Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
La acogida de Todakwa fue pomposa e innecesariamente paternal. Ni siquiera habló casi con los jefes derrotados: tras asegurarse de que Ashiwa no había sufrido tortura alguna, Todakwa envió enseguida carretas enteras de comida y leña a Lamastá por compasión por los hambrientos vencidos y, antes incluso de que se firmara nada, entró con su ejército en el pueblo y asentó su propio cuartel general en lo alto de la colina para pasar la noche.
Como consecuencia, las calles estaban llenas a rebosar de guardias esimeos, los Shalussis no se apartaban de sus fogatas y los Xalyas se quedaron amontonados en su refugio junto con los Honyrs sin atreverse a salir. No tenían noticias de Tah, ni de Kuriag, ni tampoco de los Akinoa. Y de Yuk muy poco sabían: cuando Dashvara había pedido recuperarlo, Todakwa, con evidente burla, había contestado que él no le impedía volver, que de momento el muchacho estaba a cargo de los sacerdotes-muertos y que deseaba quedarse con ellos. El caballo del cabecilla honyr tampoco lo habían recuperado: al parecer había salido al galope hacia el norte y nadie había sido capaz de alcanzarlo. Dashvara había repetido sus disculpas, cada vez más avergonzado y molesto por lo ocurrido: aquel estúpido incidente tenía al padre de Sirk Is Rhad inevitablemente malhumorado y Dashvara no podía más que entenderlo. En fin… al menos aquella noche se acostaron sin una pizca de hambre. Todakwa debía de creerse eso de que los corazones se conquistaban saciando estómagos.
La aceptación oficial del pacto se hizo al día siguiente, en presencia de todos. Era el Día del Alkanshé, una fecha sagrada para los Esimeos, y es que al parecer, durante el Alkanshé, todo conflicto estaba prohibido porque se festejaba el Renacer de Skâra y todos debían cantar y bailar en su honor. Varios chavales xalyas habían intentado explicarle a Dashvara cómo era eso de que la Muerte podía renacer, pero había resultado que ni ellos, tras tres años de oraciones, lo alcanzaban a entender.
Tranquilo, Dash, se lanzó mientras desayunaba ricamente. Pronto tendrás a un sacerdote-muerto a tu lado de sol a sol para explicártelo todo en detalle.
Afuera, ya se oían ruidos de instrumentos y voces animadas. Sus hermanos desayunaban a su lado, menos ruidosos que normalmente. No estaban lúgubres tampoco, más bien inquietos por conocer el futuro. En cuanto a los Honyrs, no habían probado un bocado de la comida ofrecida por Todakwa: usaban sus propias provisiones, despreciando seguramente en silencio que los Xalyas la aceptasen sin escrúpulo alguno.
Bah, ¿no se supone que los amos dan de comer a sus esclavos?, rió interiormente Dashvara, sardónico.
La lección la tenía bien aprendida de Diumcili: todo lo que pudiera venirle bien a su pueblo era bienvenido. No había nada honorable en morirse de hambre teniendo unas deliciosas tortas al alcance de la mano. ¿Acaso habría pensado igual hace tres años? No, desde luego que no. Hace tres años habría rugido como un nadro, sintiendo su Ave Eterna atacada. Esbozó una sonrisa. A veces lamentaba haber perdido esa pureza tozuda de su adolescencia. Y, sin embargo, con ella jamás habría sobrevivido a la Frontera, jamás habría aceptado ser esclavo de Atasiag ni habría matado a Rayeshag Korfú a traición y jamás habría vuelto a la estepa. Lo cual no significaba que ahora se alegrase especialmente de inclinar la cabeza ante Todakwa… pero en un clan tan pequeño la supervivencia y el sentido común premiaban.
—¡Hey, Filósofo! Con tanto pensar te vas a perder la ceremonia —le lanzó Makarva, burlón.
Sus hermanos ya se estaban levantando.
