Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
Dashvara estiró sobre las riendas de Amanecer y esperó a que los Honyrs lo alcanzasen. En cabeza, venía Kark Is Tork junto con dos mujeres. Como acostumbraban, tenían los rostros cubiertos, pero Dashvara adivinó que una de ellas era muy anciana mientras que la otra, al contrario, era joven. Lo pudo comprobar cuando, al detener sus caballos ante los Xalyas, los Honyrs se descubrieron el rostro. Dashvara sonrió detrás de su shelshamí y se descubrió a su vez antes de echar un vistazo a los jinetes esimeos que ya se alejaban: Ashiwa había propuesto encargarse de llevar los cuerpos a Aralika y Dashvara le había contestado que hiciera lo que quisiera con ellos. De ser por él, los habría dejado pudrirse en la estepa.
—¡Señor de los Xalyas! —pronunció la anciana Honyr en oy'vat—. En nombre de mi familia, yo, Shire Is Fadul de los Rahiltaw, he venido a jurarte lealtad a ti y a tus descendientes. Que mi palabra selle el corazón de mis hijos y nietos y los nietos de mis nietos. ¡Dahars nalkarat!
Su voz era firme y sabia. Por un instante, Dashvara no logró decir nada. La anciana acababa de pronunciar la fórmula que usaban los señores de la estepa para jurar lealtad a los Antiguos Reyes. Demonios, aquello no tenía sentido: él era un señor de la estepa, no un Antiguo Rey…
—Dash… —le murmuró la voz inquieta de Zamoy.
Dashvara espabiló y se recriminó duramente. Su mente le volvía a hacer jugarretas y a saber cuánto tiempo la anciana había estado esperando respuesta. De un salto, bajó de su montura y se inclinó profundamente ante la Honyr.
—Ayshat, Shire Is Fadul. Nunca olvidaré que gracias a vosotros el pueblo xalya fue liberado de sus cadenas. Ayshat y felicidad a tu familia.
La anciana inclinó la cabeza, observándolo con ojos sonrientes. Dashvara se perdió en esos ojos claros y sabios y su mente comenzó de nuevo a adormilarse… Se sobresaltó cuando sintió en ese instante el hocico amigable de Amanecer posarse sobre su hombro. Sonrió y la acarició. Ya todo ha acabado, daâra, pensó. Los Honyrs han decidido salvarnos y los extranjeros no nos devolverán a Titiaka. Ese había sido el sencillo objetivo desde que había desembarcado de nuevo en el continente: regresar a la estepa y unirse al clan honyr. Dashvara aún tenía dudas sobre qué posición ocuparían los Xalyas en el nuevo clan, pero si el Ave Eterna de los Honyrs era como la de Sirk Is Rhad, Atsan y Shokr Is Set, confiaba en ella para asegurarles una paz y una amistad duraderas. Kark Is Tork tomó la palabra con voz profunda.
—Decapitaste a ese hombre —dijo—. ¿Por qué?
Dashvara enarcó las cejas y, sin dudarlo, respondió con calma:
—Era un traficante de esclavos. Ha matado esta noche a uno de los nuestros y robado dos de nuestros caballos. Por eso lo he decapitado.
No mencionó la tortura y estuvo seguro de que sus hermanos, ellos, sí que pensaron en ella, pero callaron. Kark Is Tork se apeó entonces y se inclinó diciendo:
—Tus sables repartieron justicia, mi señor. ¡Dahars nalkarat! —concluyó.
Que le diera su lealtad aquel estepeño maduro le produjo alivio y, al mismo tiempo, una viva incomodidad… porque no sabía a ciencia cierta en qué lo querían convertir con sus solemnes juramentos. Los Honyrs que representaban a otras familias juraron lealtad a su vez y Kark Is Tork agregó:
—Nuestros guerreros están detrás de esa colina. Permíteme que te guíe hasta ellos para que cada familia pueda verte —se ofreció.
Dashvara sonrió y, para disimular su turbación, volvió a inclinarse contestando:
—Será un honor.
Montó sobre Amanecer y subieron la primera colina que separaba Esimea de Xalya. Una vez en la cima, pudo ver el campamento del ejército honyr sobre la ladera de la otra colina. Los centinelas esimeos no habían exagerado el número: cuando le preguntó a Kark Is Tork por ello, este le declaró con evidente orgullo que eran novecientos treinta.
