que hay una buena probabilidad de que Liireth y Lotus, el padre de los Pixies del Desastre, sean una misma persona… me parecería un desperdicio no examinarlo más a fondo.»

«Tal vez,» aseguró Liyen. «Sin embargo, desperdiciar algo también forma parte del equilibrio. No necesitamos saberlo todo, Drey. Y las historias antiguas mejor están enterradas. Te consolará saber,» añadió antes de que me atreviera a interrumpirlo, «que ya examinamos otro collar de esos hace tiempo, y que tenemos información más que suficiente sobre ello para saber que esos collares tienen una memoria limitada. No encontrarás en ellos más que recuerdos sobre eventos recientes. En definitiva, es la memoria de un espectro.»

Lo miré con fijeza. Diablos.

«¿Eventos recientes?» me inquieté. «¿Cuánto de recientes?»

«Eso depende del espectro,» contestó Liyen. «Los recuerdos de un espectro son confusos. El programa del collar obliga al espectro a establecer una conexión con la mente de su portador: el espectro crea en ella una especie de rincón protegido donde almacena su propia información de manera más duradera. Esa información, aunque bloqueada para el portador, perdura más o menos. La que no perdura es la que está metida en el collar. Esa es, digamos, lineal y muy frágil.»

Sus palabras me golpeaban como oleadas de miasma. Si los dokohis se basaban más en los recuerdos anidados en el portador que en los, volátiles, del collar, entonces… eso significaba que…

El tío Varivak se aclaró la garganta.

«En otras palabras,» dijo, «hubiera sido más eficaz traernos al antiguo portador del collar si lo que deseas es averiguar algo ocurrido anteriormente.»

Me sentí estúpido. Aunque no podía haberlo adivinado.

«Attah…» murmuré.

Yodah ahogó una risa.

«¡Tranquilo, Drey! Sacaremos lo sacable. Pero no podemos hacer milagros. Dinos lo que buscas y trataremos de encontrarlo.»

«Según lo que dijo anoche Yánika,» intervino la tía Sasali, «algo tiene que ver con una Ragasaki llamada Orih, ¿verdad?»

Hice una mueca y asentí.

«Sí. No sabemos dónde está. Unos dokohis se la llevaron pasando por un pozo muy profundo comunicado a una parte de los Subterráneos. No los seguí porque no tenía ni idea de la profundidad y otros dokohis podrían haber estado esperándome abajo. Esos tipos raptaban saijits por orden de Zyro probablemente… El caso es que un permutador Ragasaki se quedó con un collar por error y yo le pedí que… ejem… que me lo diera.»

«¿Por permutación?» preguntó Yodah, interesado. «¿Qué fue lo que sentiste…?»

Liyen lo acalló con una ojeada y meneó la cabeza con lentitud.

«Fue una acción insensata, surgida sin duda de la ignorancia. La conexión que se establece entre el collar y el portador no es un hilo bréjico sencillo. Son muchos hilos bréjicos y la brusca aparición de estos puede dañar la mente.»

De modo que era cierto. No había olvidado que Zélif ya le había avisado a Livon de los riesgos y le había prohibido formalmente permutar con un dokohi. Esperaba que, al quedarse sin collar, Livon no hubiese tenido problemas. Por mi parte, no parecía que mi mente hubiera sufrido nada irreparable… ¿verdad? Oí varios suspiros.

«Las locuras de la juventud,» dejó escapar el tío Varivak, comprensivo.

«Las estupideces de un sobrino estúpido,» masculló la tía Sasali, haciéndome sonrojar.

«Ser estúpido no es tan malo,» intervino Yodah, para arreglarlo. «Algunos razonamientos estúpidos son claramente geniales…»

«¿Lo notaste?» sonrió Varivak con tono profesional. «Los criminales más estúpidos son los más sorprendentes. Una vez me encontré con un nurón que había ahogado a su hijo porque pensaba que podía respirar bajo el agua. Sólo que su esposa era humana y, contra todo pronóstico, el hijo no había heredado las branquias. Mar-háï… No hay bastantes sogas para la tontería saijit.»

«Dímelo a mí,» resopló Yodah con ánimo. «Hay más saijits con branquias que con cabeza. En Donaportela…»

«Yodah,» lo cortó Liyen con ligera impaciencia, «y Varivak. Me estáis dando la impresión de que tratáis a Drey como a uno de vuestros criminales sin cabeza.»

