Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
El ataúd de Sashava había sido instalado en la Cripta de la Pluma y el canto fúnebre de sus hermanos se había apagado hacía tiempo cuando Dashvara, arrimado a una almena de la torre, dejó escapar un gruñido de viva impaciencia. No tardaría en caer la tarde y su naâsga seguía metida en el Templo. Ni siquiera había podido verla. Ashiwa había explicado ante su mirada amoscada que Todakwa y Daeya de Esimea habían estado reunidos con los titiakas y ahora se habían encerrado en el Templo con la Arazmihá y los sacerdotes-muertos para celebrar no sé qué acontecimiento de Skâra. Dashvara no había podido reprimir un comentario exasperado sobre las interminables fiestas de los Esimeos. No dijo, a su entender, nada realmente insultante, algo sobre que dudaba de que la Arazmihá tuviera ganas de pasarse otra noche festejando a la Muerte, pero… sus palabras ofendieron y, bajo el consejo del capitán, tuvo que disculparse. Disculparse. Dashvara resopló con la mirada fija en la entrada del Templo. Esperaba ver surgir de ahí a Yira en cualquier momento y, al mismo tiempo, su odiosa imaginación le hacía ver posibilidades espantosas cada vez más ridículas que, de resultar ciertas, con toda probabilidad lo hubieran hecho olvidar sus promesas pacíficas.
Tras escanear de nuevo la estepa y sondear las tierras del sur, le hizo una señal a Atok y ambos bajaron la Pluma en silencio. Al parecer, los titiakas no habían tomado represalias inmediatas por lo sucedido. Al fin y al cabo, Todakwa simplemente se había defendido de una traición, había mandado ejecutar a su propio tío junto con otros Esimeos que habían conspirado con Arviyag, y ni siquiera había mandado matar al ciudadano traidor, pues de ello ya se habían encargado los «salvajes». Los demás titiakas habían sido liberados casi de inmediato, recibiendo disculpas y compensaciones. Probablemente más de uno estaba al corriente de la traición, pero ninguno tenía poder alguno para llevarla a cabo ya. En definitiva, Todakwa seguía siendo el maestro de Aralika y de la parte sur y oeste de la estepa y a los titiakas no les quedaría más remedio que mandar a sus propias tropas si deseaban imponer sus reglas a su antojo… algo que con un poco de suerte no harían próximamente dado que ahora quienes mandaban en la práctica en Diumcili eran Faag Yordark y la guardia ragaïl; y, de momento, estos tenían la mirada puesta sobre su propia gente y no tanto sobre las tierras a conquistar.
Cuando llegó abajo de la Torre, el Ave Eterna sobre el pedestal atrajo irresistiblemente su mirada. La puerta mágica a la Cripta ya había sido cerrada e incluso Dwin había salido ya. En la sala principal, encontró a Zamoy hablando en voz baja con el Pelambrudo. Ambos hermanos se interrumpieron cuando vieron aparecer a Dashvara.
Hacía un frío helador, tanto en la torre como afuera, y Dashvara pensaba con preocupación en los novecientos guerreros que habían venido a apoyarlo. Si no tomaban pronto el camino de vuelta hacia el norte y hacia los refugios de invierno, iban a tener problemas, en particular con los caballos.
Su mirada volvió a perderse hacia la puerta de la Cripta y se imaginó, en su loca fantasía, que la puerta se abría y Sashava reaparecía con sus muletas, soltando alguno de sus comentarios aguafiestas como buen cascarrabias que era… Meneó la cabeza inspirando, súbitamente consciente de que no eran horas ya de dejarse arrastrar por los recuerdos, y preguntó:
—¿Tenéis noticias de Okuvara?
Zamoy hizo una mueca lúgubre.
—Va mal, Dash —suspiró—. Tsu hace lo que puede, pero el chaval perdió mucha sangre. Todavía no sabe si sobrevivirá.
Dashvara asintió en silencio y, pese a lo que le había dicho a Shire Is Fadul, no pudo más que alegrarse, en ese instante, de que al menos Arviyag y Paopag estuvieran criando malvas.
Frotándose los guantes para entrar en calor, salió de la Torre y estaba caminando hacia el Templo con sus hermanos cuando Yuk apareció como un remolino y, rompiendo la paz de la plaza, gritó:
—¡Mi señor! Ashiwa dice que ya ha interrogado a los sibilios y que si quieres ir a verlos que puedes. Me ha encargado el mensaje a mí —fanfarroneó.
