Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Subterráneos, Templo del Viento, año 5618: Drey, 6 años.
Estaba agotado. Había estallado toda la roca alrededor del filón de oro y este reposaba reluciente unos pasos más lejos. Sin embargo, todavía me quedaban dos filones que extraer de la placa rocosa que me habían traído. Tumbado con las manos en cruz, clavé los ojos en el techo gris, tan inmóvil como una roca, casi sin respirar. La luz de las piedras de luna de la caverna se infiltraba suavemente por entre las prietas columnas. Todo estaba silencioso. No pasaba nadie en aquel viejo santuario junto al templo, pues todos sabían que el pequeño Arunaeh entrenaba y no venían a molestar. No tenían por qué saber que estaba descansando. No tenían por qué saber…
Sin previo aviso, me convertí en un pájaro volando. Tenía alas anaranjadas como el ámbar y otras doradas como el filón de oro. Daba vueltas y vueltas por una enorme caverna. Daba vueltas y vueltas… buscando una salida.
—«Y bueno,» dijo de pronto una voz rayada. Desperté bruscamente de mi sueño. «Si te viera tu hermano vaguear así, te haría trabajar un ciclo entero sin pausa.»
Me enderecé viendo al monje detenido al pie del santuario. Estaba levitando. Por eso no lo había oído llegar. Me froté los ojos, desperezándome, y miré al recién llegado.
—«Ozdorun. ¿Qué haces aquí?»
Este me dedicó una sonrisa ladeada mientras subía los tres peldaños sin tocarlos. Ozdorun era el nieto de la hermana del Gran Monje pero, aunque tenía la misma edad que Lúst, la destrucción no se le daba nada bien. En contrapartida, sabía levitar. Sin embargo, el otro día, cuando le había preguntado cómo se hacía, me había contestado: “Si eres tan listo como te pintan todos, aprende solo, primillo.” Me había llevado una decepción.
Ozdorun aterrizó y enseñó las velas azules que llevaba en las manos.
—«Traigo velas nuevas para Tokura. Se supone que deberías haber acabado tu entrenamiento.»
Lo observé mientras se adelantaba hacia el altar. La cruz del Dios de la Destrucción se alzaba sobre el pequeño pedestal, hecha de puro hierro negro. El otro día, le había traído a Yánika para que la viera y, cuando le había dicho a quién representaba esa cruz, ella había puesto cara descontenta y protestado: “frío, frío”. En cambio, sí que le habían gustado las velas y sus llamas azules.
Me levanté.
—«Ozdorun. ¿Sabes por qué las llamas azules duran más que las naranjas?»
Mi primo colocó las velas y quitó las viejas emitiendo un gruñido. Expliqué:
—«Porque la cera es cera de kérejat y se quema mucho más lento.»
Ozdorun se giró con una expresión de frío desdén.
—«Todo el mundo sabe eso, listillo.» Sacó un plumero y limpió el pedestal agregando: «Este trabajo deberían hacerlo los aprendices. Cuando era pequeño, limpiaba la cruz de Tokura todas las semanas.»
—«¿Y levitabas hasta arriba?» me impresioné.
Me echó una mirada de reojo.
—«Claro. Eso me recuerda… ¿Todavía no has aprendido a levitar, mocoso? Con lo listo que eres…»
Negué con la cabeza.
—«Mi hermano me dijo que él tampoco sabe. Y dijo que cada uno seguía su propia senda y que, si me dijiste lo del otro día, es probablemente porque tienes problemas de autoestima y me tienes envidia. ¿Es cierto?»
Lo pregunté sin mala intención, repitiendo las palabras de mi hermano. Ozdorun volteó. Sus ojos se habían encendido.
