Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
En cuanto desembarcamos, Yodah posó una mano sobre la cabeza de la niña aterrada. Viendo que esta se relajaba, entendí que el hijo-heredero le había soltado un sortilegio temporal para que el miasma no la afectara tanto. Le eché una mirada a mi hermana preguntándome si ella también…
—«Tiene el Datsu,» me contestó Yodah antes siquiera de que se lo preguntara. «Soltarle sortilegios bréjicos de esos no es tan fácil. Tranquilo, el miasma no debería de afectarla tanto como a la pequeña. Bien. Rafda, ven conmigo. Liyen querrá hablarte. Drey,» añadió. Sonrió y alzó una mano hacia mí: «Saluda a tu madre de mi parte. Yo que tú iría con tiento… no sea que pierda los pedales.»
No repliqué. Saludé al otro barquero, el viejo Dango, con un gesto de cabeza y tomé unas escaleras que subían por una cuesta cubierta de arbustos con flores amarillas.
—«Por aquí, Yani,» la animé.
Mi hermana, al contrario que yo y pese a lo que había dicho Yodah, sentía los efectos del miasma del Sello y le costaba avanzar. Respiraba precipitadamente. Me inquieté.
—«¿Quieres que te ayude?»
Mi hermana hizo una mueca y negó enérgicamente con la cabeza.
—«Yo soy la que he venido… a ayudarte,» jadeó. «Esto no es nada. Me siento bien,» afirmó.
Por un momento, sentí su aura a través de mi Datsu. Un aura determinada y desafiante. Pero no tardó en desaparecer, devorada por el denso miasma bréjico que cargaba el aire de la isla. Cuando pensaba que el Sello estaba metido en el monte… Tal vez incluso yendo hasta la otra punta de la isla se siguiera sintiendo. Mar-háï, si antes los Arunaeh vedaban la entrada a todo aquel que no tuviese Datsu por cuestiones familiares, ahora existía una nueva razón bastante más poderosa. Si Yánika no aguantaba el miasma… Me llevé la mano a la cabeza, incrédulo. Dioses de los demonios. No me había imaginado que el problema del Sello fuera así de grave.
—«Estoy bien,» insistió Yánika adelantándome en las escaleras. «Vamos.»
De alguna forma, mi hermana estaba luchando contra el miasma sin necesidad de Datsu. Aunque no lo conseguía fácilmente y pronto ralentizó en la subida. La dejé ir a su ritmo. Pese a mi Datsu desatado, sentía cierta culpa por haberla traído ahí. Sin embargo, ella también quería salvar a Orih. Si tan sólo hubiera sido experto brejista como los demás Arunaeh, no habría necesitado volver a la isla… Pero pensar en síes no iba a serme de ninguna ayuda.
Arriba de las escaleras, serpenteaba un camino bien cuidado en una ligera cuesta cubierta de hierba azul. A los lados, se alzaban dos casas. Una, la de la izquierda, construida en granito, tenía una galería subterránea que atravesaba el monte, pasando por la sala del Sello. La otra, en basalto oscuro, era la casa de la Selladora. Mientras ascendíamos hasta esta, mi órica sintió una brusca inhalación y alcé la vista hacia la terraza para ver a una kadaelfa levantarse de su silla con un libro en la mano. Era una mujer de unos cincuenta años, ojos penetrantes y cuerpo menudo pero enérgico. Como de costumbre, llevaba el pelo negro cortado a nivel de los hombros y una discreta diadema de plata que canalizaba su poder bréjico. Su expresión de sorpresa se trocó curiosamente rápido en una expresión de reprimenda.
—«Drey Arunaeh. Ya era hora de que vinieras, sobrino. Aunque podrías haber avisado.»
Le dediqué una sonrisilla de disculpa.
—«Hola, tía Sasali. Lo siento. Fue una decisión de última hora. ¿Todo bien?»
—«¿En serio me lo preguntas?» replicó mi tía. Sus ojos de halcón fueron a pararse sobre Yánika. Hizo una mueca. «Vaya. Me la imaginaba un poco menos… fea.»