Dashvara sonrió.
—Gracias, Yuk.
Cuando se puso en marcha hacia el cuartel donde habían metido a la centena de sibilios que había sobrevivido, el muchacho lo siguió como su sombra. Salían de la Plaza del Pilar cuando Dashvara vio al capitán unirse a ellos y, ante su expresión interrogante, explicó:
—Voy a ver a los sibilios.
Zorvun hizo una mueca y, por un momento, no dijo nada. Entonces, comentó:
—Yira no tardará en salir, según me han dicho.
Dashvara enarcó las cejas y pensó por un instante que los Esimeos lo mandaban a ver a los sibilios para impedirlo que se abalanzara hacia Yira en cuanto esta saliera del Templo… Mentalmente, puso los ojos en blanco y, prefiriendo no evidenciar su impaciencia, cambió de tema y preguntó:
—Los regalos… ¿ya se han entregado todos?
—Se ha hecho como has dicho —aseguró el capitán—: la mitad para Kuriag, un cuarto para la serpiente esim… quiero decir, Todakwa —sonrió con sorna—. El tapiz de los Antiguos Reyes para el agoskureño. La flauta para Tsu. Y el resto sigue en los carros —concluyó.
—Eso es para los sibilios —apuntó Dashvara.
Se oyó enseguida un gruñido. Detrás, Zamoy protestó:
—¡Por todos los demonios, Dash! ¿No te vas a quedar con nada?
—Con quinientos caballos, si te parece poco —sonrió Dashvara.
Llegaron al cuartel. Antes de entrar, Dashvara vaciló y se detuvo, pensando en lo que iba a hacer. Lo tenía decidido desde que había salido de la yurta de Shire, pero tras el viaje, la despedida a Sashava y las conversaciones varias con los Honyrs, se habían ido diluyendo sus nuevas determinaciones. Las recogió con firmeza y, bajo las miradas cada vez más curiosas de sus hermanos, asintió para sí y entró. La sala en la que habían metido a los sibilios era grande, pero estos eran tan numerosos que estaban apretados como granos de arena en un cubo. Varios Esimeos los vigilaban y, junto a ellos, Ashiwa saludó a Dashvara.
—Todakwa ha considerado que, puesto que estos hombres eran esclavos del diumciliano al que mataste, te agradaría tenerlos como esclavos a tu vez.
Dashvara oyó varios resoplidos detrás entre los Xalyas. Reprimió él mismo una mueca llena de sorna e inclinó ceremoniosamente la cabeza, entendiendo que aquello era el regalo de alianza en respuesta al suyo. No dejaba de agradarle, de hecho, tener legítimo poder sobre el futuro de los sibilios, pues había temido que Todakwa se los quedara todos y los mandara a las minas.
Se acercó a la primera línea de sibilios. Estos empezaban claramente a sufrir por la sequedad de la estepa y sus rostros, de un natural viscoso y grisáceo, se habían cubierto de placas negras apergaminadas y agrietadas. Sus ojos se habían hecho rojizos y parpadeaban constantemente. La estepa no era un lugar para ellos.
Mientras los Esimeos, pillando la indirecta, se retiraban de la sala, Dashvara mandó que se cerraran las puertas, paseó una nueva mirada escudriñadora sobre «sus» esclavos y preguntó al fin en voz alta:
—¿Cuál de vosotros es el jefe?
La mayoría ni se inmutó, como si le hubiera hablado a una roca. Un sibilio, de hecho el mismo que lo había perseguido hasta el torreón de Amystorb y el que lo había metido en la tienda de tortura, dio un paso hacia delante. No pronunció palabra. Dashvara se detuvo ante él y notó la tensión subir entre los sibilios. Confirmó para sí: sin duda ese era el jefe. Con insana curiosidad, se preguntó cómo reaccionarían si sacaba su sable y le cortaba la cabeza como a Arviyag…
Déjate de pensamientos idiotas, señor de la estepa.
Y desenvainó el sable. Observó cómo los ojos de los sibilios se volvían aún más sombríos. Pero nadie se movió. Extrañamente, tuvo la sensación de que, de morir el jefe, no se moverían tampoco, tal vez porque este les había pedido que no lo hicieran. Oyó un murmullo detrás y adivinó la expectación de sus hermanos. Preguntó con voz calma:
—¿Cuál es tu nombre?