—«¿Envidia? ¿Y tú qué sabes de la envidia, Arunaeh?» Fruncí el ceño con la vista alzada hacia él y me encogí de hombros. Resopló de desprecio. «No tienes ni idea de lo que siento. No eres capaz de entenderlo ni serás capaz de hacerlo nunca… porque,» dijo acercando su rostro desdeñoso al mío, «el sello te lo impide. Me fastidia la gente como tú, que se cree más que los demás porque es un geniecillo. Pero la vida no es sólo saber destruir roca o interrogar a un criminal, como hacen los inquisidores de tu familia. La vida no es ser un mero instrumento, una marioneta vacía. Por supuesto, el Gran Monje ve vuestra utilidad y te mima por ahora, pero, sabes, el hecho de que tu abuelo sea hermanastro suyo no te hace su heredero, ¿me entiendes?»
Posó sus ojos sobre mi rostro, como siguiendo las líneas de mi Datsu, cada vez más extendidas.
—«Tsk. Tu hermano… ese tipo raro, te está creando a su imagen, por Tokura. Cuando me mira, me da la impresión de que soy un cero a la izquierda, y tú tienes esa misma maldita mirada, primillo. Lústogan… Quién sabe si hasta no te está enseñando más técnicas de las que debería.»
Ozdorun echó una mirada siniestra a los filones. Sin previo aviso, me agarró de una mano y añadió:
—«Di, Drey. ¿Serías capaz de destruir mi mano? No, ¿verdad? Al fin y al cabo, los tejidos vivos son mucho más complicados que los de los minerales… Aun así, estoy seguro de que tu hermano se ha interesado por ello. ¿Nunca lo has visto intentarlo? ¿Intentar destruir carne?»
Me lo preguntaba con una punta de curiosidad. Mi Datsu se desató. Ozdorun me enseñó una sonrisa torva.
—«¿No te habré asustado? Ya sabes que a Lústogan le gustan los experimentos no muy legales. Y no sólo a él, al parecer. Los Arunaeh, tan justicieros y tan rectos… Hace poco, en Dágovil capital, oí decir que la historia de tu familia es un pozo de tinieblas.»
¿Un pozo de tinieblas? ¿Qué me estaba contando? Traté de liberarme pero su puño era fuerte. Le lancé una ráfaga órica con todas mis fuerzas. Ozdorun se tambaleó hacia atrás, soltándome, pero recuperó el equilibrio con su propia órica, fulminándome con la mirada.
—«¿Sueño o me has atacado con órica, mocoso? ¡El Gran Monje se enterará de esto!» Lo miré fijamente, sombrío. Sabía que atacar a mis propios cofrades de esa forma no se toleraba y se castigaba duramente. Ozdorun puso los ojos en blanco y aseguró: «Descuida, no me chivaré si me dices la verdad.»
—«¿La… verdad?» repetí, confuso.
—«La verdad sobre el Sello de los Arunaeh, la verdad sobre ese engendro que tu padre trajo hace unos meses… ¿Es cierto lo que dicen los rumores? ¿Que el poder de tu hermanita fue un experimento fallido?»
Agrandé mucho los ojos y el Datsu se me desató aún más. Yánika… ¿un experimento fallido? No tenía sentido. Ozdorun deliraba. Retrocediendo hacia la salida del santuario, colisioné con alguien, alcé la vista y me quedé sin aliento al ver a Lústogan. Mi hermano me echó a un lado. Sus ojos gélidos soltaban relámpagos. Lo contemplé, sorprendido.
—«Ozdorun,» bufó. «¿Qué diablos le estás contando a mi hermano?»
Se adelantó en unas zancadas. El viento, a su alrededor, se arremolinó. Su tono era gélido, su enojo controlado. Los trazos violáceos de su Datsu brillaban y temblaban en su rostro. Nunca lo había visto con el Datsu tan desatado. Ozdorun siseó:
—«¿De qué estás hablando? Que sepas que tu hermano me ha atacado con su órica.»
