Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
«El hogar viaja en nuestros corazones.»
Yánika Arunaeh
* * *
Un aura de nerviosismo flotaba en toda la casa. Alisé el mantel y, cuando vi a Yánika venir de la cocina con una pila de platos, resoplé y me apresuré a ayudarla.
—«No hace falta que los traigas todos de un golpe, Yani.»
—«Lo sé…»
—«Todavía queda una hora para que lleguen.»
—«Lo sé…»
—«Y puedes ir calmándote ya: no hay razón alguna para que te pongas nerviosa por una simple cena.»
—«¡Lo sé!» replicó Yánika con viveza. «¡Estoy tranquila!»
Y se fue de nuevo a la cocina refunfuñando palabras inintelegibles. Suspiré. Las mentiras sonaban aún más ridículas viniendo de ella, pues su aura la contradecía despiadadamente.
Apenas un minuto después, se oyeron voces al exterior y alguien llamó a la puerta. ¿Tan pronto?, me extrañé, al tiempo que oía un súbito estruendo metálico en la cocina. Me precipité hacia esta y constaté que simplemente se le habían caído los tenedores a Yánika por todo el suelo… Dejé escapar un suspiro aliviado y fui a abrir la puerta.
—«¡Tachán!» exclamó Orih brincando. «¡Hemos venido a ayudar!»
Y entraron ella, y Livon, y Sirih y Sanaytay, cada uno dejándome sus compras para «guarnecer» la mesa: dos pollos bien frescos por parte de Orih, varias barras de pan por parte de Livon, y Tchag pasó el umbral enseñándome, orgulloso, la vela gorda y naranja que traía.
—«¡Es para bendecir la casa!» explicó el imp animadamente.
Las dos semanas pasadas encerrado en la Consejería no parecían haber afectado su buen humor, tal vez porque había pasado todo ese tiempo transformado en espectro y no recordaba nada. Livon especificó:
—«Según una vieja tradición trae suerte encender una vela naranja bajo el techo de un nuevo hogar. Es lo que dice Myriah.»
“En el Imperio de Arlamkas se hacía eso incluso en las familias reales,” aseguró la voz mental de Myriah. “Protege del fuego y ahuyenta los males. ¡Y huele de maravilla!”
Por su tono, esa última parecía ser su razón principal. Aunque ella no tenía olfato… El hecho de que quisiese compartir con nosotros unos recuerdos suyos viejos de más de un siglo me arrancó una sonrisa de respeto.
—«La encenderé en cuanto se vaya el sol,» prometí, aceptando la vela de las pequeñas manos grises de Tchag.
Cuando Sanay me dejó un plato bien embalado y le pregunté qué había dentro, contestó tímidamente:
—«Son galletas negras de tugrín. Leí una vez que eran muy apreciadas en Dágovil y pensé que os traerían buenos recuerdos.»
—«Oh. Gracias,» me sorprendí. «No sabía que podían encontrarse galletas de tugrín en Firasa.»
—«¡Ja! Y probablemente no se pueda,» intervino Sirih. «Fue mi hermana la que las hizo esta mañana. Pruébalas.»
Su mirada verde centelleante parecía desafiarme a solamente criticar la obra de su querida hermana. Me pregunté si sería capaz de fingir que me gustaban dependiendo del resultado… Masqué una, la saboreé y exclamé:
—«¡Las haces mejor que mi tía Sasali!»
No era mentira. Sanaytay se puso roja como un zorfo. Tanto que me preocupé.
—«Esto… ¿He dicho algo raro?»
Ella dijo no con la cabeza pero su tez permaneció igual de colorada. Esperé que no se fuera a poner enferma. Me acabé la galleta y les hice un gesto, al que Jiyari acompañó con la palabra diciendo como un gran anfitrión:
—«Sentaos donde queráis. Todavía no tenemos muchos cojines…»
—«¡Está perfecto!» dijo Orih, radiante. «¡Es la primera vez que me invitan a una casa de verdad para inaugurarla!»