El jefe sibilio frunció el ceño y lo fulminó con la mirada pero no respondió. Dashvara se encogió de hombros y pronunció:
—Con todo mi respeto, lamento vuestras pérdidas, extranjeros. Me considero en parte responsable de ellas. Sé que os sacrificasteis por vuestro pueblo hace ocho años. Quisiera que, como nosotros, pudierais ser libres y volver a vuestra tierra de Skasna. Gracias a los Honyrs, os pagaré un viaje en barco hasta vuestra isla si así lo deseáis. Si lo que deseáis es vengar a vuestros hermanos muertos o vuestro amo… —Tomó el sable negro con ambas manos y se lo dio al jefe sibilio—. Acabad pronto —concluyó y clamó—: Por el honor del Dahars, ningún Xalya u Honyr tomará venganza de la sangre que pueda derramar hoy este sable.
Había sorprendido al jefe, se alegró. Durante largo rato, se miraron con fijeza. El sibilio finalmente bajó los ojos hacia el sable que tenía entre sus manos e, impertérrito, replicó:
—¿Qué es lo que pretendes, Xalya?
—Matar el rencor que hay en tu corazón, extranjero —explicó Dashvara con sencillez.
Por lo visto, el sibilio no se tomó bien la respuesta. Parecía incluso importunarlo que Dashvara simplemente no le hubiera cortado la cabeza y le pusiera en una situación en la que tuviera que tomar una decisión. Al cabo, resopló.
—¿Y tu rencor, Xalya? De no ser por mi gente, la krava no te habría torturado como a un perro.
Dashvara no tenía ni idea de qué significaba krava en su idioma, pero adivinó que era la manera con la que acostumbraban hablar de Arviyag entre ellos… Nada muy halagador, supuso.
—Cierto —convino—. Pero no os guardo rencor.
El sibilio ensanchó las narices y agregó con contrariedad y con pronunciado acento:
—Yo mismo te até a la mesa la primera vez y me ocupé más de un día de guardar la puerta de la sala subterránea. Oía tus aullidos. Y te vi dejar de ser hombre para convertirte en perro. Soy los ojos de tu vergüenza —escupió—. ¿Y tú me dices que vas a pagarme un barco de vuelta a mi pueblo? Mentiras.
Hablaba con desprecio, convencido de que Dashvara le estaba tomando el pelo. Este suspiró y negó con la cabeza.
—No son mentiras. Pero no tienes por qué creerme. Pagaré un barco y os dejaré comprobar por vosotros mismos que sus marineros os llevarán allá donde queráis.
El rostro del jefe sibilio no se inmutó cuando retrucó:
—No necesitamos marineros. Somos marineros.
Tendió el sable de vuelta y Dashvara vaciló antes de retomarlo. Finalmente, lo envainó y se apartó. Al darles la espalda a los sibilios, pudo ver los rostros de sus hermanos. Más de uno tenía un brillo exasperado en los ojos. La razón era sencilla: su señor había estado jugando con su honor, encadenándolo a su antojo y arriesgando su propia vida.
No os enfadéis, hermanos. Al fin y al cabo, si el sibilio no se cree lo del barco, menos se va a creer que lo dejaréis atravesarme con el sable sin reaccionar. Ni yo me lo creo…
Salió de ahí y dio órdenes para que se liberasen a los sibilios y se les devolvieran los caballos. Los Esimeos no pusieron pegas a lo primero, pero lo segundo fue a parar en saco roto, y es que los caballos de los sibilios habían sido comprados por Arviyag al tío de Todakwa y, siendo ambos traidores, la cuestión tenía que «estudiarse» sobre quién tenía derecho sobre ellos. En conclusión, los sibilios se quedarían sin caballos.
Dashvara se dedicó entonces a solucionar la cuestión del barco y estaba intentando hablar con un comerciante titiaka que se negaba a contestarle, quién sabe si por temor o por altivez, cuando un tumulto de voces lo hizo desistir y se giró hacia el Templo cercano, esperanzado. Había gente que salía del edificio. Liadirlá… Se apresuró a acercarse con los demás Xalyas. Varias filas de sacerdotes-muertos y discípulos en túnicas rojas bajaban los peldaños blancos cantando con voz profunda en un coro monótono y sobrenatural. Hasta Dashvara se pilló deteniéndose y observando la procesión religiosa con una mezcla de respeto y curiosidad. De pronto, todos los discípulos cayeron de rodillas sobre la piedra de la plaza siguiendo tal orden que parecía un baile. Sin dejar de contestar al coro de sus maestros, imitaron sus señales y repitieron en galka:
—¡Tush-ba-ni, Arazmihá!