No se arredró, pero su voz tenía un deje de miedo y su expresión se alteró aún más a medida que mi hermano se avanzaba. Con frialdad y sin gestos innecesarios, Lústogan le asestó a nuestro primo una ráfaga órica tan potente que lo mandó al suelo.
—«¿Te ha atacado, dices? ¿En serio un niño de seis años ha sido capaz de amedrentarte? Te está bien empleado.» Bajó las manos agregando con tono neutro: «He oído lo suficiente, Ozdorun. Cada día te haces más inmundo. Te daré un aviso: jamás te metas en los asuntos de los Arunaeh y, en especial, no le vuelvas a dirigir la palabra a mi hermano. ¿Me oyes? Un ser tan bajo como tú no tiene nada que aportarle. No lo olvides. Cuanta basura eches sobre los Arunaeh, volverá a ti, Ozdorun.»
Nuestro primo se levantó, temblando. Al principio, creí que estaba asustado, pero luego entendí que estaba enfadado. ¿O tal vez ambas cosas?
—«Maldito…» siseó.
—«Por cierto,» añadió Lústogan con indiferencia. «Que sepas que el Gran Monje elegiría a cualquiera antes que a ti como heredero y ¿sabes por qué? Porque no tienes estilo. Si quieres jugar a ser un crío, háblale y dile que te he atacado: yo le diré otras tantas trastadas tuyas. Eso sí, recuerda: si vuelves a acercarte a mi hermano… te haré explotar entero como sea.»
Su expresión debió de ser particularmente aterradora porque Ozdorun se volvió aún más pálido. Entonces, mi hermano se dio la vuelta, examinó de una ojeada mi trabajo con los filones de oro y bajó los peldaños sin mirar atrás. Había usado órica contra Ozdorun, me dije, atónito. Lo había tirado al suelo… Sin embargo, aquello no parecía alterarlo. Al pasar ante mí, tan sólo dijo:
—«Aún te faltan dos filones, Drey.»
Y se marchó. Apenas se fue, Ozdorun ahogó un gruñido de ira y susurró:
—«Me lo pagarás…»
Ni siquiera trató de levitar: salió del santuario sin mirarme, lívido de rabia. Yo me había quedado inmóvil como una roca. Cuando perdí de vista a Ozdorun, inspiré y me moví al fin. Regresando junto a los filones, me paré y miré las velas azules y la cruz de Tokura.
Un instrumento. Una marioneta vacía.
No podía creer que el Gran Monje pensara eso de mí. Aquella misma mañana, al levantarme, el viejo abuelo me había invitado a tomar leche de anobo con él, diciendo: “La leche es buena para los huesos, pequeño. ¡A este ritmo, crecerás como una katipalka, ya lo verás!” Siempre estaba sonriente cuando me hablaba. Entonces… Apreté un puño y tragué saliva.
—«¿Por qué Ozdorun me ha dicho eso?» pregunté a la cruz de Tokura.
Ozdorun siempre había sido brusco y mordaz pero, hasta ahora, nunca lo había visto perder tanto su sangre fría. Había soltado toda su rabia contra mí. Un fenómeno que no lograba entender bien. ¿Por qué él se exaltaba tanto y por qué yo no? ¿Por qué él decía que yo no podía sentir envidia? Me llevé la mano a una mejilla, delineando el Datsu con la yema de un dedo. Mi piel era más cálida ahí donde se encontraba el tatuaje energético. ¿Acaso mi Datsu me hacía ser tan diferente? ¿Y acaso mi Datsu era diferente al de mi hermana? ¿Por qué decía Ozdorun que Yani era un engendro…?
Resoplé de lado. Mar-háï. Lúst no le daba importancia a lo que decía Ozdorun, así que ¿por qué iba a dársela yo? Con el ceño fruncido, señalé a Tokura con un índice teatral.
—«Te está bien empleado,» dije imitando la voz de Lúst. «Si vuelves a insultarle a mi hermanita, ¡te haré explotar entero como sea!»