Sentí el aura de Yánika dar un bote por el impacto. Mascullé:
—«Acaba de pasar por una mala racha. Veneno de yurmi.»
—«¿Yurmis, eh?» La tía Sasali sonrió. «Descuida, muchacha. Tengo unas cremas que a lo mejor pueden arreglar esa cara. Será mejor que vayas a ver a tu madre, Drey. Yo me ocuparé de tu hermana.»
—«Después,» repuse. «Ella viene conmigo. Es necesario.»
No expliqué nada más y me adelanté hacia la puerta. Había sido seco. Pero la tía también lo era. Probablemente todos lo fuéramos en esa isla rebosante de miasma teniendo en cuenta que manteníamos el Datsu desatado por necesidad. Todos salvo Yánika… y la Selladora.
El interior de la casa era sencillo, sin ornamentos. Había un ancho pasillo y, a la derecha, una puerta abierta hacia el salón. En unas zancadas, la alcancé y asomé la cabeza. Nada había cambiado. Los sillones, la alfombra verde que cubría el suelo, la luz rojiza de la linterna encendida y las paredes sombrías y frías, todo estaba igual. Madre se encontraba sentada en el gran sillón, como la había visto innumerables veces, sólo que ahora, en vez de peinar el largo cabello negro de mi prima Alissa, tenía a un conejo gris dormido en el regazo.
Con sus dedos largos y pálidos, acariciaba el pelaje del animal mientras tarareaba una canción de cuna. Sus párpados estaban casi cerrados, su cabello largo caía a su alrededor como una cascada de tinta. Era menos menuda que su hermana Sasali, y a la vez su tez más pálida que azulada le daba un aire más frágil y lánguido. Abrí la boca… La cerré. Tragué saliva. A veces, cuando la veía así, olvidaba rápido lo sensible que era. No quería sobresaltarla. Quería que se alegrara…
De pronto, Madre dejó de tararear, sonrió suavemente sin abrir los ojos y murmuró:
—«Hijo. ¿Eres tú?»
Tras echarle una ojeada a la expresión conmovida de Yánika, le hice un gesto para que se mantuviera en la puerta y me acerqué diciendo:
—«Madre.» Ella había tendido una mano y se la cogí con dulzura. «Ya he vuelto.»
Me crucé con sus ojos azules.
—«Cuánto has crecido, hijo mío,» se emocionó.
Estuvimos así durante un buen rato, ella apretándome la mano con un ligero temblor, yo manteniéndome inmóvil, no atreviéndome a decir nada brusco, y menos a presentarle a Yánika. No había vuelto a ver a su hija desde hacía doce años y no sabía cómo reaccionaría. Al final, pregunté con ligereza:
—«¿Has adoptado a un conejo?»
Madre bajó la mirada hacia el conejo al que seguía acariciando regularmente con su otra mano.
—«Mm… Es un conejo de esta isla. Desde que ocurrió lo de…» Su expresión se alteró y temí lo peor pero, para sorpresa mía, se controló y, acariciando el pelaje del animal dormido, volvió a sonreír. «Este conejo es uno de tantos de la isla… Pero estoy intentando salvarlo.»
—«¿Está enfermo?»
—«No… Es esta isla la que está enferma. Nunca pensé que hubiera tanto ser vivo aquí. Conejos, gatos salvajes, ratones, escarabajos… Por fortuna, ya me encargué de las gacelas blancas.»
Bajé unos ojos estupefactos hacia el conejo, entendiendo al fin lo que quería decir. Mi madre estaba intentando salvar al conejo del estrés que le producía el miasma. Mar-háï, ¿a cuántos animales había estado soltando sortilegios bréjicos? Y… ¿con cuántos había estado usando el Sello para relajarlos? ¿Acaso estaba poniendo sellos hasta a los escarabajos? Dánnelah… ¿Eran esos los ‘experimentos’ de los que había hablado Yodah? Resoplé por lo bajo.