—Algunos no son Honyrs descendientes de Sifiara —admitió—. Durante estos últimos siglos, vinieron a nuestras tierras tribus del norte y del desierto. Al principio, no se mezclaron, pero ahora pertenecen todos a un mismo clan. Incluso han venido los de la tribu del Kabada, de las montañas de Esarey. Ellos también son… er… descendientes de los señores de la estepa. Fueron desertores —explicó ante la mirada curiosa de Dashvara—. O nómadas supervivientes que se encontraron con que ya no tenían señor. Por primera vez, los Kabada fueron invitados al círculo de sabios. Cuando oyeron tu historia, fueron de los primeros en apoyarte.
Dashvara no supo qué decir. Era tan extraño pensar que tanta gente que no lo había visto nunca estaba así dispuesta a apoyarlo sólo porque él, por algún azar de la vida, era el primogénito de Vifkan de Xalya y corría en sus venas la sangre de los Antiguos Reyes… Meneó la cabeza.
—¿Mi historia? —repitió.
Kark Is Tork le echó una ojeada curiosa mientras cabalgaban y fue Shire Is Fadul quien contestó con manifiesta satisfacción:
—La historia de cómo el último señor de la estepa fue vendido como esclavo y luchó por su pueblo sin enviarlo a la muerte. La historia de cómo sobrevivió dos veces al veneno de serpiente roja e hizo vivir de nuevo el Ave Eterna de los Antiguos Reyes en la estepa y fuera de ella.
Dashvara se quedó ensimismado por las palabras de la anciana. Efectivamente, no había enviado el clan a la muerte aunque en camino hubiera herido su dignidad una y otra vez pero… ¿revivir el Ave Eterna de los Antiguos Reyes, en serio? Ese era un mérito que no le correspondía.
Sus ojos se posaron sobre los Honyrs que cabalgaban fuera del campamento, a su encuentro. Suspiró.
—El último Antiguo Rey murió hace doscientos años. —Esbozó una sonrisa y se encogió de hombros—. Yo no soy un rey. Estoy dispuesto a poner toda mi energía para mejorar la vida de todo aquel que respete el Dahars de los Xalyas. Pero vengo a vosotros como señor de un clan devastado, no como un rey. Dejemos a los reyes para la Historia. El corazón de la estepa no los necesita. —Estiró las riendas y acarició el cuello de Amanecer agregando—: El mejor rey es el Liadirlá que tenemos dentro de nosotros. Y el mejor consejero, nuestro caballo.
Calló y hubo un silencio. Se maldijo interiormente.
En cuanto se te arregla un poco la cabeza ya estás otra vez filosofando, señor de la estepa. Ellos te juran lealtad y tú les dices que es inútil hacerlo… Acaban de salvar a tu pueblo de la esclavitud, Dash: les debes cuanto ellos pidan, y si te piden que seas su rey, su rey serás.
Iba a intentar corregir sus palabras cuando la anciana honyr pronunció:
—Dawana hassen-shi yetar.
No hay reyes entre los sabios, decía… Dashvara cruzó sus ojos oscuros sonrientes y, percibiendo aprobación y respeto en ellos, inclinó levemente la cabeza para corresponderle.
Pese a todo, un acto de sabiduría no le convierte a uno en sabio, pensó Dashvara. Y estaba seguro de que aquella anciana lo sabía y que no se cansaría de evaluar todas y cada una de sus palabras y acciones.
Cuando alcanzaron los diferentes miembros de las familias honyrs, estos acogieron a Dashvara con múltiples ¡Dahars nalkarat! seguidos de las debidas presentaciones. Y una vez más Dashvara se exasperó de su mente aturdida porque fue completamente incapaz de acordarse de todos los nombres que escuchó. Tinan estaba con ellos, así como las jóvenes Xalyas y, en cuanto el pequeño Shivara apareció entre estas, Morzif lo llamó con una exclamación de alegría y lo levantó en sus brazos. Junto a ellos, Sirk Is Rhad sonreía anchamente, haciendo que su rostro lleno de cicatrices perdiera su aire tétrico natural. Sólo cuando le llevaron a Dwin la noticia de que su abuelo había muerto se hizo un silencio respetuoso y, cuando Miflin la consoló y se alejó con ella, Zamoy comentó para relajar el ambiente:
—Sashava tendrá descendientes poetas.