«De ningún modo,» se apresuró a decir Varivak. «Le tengo mucho cariño a mi sobrino.»

«Aunque no tenga cabeza,» bromeó Yodah.

«Si no la tuviera, no estaría aquí, rodeado de brejistas lunáticos,» repliqué.

El hijo-heredero sonrió anchamente.

«Cierto. ¿Entonces? ¿Buscamos a esa Orih, Padre?»

Liyen puso los ojos en blanco y acercó un poco su cojín al mío diciendo:

«Os pediré ayuda si la necesito.» Tendió una mano hacia mi collar y se detuvo. «Diablos. Olvidé coger la bandeja de Gobay con el moigat rojo. ¿Alguien la trae? Gracias, Varivak. Tal vez quieras beber algo antes,» me dijo.

«No, gracias,» aseguré mientras mi tío salía del salón a por la bandeja de infusiones.

Liyen se encogió de hombros y me tocó el collar, concentrándose. Mi conocimiento bréjico básico no me ayudó en nada a entender sus sortilegios. De todos modos, se los soltaba al collar. Lo cual me llevó a pensar que el espectro debía de estar pasando un mal rato…

Varivak regresó con la bandeja, la tía Sasali se sirvió una taza y le sirvió otra a Yodah antes de soltar en un murmullo:

«Gobay se pasa poniendo moigat rojo. Siempre se lo digo… No tiene ni idea de equilibrio.»

«Su idea de equilibrio es distinta a la tuya, nada más,» repuso Yodah a media voz. «A mí me sabe muy bien.»

«Yo le habría puesto un poco más,» apreció Varivak. «No sé si sabéis que en Dágovil se ha puesto de moda entre los altos círculos añadirle al moigat rojo unas gotas de vino de Arlamkas.»

«Nada menos,» se burló Yodah. «¿Con el vino de zorfo de aquí no vale?»

«Blasfemia,» le replicó Varivak, divertido. «Por eso te digo que no harías un buen inquisidor en Dágovil, muchacho. Ahí, la flor y nata de la sociedad se regodea con las exquisiteces extranjeras y hay que saber no poner en duda su buen gusto. Una suerte que a los Arunaeh nos tengan ya por raros: me he librado así de relacionarme más de lo necesario con el Gremio de las Sombras.»

«¿Librado?» rió Yodah. «Conociéndote, habrás dejado a más de uno paralizado de terror. He oído que por allá te apodan el Quebrantamentes.»

«Por el trabajo, muchacho,» protestó mi tío. «Fuera de mi trabajo, no me meto en la mente de nadie. Cuestión de equilibrio, como dirías, y cuestión de principios.»

«¿En serio?» se interesó Yodah. «¿Ni siquiera rozas un poco las mentes, para ver su estado de ánimo? ¿Ni un poco?»

«Un poco, tal vez,» matizó Varivak.

Aquello le arrancó una carcajada a Yodah y mi tía Sasali los recriminó:

«¿Podéis hablar más bajo? Un poco de respeto, por el amor de Sheyra.»

Pese a todo, Liyen seguía igual de concentrado, ajeno a la conversación. Su concentración era admirable. Me preguntaba si mi tío Varivak sería tan parlanchín sobre el tema de la prisión de Makabath cuando el líder soltó el collar y dijo:

«Sus recuerdos son muy borrosos. Un momento, corría por un terreno lleno de rocas. Había un escama-nefando. Eso debe de remontar a menos de una semana.»

«Eso fue en el Aristas,» expliqué y, dejando que mi Datsu se tragara mi decepción, pregunté: «¿No hay nada más?»

«Mm…» Liyen meneó la cabeza. «La mayoría son sentimientos. Frustración, miedo y odio… Alguien añadió chapuceramente un vínculo de lealtad hace unos meses. Y eso es todo lo que puedo decirte. Incluso teniendo al portador del collar que intentó capturar a tu amiga, dudo de que pudiera sacar de manera precisa adónde la llevaron. La parte mental creada por el collar seguramente ha sido dañada tras quitarlo. Además, esos… Ojos Blancos, como algunos los llaman, organizan su mente de manera distinta.»