—«No debes esforzarte, Madre…»
—«No puedo verlos sufrir así, hijo,» dijo ella. «Es necesario. Además, estoy aprendiendo mucho. Tal vez… consiga algún día reparar mi error. Tengo esperanza.»
Pese a mi Datsu desatado, sentí un leve temblor al oír sus palabras. Su error, decía… Sin duda se refería al sello fallido de Yánika y a la alteración del suyo propio. La contemplé mientras ella miraba, enternecida, al pequeño animal dormido. A veces, de niño, me había preguntado si Madre sufría por sus cambios de humor. Nunca la había logrado entender. Tan pronto como se ponía a gritar, se calmaba y hacía como si se olvidara de todo. Sólo una vez, cuando le había soltado una descarga bréjica a mi padre, recordaba haberla oído decir: lo siento. A la larga, había llegado a la conclusión de que era muy consciente de su problema y que sufría por ello. Y eso me hacía sentir mal. Y me sentía aún peor pensando que la había estado rehuyendo e ignorando sin piedad. No sé si por cariño o por culpabilidad le besé la mano, atrayendo su mirada, y dije:
—«Siento haberte preocupado estos tres años, Madre.»
Ella meneó suavemente la cabeza.
—«No te preocupes por ello… Las madres se preocupan por todo. Es normal. Cuéntame qué tal, hijo. Siéntate y cuéntame lo que has hecho allá afuera. Dime qué te ha parecido el sol y descríbemelo, porque yo nunca lo he visto.»
Asentí.
—«Te prometo hablarte de todo ello, Madre. Sin embargo, antes, tengo a alguien que presentarte. Alguien a quien, creo, te alegrarás de ver. Ella…»
—«¿Está aquí?» inspiró Madre.
Asentí sin desviar los ojos de los suyos. ¿Estaba tranquila? Eso esperaba. Me aparté y le hice un gesto a Yánika para que se acercara… Me llevé una sorpresa cuando vi que no estaba en la puerta. Parpadeé.
—«Estaba ahí hace un segundo. Tranquila, Madre. Seguramente habrá querido dejarnos solos un rato. Ahora la traigo,» prometí.
—«No, espera,» protestó Madre. «No me dejes sola otra vez. Siéntate. Ella ya volverá. Sé que volverá. Siéntate.»
Sus ojos brillaron. Era mal signo. Vacilé. ¿Adónde diablos habría ido Yánika? No debía irse muy lejos, o me transformaría en espectro y…
—«Hermano…» dijo de pronto la voz de Yánika en el pasillo. «Es que… es que estoy realmente horrible. La tía tiene razón. Creo que debería ponerme esa crema antes…»
—«¿Qué estás contando?» resoplé, exasperado, desde el salón.
—«La primera impresión es la que más cuenta,» razonó Yánika. «Eso me has dicho antes en Kozera. No quiero que Madre me vea con esta cara… Estoy horrible.»
Maldije a la tía Sasali por sus comentarios inútiles y repliqué, exasperado:
—«Estás perfecta, Yani. En serio. En comparación con ayer, estás mucho mejor. Poco a poco, te pondrás guapa otra vez.»
—«Me acabas de llamar fea,» refunfuñó Yánika.
—«Esto es ridículo,» grazné.
De pronto, Madre rió por lo bajo. Muy pocas veces la había oído reír y la miré con sorpresa.
—«Hija mía,» dijo alzando la voz. «Entra. Aunque tengas cara de sapo o de basilisco, no me importa.»
Hubo un silencio. Entonces, al fin, Yánika superó su complejo y entró en el salón. Madre parecía tomárselo con calma, pensé, aliviado. Yánika, en cambio, estaba tan emocionada que su aura se enfrentaba eficazmente al miasma.
—«M-Madre,» balbuceó.
—«Hija.»
Acepté el conejo dormido que me tendía Madre y esta se levantó para abrazar a su hija por primera vez en doce años.
—«Madre…» sollozó mi hermana.