Sonrieron y se oyeron comentarios burlones sobre si además de poetas serían también calvos. Dashvara meneó la cabeza, sonriente. No se podía decir que Sashava no hubiera tenido una buena vida de todas formas. Cierto, hubiera podido vivir aún varias décadas, pero… bueno, había muerto en la estepa y con su pueblo. Como decían los sabios estepeños: “La muerte es la mejor bendición de la vida, porque le da valor: es como el viento que sopla sobre la estepa, es como el agua que fluye por los ríos, como la nube que crece, como el niño que nace: la muerte es.”
Aprovechando que el buen humor regresaba entre los Xalyas, varios Honyrs los invitaron a compartir su comida y Dashvara aceptó con gusto, pues se moría de hambre. Constató así que el pueblo honyr y sus aliados gozaban de más abundancia de lo que hubiera sospechado. Sirk Is Rhad y Shokr Is Set le habían hablado mucho sobre las tradiciones de su pueblo y su pasado, pero jamás habían comentado nada sobre la vida del presente. Y, por lo que entendió Dashvara aquella tarde hablando con tanto jefe honyr y cabecilla kabada, pocas veces sufrían el hambre como los Xalyas la habían sufrido crónicamente aquellas dos últimas décadas: cada núcleo familiar tenía varias manadas de caballos y rebaños y conseguían mantenerlos todos bien alimentados en verano y otoño, conduciéndolos por los pastos de las montañas de Esarey, de oeste a este y luego de este a oeste. Con las primeras nieves, emigraban hasta las tribus del lago de Faorok, en la frontera con el Desierto Rojo, y comerciaban ahí con numerosos clanes, incluidos mercaderes venidos del Imperio de Iskamangra. Precisamente de este sacaban el acero negro para forjar sus sables, ligeros y resistentes como el aire. Se los veía orgullosos de sus armas, pero cuando se fijaron en que Dashvara llevaba también sables negros y este les explicó que habían pertenecido a Siranaga, se maravillaron todos. Tras largo rato de ruidosa y animada inspección, una Honyr dijo:
—Me gustaría ver cómo los maneja el señor de la estepa. Dicen que los Xalyas te apodan el Príncipe de la Arena como a Siranaga. ¿Es cierto?
Sentado sobre una cómoda y colorida alfombra, Dashvara la miró y cayó en la cuenta de que era la misma joven que había acompañado antes a Kark Is Tork y Shire Is Fadul. Si bien recordaba, se llamaba Ladli Is Fadul y era la hermana de Atsan Is Fadul, y la nieta de Shire. Sonrió.
—Así me apodan —afirmó.
—¡Dice Ladli que Siranaga podía luchar contra diez guerreros al mismo tiempo! —intervino Shivara, sentándose junto a su señor con su peonza.
Dashvara sonrió.
—Por supuesto. Y se cuenta que su caballo tenía patas tan anchas que aplastaban a sus enemigos —dijo, tomando tono de contador.
Shivara agrandó los ojos.
—¿Cuánto de anchas?
Con expresión aproximativa, Dashvara hizo ademán de abrazar un enorme tronco y los que escuchaban se rieron.
—Eso no es verdad —protestó el niño.
Dashvara se encogió de hombros, divertido.
—Es Historia.
Le revolvió el cabello y se levantó pesadamente bajo la mirada interrogante de los Honyrs. Explicó:
—Los Xalyas tenemos por costumbre echar una siesta después de comer. Si no es mucha molestia…
Enseguida le enseñaron la mejor yurta para que pudiera descansar, la de Shire Is Fadul y su nieta, Ladli. Ni siquiera se le ocurrió protestar para que le dieran otra cualquiera: estaba demasiado reventado y sabía que, si continuaba esperando, acabaría por evidenciar no solamente su agotamiento sino también su aturdimiento. Probablemente ya lo hubiera evidenciado de sobra. Apenas se tumbó sobre el jergón, todas las barreras que había alzado contra el cansancio se derrumbaron. Su último pensamiento antes de caer pesadamente dormido fue para el Ave Eterna de Sashava, para la salud del joven Okuvara y… para su naâsga.