La mirol había asomado la cabeza desde la cocina y regresó a esta para seguir hablando con Yánika. El aura de esta por fin se había calmado. La tarde y la cena se anunciaban movidas, y no me equivoqué. Después de organizarlo todo con ayuda de los demás, empezaron a llegar los invitados restantes, todos con algún detalle que regalar y añadir a la casa: Staykel, Praxan y su hija Shaïki, Loy, Yeren, Naylah, Kali… Hasta se apuntó Shimaba. Y, ya cuando nos habíamos instalado a la mesa, llegó Baryn. El monje yurí no había cambiado: seguía con su misma túnica algo harapienta, sus botas embarradas y su carácter fantasioso. Se pasó media hora hablando de unos escarabajos blancos que había encontrado en las llanuras de Korame, en el norte de Rosehack. Le había llevado un mes entero recopilar un mínimo de información sobre el insecto, algo que sonaba aburridísimo, pero no por ello su trabajo había sido mal pagado: el laboratorio de investigación que lo había contratado lo había recompensado generosamente.
—«Y con esas pintas vienes,» lo pinchó la vieja Shimaba mientras rellenaba su plato de pastas; a pesar de su edad, tenía buen apetito. «Aunque podría habernos venido peor. Recuerdo que, después de los tres años que pasaste en el bosque de Añarza, regresaste hecho una bola de musgo.»
—«No seas tan dura, lo que quería era fundirse con la Naturaleza,» se burló Loy.
—«Eso me recuerda,» intervino Kali la Sirena, «que hace unas semanas conocí a un aventurero nurón que se mudó a la zona submarina de Firasa para inventoriar todas las especies de plantas que viven ahí abajo. No es monje yurí, pero se lo ve igual de fascinado por la Naturaleza.»
—«Y tú por él,» adivinó Staykel, perspicazmente burlón.
—«Beh,» le gruñó Kali, sonriente. Y añadió para Baryn: «Si quieres, te lo presento. Si es que no te esfumas en dos días de aquí.»
—«Mm…» Baryn alzó con su única mano un tenedor repleto de arroz. «¡Será un placer conocer a ese aficionado!»
A pesar de su pose arrogante, ese humano no conseguía parecer serio.
—«¿Firasa tiene una parte submarina?» se interesó Yánika.
—«Mm,» confirmó Kali. «Y no pequeña: hay como doscientos nurones viviendo en la zona de los arrecifes que Orih no hizo explotar. No está en la parte donde está nuestra Calandria, sino al otro lado del río, junto al barrio de la Cueva.»
—«¡Yo sé dónde está!» intervino la pequeña Shaïki, sentada entre Praxan y Staykel. Alzaba su pequeña mano. «Tengo un amigo en la escuela que vive en el agua. Y una amiga que vive en la Cueva. Y también uno que vive en un vertedero.»
Varios se irguieron y yo enarqué una ceja.
—«¿Un vertedero, hija?» se extrañó Praxan.
Shaïki señaló a Livon con el índice.
—«Papá dice que Livy vive en un vertedero.»
Livon se sonrojó, atónito. Staykel resopló ruidosamente.
—«¿Qué? Vamos, yo nunca he dicho eso. ¿Dije eso? Mil brujas sagradas, ¿seguro que dije eso, hija?»
Shaïki asintió firmemente y sus dos coletas violetas siguieron el movimiento.
—«¡Mm! Dijiste que Livy vivía en un vertedero y que a ver si encontraba una novia que…»
Su padre la acalló mascullando, revolviendo su cabello, mientras los demás nos echábamos a reír. Livon se rascó una sien comentando con una ancha sonrisa:
—«No hace falta novia. Con que me desmaye unas horas, basta: Yánika y Drey se ocuparon muy bien de la casa la última vez…»
El permutador estaba sentado a mi lado y recibió un empujón divertido de mi parte.
—«Y tanto que me ocuparé, Livy,» le dije. «¡La próxima vez la haré volar en pedazos junto con la montaña de embalajes!»
—«Te ayudaré si quieres,» intervino Orih enseñando una sonrisa afilada de mirol embadurnada de tomate. «Soy buena para la limpieza. ¡Una pequeña explosión y listo!»
—«¡¿Qué…?!» resopló Livon.
—«Tranquilo,» dijo Sirih. «Reharé la casa luego con mis armonías. O un castillo. Es lo bueno que tienen las ilusiones: uno puede pedir exactamente lo que quiere.»