En el silencio de la casa, Yánika se puso a llorar a moco tendido mientras nuestra madre la sostenía suavemente entre sus brazos. Menos mal que la había avisado de que mantuviera la calma…
Fuera como fuera, el encuentro nos alegró a los tres. Con serenidad, me senté en un sillón con el cuerpo cálido y peludo del conejo entre mis brazos. En su morro, tenía una marca bréjica, me fijé. Y también en las orejas. No parecía estresado por el miasma: dormía con la tranquilidad de un animal doméstico.
Durante largo rato, estuvimos los tres hablando de todo y de nada, Yánika y Madre más que yo. Cómodamente instalado en mi sillón, las escuchaba, sonriente y atento, acariciando al conejo entre las dos orejas. Hablaron de las cartas que se habían enviado todos estos años, Yánika contó nuestros viajes por Razoiria y Temedia y mis trabajos como destructor, nuestra larga estancia en Donaportela y nuestro encuentro con los Ragasakis. Madre la escuchaba con interés. Sin embargo, pese a su gran calma, sabía que hacía esfuerzos para no perder atención. Siguiendo mis consejos, Yánika no habló de ningún acontecimiento que nos hubiera puesto en peligro: se saltó, así pues, la aventura con los vampiros y los Atarah. Estaba describiéndole a Madre el mercado de Firasa cuando la tía Sasali vino a unirse a la conversación con una tetera de moigat rojo y aprovechó para usar su crema sobre el rostro de Yánika, para gran alegría de esta. La conversación se hizo más banal. Me estaba quedando medio dormido, contagiado por la pereza del conejo, cuando oí decir a Yánika:
—«Ahora nos toca a nosotros ayudar a los Ragasakis. Orih fue raptada por los espectros, y esperamos poder encontrar información sobre ellos en el collar con el que se quedó Livon, el permutador. Los firasanos lo querían hacer examinar por la Academia de Trasta, pero Drey dice que ahí no hay brejistas de verdad y…»
—«Yani,» la corté con voz calmada pero firme. «Tendremos tiempo para hablar de ello mañana.»
Yánika calló, interrogante. No lo entendía. No entendía que había que ser delicado soltando nuevas, sobre todo las que incumbían a sus hijos.
—«¿Dónde está Padre?» pregunté.
—«Buah, buah, buah,» dijo tía Sasali posando su taza de moigat rojo. «Ese es otro caso perdido. Estuvo buscando mil formas de usar el Orbe del Viento para ayudar a controlar el Sello, pero no lo consiguió. Hace una semana, le propusieron un trabajo de destrucción en Doz y le dije que se fuera para relajarse un poco. Lústogan, tú y tu padre… Parece que no tenéis mejor manera de distraeros que rompiendo roca. Aunque si hubiera sabido que ibas a venir, le habría dicho que se quedara.» Chasqueó la lengua. «Tu madre y yo estuvimos a punto de convencerlo para que fuera a buscarte a Firasa en persona para la reunión… Pero ya conoces a tu padre. Cada uno, como dice, sigue su Camino de Equilibrio como le place. No quería molestarte. Así que le mandó a tu hermano para que hablara contigo. Pero él no te convenció.»
Sonreí levemente, divertido. Lústogan más bien había venido a avisarme de los riesgos que corría volviendo a casa. Aún no sabía de qué habían hablado en la reunión… Seguramente del Sello. Sólo esperaba que no hubiesen hablado de mí. Pero era una esperanza vana, me dije. Todos ya debían de estar al corriente de la historia de Kala. Como decía Lústogan, no era algo que se podía mantener secreto por mucho tiempo. Salvo Madre, pensé, alzando la vista. Ella sabía todo eso desde hacía diecisiete años, y lo había guardado en silencio… ¿Por qué?
Me crucé con la mirada aguda de la tía Sasali. No le hacía falta usar bréjica para hacerme entender que hablar del Sello ahora no era una buena idea. Asentí imperceptiblemente con la cabeza y la tía soltó:
—«¡Bueno! Ya va siendo hora de que os vayáis a dormir, joven gente. Tenéis unas ojeras que parecen surcos. ¿Queréis cenar algo antes?»
—«Yo no, gracias,» dije, levantándome.