Sus sueños, en cambio, fueron pesadillas tras pesadillas. Soñó con que el torreón de Xalya volvía a caer, soñó con que la estepa se transformaba en un enorme barco que se hundía, soñó con que su naâsga se convertía en muertoviviente por completo y le decía con dulzura y con un tono de disculpa: soy la Mensajera de Skâra… Skâra, repetía el eco. Y entonces el eco se intensificó y los niños xalyas comenzaron a gritar: ¡Skâra, Skâra…! Mientras tanto, el rostro de Paopag aparecía y le decía con la voz de su padre: el Ave Eterna no existe, hijo mío, traicionaste a Siranaga, tú y tus ancestros matasteis el Ave Eterna… La voz se iba transformando poco a poco en la voz de Sheroda y esta le siseaba: has matado, Dashvara de Xalya, ¡eres culpable…! El Ave Eterna no existe… Y como se mezclaban las voces y se repetían mientras los niños seguían gritando, Dashvara sintió una inmensa angustia que crecía y crecía… Hasta que una vocecita exasperada surgió diciendo: estás soñando, Dash. Esto no es más que una pesadilla. Despierta, despierta, despierta… ¡SKÂRA!
Despertó empapado de sudor y temblando como una hoja. Se enderezó para calmarse, se frotó el rostro y maldijo sus sueños. Primero, estuvo convencido de que todo, la lucha contra los sibilios, la muerte de Sashava y la de los titiakas, había sido también un sueño y que seguía metido, como siempre, en la sala con Paopag. Como siempre. Pronunció su nombre en un farfulleo y… entonces vio el interior de la yurta. Una luz tenue lo iluminaba y, parpadeando, se fijó en que Shire Is Fadul estaba arrodillada en el centro de la tienda ante las brasas del fuego y, levantando la tetera, vertía agua caliente en una taza. Cruzó la mirada de la anciana y esta sonrió, acercándose.
—El saoran alejará los malos espíritus —aseguró.
Dashvara enarcó las cejas y aceptó la taza con una inclinación de cabeza tratando de echar a un lado su turbación. Su mano aún temblaba. Se ruborizó e inspiró, calmándose de golpe.
—Gracias —dijo. No pudo evitar un tono levemente tenso. Echó una ojeada a su alrededor, al cómodo hogar, al rico decorado, a las alfombras, al fuego… y se sobresaltó, despertando a la realidad bruscamente—. Liadirlá, ¿ya es de noche?
Shire enseñó su único diente y su rostro arrugado se arrugó todavía más.
—Has dormido toda la noche, joven. El cielo ya empieza a azularse.
Dashvara se turbó aún más. Por no sostener la mirada de la anciana, bajó la suya hacia la taza de saoran. Era la bebida por excelencia de los estepeños y consistía simplemente en hojas de saoran mezcladas con agua y leche de yegua hervidas.
Tomó un pequeño trago y, tras un silencio, preguntó:
—¿Mis hermanos…?
—Regresaron a Kark Is Set ayer —informó Shire—. Sólo se quedó uno, un joven llamado Makarva. Está afuera.
Y tú durmiendo a puño cerrado y volviéndote loco con estúpidas pesadillas… Dashvara suspiró y tomó otro trago de saoran. La anciana le tendió un plato lleno de bayas secas.
—Arémoras de Esarey —explicó—. Las últimas del año. Pruébalas. Están muy ricas.
Dashvara inclinó la cabeza y, bajo la mirada atenta de Shire, probó las bayas. Estaban ricas, de hecho, pero no se atrevió a coger más de tres y retomó su taza con los pensamientos confusos. El silencio se alargó. Era vagamente consciente de que a lo mejor debería estar haciendo preguntas, dando las gracias… en fin, hacer algo que tuviera que ver con el presente. Y, sin embargo, no dijo nada. Su silencio, sumado a las interminables vueltas que le estaba dando a su pesadilla, lo ponía cada vez más nervioso. Finalmente, Shire dijo con suavidad:
—Noto turbación en tu corazón, joven Xalya.
La anciana se había sentado en el otro lado de la yurta y había retomado la rueca y el huso, hilando con manos expertas. Dashvara hizo una mueca molesta sin saber qué responder y, echándole una ojeada amigable, Shire agregó:
—No es fácil entender su propia Ave Eterna.
Dashvara inspiró y asintió, de pronto más cómodo.
—Cuanto más creo entenderla, más cambia y más se me escapa —confesó.
Shire no dijo nada, pero asintió a su vez, como invitándolo a hablar. No la conocía y, sin embargo, Dashvara sintió una súbita oleada de respeto por aquella Honyr. Algo, en ella, le recordó a Namamrah, una antigua y famosa sabia estepeña, de quien se decía que, al contrario que otros sabios, no comprendía el lenguaje del agua, ni el de la hierba, ni el del viento: comprendía el lenguaje del corazón.