—«Pero yo no quiero ningún castillo,» protestó Livon.
—«Vamos, no podrás quejarte, Livy,» se burló Loy, ajustándose las gafas, en cabeza de mesa. «No te faltan compañeros para ayudarte.»
—«¡Así actúan los Ragasakis!» corroboró Naylah, alzando el puño. «¡Apoyo mutuo para todos!»
—«Destrucción mutua para todos,» corrigió Yeren con una sonrisilla. «Pasaré luego a curar las heridas.»
—«¡A llevarle más pasteles de verduras, querrás decir!» se mofó Loy.
—«¡Eso!» exclamó Livon, medio levantándose y señalando al curandero. «¡Ya tenemos al culpable! ¡El cocinero!»
—«¡Ja! ¿Culpable, Yeren?» se rió Baryn con voz profunda. «Lo sería si no te comieses sus pasteles. ¡Vamos! Hacéis un mundo de nada, Ragasakis: esos embalajes son de papel. Con la lluvia, se unen a la Madre Tierra.»
—«Defendiendo a tu discípulo, ¿eh?» sonrió la vieja Shimaba. «Reconoce, Baryn, que en eso le enseñaste mal al muchacho.»
—«También hay que decir que no lo tenía fácil,» lo excusó Loy. «Lo sé porque, para enseñarles a leer a Orih y a él, me las vi y me las deseé.»
Mientras estallaban las pullas acerca de lo difícil que había sido integrar a esos «dos salvajes» en la civilización, Livon me dedicó una mueca como para decir: exageran. Puse los ojos en blanco y apunté para él:
—«¿Sabes? No me extrañaría que Tchag sea capaz de comerse los embalajes. Come tan rápido que ni los distinguiría.»
De hecho, el imp engullía la comida de la mesa con apetito, escuchando a medias la conversación. Su estómago parecía no tener fondo.
Finalmente, la conversación derivó. Estaban todos muy animados, incluida la anciana, quien soltaba a veces frases bromistas, secas y cortas que hacían carcajearse toda la mesa. Jiyari, en cambio, no hablaba mucho: pese a probablemente haber vivido veladas mucho más ruidosas en las tabernas de Kozera, esta la vivía bien sobrio y por lo visto la presencia de tanta gente lo había sumido en un estado de timidez cercano al de Sanaytay: de hecho, los dos sonreían, los dos escuchaban atentamente y disfrutaban de la conversación, pero no parecían ansiosos por participar en ella. Carácter de observación, como lo habría llamado Madre: sus lecciones sobre el comportamiento saijit y la bréjica, aunque incompletas, solían resultarme útiles para entender a quienes me rodeaban… ya que a veces el Datsu no ayudaba a ello.
Eran ya las once cuando Baryn, Loy, Kali, Shimaba y Shaïki con sus padres se despidieron agradeciendo la acogida. Ya en el umbral, la vieja Shimaba levantó un índice observándome con sus ojos astutos y diciendo:
—«Y ahora os dejo disfrutar de la velada porque, como dicen, allá donde van las viejas, agrian el vino con sus palabras.»
—«De ningún modo,» sonreí, inclinándome. «Ha sido un placer tenerte aquí.»
—«¡Ah!» Para sorpresa mía, levantó la mano para darme una palmadita en la mejilla. «Ojalá mi nieto fuera tan amable.»
—«¡¿Queé?!» protestó Staykel ya a unos metros de distancia. «Abuela, no difames.»
La anciana sonrió con todos sus dientes, menos dos, y agitó la mano antes de alejarse con los demás. Yánika se quedó en el umbral mirándolos desaparecer entre las sombras de la noche. Una brisa fría se coló por la puerta y fui a cerrarla mientras mi hermana murmuraba:
—«Cuando lo pienso… qué diferente es. Yo también quisiera tener una abuela así.»
Entendí en qué estaba pensando. Anatha Arunaeh, nuestra abuela paterna, esposa de Nalem y pariente cercana de los miembros que ocupaban el liderazgo dentro del clan… era mucho más fría. Durante mis estancias en la isla, Yánika siempre iba a pasar sus vacaciones con ella, cerca de la ciudad de Kozera, junto al mar de Afáh. Cada vez que volvíamos al Templo, no contaba gran cosa de esos tres meses al año en que tenía que aguantarla. Los solía resumir en: aburrimiento, lecciones de modales y aburrimiento «a nivel sideral».