Estaban llamando a la Mensajera. Aquello duró un rato hasta que, de pronto, todos callaron y bajaron la frente hasta la tierra. Al contrario, Dashvara alzó bruscamente la cabeza hacia la puerta del Templo y su corazón acelerado se saltó un latido. Ahí, saliendo a la luz del atardecer, acababa de surgir una criatura de ensueño. Todo era blanco en ella, menos su mano y la parte derecha de su rostro. El vestido, magnífico, era tan blanco como su cabello.
Pero sus ojos son negros, pensó Dashvara, aturdido. Lo sé porque los he contemplado ya muchas veces. Es ella, Dash. Que no te engañen las artimañas de Todakwa. No es ninguna criatura divina, no es una diosa: es tu naâsga.
Y, sin embargo, sintió en aquel momento algo muy diferente al amor: sintió miedo. Miedo al ver que su naâsga parecía tan… inalcanzable. Miedo de que en aquellos días hubiera podido haber cambiado. Era la primera vez que se le ocurría: que su amor pudiera romperse. Le parecía horrible y absurdo. Y al mismo tiempo igual de absurdo le parecía que una diosa como la que estaba viendo en ese instante pudiera acordarse siquiera del salvaje que le había dado su corazón.
Alto ahí, Dash. ¿Para qué demonios tienes una cabeza si no sabes usarla? Yira sólo está haciendo una pantomima. Ha estado negociando con Todakwa para salvarte, Dash. Ha salvado a tu pueblo tanto como lo han hecho los Honyrs. No te pongas a dudar de todo por una apariencia: tu naâsga sigue siendo la misma.
Se había quedado tan absorto, cautivado por la imagen de sublimidad que Todakwa había creado minuciosamente, que tardó un rato en darse cuenta de que precisamente el jefe esimeo se encontraba ahora ante la Arazmihá y se había arrodillado junto con su esposa, pronunciando unas palabras. De todas formas, estaban demasiado lejos para que Dashvara pudiera oírlas. También se fijó en los Esimeos que se habían apostado cerca de los Xalyas, como para hacerles entender que aquello era una ceremonia sagrada y no debían interrumpirla. Cuando se cruzó brevemente con la mirada evaluadora de Ashiwa, Dashvara apretó los dientes.
Tranquilo, Esimeo, no me voy a abalanzar sobre mi naâsga.
Entonces, las últimas palabras de Arviyag afloraron en su mente. “Y va a traicionaros otra vez”, había dicho, hablando de Todakwa. Dashvara gruñó por lo bajo. Estupideces. Todakwa no tenía ninguna razón para traicionarlos. No sabiendo que tenía a novecientos guerreros a sus puertas. A menos que los estuvieran rodeando para masacrarlos y… No, se graznó, irritado. Los Honyrs se han posicionado en las colinas. Pueden ver cualquier patrulla esimea acercarse a leguas a la redonda.
Y, sin embargo… si él fuera un hombre interesado por instaurar su poder y su civilización moderna y, en fin, si fuera un hombre como Todakwa, lo primero que haría sería avasallar a los pueblos estepeños. Y no dejaría marcharse al pueblo más fuerte de la estepa después del suyo, ni siquiera habría forjado una alianza: lo habría aplastado. Como decía su señor padre, “el señor no teme al pastor: teme a los demás señores”. Y, pese a todo, Dashvara no pensaba que Todakwa fuera a traicionarlos. No porque Todakwa hubiera mejorado como persona, ni porque los Esimeos no pudieran lanzar un ataque eficaz, sino más bien porque Todakwa sabía que los Honyrs no se someterían nunca. La única manera de controlarlos era hacerlo a través de él mismo, Dashvara de Xalya. Y este había demostrado ser más abierto a las negociaciones: incluso había aceptado un pacto de vasallaje. Pero el control también va en el otro sentido, Esimeo. La Arazmihá te ha seducido más de lo que puedes admitir. Tal vez sepas que no es ninguna mensajera… pero si nos has liberado, Esimeo, no fue sólo por los novecientos Honyrs: fue también por ella. Dashvara estaba convencido de ello. Y el pensamiento le dolía. ¡Liadirlá, cómo ansiaba poder sacar a su naâsga de ahí y cabalgar ya lejos del Corazón de la Estepa, lejos de los sables…! lejos del poder de Skâra.