“Conócete a ti mismo”, decía Namamrah, “y tu pluma quedará serena ante el viento más violento…”
Dashvara sintió su corazón encogerse dolorosamente. En ese momento, pese a que, en teoría, había obtenido lo que quería, la libertad para su pueblo, la victoria, la paz… pese a todo, se sentía más encadenado que nunca. Tras otro largo silencio, posó la taza y soltó:
—Aquel hombre… —Se atragantó y su rostro se endureció cuando retomó—: aquel hombre al que maté ayer era un asesino. Mi razón me decía: mátalo. El corazón de mis hermanos me gritaba: mátalo. Y mi Ave Eterna… también sintió ese deseo. El de eliminar aquel diablo y hacerlo desaparecer de la faz de la tierra.
Una triste rabia lo invadió. Meneó la cabeza y bajó los ojos hacia sus manos. En su confusión, casi podía verlas cubiertas de sangre.
—Soy igual de asesino que Arviyag —anunció con voz extrañamente calmada—. He matado a hombres pensando que haciéndolo salvaba la vida de mis hermanos, de mi pueblo. Pero, en realidad, si maté a Nanda fue por venganza. Si maté a Rayeshag Korfú, fue por rabia y menosprecio. Si maté a Arviyag cuando estaba indefenso… fue por miedo y asco. Y odio.
Frunció el ceño y giró unos ojos brillantes hacia las brasas que aún despedían calor.
—Mi Ave Eterna ha sido débil —afirmó—. Un sabio estepeño, Moarvara, decía que el Ave Eterna de una persona nacía atada a una copa de sangre y que la vía del sabio era la de centrarse en el pie de la copa para que siempre estuviera equilibrada y jamás derramara una sola gota de sangre. No son las copas de mis hermanos las que cuentan, decía, no son las copas de mis enemigos tampoco. La única copa que cuenta ahí es la mía. La única que está atada a mi Ave Eterna. Y con mi sola voluntad puedo mantenerla llena, si aparto lejos de mí la venganza, el orgullo, la cobardía, la codicia, la ambición y la crueldad. Y si las demás copas intentan romper la mía, no lo conseguirán, porque mi copa está hecha de acero negro y las garras de mi Ave Eterna la abrazan de tal modo que antes derramará mi cuerpo toda su sangre que dejar una sola gota caer del tesoro que abraza.
Dashvara tragó saliva y concluyó:
—Mi copa sangra por todos los lados.
Calló, se tensó y se masculló interiormente: ¿Por qué diablos le estás contando esto a la anciana, Dash? ¿Te crees que porque te juró lealtad le interesan tus disparates filosóficos? ¿Que le interesa saber que tu copa sangra por todos los lados? Reprimió una carcajada sarcástica. Lo único que le has dejado claro es que no tienes absolutamente nada de rey. Pero, qué diablos, mientras los Honyrs tengan un poco de compasión y sigan dispuestos a aceptar a tu pueblo, ¿qué importa el resto? Suspiró. Lo mejor que puedes hacer es agradecer el desayuno a la anciana, llamar a Amanecer y salir a por tus hermanos y tu naâsga…
Acabó lo poco que quedaba en la taza y dijo:
—Disculpa mis divagaciones, ayulâa. Mi lengua se agita más de lo que debiera y pronuncia palabras poco sensatas. Mil gracias a ti y a tu nieta por haberme acogido en vuestra yurta…
Calló, pues, mientras se levantaba él, la anciana había alzado una mano para detenerlo. Volvió a sentarse, respetuoso, aunque a regañadientes. El rostro de la anciana no sonreía ya pero seguía reflejando una serenidad inquebrantable.