—«Te ayudaremos a recogerlo todo,» dijo Naylah, agarrando ya su plato.
—«¡Y luego podemos jugar!» propuso Orih.
—«¿A qué queréis jugar?» pregunté.
“¡Al Erlun!” intervino Myriah.
Mar-háï… ¿Sólo sabía jugar a eso? Me giré hacia la lágrima de cristal que pendía de la oreja de Livon con una mueca divertida. Myriah no había hablado casi durante toda la cena, pero la idea de jugar al Erlun la había avispado y se puso a darnos ánimos y meternos prisas para acabar la limpieza mientras nos atareábamos, impaciente por jugar.
El día anterior, me había explicado que no solamente había sido profesional del Erlun en los altos círculos del Imperio de Arlamkas, sino que también había sido la hija de la directora de la famosa Academia Celmista de Hilramshil, en la ciudad occidental de Tagub… De modo que mi intuición no estaba tan errada: era casi como una princesa. Cuando le había preguntado a Livon si ya sabía cómo es que su princesilla había acabado metida en la varadia, este había meneado la cabeza confesando que Myriah no había querido aún hablar de ese asunto. “No me importa: lo importante es que esté conmigo,” había sonreído. Y me había dado las gracias, disculpándose por tomarme prestada la lágrima de cristal.
Observé al kadaelfo mientras este pasaba chapuceramente un trapo por la mesa para limpiarla. Orih decía que Livon amaba a Myriah pero… ¿cómo sería exactamente su amor por ella? Había leído historias sobre amores apasionados que hacían cometer acciones disparatadas, amores más fuertes que la propia razón. Algo que yo no podía entender… ¿verdad?
—«¿Drey?» se sorprendió Livon. «¿Por qué me miras así?»
Resoplé de lado.
—«No te estaba mirando.»
—«Sí que lo hacías.»
—«Déjame en paz. Estaba pensando.»
—«¡Pues eso no se hace!» protestó Yánika, llegando de la cocina con las manos en jarras. «No se piensa el día de mi cumpleaños.»
—«Beeh, cumplirás dentro de cuatro días, Yánika, hoy todavía eres una brujilla de doce años.»
Le revolví el cabello, ella protestó y entre réplicas y bromas acabamos instalándonos todos otra vez alrededor de la mesa baja e improvisamos un tablero de Erlun con fichas a partir de migas de pan. Quedaban tan sólo ya las armónicas, Orih, Naylah, Yeren y Livon. Con Myriah y Tchag, por supuesto. La princesa de Arlamkas empezó explicándonos exhaustivamente las reglas del Erlun con pasión, les arrancó incontables bostezos a Orih y a Tchag y finalmente nos pusimos a jugar contra ella, primero todos juntos, y perdimos varias partidas. Luego perdió Livon también, y más tarde le dejamos a Yeren tomar las riendas: habiendo jugado toda su infancia al Erlun contra sus hermanos y su padre, el mismísimo Tahúr Zandra, el curandero tenía considerable ventaja.
Los demás éramos el público y hacíamos apuestas tontas sobre si ganaría Myriah o Yeren. Acababa de ganar una partida ella cuando, de pronto, oí que alguien llamaba a la puerta. Alcé la vista, sorprendido, me levanté y me alejé hacia la entrada. ¿Sería alguno de los demás Ragasakis, que había olvidado algo? Sin embargo, al llegar a la puerta, sentí un escalofrío y me detuve un instante. Algo en el aire me decía que…
Abrí. A la luz de la linterna del umbral, vi una silueta bien conocida, delgada y a la vez fuerte, de ropa holgada, con en los hombros una capa de viaje negra y con motivos claros. Sus ojos azules me observaban con la fría tranquilidad de un espectro. Su Datsu violáceo centelleó suavemente cuando sus labios se curvaron.
—«Hola, Drey. Siento interrumpir tus vacaciones.»
Detrás de Lústogan, a unos pasos en las sombras de la noche, se alzaba la silueta de un drow de pelo pincho con su mueca de fastidio inmutable.