—No se atreverían a empezar sin mí —replicó Dashvara con una sonrisa de lobo—. Sólo espero que no se alargue. La modernidad tiene la mala costumbre de alargar las cosas inútiles.
—Sea como sea, hoy irás vestido como el señor de los Xalyas —intervino una voz alegre detrás de él.
Dashvara se giró con las cejas enarcadas y vio a varias mujeres xalyas acercarse llevando una larga tela oscura entre las manos. Se levantó con el corazón acelerado. ¿Eso podía ser que fuera…?
—¿El shelshamí? —murmuró, atónito.
Era el pañuelo negro que su padre vestía en las ceremonias y en los encuentros pacíficos con los demás clanes. Lo hubiera reconocido en cualquier sitio: tenía las mismas decoraciones en los bordes y una pequeña perla blanca, regalo de Dakia, que el señor Vifkan colocaba contra su pecho, oculta a las miradas extranjeras. Jadeó.
—¿C-cómo…? Quiero decir, ¿cómo es que los Esimeos no…?
—Tu madre me lo dio para que lo escondiera —explicó su tía Lariya—. Y me dijo que el día en que te lo devolviera habrías cumplido con tu misión.
Dashvara sintió un escalofrío y apartó la mano de la tela con el semblante grave.
—Entonces, no puedo ponérmelo. No mientras Lifdor y Todakwa sigan vivos.
Vio los ojos de Lariya sonreír y un destello ardiente y desafiante brillar en ellos mientras se adelantaba desplegando la tela.
—Antes de que el sol renazca habrás salvado a tu pueblo —pronunció con calma solemnidad, cubriéndolo con el shelshamí—. Si has de matar a Todakwa, mátalo. Haz justicia. Salva el orgullo de tu pueblo. Te lo pido yo, Lariya, hermana de Dakia de Xalya. Esa serpiente nos robó nuestra dignidad. Si hemos de morir para recuperarla, que así sea. De todas formas, nuestros muertos no se levantarán de nuevo, mi señor. Nuestro clan agoniza. Y nuestro orgullo… sólo tu acero puede curarlo, Dashvara de Xalya.
Ayudada por otras mujeres, Lariya había acabado de vestir a su señor con el pañuelo negro. Sus palabras habían dejado a Dashvara pasmado, turbado, arrebatado… No esperaba una salida como esa. Y, dadas las expresiones sobrecogidas de sus hermanos, adivinó que ellos tampoco. Por un instante, se vio atrapado por su propio pueblo. Él quería hacer lo mejor para este y resultaba que este no le pedía paz ni amor: le pedía justicia y venganza.
Como había dicho Lumon un día, estaban todos muertos en vida y su pueblo esclavizado tan sólo había seguido viviendo por desesperanza completa. Pero ahora que recuperaban a un señor, deseaban que este los devolviera a la vida, aunque fuera para morir al minuto siguiente.
Desean que mueras, Dash, entendió con un escalofrío. Desean más la muerte de Todakwa que la vida de su clan, porque piensan que este ya está muerto.
Menuda locura.
Pero es tu pueblo, Dash, y lo entiendes, admítelo, entiendes su deseo de venganza porque una parte de ti mismo se muere de ponerla en práctica.
Pero no lo harás.
Como adivinando sus pensamientos, los ojos de Lariya fulgieron.
—Sólo tu acero puede salvar el Dahars de tu pueblo —insistió.
Y con qué confianza y firmeza lo decía… A la vez conmovido y aterrado, Dashvara se inclinó ante su tía y las demás Xalyas y dijo:
—Haré lo que mi Ave Eterna me dicte que haga, sîzinez, y mis sables cumplirán con su deber. Pero en el lugar y el momento adecuados. La impaciencia es el enemigo del cazador. —Sonrió ante las miradas graves pero decididas de los jóvenes xalyas y tomó la mano de Lariya para apretarla con dulzura—. Gracias por haber guardado el shelshamí, tía Lariya. Trataré de llevarlo con tanta dignidad como lo llevó mi señor padre.