Algo que se volvía difícil de analizar incluso para un brejista hábil, entendí. Me encogí de hombros. Sólo tenía que decirles a los Ragasakis que mi plan no había surtido efecto y que seguiríamos buscando. Ya teníamos de todas formas una idea vaga de la localización de los dokohis: el este de Lédek.

«Entonces, ¿ya hemos acabado con el espectro?» preguntó Yodah. «¿Pasamos al Pixie?»

«Aún nos queda quitarle el collar,» dijo Liyen sin embargo. «Drey, sé que tu padre es capaz de romper hierro negro. ¿Sabes hacerlo tú?»

«Sé,» aseguré. «El problema es que, si me lo quito, puede que caiga inconsciente durante varios días…»

«Ese no es un problema,» me desengañó Liyen. «He bloqueado todos los hilos bréjicos hacia tu mente. Si rompes el collar, seguirás probablemente consciente.»

Enarqué una ceja. Su conocimiento sobre los dokohis me sorprendía. Sin embargo, ya tendría tiempo luego de preguntarle de dónde lo sacaba: ahora tocaba quitarme aquel maldito espectro. Bajo la mirada atenta de los cuatro brejistas, alcé la mano hacia mi cuello. Yodah me observaba con interés, tal vez ansioso por ver si de verdad era capaz de destruir hierro negro. La tía Sasali estaba impasible. Varivak tomaba un sorbo de su moigat rojo con exquisita calma. Al menos, ahora, no se ponían a charlar de equilibrios y principios. Me concentré. Y con precisión, apliqué la fuerza en un lado del collar y lo quebré. Hice lo mismo del otro lado y finalmente me liberé, agarrando ambos trozos. Se oyeron los aplausos educados de Yodah.

«Impresionante,» apreció, teatral.

Puse los ojos en blanco y pregunté:

«El espectro… ¿no podría salir del collar ahora que está roto?»

«Podría,» meditó Liyen. «Pero ya no es una amenaza. Además, sin collar, no puede poseer a nadie ni temporalmente en esta isla. El Datsu nos protege.»

Dánnelah… ¿Se ha olvidado completamente de Yánika? resoplé. Liyen sonrió.

«Tu hermana incluida,» agregó, como leyendo mis pensamientos. «Su Datsu, aunque diferente, también la protege. Pero de todas formas poco importa: que un espectro en su estado original vaya a poseer a alguien es tan probable como que un conejo corra hacia la boca de un escama-nefando.»

Eso me reconfortó. Aun así… ese espectro había estado tirando a saijits por el Pozo de la Nada. Fruncí el ceño.

«Lo destrozaré de todas formas,» dije.

«Ciertamente, si lo haces rápido, morirá,» aprobó Liyen con calma. «Aunque tendrás que llevar sobre tu consciencia la muerte de un espectro inocente. Piensa que estaba bajo el control del programa del collar y que el odio y la lealtad que sentía eran efectos de este. Lo encerraron ahí sin pedirle seguramente su opinión al respecto. Piénsalo.»

Lo miré, atónito, preguntándome si bromeaba. Lo vi alzar una comisura de sus labios. Attah… Repliqué:

«Ya tenemos al Espectro Blanco en la isla. Dos sobran.»

Liyen asintió, como convencido. Después de todo, parecía que la suerte del espectro le traía sin cuidado. Un espectro inocente, me repetí, turbado. ¿En serio me estaba pintando al espectro como víctima de las circunstancias? Y bueno… conociendo al Espectro Blanco de la isla, ¿cómo había podido imaginarme que un espectro era siquiera capaz de pactar algo con un saijit para ser encerrado en un collar y poseer un cuerpo? Si lo que Liyen decía era verdad… entonces los espectros eran tan víctimas como los saijits que poseían, forzados por el programa del collar. Y yo que había destruido el collar de Tchag… Chasqueé mentalmente. Entonces, la tía Sasali soltó:

«Ya se está yendo, Drey. Olvídate.»

Me fijé entonces en que, de hecho, se había materializado una forma grisácea y humeante a mi derecha. La vi arañar en vano la alfombra del suelo como para acelerar su extracción del collar. Unos instantes después, el espectro estaba libre. Se alzó a un metro escaso de mí, emitió un chillido bréjico y se alejó con lentitud hacia la salida, como una densa nube desorientada. Y tan lento iba y tan zigzagueante que finalmente le solté un sortilegio órico y el espectro salió disparado afuera con la ventolera.

