Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Subterráneos, Tierras de Dágovil, año 5621: Drey, 9 años; Yánika, 4 años.
Era la primera vez que Yánika visitaba la ciudad de Dágovil. Yo ya la había visto hacía dos años, para ir a pasar los tests de la academia celmista, pero por ello recordaba sobre todo las aulas de exámenes y las expresiones cerradas de los examinadores y apenas recordaba el resto: los largos túneles iluminados moteados de puertas, la gente que avanzaba en silencio o entre cuchicheos tranquilos y desaparecía en casas, tiendas y talleres… Aun así, la última vez, me habían impresionado las estatuas de las plazas, labradas muchas veces en las mismas estalagmitas. Ahora, quería enseñárselas a mi hermana, pero Padre caminaba con rapidez y yo sabía que no era momento de vaguear.
Estábamos llegando a una calle desde la cual se veía una gran plaza cuando Padre ralentizó y tendió una mano hacia una puerta sin cartel. Pareció de pronto acordarse de nuestra presencia y se giró hacia mí.
—«Drey. Espera aquí.»
Me lo pedía a mí. Padre nunca le hablaba a Yánika. Ni siquiera la miró a ella cuando desapareció adentro de la casa. Sentí curiosidad por saber qué era aquel lugar. No era una tienda. ¿Habría ido a hablar con algún conocido? Paseé una mirada por el muro. No había ventanas, aunque eso no era inusual. Me fijé en que la piedra había sido esculpida en algunos sitios, en particular en el marco de la puerta, representando hojas, un árbol tawmán y serpientes enrolladas…
Serpientes, me repetí, palideciendo. Mi experiencia con la serpiente amarilla la tenía demasiado fresca en mi mente para olvidarla. Tan fresca como las prácticas a las que me había sometido Padre desde entonces para mejorar mi control sobre el Datsu. Si Yánika llegaba a fijarse en esos dibujos… Estiré de su mano menuda para llevarla un poco más lejos. Por la calle, pasaban saijits de toda raza y color. Caitos, drows, kadaelfos, elfos, belarcos, sibilios, enanos… Me senté contra el muro sin soltarle a mi hermana.
—«Juguemos a cuenta-humanos,» le dije. «Uno.»
Acababa de ver pasar a un humano vestido de rojo.
—«¡Uno!» dijo Yánika, sin sentarse. «¡Dos, tres, cuatro…!»
—«Hey,» protesté. «De momento no hay más humanos que el de rojo. ¿Dónde has visto los demás?»
Yani hinchó las mejillas apretando los labios y alzó al fin un índice.
—«¡Ese!»
Me carcajeé.
—«Ese es un caito, Yani. Se parecen de lejos, pero un caito es más fuerte. ¿No ves que le saca una cabeza al de rojo? ¿Te has fijado en sus ojos? Los tiene como las…» Estuve a punto de decir serpientes, pero corregí rápidamente el tiro: «Como los gecos, o como los gatos, tienen pupilas hendidas.»
—«¿Pupilas hendidas?» repitió Yánika, mirando descaradamente al caito que se alejaba ya por la calle.
Tras mi explicación, ya no me apetecía seguir con el juego, así que me levanté.
—«¿Quieres ir a ver la estatua? La de esa plaza.»
Yánika sonrió con todos sus dientes de leche.
—«¡Tú quieres, entonces yo también!»
Eché una mirada calculadora a la puerta por donde había desaparecido Padre y, de pronto, tomando a mi hermana en brazos, salí corriendo cuesta abajo hasta la plaza con una sonrisa pícara en el rostro.
Pronto llegamos ante la dicha estatua. Representaba a un enorme dragón negro con las alas abiertas y con, a sus pies, varios huevos de gran tamaño. Yánika estaba maravillada, y yo no menos. Tras quedarme embelesado por un buen rato, bajé la mirada hacia una mención grabada en el pedestal. Ponía: Nalem Arsim Arunaeh. Me quedé sin aliento. ¡Ese era el nombre del Abuelo!
—«Dánnelah,» murmuré. «Yánika… Esto lo hizo nuestro abuelo.»
Nunca había pensado hasta ahora que un destructor como mi abuelo se dedicara también a esculpir estatuas para dejar bonita una plaza.
—«Mm-mm,» dijo de repente una voz detrás de mí. «Tu abuelo sí que es un artista.»
Me giré. Una muchacha delgada vestida de blanco y negro me miraba con las comisuras de sus labios levemente levantadas. Sus ojos eran de un azul oscuro, su cabello era malva con mechas negras y, detrás de estas, en su frente de piel gris, aparecían tres círculos concéntricos atravesados por tres líneas que se cruzaban en el centro. Reconocí en los círculos el símbolo de Sheyra, divinidad del Equilibrio y tótem de los Arunaeh, pero nunca los había visto tachados así con tres líneas.
—«¿Drey Arunaeh, verdad?»
Desconcertado, asentí, sin soltarle la mano a Yánika. No recordaba haber visto nunca a esa muchacha, y a pesar de todo sentía en ella una extraña familiaridad. No parecía mucho mayor que yo, ¿diez, once años tal vez? Sin embargo, despedía tal seguridad en sí misma que me mosqueé un poco. Estaba más que harto de los aprendices noblecillos del Templo como para hablar con una niña de la misma calaña en Dágovil. Su mirada penetrante me estaba poniendo nervioso… Sin que se lo pidiese, se presentó:
—«Yo me llamo Rao. Encantada.»
Enseñó todos sus dientes y, súbitamente, su presencia se hizo amistosa. La miré con sorpresa y fruncí el ceño.