Sus ojos se habían cruzado con los de Yira, o eso creyó. Poco después, vino un sacerdote-muerto y se inclinó ante Dashvara.
—¡Señor de los Xalyas! —clamó—, la Arazmihá desea hablarte.
Dashvara no se lo hizo repetir. A petición del sacerdote, dejó los sables a uno de sus hermanos con premura, se metió entre los Esimeos y subió las escaleras blancas del Templo detrás de su guía. Se sentía torpe y, por no hacer el ridículo, centró toda su atención en no tropezar en ninguno de los peldaños. Cuando llegaron a la plataforma ante el Templo y una distancia de apenas unos pasos los separaba de Todakwa, Daeya y la Arazmihá, el sacerdote que lo guiaba se arrodilló y Dashvara se detuvo con la mirada fija en su naâsga. Era consciente de que ahora todos lo observaban. No podía pensar, en ese momento, ni en Todakwa, ni en sus planes, y sólo le vino en mente que cualquier gesto precipitado podía ser mal interpretado por los Esimeos… y tal vez por su naâsga. ¿Pero cómo iba a ser malinterpretado por Yira si se acercaba a ella y la cogía entre sus brazos como anhelaba hacerlo y le decía: «vámonos, naâsga, vámonos lejos de estos chiflados»? Sin embargo, en ese instante, la vio tan magnífica, la vio tan bella, tan adorada de todos, que todos sus pensamientos cayeron en un pozo sin fondo y no se atrevió a decirle nada. Permaneció ahí, en silencio, sobre las impecables piedras blancas de Padria, rodeado de adoradores de Skâra y ante lo que, para él, era ya más un ideal que una persona de verdad. De pronto, Yira dijo con voz suave:
—Que tu pueblo sea feliz, Dashvara de Xalya, y que tu corazón también lo sea.
La sursha se inclinó, le dio la espalda y regresó al Templo. Desapareció en él en silencio, como un fantasma, como si jamás hubiese existido. Y durante todo ese tiempo, Dashvara no hizo nada. Todo aquello le parecía sobrenatural, divino, horrible, incomprensible. Sus ojos se llenaron de lágrimas sin que ni él las entendiera. Sólo cuando Todakwa pareció a punto de decirle algo, Dashvara espabiló y lanzó:
—¡Yira!
Se abalanzó hacia la puerta del Templo que se cerraba y, pese a un guardia esimeo que había ahí, consiguió deslizarse adentro y repitió:
—¡Yira!
El interior estaba oscuro. Tan sólo entraba luz por una cristalera al fondo del inmenso edificio. Se adelantó entre las columnas soltando cada vez más angustiado:
—Yira, t-tienes que explicarme esto. No lo entiendo.
No obtuvo respuesta y, convencido de que estaba ahí aunque no la viera, farfulló:
—Por favor. Sé que estás ahí. Lo que has dicho… ¿significa que no quieres ya venir conmigo? ¿Que prefieres… vivir en este Templo?
El silencio se alargó. Y la congoja y la confusión fluyeron en su cuerpo, quemándolo, saturándolo y robándole sus movimientos. Todo le ardía, hasta los ojos. Ora se daba cuenta de que se sentía mortalmente avergonzado, ora se preguntaba de qué tenía vergüenza y luego se percató de que había caído arrodillado sobre la piedra dura y de que su cabeza le ardía. No sabía, a ciencia cierta, qué diablos le pasaba.
Es Skâra, pensó una vocecita atemorizada en su cabeza. Yira te está contestando con el poder de Skâra y te está diciendo que no eres digno, que eres un salvaje, que no supiste adorarla como los Esimeos la adoran ahora…
Un sollozo lo sacudió mientras otra vocecita le replicaba:
Idiota, idiota, cien mil veces idiota. Sal de aquí y pon a tu pueblo a salvo. Entonces, volverás, y te sacrificarás a Skâra y adorarás a la Arazmihá hasta tu muerte.
Sí, afirmó para sí. Juro por mi Ave Eterna que la adoraré hasta la muerte.