Yodah se carcajeó.

«¡A eso se le llama salir como una ráfaga! Estoy seguro de que hará buenas migas con el Espectro Blanco. Una vez que se le olvide el malhumor. ¿Un poco de moigat?» propuso.

Esta vez, acepté la taza de moigat rojo y tras pegarle un trago, comencé a destrozar una de las mitades del collar por puro entretenimiento mientras soltaba:

«Bueno. Supongo que querréis saber primero lo que aprendí sobre Kala.»

«Si tienes novedades,» asintió Liyen. «Lústogan ya nos explicó el resto.»

No me sorprendí. Seguramente mi hermano no había sacado el tema por sí solo pero, una vez que salían detalles sospechosos a la luz, salía todo. Me encogí de hombros.

«Entonces, me ha ahorrado saliva. Lo único nuevo que he aprendido estos últimos días es que los Ocho Pixies emigraron a la Superficie en un momento, cuando Kala tenía unos dieciséis años.»

Liyen meneó afirmativamente la cabeza, pensativo.

«Según nos dijo tu hermano, sobre todo recuerdas mientras sueñas, ¿verdad? Y, aquel día, en Donaportela, recuerdas que tu piel tomó un color gris y que se dibujó en tu mano el símbolo de Sheyra, ¿verdad?» Asentí. «¿Qué mano?»

«La derecha.»

Liyen tendió su mano hacia la susodicha y dejé de destrozar el hierro negro para permitir que la inspeccionara. Tras un silencio, murmuró:

«Un curioso fenómeno. Mira, Sasali.»

Sentí mi mano acarreada como un objeto entre las manos de los cuatro brejistas. Yodah fue el último en inspeccionarla y confesó, franco:

«No noto nada raro.»

«Y precisamente por eso es curioso,» dijo su padre. «Nuestros Datsus van cargados de energía bréjica. La Selladora cubre con él nuestro cuerpo, exceptuando las manos y los pies. Si tocas su antebrazo, sientes los hilos bréjicos del Datsu no activado. Y, sin embargo, en la mano no se nota nada, a pesar de que es ahí donde aparece el tatuaje del Pixie.»

«Tal vez no sea un tatuaje bréjico,» sugirió Varivak.

«Pero, de alguna manera, tiene que venir de la bréjica,» razonó Liyen. «Kala era un amasijo de bréjica cuando se asentó en la mente de Drey. Era una mente metida en una lágrima dracónida. Entonces, ¿cómo es que siendo sólo bréjica es capaz de alterar todo el cuerpo cambiando el color de piel y de los ojos y haciendo aparecer tatuajes donde no hay ni un hilo bréjico? Es curioso,» repitió.

Tan curioso a mí no me parecía. Más curioso me parecía el nombre que le había dado a la lágrima de cristal.

«¿Lágrima dracónida?» repetí. «¿Así se llama lo que me dio esa niña en Dágovil? ¿Qué es?»

«No. Es una escama de dragón de hielo,» explicó la tía Sasali. «La lágrima dracónida acepta muy bien los sortilegios bréjicos. Es, de hecho, uno de los pocos materiales que los aceptan tan bien. Por eso se usó mucho para llevar a cabo experimentos sobre la mente.»

Entendí por ahí que mi propia familia había hecho uso de esas escamas. Fruncí el entrecejo.

«Si no me equivoco,» dije, «los Pixies salieron del laboratorio hace unos cincuenta y cinco años. Y Lotus encerró las mentes de los Pixies en lágrimas dracónidas hace cincuenta, o al menos ya entonces hablaban de ello. La Guerra de la Contra-Balanza es de hace treinta años. Kala salió de su lágrima hace dieciocho… Eso significaría que no participó en la guerra ni causó ningún daño durante tres décadas, ¿no?» Los miré a los cuatro confesando: «No consigo entender cómo es que se creó toda una leyenda alrededor de los Ocho Pixies del Desastre cuando estaban en pésimo estado y no eran más que unos adolescentes.»