—«Soy un Arunaeh. No sé de qué te encantas. Nadie se queda encantado conociéndome.»
Rao ladeó la cabeza y sus ojos brillaron de diversión.
—«¿Oh? Pues te acabo de probar lo contrario. Te voy a hacer una propuesta. Toma esto,» dijo. Me tendió con su mano gris y juvenil una pequeña lágrima de cristal azul. «Si sientes algo extraño al tocarla, entonces la piedra mágica será tuya y te prometo que haré cumplir cualquier deseo que me pidas.»
¿Una piedra mágica?, me repetí. Giré instintivamente la cabeza hacia Yánika. Ella sabía reconocer las malas intenciones y siempre reaccionaba por ejemplo cuando Ozdorun pasaba a mi lado en el Templo. Sin embargo, en ese momento, estaba muy tranquila y miraba a la muchacha sin una pizca de miedo. No me lo pensé mucho. Acepté la piedra y la observé. No era cristal normal. De hecho, no conseguí reconocer el material. Parecía una roca sin puntos flojos y me pregunté si sería capaz siquiera de destruirla. Por supuesto, no lo intenté. Ni siquiera cuando empecé a sentir un hormigueo recorrerme todo el cuerpo. Era un hormigueo extrañamente cálido. La curiosidad me empujó a preguntar:
—«¿Qué es?»
—«¿Qué sientes?» me replicó ella.
Me encogí de hombros.
—«Energía esenciática y bréjica…»
Callé de golpe cuando sentí como si una flecha de hielo me atravesase. Una flecha de hielo que, al tocarme, prendió fuego como la yesca. Cuando vi aparecer en el dorso de mi mano los tres círculos concéntricos, jadeé. Y, por un ínfimo instante, creí ver tres líneas entrecruzadas, antes de que el Datsu tomara de nuevo su forma normal. Un miedo indefinible me embargó.
—«¿Hermano?» inquirió Yánika.
Apreté su mano mientras veía cómo los ojos de la tal Rao se encendían de alegría.
—«¡Kala, eres tú!» exclamó.
Y, para asombro mío, la niña se tiró sobre mí abrazándome. Varios paseantes en la plaza nos echaron una ojeada curiosa y sentí mi Datsu desatarse sensiblemente. No sabía cómo liberarme sin lanzarle una borrasca órica. Para arreglar las cosas, Yánika se había puesto a reír. Bueno, al menos no se había asustado… Carraspeé.
—«Yo… Esto… ¿Rao? Yo me llamo Drey. Creo que te estás equivocando.»
—«No,» negó Rao sin liberarme. «No me equivoco. No importa cuánto tiempo pase, un amigo sigue siendo un amigo… ¡Estoy tan contenta…!»
Aquello fue más de lo que pude aguantar. La aparté a la fuerza y le tendí la lágrima de cristal de vuelta diciendo:
—«No lo quiero. Estás loca.»
Rao frunció el entrecejo y suspiró sin ensombrecerse demasiado.
—«Mm… Entiendo. Me he precipitado. Lo siento. Aún sólo eres un niño… Cuando despiertes, lo entenderás,» sonrió. «Quédate con la piedra. Ella es tu futuro, Drey Arunaeh. No la pierdas y llévala siempre contigo, y cumpliré tu deseo.»
Agrandé los ojos.
—«¿Mi deseo?»
Rao dio un paso hacia atrás asintiendo:
—«Una promesa es una promesa. El día en que nos volvamos a ver, haré tu deseo realidad.» Ladeó la cabeza. Sus ojos sonreían. «Hasta la vista.»
Al verla alejarse, abrí mucho los ojos y solté:
—«¡Rao! ¡Espera! ¿Eres un hada?»
Había oído que las hadas, las de verdad, raptaban a los niños para convertirlos en árboles. Eran tonterías, claro está, pero… Esperé, atento, cuando Rao se giró. Advertí un inocente destello juguetón en sus ojos sonrientes.
—«No soy un hada. Soy una pixie.»
Cuando se marchó, me pregunté por un momento si no lo había soñado todo, pero no: la estatua de mi abuelo era real, la calidez de la mano de Yánika en la mía también lo era, y la pequeña lágrima de cristal seguía en mi palma, susurrando una magia extraña.
Meneé la cabeza.
—«Yani. Vamos.»
Subimos la cuesta de vuelta hasta la casa donde Padre nos había dejado. Este aún no había salido. Tras una leve indecisión, hundí el cristal en uno de mis bolsillos. Aún me sentía turbado y Yánika parecía sentirlo pues, cuando me senté contra el muro, me imitó sin despegarse de mí. El rostro de Rao se me había quedado grabado en la memoria hasta tal punto que me pregunté si no estaba mi mente bajo algún hechizo. Pero no. Simplemente… Simplemente era la primera vez que alguien de fuera de la familia me había abrazado, y así, con tanta alegría y sinceridad… No, de hecho, jamás nunca nadie me había abrazado así. Ni Yánika, por ser tan pequeña, ni Madre, por ser tan exageradamente emotiva.
Rao… ¿Quién eres? me pregunté. ¿Y quién es ese Kala al que tanto pareces querer?
Me hubiera gustado saberlo. Y, por un instante, deseé que Rao de verdad volviera un día a verme. Esa niña alegre de piel grisácea y cabello malva y negro… por alguna razón me había subido el ánimo. Tal vez porque alguna parte infantil de mí pensaba que me había regalado un futuro tan brillante como el del Abuelo.
Un futuro en una lágrima de cristal.