Sus pensamientos se arremolinaban, confusos, en su cabeza. Una parte de él se decía que era el poder de Skâra lo que lo hacía sufrir así. Otra que los sacerdotes-muertos lo habían hechizado. Otra que se estaba volviendo loco. En los tres casos, se sentía igual de inútil y apabullado. Era como si la energía que le habían inyectado los dedales de tortura hubiese resurgido para atormentarlo otra vez.
¿Cómo va a querer volver con un salvaje que no es capaz siquiera de controlarse?, se espetó. ¿Cómo va a querer volver con alguien al que han torturado y convertido en perro?
Cuando creía que las lágrimas se le habían acabado, resurgían incansablemente y se burlaba de él y de sus deseos.
Respeta los deseos de los demás, antes de cumplir los tuyos, se dijo. Respeta la elección de tu naâsga.
Y, finalmente, haciéndose una pésima idea de sí mismo y una sublime idea de la Arazmihá, consiguió serenarse. Y a partir de ahí, se enderezó, carraspeó, recuperó el aliento, y se puso a pensar. Y pensó que, de estar Yira ahí, era imposible que no le hubiera contestado y que, por consiguiente, debía de encontrarse en otra sala del Templo. Y a continuación pensó que si Yira quería quedarse, a lo mejor había tenido algo que ver Todakwa en todo aquello. Tal vez la hubiera convencido de alguna manera. Tal vez chantajeándola para liberar a los Xalyas. Tal vez… o tal vez no.
Exhausto, iba a levantarse cuando oyó una voz tranquila detrás:
—Teóricamente, sólo los creyentes de Skâra tienen derecho a entrar en el Templo.
Era Todakwa. Dashvara creyó percibir un deje de burla en su voz. Se giró y vio al jefe esimeo sentado en el borde del pedestal de una columna, solo. Por sus ojos enrojecidos e hinchados, distinguía la silueta, los tatuajes, la pose despreocupada, pero no veía el rostro. Quién sabe cuánto tiempo llevaba aguardando ahí. El caso era que alguien había encendido un candelabro no muy lejos y que ya no entraba la luz del día por la vidriera del fondo. Ya había anochecido.
Dashvara se levantó lentamente y miró al Esimeo con desafío.
—Todo el mundo cree en la Muerte. Y yo creo más que nunca en la Arazmihá, Todakwa. Tus ojos curiosos han podido comprobarlo.
A Todakwa no pareció ofenderle el tono mordaz. Se levantó a su vez pero no se acercó.
—Estás confuso, señor de los Xalyas —dijo—. Crees haber perdido algo de la Arazmihá cuando, en realidad, no has perdido nada. Mientras no olvides sus enseñanzas, no habrás perdido nada.
Dashvara lo fulminó con los ojos. Tú sí que me estás confundiendo, serpiente esimea. Paseó una mirada por las sombras de la enorme sala y creyó adivinar siluetas en ellas, pero no estaba seguro. Su atención acabó deteniéndose sobre la estatua que había en el centro. A la luz del candelabro, pudo adivinar la forma de un pilar cubierto de marcas. Era parecido al de la Plaza del Pilar, pero en más imponente y en más alto. ¿Qué podía haber visto Yira en ese trozo de piedra? ¿Qué veía en el pueblo de Skâra que no veía entre los Xalyas? ¿Civilización? Dejó escapar una carcajada lúgubre y sarcástica y afirmó:
—No me lo creo. Estoy seguro de que la Arazmihá dijo claramente que tenías que dejarla marchar con los Xalyas. ¿Oponerse a su deseo no es acaso ir contra el deseo de Skâra?
Intentaba pillarlo sobre su propio terreno… y adivinó al instante que no llegaría a nada por ese camino. La sonrisa de Todakwa le pareció odiosa.
—Decirle al Gran Sirviente de Skâra que va en contra del deseo de Esta es insultante, joven Xalya.
Hubo un silencio. Dashvara retrucó secamente:
—Robarle el corazón al señor de la estepa es ultrajante.
Percibió la mirada de Todakwa y su mueca pensativa. Parecía estar diciéndole: ahora que la paz está tan cerca, ¿realmente vamos a enfrentar a nuestros pueblos por una mujer? ¿vamos a matarnos por una nigromante que ni siquiera ha demostrado el deseo de seguirte?
Con el corazón en un puño, Dashvara retrocedió, titubeante, como si lo hubieran golpeado. Y, sin embargo, nadie se había acercado a él. Eran sus pesadillas, sus pensamientos, los que lo atacaban incansablemente por oleadas. Los que le decían: asesino. Los que le decían: tu Ave Eterna está muerta.