—Hay valor en tus palabras, joven —aseguró—. No sólo Moarvara las pensaba. Hubo una época en que nuestros ancestros respetaban la vida antes que todo, condenaban la caza, los cabecillas de los clanes respetaban su pueblo y este los seguía no por codicia ni por miedo, no por la gloria, sino por el respeto y el amor que los unían. —Una leve mueca indefinible estiró sus labios—. Pero una montaña, por más sólida que sea, si es roída poco a poco por dentro, acaba por desmoronarse y quedó en la estepa nada más que un hogar de ruinas. Ruinas aplastadas, desoladas y paralizadas por un glorioso imperio forjado sobre la sangre y el poder. Bien sabes, joven Xalya, que sobre él reinaron los que se hicieron llamar Antiguos Reyes. Dominaron toda la estepa, del finisterre de Gues hasta Aïgstia, de los montes de Padria hasta las Tierras Altas. Ellos mandaban y sus hordas de jinetes atravesaban la estepa, el desierto y las montañas como ráfagas incendiarias. El Ave Eterna se hizo mentira. El respeto y el amor no eran ya más que sentimientos incompletos, egoístas, encadenados a un solo grupo y ciegos al resto. La codicia y la ambición eran ya las únicas motivaciones de algunos señores de la estepa: sus corazones se volvieron de piedra, sus sables se cubrieron de sangre hermana. Y los que llamamos zoks, los Esimeos, los Shalussis y Akinoa, contestaron a su sufrimiento con odio, respondieron a la muerte con muerte y al símbolo del Ave Eterna con otros símbolos. Se aliaron a señores de la estepa contra otros señores. Los zoks los vieron matarse sin casi luchar y, por eso mismo, vencieron.
La anciana hablaba con tranquilidad, sin expresar tristeza por la historia de la estepa. La Historia, al igual que la muerte, es, pensó Dashvara, entendiéndola. El pasado no se cambia, pero se puede aprender de él. Se repitió la frase tres veces antes de caer en la cuenta de su significado profundo: había matado, pero había reconocido su error en lo más hondo y tan sólo tenía que renacer, volver a poner su pluma en pie… pero esta vez para que no volviera a caer nunca. Sólo necesitaba voluntad. “Tu voluntad es aire”, decía un sabio estepeño: “Por más que un sable atraviese el aire, no lo rompe. Tu voluntad no es una ráfaga que crece y disminuye: es aire en calma, es también como el agua que, sin forma, sigue su curso hacia abajo y pesa a todo aquel que intenta darle forma.”
Dashvara recordaba como si fuera ayer a la silueta erguida de Maloven pasearse por la sala de la biblioteca del torreón de Xalya mientras recitaba ante sus jóvenes alumnos las sabias palabras de los antiguos.
“Cada paso”, decía. “cada sonrisa, cada parpadeo, responderá a tu Ave Eterna y has de pensar en ella a través de tus actos para conocerla. Ella te guía y tú la guías porque sois uno mismo: cuando lo entiendas, no habrá arrepentimiento porque no habrá contradicción en ti mismo. La paz y la felicidad llenarán tu alma y nada podrá sacarlas de ahí nunca por completo.”
Dashvara meneó la cabeza con cierta diversión. Todos estos años pensando que Maloven era un iluminado idealista y voy yo y me pongo a admirar ahora sus ideales pacifistas. Práctico que lo haga ahora que tengo a un ejército de novecientos guerreros dispuestos a seguir mis órdenes.
Suspiró y preguntó al fin, confuso:
—¿Por qué jurarme lealtad si crees que no ha de haber reyes, ayulâa?
La anciana sonrió y, sin cesar de retorcer la lana con el huso, contestó:
—Los Honyrs somos un clan contradictorio desde su nacimiento. Sifiara jamás superó su traición y, tras unos años de completo aislamiento, regresó a Kark Is Set todos los años para suplicarle perdón a su hermano y a sus descendientes mientras vivió. Jamás le perdonaron. Tal era su obsesión por levantar su pluma que impuso entre su gente costumbres muy estrictas, tan estrictas que generó un verdadero fanatismo. Cuando sientes que tu identidad se pierde, te aferras a ella con más fuerza. —Suspiró suavemente—. Sifiara educó a sus hijos para que estos asegurasen su legado. En vez de alimentarnos con venganza, nos alimentó con un sentimiento de culpa, nos convenció de que éramos un pueblo maldito e irremediablemente condenado hasta el día en que un descendiente de los Antiguos Reyes perdonara nuestras faltas.
Meneó la cabeza.
—Entonces, vinieron las guerras y observamos de lejos a los señores de la estepa sin entender cómo unos hijos del Ave Eterna podían actuar de una manera tan absurda. Hasta que entendimos que ya el Ave Eterna que profesaban no era la misma, que se había oscurecido y… que sus copas de sangre caían sin freno alguno. A partir de ahí, comenzamos a despreciaros —confesó con invariable calma—. Erais para nosotros los diablos que vestían plumas azules en apariencia y que pisaban en la práctica un lago de sangre, depravación y olvido.
Dashvara asintió, apesadumbrado.
—Y es cierto.