La reacción o más bien falta de reacción de Liyen no me indicó gran cosa, pero sospeché de todas formas que él sabía más que yo sobre el tema. No sería sorprendente teniendo en cuenta que yo hasta ahora jamás me había interesado por las leyendas y el pasado. Tras un silencio, agregué:

«También me pregunto de dónde sacó Lotus esas lágrimas dracónidas. Dudo que se las sacara a un dragón de hielo. Liireth no era un guerrero.»

El líder Arunaeh sacudió lentamente la cabeza y tuve la impresión de que transmitió algo con bréjica a los demás antes de decir:

«Hay sin duda unos cuantos misterios en este asunto. Yo mismo nunca había tenido claro si los Pixies eran reales o no. Supongo que la Selladora anterior tenía que saber bastante más. Sobre los Pixies y sobre Lotus. Yo sólo sé que un día, cinco años antes de la guerra, apareció para hablarle a Nakerya y huyó otra vez. Sólo nos enteramos mucho más tarde de que el Gran Mago Negro y él eran la misma persona. Por eso… no niego que me gustaría entender la razón por la cual ese Kala eligió transvasarse en un miembro de nuestra familia. También me gustaría saber cómo alteró nuestro Sello y si lo hizo adrede o no. Y para ello, lo mejor será comenzar,» afirmó. Sus ojos dorados se clavaron en los míos. «Esta operación puede durar varios días y te resultará probablemente desagradable. Bloquearemos tu Datsu a su nivel más bajo, para evitar dañarlo y para evitar que nos ponga trabas. Tendrás, por consiguiente, que aguantar el miasma del Sello durante unos instantes antes de que le bloqueemos la entrada con nuestra bréjica. Por supuesto, haremos pausas. Átate esta mágara alrededor de la frente, por favor. Si sientes que pierdes el control, avísanos.»

Asentí, aceptando la venda con bordes metálicos que me tendía. Estaban atados a esta cuatro hilos finos hechos con un material que no logré identificar. No sin sentir una ligera inquietud pese al Datsu, me puse la mágara bréjica alrededor de la cabeza y los cuatro brejistas agarraron cada uno un hilo de la venda. Tragué saliva.

«¿Y si pierdo el control y no puedo avisar?» pregunté. «Kala podría reaccionar mal y seguramente sepa usar mi conocimiento de destructor…»

«¡No te preocupes!» me cortó Yodah con ligereza. «Un destructor destruye rocas, pero no puede nada contra cuatro brejistas Arunaeh. Y no fanfarroneo.»

La tía Sasali asintió con calma. No me quedaba otra que confiar en ellos, me dije.

«No iréis a dañar los recuerdos de Kala, ¿verdad?» pregunté sin embargo.

«No es esa mi intención,» aseguró Liyen. «Ata el Datsu, por favor.»

Me miraron los cuatro, expectantes. Ellos estaban listos y parecía que el único en poner trabas era yo… Recordé entonces las palabras de mi abuelo materno. “En la reunión, se decidió que deberías probar de nuevo tu pertenencia al clan.” ¿A qué se referiría? De momento, Liyen no había mencionado nada al respecto. Ante sus miradas pacientes, inspiré levemente y até el Datsu todo lo que pude. Cuando el miasma del Sello me golpeó de pleno, sentí cómo el Datsu se preparaba a desatarse de nuevo solo, pero un sortilegio bréjico lo bloqueó a tiempo.

“Bloqueado,” anunció la tía Sasali por vía mental.

El miasma era tan denso que, de no ser porque Liyen intervino enseguida impidiéndole la entrada, ignoraba qué me hubiera pasado… ¿Cómo hacía Yánika para aguantarlo?

«Yodah,» dijo Liyen. «Si algo va mal, cuento contigo.»

Yodah asintió con inhabitual seriedad.

«¿Listo?» preguntó.

«Adelante por favor,» mascullé con voz tensa.

Hubo un silencio. Entonces, percibí cómo la bréjica se infiltraba con seguridad en mi mente a través de la venda, no como una grosera oleada, sino como avezadas serpientes. En verdad, apenas las sentía.

“¿Puedes oírme?” Ese era Liyen. Asentí mentalmente y él preguntó: “Di. ¿Estudiaste tu mente? ¿Descubriste algo sobre la localización de los recuerdos sellados?”