—«Hemos comido como nadros antes de llegar a Kozera,» aseguró Yánika.
Me giré hacia Madre y le devolví el conejo, que tras varias horas de siesta había empezado a mover las orejas y a masticar aire. Ella lo aceptó y tendió una mano para coger la mía diciendo con suavidad:
—«Estoy muy feliz, hijo, de que hayáis venido los dos…» Cerró lentamente los párpados y los volvió a abrir. Su mano tembló, apretando la mía con tal vigor que tuve que esforzarme para mantenerme inmóvil. Al fin, su puño se relajó. «Mañana,» retomó, «tal vez puedas ayudarme a capturar al gato gris. Ese todavía no lo he conseguido amansar. Me ayudarás, ¿verdad, Drey?»
¿Una caza al gato gris, eh? No pude evitar sonreír.
—«Por supuesto. Yánika también te ayudará, ¿verdad? Te lo traeremos sin falta.»
Madre sonrió. Y finalmente me soltó. Les dimos los dulces sueños a ella y a la tía Sasali y salimos al pasillo. Sólo entonces me atreví a masajearme la mano dolorida. Estaba guiando a mi hermana hasta los cuartos cuando la vi perder un instante el equilibrio.
—«¡Yánika!» me preocupé. «¿Estás bien?»
—«Esto… Más o menos…» aseguró. «Es esta bréjica.»
Yani se frotó vigorosamente la cara como para espabilar e hizo una mueca al darse cuenta de que su gesto había estropeado la máscara de crema que le había preparado la tía Sasali con tanto esmero.
—«Oh, no…»
Puse los ojos en blanco. Si era capaz de preocuparse por su crema y su rostro, supuse que no estaba tan mal. Abrí la puerta de mi cuarto. Este, iluminado tenuemente por piedras fluorescentes, estaba tan despojado como siempre. No había cama: toda una parte de la habitación estaba cubierta con una colchoneta hinchada por rocaleón y algas talvelias, un invento que resultaba incluso más cómodo que cualquier colchón. La invité a entrar:
—«Venga. Mañana cazaremos al gato gris aquel y te enseñaré los alrededores. ¿Yánika?» me sorprendí, al fijarme en que se había detenido en la puerta.
Mi hermana meneó la cabeza.
—«Madre,» murmuró. La miré con fijeza, interrogante. Ella tragó saliva. «Madre actúa de manera tan sensible y, aun así, sus emociones…» Bajó la vista hacia sus manos con el ceño fruncido murmurando: «No las percibo. En absoluto. Es como si hubiese una barrera que me impidiese sentirlas. Jamás me había pasado estar así de ciega… Es muy extraño.»
Arrugué el entrecejo. ¿Una barrera? Aquello me dio que pensar. Era la primera vez que Yánika no conseguía percibir ni un mínimo los sentimientos de un ser vivo. Tampoco los percibía conmigo cuando yo desataba completamente mi Datsu, pero eso era porque yo no los tenía. Madre, en cambio, tenía sentimientos, era más que obvio, y aun así ¿Yánika no lograba percibirlos? Posé mi mochila, absorto. Sabía que Madre había estudiado su propio Datsu durante años y que otros Arunaeh la habían asistido, sin llegar a ningún resultado. Jamás les había oído decir que hubiera una barrera bréjica en su mente… Y, sin embargo, eso explicaría la ceguera de Yánika. ¿A menos que el Sello estuviera afectando a esta hasta el punto de hacerle perder su habilidad?
—«¿Hermano?» añadió Yani, tras cerrar la puerta del cuarto. «Mañana… ¿le hablarás del collar, verdad?»
Hice una mueca y me rasqué el cuello asintiendo.
—«Claro.»
Yánika sonrió.
—«Estoy segura de que querrá ayudarnos. Madre tiene buen corazón. Me alegro de que por fin haya podido verla.»
Una sonrisa vacilante estiró mis labios. Buen corazón, decía… Sí, lo tenía, a su modo. Los ojos interrogantes de Yánika me incomodaron. En ese momento, me hubiera gustado poder salir de la casa, ir a darme un chapuzón, quitarme el polvo del viaje y meditar a solas un rato antes de dormir… pero no podía hacerlo por culpa del espectro.