La anciana se detuvo por un momento de hilar y alzó una mirada ensimismada, no hacia Dashvara sino hacia la puerta, antes de continuar con su tarea. Sin rebatir la afirmación de Dashvara, dijo:
—Hay un dicho en nuestro pueblo que dice así: «morir es un arte, todos morimos pero no todos sabemos morir». —Ladeó la cabeza y apuntó—: Del mismo modo, todos vivimos, pero no todos sabemos vivir. Vivir es un arte que se aprende y olvida. Según mi pueblo, los niños son los sabios de la vida, los adolescentes olvidan lo que supieron de instinto y los adultos… a veces vuelven a aprender.
Una fina sonrisa iluminó su rostro vetusto, como si aquella conversación le trajera agradables recuerdos. Concluyó:
—Pese a sus primeras dudas, mi pueblo está ahora convencido de tu buena fe, Dashvara de Xalya. Ansía ver de su lado el perdón que tanto esperó Sifiara y quiere demostrarte que después de tantas generaciones sigue leal al Ave Eterna de los Antiguos Reyes. El problema es… que no todos saben distinguir entre los Antiguos Reyes que vivieron en una estepa amiga y los que trataron de dominarla por la fuerza. Algunos creen que retomarás tu derecho y conquistarás las tierras que ahora ocupan los Esimeos y los Shalussis… los zoks. Pero yo sé que no lo harás —pronunció—. Y sé que aligerarás las reglas que Sifiara nos impuso. Por eso te he jurado lealtad, señor de la estepa.
Sus ojos vivos se fijaron en los de Dashvara, desafiantes, como diciéndole: ni se le ocurra a tu Ave Eterna ser diferente de lo que espero, porque mi pueblo la necesita.
Dashvara reprimió mal una mueca de incredulidad.
—¿En serio creen algunos que me voy a enzarzar con los Esimeos y los Shalussis? Sería ridículo.
La anciana se encogió de hombros. Había dejado de hilar.
—El Corazón de la Estepa siempre fue la capital de los Antiguos Reyes.
Dashvara puso los ojos en blanco.
—La mejor capital en una estepa es la que se mueve y nunca tiene lugar fijo. Los Esimeos y Shalussis tienen tanto derecho como nosotros a vivir en Rócdinfer y no voy a sacar los sables para retomar un montón de piedra. Es más, mientras los extranjeros no nos vengan con traiciones, que saquen su oro y su salbrónix. Nosotros no los necesitamos. Los Xalyas sólo buscamos un lugar donde vivir. Los Honyrs nos lo habéis ofrecido y, por ello, juro por mi Ave Eterna, Shire Is Fadul, que haré cuanto me digas para aliviar la conciencia honyr. Sólo deseo el mayor bien para tu pueblo —aseguró.
—Que es el tuyo —sonrió la anciana—. Los Honyrs no dejarán de ser Honyrs pero no desean menos que los consideres como tu pueblo.
Dashvara se ruborizó levemente y convino:
—Por supuesto. Cualquiera que respete el Dahars de los Xalyas es mi hermano, ayulâa. No dejo de ser un Xalya. Pero será para mí un honor también ser llamado Honyr.
Al tiempo que pronunciaba esas palabras, comprendió que esa sería la mejor manera de hacer entender a los Honyrs que no había ya deshonor alguno en su pueblo si el propio señor de la estepa aceptaba ser adoptado por ellos. Los ojos de la anciana sonreían.
—Ayshat, hijo mío. Que tu Liadirlá vuele en paz.
La anciana retomó su rueca. Había dicho todo lo que quería decirle. Dashvara se levantó, inclinándose.
—Gracias por tu hospitalidad, ayulâa.
Iba a salir de la yurta cuando la Honyr soltó con suavidad:
—Cuanto más pequeña es el ave, más ligera vuela.
Dashvara enarcó las cejas, turbado. Shire sonreía, sin mirarlo, mientras continuaba hilando. Por un instante, se imaginó que aquella anciana era la mismísima Namamrah, luego que era su reencarnación y entonces… se burló:
¿Acaso es necesario tener el nombre de un sabio antiguo para ser sabio a su vez? Patrañas. Y ahora déjate de reflexiones y muévete.