En un vano esfuerzo por recobrar su serenidad, se alejó de Todakwa y caminó hasta el centro, hasta el pilar. Le daba rabia haber perdido el control ante Todakwa pero, sobre todo, le daba rabia no haberle hablado a Yira cuando la tenía ahí delante, ante el Templo. Otro error, pensó. Y cuantos más olvidos y errores cometía, más se convencía de que Arviyag y Paopag le habían escacharrado la cabeza.
Curiosamente, llegar a esa conclusión lo serenó de golpe; sus ojos miraban sin ver los signos en galka del pilar cuando se fijó en que Todakwa se había acercado con el candelabro. El Esimeo posó este sobre el borde de piedra que rodeaba el pilar y leyó con voz tranquila, traduciendo:
—La Muerte vive en el tiempo y el tiempo vive en nosotros. En nosotros, vive la Muerte. —Calló y murmuró un respetuoso—: Skâra shalé.
Dashvara miró de reojo al Esimeo. Mátalos, le susurraba una voz familiar. Mátalos a todos. Dejó escapar un largo suspiro.
—Me gustaría hablar con Yira —dijo con voz extrañamente sosegada—. Sólo un momento. He de oírla decir que desea quedarse en tu pueblo, Todakwa. De no ser así, debes dejarla ir adonde ella quiera. —Esbozó sonrisa torva añadiendo—: La Muerte es libre. No puedes ponerle cadenas.
Todakwa dio una vuelta entera al pilar antes de contestar para sorpresa suya:
—Tienes razón. Pero dudo de que mi pueblo esté dispuesto a dejarla marchar sin un buen motivo. Y menos si es para unirse a un pueblo de infieles.
Se detuvo a unos pasos y, entonces, se giró de nuevo hacia las escrituras del pilar y las fue leyendo con calma, en voz alta y en común mientras daba otra vuelta. No las leía todas, sólo algunas, y Dashvara adivinó que no las escogía al azar. La mayoría hablaban de Skâra como de una entidad todopoderosa que se hacía cada vez más fuerte con cada ser vivo que nacía, pues nacer significaba también morir y, de alguna forma, la Muerte significaba también la Vida. Dashvara lo escuchó con creciente incredulidad a medida que iba entendiendo qué era lo que Todakwa esperaba. Al cabo, el Esimeo calló. Su expresión llena de respeto religioso no parecía fingida, pero con esa serpiente quién podía saberlo… Dashvara carraspeó en el silencio del Templo.
—Gracias por la lectura, Todakwa. Dime, por algún azar, ¿no estarás sugiriendo que yo… digo, que yo me convierta a… Skâra?
A punto estuvo de carcajearse de incredulidad al ver que Todakwa asentía. Ave Eterna… Sin duda se estaba burlando de él. Sin embargo, el Esimeo aseguró:
—No sólo lo sugiero: es una condición para que puedas hablar con la Arazmihá y… para que la alianza perdure. —Ante los ojos atónitos de Dashvara, el Esimeo se encogió de hombros—. Seamos sinceros: mi soberanía sobre las demás tribus estepeñas y mis relaciones con Titiaka seguirán dándome un poder que tú y los Honyrs no tendréis nunca. Pero no soy ningún guerrero conquistador… —Ahí Dashvara no pudo evitar poner cara como que lo alegraba saberlo. Todakwa puso los ojos en blanco y retomó con un ademán desenfadado—: Te propuse una alianza y aún está en pie, pero los detalles quedan por definirse. —Con las manos detrás de la espalda, dio unos pasos por el suelo cubierto de azulejos. Su voz resonó en la inmensa sala cuando declaró—: Estoy dispuesto a reconocer las tierras de Xalya y la parte norte como territorio xalya. A cambio, los Honyrs dejarán la ruta abierta hacia el Imperio de Iskamangra, darán hospitalidad a mis emisarios, viajeros, comerciantes de Esimea y… su señor reconocerá a Skâra como verdadera y única divinidad.