Abrí mi mochila y, de debajo del lingote de hierro negro, saqué una cuerda. Era una cuerda fuerte de cuero que había recuperado de nuestra casa de Firasa contando con que no podría romperla como el metal. La miré, pensativo.
—«Me pregunto si el miasma del Sello afecta al espectro como le afecta tu aura,» medité. En tal caso, la probabilidad de que el espectro lograra controlarme sería aún menor. Pese a todo, le tendí la cuerda a Yánika. «Por favor, átame con esto, por si acaso. Hasta ahora teníamos a Jiyari y a los Zorkias con nosotros, pero si me llega a pasar algo aquí no quiero por nada del mundo que Madre me vea transformado.»
El aura molesta de Yánika me alcanzó y la miré con paciencia.
—«Hablo en serio. No es que no confíe en tu poder. Es que no confío en el espectro. Dormiré mucho más tranquilo.»
Meneando la cabeza, Yánika cogió la cuerda y empezó a maniatarme las manos detrás de la espalda con firmeza. Estaba haciendo el último nudo cuando dijo:
—«Hermano. ¿Por qué Padre y tú pensabais que era peligroso para mí venir a la isla? Sé que Madre… Si le digo que no quiero cambiar mi Datsu, ella lo entenderá. Ella…» Resopló y su aura se llenó de amargura. «Me mantuvisteis lejos de la isla por un riesgo estúpido. Madre jamás me habría forzado a nada. ¿Has visto cómo es? Hasta salva a los conejos…»
—«Precisamente,» la corté con un suspiro. «No soporta que nadie, ni un conejo, sufra de desequilibrio. Y tú, para ella eres…» Callé. La razón por la cual sigue experimentando con tanto ahínco para reparar el Sello, pensé. Me tragué las palabras y, bajo su mirada impactada, chasqueé la lengua. «Attah. Olvídalo. Esta vez Madre ha estado muy tranquila. Temí que verte la haría recordar el pasado, pero puede que esté aprendiendo a controlarse…»
Yánika me rodeó sobre la amplia colchoneta y se encaró conmigo, clavando sus ojos negros en los míos. Me turbé. Que Yánika me culpara por haberla mantenido lejos de su madre me consternaba aun con el Datsu desatado.
—«Yani, yo… No sabía. No pensé…»
Me interrumpí. ¿No sabía que Yánika deseaba ver a su madre? ¿En serio? Mar-háï, claro que lo sabía y pese a todo había elegido seguir el ejemplo de Padre y mantenerla alejada de la isla.
—«Por Sheyra,» murmuré, «¿estás enfadada?»
Yánika ladeó la cabeza y, al verla meditar su respuesta, hice una mueca molesta. Al fin, sonrió.
—«No. Lo hiciste porque pensabas que Madre me pondría en peligro. Como Padre, sólo querías protegerme.» Se abrazó las rodillas y admitió: «A veces me cuesta entender a los Arunaeh.»
Su confesión me arrancó una sonrisa divertida y aliviada.
—«Somos un poco especiales,» lancé, tumbándome. «Ya has visto a la tía… y al hijo-heredero.»
—«¿El hijo-heredero?» se sorprendió Yánika.
—«Yodah. El que vino con nosotros en el bote…»
—«¿Ese perturbado es el hijo-heredero del clan?» exclamó Yánika, enderezándose de golpe.
No pude evitar sonreír de oreja a oreja al oírla llamarlo perturbado.
—«¿Tú lo llamas perturbado? Él habrá pensado lo mismo de ti. Acostúmbrate,» dije mientras Yánika se sentaba, meditabunda. «Los Arunaeh tienen una percepción del equilibrio no del todo intuitiva.»
—«¿Equilibrio? ¡Te atacó con bréjica! ¿Qué tiene eso que ver con el equilibrio?» resopló Yánika. «Y, encima, se ha reído diciendo que era un juego… A mí no me parece un juego meterse en la cabeza de una persona.»