Cuando salió de la yurta, ya despuntaban los primeros rayos de sol por el este. Al igual que las de otros jefes del clan, la tienda se encontraba instalada sobre un gran carro. Y, sobre los peldaños del carruaje, Dashvara vio con sorpresa amontonados ahí numerosas alfombras, platos, tapices, jarrones preciosos y otros objetos de indudable valor. Se quedó mirando ese despliegue de riqueza con perplejidad y bajaba los peldaños procurando no tropezar con nada cuando una risa sonora lo hizo girarse. Makarva se aproximaba junto con Sirk Is Rhad y Atsan Is Fadul.
—¡Buenos días, sîzan! —le dijo su amigo con alegría—. Espero que te gusten los regalos porque tienes unos cuantos.
Dashvara agrandó los ojos como platos y se giró de nuevo hacia el montón de riquezas. Todo eso era… ¿para él?
—Liadirlá —articuló, anonadado.
Makarva y los dos Honyrs se carcajearon y el primero agregó:
—Y eso sin contar los quinientos caballos que nos han prometido.
Quinientos…, se repitió Dashvara, atónito. Aun sin dar crédito a sus ojos, tendió una mano hacia un tapiz enrollado de colores malva, blanco y dorado. Sobre este, había una figurina de madera. La recogió con una extraña sensación en el cuerpo. Representaba un magnífico caballo con un jinete. Sobre el brazo del jinete, había un ave posada, erguida, lista para alzar el vuelo. Le vino en mente la imagen de su señor padre cuando este le enseñaba a cazar y mandaba a su águila a dar vueltas por los cielos en busca de presas…
—Ese me lo dio un viejo que dice conocerte —intervino Atsan Is Fadul—. Al parecer, lo encontraron medio muerto hace dos años al pie de las montañas. Es un zok, pero todos lo ven como a un gran sabio —aseguró—. Se llama Bashak.
Dashvara alzó bruscamente la cabeza. Por el Ave Eterna… Así que el viejo Shalussi estaba vivo. Sonrió y pasó una nueva mirada emocionada sobre los regalos. Dejó escapar, conmovido:
—La generosidad de los Honyrs es abrumadora.
Sirk Is Rhad y Atsan Is Fadul sonreían, complacidos. Dashvara marcó una pausa y se sintió levemente culpable cuando dijo:
—Supongo que, si son regalos, puedo hacer lo que quiera con ellos.
Lo miraron con curiosidad.
—Naturalmente —confirmó Sirk Is Rhad.
Dashvara asintió y, como había otros Honyrs no muy lejos, bajó la voz preguntando:
—¿Creéis que se ofenderán si pago una deuda con todo esto?
—¿Una deuda? —repitió Makarva, desconcertado.
Dashvara carraspeó.
—Los cuarenta caballos, Mak. Y las armas y armaduras. Y el enorme favor que nos hizo Kuriag Dikaksunora trayéndonos a la estepa. Esa deuda.
Makarva hizo una mueca, obviamente disgustado de que tanta riqueza fuera a parar a manos de un extranjero. Objetó:
—Pero si el titiaka está podrido de riquezas, Dash.
Dashvara se encogió de hombros.
—De alguna forma hay que reparar el daño que le hemos ocasionado. Es importante —aseguró—. Kuriag ha de salir de la estepa con la cabeza alta. Sólo él puede impedir que no se nos tiren encima los federados.
Zamoy, Orafe u otro hermano más impetuoso habrían resoplado y gruñido que, aunque vinieran los federados, los echarían de nuevo al mar a sablazos. Pero Makarva era un hombre mucho más razonable. Probablemente más que yo, pensó Dashvara. El joven Xalya, pues, acabó por asentir, convencido por el argumento, y dijo señalando un libro:
—Puedes darle el resto, pero no esto. Son los pensamientos del propio Sifiara. Eso es para ti. Y esto… —suspiró, haciendo un vago ademán hacia un bonito tablero de katutas. Articuló a regañadientes—: Supongo que el titiaka sabrá usarlo.
Dashvara sonrió, cogió el tablero con sus fichas finamente labradas y se lo tendió a Makarva.
—Pensándolo bien, amigo mío, estoy seguro de que le darás mejor uso que Kuriag.
Makarva puso cara abrumada.
—Oh. ¿De verdad? Pero… si es tuyo, Dash. Y es mucho más bonito que el que tenemos.
Dashvara rió.
—Precisamente. Así, cuando estés unido a Shkarah y tengas tu propia yurta, podrás invitarme para que juguemos a las katutas.
Makarva se puso rojo como una garfia. Sonriendo con todos los dientes, Dashvara le puso entre las manos el tablero y le palmeó el hombro.
—En marcha para Aralika, sîzan.