Dashvara se cruzó de brazos y paseó una mirada burlona por las figuras que se adivinaban en las sombras antes de posarla sobre Todakwa. Le costaba creer que ese hombre hubiera podido solamente pensar que un Xalya, un heredero de los Antiguos Reyes, pudiera abrazar la religión de un pueblo de salvajes. Sólo que ahora, Dash, ellos son los civilizados y nosotros, los salvajes… Al no recibir respuesta inmediata, Todakwa apuntó:
—No serías el primer hijo del Ave Eterna en reconocer a Skâra. Los señores de la estepa tal vez hayan desaparecido, pero sus pueblos no fueron aniquilados por completo y sé de muchos hijos y nietos y bisnietos de esclavos que veneran a Skâra. Incluso estoy dispuesto a permitir que aquellos que deseen unirse a ti lo hagan.
Dashvara enarcó las cejas. La propuesta le iba pareciendo cada vez más tentadora por muchas razones. Poniendo cara de que estaba reflexionando sobre el asunto, se giró hacia el pilar y observó los signos en galka sin leerlos. Al fin, lanzó:
—Abandona las incursiones a las tierras honyrs, ábrenos la ruta hacia el sur y permite que nuestros rebaños vayan hasta los pastos al este del Araset y se reutilicen los pozos. Libera a los esclavos que deseen marcharse. Libera a la Arazmihá. Y libera a Raxifar de Akinoa y a su pueblo y devuélveles sus caballos. Y, por último, asume que el Ave Eterna es lo que somos y hacemos, no una divinidad. Si aceptas todo eso, Todakwa, me comprometo a reconocer a Skâra como divinidad verdadera. Sé que tu pueblo me llama el Rey Inmortal y que algunos piensan que no es casualidad que la Arazmihá me acompañara. —Eso lo sabía principalmente por los cotilleos de Yuk y otros muchachos. Viendo la mueca de Todakwa, se apresuró a asegurar—: No tengo nada de inmortal y, con total franqueza, no tengo ninguna intención de crear más disensiones en tu pueblo, al contrario. Pero dudo de que este proteste si la Arazmihá se va conmigo igual que vino. —Se encogió de hombros y concluyó—: Estas son mis condiciones.
El silencio se alargó. Al menos Todakwa no rechazaba de inmediato, aunque quién sabe si estaba reflexionando sobre su propuesta o riéndose ya de alguna traición que estaba llevando a cabo contra los Honyrs y los Xalyas…
De pronto, Todakwa chasqueó la lengua. Enseguida la silueta de un joven discípulo apareció entre las sombras, en silencio. Su jefe le murmuró unas palabras, él asintió, replicó algo en voz cuchicheante y se desvaneció de nuevo en la penumbra del Templo. Entonces, Todakwa se inclinó hacia el pilar y pronunció una plegaria en galka en voz baja.
Genial, resopló Dashvara interiormente. Le hablo de negociaciones y el Esimeo se pone a rezar. Estupendo. Sigue, sigue rezando, serpiente, y ojalá no pares nunca.
Trató de no ponerse nervioso, pese a todo. Finalmente, Todakwa se levantó, le dedicó a Dashvara una sonrisa entre burlona y suficiente, recogió el candelabro y se alejó entre las columnas. Dashvara lo miró, anonadado. ¿Qué diablos, y ahora se iba?
Dio un paso hacia él, abrió la boca e iba a protestar cuando oyó una puerta abrirse y vio aparecer entre las columnas la silueta de la Arazmihá. Aún llevaba el vestido blanco, pero ahora Dashvara estaba preparado. Es decir que, en cuanto la vio, dejó escapar su nombre en una exclamación ahogada y se adelantó hacia ella. Sus manos temblaron cuando las tendió hacia las de su naâsga. Se las cogió y sus ojos se hundieron en los suyos. Notó su vacilación y murmuró:
—Ahora eres libre, naâsga. —Se inclinó ante ella y le besó las manos con un fervor febril antes de prometerle—: Eres libre de marcharte adonde quieras.
Con suavidad, Yira se deslizó hacia él y, poco a poco, las sombras armónicas los envolvieron. Pronto, Dashvara fue incapaz de verla.
—No veo nada —resopló.
Yira contestó con tono divertido:
—No porque no me veas no estoy cerca de ti.
Sus labios encontraron los suyos. Dashvara la abrazó y sintió la paz más completa invadirlo. Apostó a que los Esimeos que había en el Templo tan sólo pudieron ver una gran sombra armónica, con tal vez dos siluetas juntas, pero nada más. Sonrió con el corazón desbocado, sintiendo la energía mórtica de Yira contra su piel, y pensó:
No podrás decir, serpiente esimea, que no venero a Skâra después de esto.