Y lo decía la que siempre había afectado con sus emociones a la gente de su alrededor… Puse los ojos en blanco y traté de encontrar una posición cómoda pese a mis manos atadas mientras contestaba:
—«No te alteres. Que sepas que nuestro clan es bastante razonable. Sospecho que Yodah no se metió en mi mente por puro juego únicamente. Quería confirmar algo.»
En la habitación semi-oscura inundada por el miasma, percibí el aura curiosa de Yánika.
—«¿Confirmar algo?»
Giré la cabeza hacia ella. Ahora que no me quedaban dudas… no tenía ya razones por las que no contárselo.
—«Yánika. ¿Estás muy cansada o quieres que te cuente lo que he ido aprendiendo últimamente sobre… ese ser que está en mí y cuyos sentimientos no siento?»
La curiosidad subió varios escalones y tomé aquello por una invitación a contarle lo de los Pixies. En el silencio del cuarto, hablé a media voz de mis sueños y de mi segundo encuentro con Jiyari. Al principio, se mostró sorprendida de que los Ocho Pixies del Desastre realmente existieran, pero el resto lo aceptó con gran facilidad. Y cuando le dije que, al tomar control de mi cuerpo, Kala se había acercado a Jiyari para abrazarlo, su aura se llenó de diversión. Carraspeé, terminé y ella emitió un aura pensativa.
—«Ahora que lo recuerdo,» murmuró. «Jiyari dijo en la biblioteca que era uno de los Pixies. De modo que no bromeaba.»
—«O al menos posee algunos recuerdos,» maticé. «En fin… Todo esto para decirte que los Arunaeh están muy probablemente ya al corriente del papel que ha desempeñado la mente de Kala en la alteración del Sello. Y saben que esa mente la tengo yo. De ahí que…» marqué una pausa y carraspeé, retomando: «de ahí que me gustaría que no te asustaras si vienen a buscarme.»
Hubo un silencio. Y una pizca de alarma en su aura.
—«¿Si vienen a buscarte?» repitió.
Alcé los ojos hacia las sombras del techo, suspiré y cerré los párpados diciendo:
—«Apostaría mi diamante de Kron a que ya están vigilando la casa. Con ese miasma, no puedo distinguir los sortilegios pero… me lo dice la intuición. Tengo a un espectro y a un Pixie amenazando con arrebatarme el control de este cuerpo, y al contrario que yo, nuestra familia no va a fiarse de tu poder para asegurarse de que no pierdo la cabeza. Por favor, no te alarmes. Precisamente te digo esto para que no te pille desprevenida. Ellos me interrogarán. Nada de torturas,» aseguré. «Son nuestra familia. No tengo nada que esconderles. Sin embargo, intentarán, como Yodah, ver hasta qué punto mi mente está fusionada con la de Kala. No va a pasarme nada. Son expertos brejistas, te recuerdo. Y sea Madre o sea otro Arunaeh, sacarán la información del collar y me liberaré de él, te lo prometo. Y cuando todo esto acabe, volveremos a Kozera, nos encontraremos de nuevo con los Ragasakis y salvaremos a Orih. Sólo te pido que no te preocupes si no me ves durante unos días.»
Hubo un largo silencio. Muy largo. Y Yánika no decía nada. Ni tampoco se dormía. Meneé la cabeza y al cabo de un largo rato murmuré:
—«Sé que no conoces bien nuestro clan. Son unos especímenes raros, unos perturbados para muchos pero… nunca han abandonado a ninguno de sus miembros. Confía en ellos, Yani.»
Tras otro silencio, Yánika asintió a través de su aura. Lo intentaría, me alegré. Entonces, desaté aún más mi Datsu y poco a poco me sumí en un sueño profundo. Tuve un sueño absurdo en el que me sentaba a una mesa con un oso sanfuriento, nos sonreíamos y nos poníamos a comer, él un tarro de miel, yo un plato de guijarros… Y, muy lejos, creía oír el grito desesperado de un ser perdido. El grito de un espectro frustrado. Un grito de odio.