¿Debería? Eso sin duda lo debía de saber Madre mejor que yo…

“Si llega a saber lo que estamos haciendo contigo, Drey,” me replicó la tía Sasali descifrando mis pensamientos, “su mente se desequilibrará de nuevo. No debes hablarle de esto.”

Volví a asentir en la mente y el tío Varivak añadió:

“Intenta recordar lo que viste en los recuerdos de Kala. Nos guiará.”

¿En serio? ¿Serían capaces de seguir mis pensamientos hasta los recuerdos de Kala? Mar-háï… Si tan sólo hubiese aprendido bréjica yo también… Acallé mis pensamientos, consciente de que estos no eran del todo privados ahora que los brejistas estaban en mi mente, y me esforcé por recordar con precisión un recuerdo de Kala. La caverna de las conchas. ¿Sería suficiente?

“¿No puedes darnos más detalles?” preguntó Liyen.

Lo intenté, pero no recordaba ya bien la conversación entera entre Lotus y Kala. Elegí otro recuerdo. El de Kala explicándoles a sus dos amigos que las Máscaras Blancas eran criaturas vacías…

“Intenta recordar algo con sentimientos fuertes,” me aconsejó Liyen.

Sentimientos fuertes, me repetí. Cerré los ojos y me concentré. El dolor que había sentido Kala al sufrir los últimos experimentos en el laboratorio sin duda era fuerte. Traté de recordarlo y de sentirlo de nuevo… y, teniendo el Datsu completamente atado y bloqueado, sentí algo que me pareció fuerte.

“Eso no es nada, Drey,” me desengañó Yodah, “mis criminales sufren más. ¿No tienes nada mejor?”

¿Se me daba tan mal recuperar los sentimientos de Kala? Attah… Tal vez si recordara…

“Ese,” dijo Liyen de pronto. “Ese recuerdo que acabas de sentir al instante.”

Sentí mis manos empaparse de sudor. El miasma del Sello no me afectaba, pero no estaba acostumbrado a tener el Datsu tan inactivo. Era angustioso.

«No sé…» murmuré en voz alta, «en qué estaba pensando.»

“Una joven cubierta de pelos y escamas con orejas grandes,” dijo la tía Sasali mentalmente. “Ella estaba sentada sobre ti…”

“Y tú la besabas,” agregó Yodah, socarrón.

Me puse rojo como un zorfo. Curiosamente mi reacción me ayudó a olvidar mi Datsu inactivo y pude al fin concentrarme para recordar a Rao, sentada sobre mí, mientras yo la escuchaba, mudo, y ella me acariciaba a ciegas… La había amado, me dije. Kala la amaba con fuerza. No sabía cuánto pero… en su momento, me había parecido un amor irracional. Sin previo aviso, la emoción me embargó y creció y creció de tal forma que no parecía tener fin… Alguien me apartó de ella con firmeza y seguridad y el recuerdo se deshilachó dejándome sin aliento. Dánnelah… ¿Era ese el verdadero amor del que hablaban los libros?

“Perfecto,” dijo Liyen. “He encontrado el sello.”

Entonces, alguien bloqueó algo más en mi mente y sentí que esta se embotaba. El tiempo se hizo impreciso, los pensamientos borrosos. Cada vez más. En un momento, minutos u horas después, no tenía ni idea, una vocecita me preguntó: ¿confío en ellos? ¿En Liyen? ¿En Yodah? ¿En los Arunaeh? Sí, pensé. Confío en ellos porque son mi familia. Y son expertos brejistas. Sacarán información de Kala y, tal vez, lograrán hasta transvasarlo a otro cuerpo… a otra lágrima dracónida… ¿Tengo miedo de Kala? ¿Lo tengo? Es… posible. No quiero que controle mis poderes y haga daño a mi familia. ¿Quiero que Kala muera? No, no lo quiero. Sería injusto que muriera después de todo lo que ha sufrido, después de haber deseado tanto reencarnarse y vivir con Rao, Lotus y el resto de su sufrida familia… ¿Es una cuestión de equilibrio? Sí, sí… se lo puede llamar así. ¿No es compasión? Lo es, confesé. ¿Y si tú fueras Kala? seguí preguntándome. ¿Si Drey Arunaeh fuera también Kala y tan sólo le faltaran los recuerdos…? No, me corté. Mi mente embotada se había alterado. Yo no soy Kala. No tiene sentido. Mi mente… me la dio mi madre al nacer. ¿Y si se hubiera fusionado con la mente de Kala? insistí. ¿Si no fuera posible dividirnos porque somos uno mismo? ¿Qué pensarías de ti?

A través de un denso velo, sentí un miedo creciente. No estaba acostumbrado a desviar los ojos de la realidad, no sabía huir de ella, y en ese momento no se me ocurrió no pensar en una respuesta. Así que cavilé y, mientras cavilaba, el malestar iba creciendo.

¿Y si yo de veras siempre había sido Kala, el Gran Chamán? Mi corazón latía cada vez más rápido. No sabía cómo aplacar mi creciente temor. Yánika hubiera sabido luchar contra este… Yo, sin Datsu, me sentía perdido y cuanto más me espantaba la posibilidad de ser Kala más pensaba en ella y más terrible se volvía mi emoción, hasta que temí perder la cabeza. Un temor que se añadió al resto…

Creí entonces oír la voz seca de Lústogan decir: recuerda, Drey, que la fuerza mental premia sobre todas. No importaba el miedo que sintiese, no importaba cómo había nacido mi mente, no importaba que contuviese recuerdos de hacía cincuenta años mientras yo fuera lo suficientemente fuerte para no perder el control sobre ella. Yo no era Kala.

«Yo…» jadeé abriendo la boca. «Soy… Drey Arunaeh. Soy Drey Arunaeh.» Sentí de pronto una llama extraña avivar mi mente y solté con fuerza: «¡No soy Kala!»

Mis ojos parpadearon. Mis oídos dejaron de zumbar. Mi mente, aclarándose, percibió la tormenta órica que se había alzado a mi alrededor y agrandé los ojos, anonadado, al ver a los cuatro brejistas agachados en el suelo, agarrados aún cada uno a un hilo bréjico. Sentí enseguida una intensa depresión invadirme por el miasma… y de pronto mi Datsu se desató. Attah… Me apresuré a deshacer el viento mientras el terror se desvanecía, ya borroso, y caí al fin en la cuenta: esas preguntas… no me las había hecho yo. Me las habían hecho los brejistas. Vi a Liyen levantarse para ir a recuperar su cojín que había salido volando por media sala… ¿Había sido acaso esa la prueba de la que me había hablado mi abuelo materno?

Bajo la mirada meditativa de la tía Sasali, me ruboricé y carraspeé.

«Perdón por… hacer corrientes.»

La carcajada de Yodah rompió el silencio de la Casa Arunaeh.

«¡Hacer corrientes, dice! Creí que nos ibas a hacer volar a todos. Y todo por un problema de identidad… No me burlo,» aseguró y sus ojos destellaron sinceridad cuando dijo: «Fuera como fuera Kala antes, está claro que ahora tiene un espíritu cien por cien Arunaeh. Milagro que se debe a los recuerdos sellados por tu madre, pero también a los esfuerzos de la mente con la que se fusionó, diría…»

«Basta de divagaciones, Yodah,» lo cortó Liyen, sentándose de nuevo. «Seguiremos con esto mañana. Drey… Te hablaré de mis conclusiones más tarde, cuando las tenga bien claras, no ahora. No creo que estés en condiciones para escucharlas de todas formas. Vuelve mañana. ¿De acuerdo?»

Me levanté y el Datsu se desató aún más para contener un brusco mareo. Me sentía exhausto y no había hecho más que ser el paciente. Prefería no imaginar cómo acababan los criminales torturados por bréjica… Aspiré una bocanada de aire.

«De acuerdo,» murmuré.

Iba a voltear hacia la salida cuando recordé mis modales y me incliné hacia Liyen. Mi vista se nubló de puntos negros. Me sentía tan mal que no acerté a decir palabra y pensé que cuanto antes fuera a descansar, mejor. Ante las siluetas borrosas de los brejistas, les di la espalda maquinalmente, di un paso vacilante y… de pronto, mi vista se nubló del todo y me agaché, tembloroso. Sentí los brazos de Yodah agarrarme, previsores, antes de que me desplomara del todo y que mi consciencia cayera en un pozo de recuerdos olvidados.