La madre de los Trillizos vaciló pero pareció considerar que sus palabras habían tenido todo el efecto deseado pues no insistió y tan sólo dijo:
—Que nuestro Dahars te guíe, mi señor.
Afortunadamente Lariya no era tan impetuosa y autoritaria como lo había sido su hermana y confiaba en que sus palabras bastarían para que su señor entendiese que la vida de su pueblo no debía de ser un obstáculo a su deber. El problema era que para Dashvara más que un obstáculo hasta ahora su pueblo había sido un objetivo… además de un escudo que lo protegía de sus propios impulsos. Deber, deber, se repitió con irritación. ¿Quién mejor que él podía entender su deber real? El Dahars de tu pueblo, le dijo una vocecita. Pero se suponía que, según la tradición, era el propio señor el que lo representaba. De modo que, hiciese lo que hiciese, su pueblo lo seguiría, ¿verdad? Según la tradición, lo seguiría hasta la muerte o hasta la humillación más brutal. Tal era el poder del señor de la estepa. Y tal era lo que Atasiag había llamado fanatismo del Ave Eterna.
Alégrate, Dash: si tuvieses a cinco mil Xalyas bajo tu mando, toda la estepa estaría a tus pies…
Reprimió una oleada de autoburla y echó una ojeada a su pueblo. Sus hermanos lo miraban con extraña fascinación. Tenían cara de haber visto un fantasma debajo de ese shelshamí. ¿El fantasma de su padre, tal vez?
Pues no os engañéis, hermanos. No es el señor Vifkan el que tenéis delante: sólo soy yo.
Resonó un cuerno afuera, retomado por otros. Era la hora. Con una tranquilidad que lo sorprendió, Dashvara tendió una mano para tomar la de su naâsga, la besó sintiendo claramente su turbación y echó una última mirada a su pueblo antes de soltar:
—En marcha.
Y salieron todos del refugio.
Los Esimeos habían estado activos aquella mañana: habían limpiado las calles de escombros, las habían incluso decorado con banderolas azules y blancas. El blanco simbolizaba el renacer de Skâra; el azul, su inmortalidad. Y, con todo esto, Dashvara seguía preguntándose: ¿cómo se podía ser inmortal y renacer? Los Esimeos y sus historias disparatadas…
Echó una simple mirada hacia atrás para comprobar que los Honyrs habían decidido aceptar la invitación y seguirlos hasta el lugar de la ceremonia. Diablos, hubiera dado sus sables por saber qué era lo que esos hombres habían venido a buscar realmente.
La ceremonia tendría lugar en las afueras del pueblo. Las músicas se habían apagado y ahora todos esperaban la llegada de Todakwa. Dashvara hizo detenerse a los Xalyas antes de que se metieran de pleno entre los Esimeos. Más de uno los observaba con descaro. Pese a todo, no se apreciaba contra ellos ese desprecio ancestral que les profesaban los Shalussis, sino más bien una mezcla de curiosidad y compasión. Sí, compasión. Tal vez porque lo que veían sus ojos era a un grupo inofensivo de mujeres y niños defendidos por un puñado de guerreros deshonrados y por un jefe arropado en su shelshamí tradicional que se agarraba estoicamente a su Dahars y su Ave Eterna mientras caminaba hacia su propio abismo.
Podéis quedaros con vuestra hipócrita compasión, Esimeos, siseó Dashvara mentalmente.
Cuando llegó Zefrek con sus hombres, el ambiente se tensó. Esimeos y Shalussis se enfrentaban con ojos asesinos. Esos eran los verdaderos rivales de la estepa ahora. Resultaba extraño constatar que los Xalyas ya no representaban, en aquel lugar, más que un grupillo secundario de estepeños venidos de una edad pasada. Al igual que los Honyrs.
Tras la llegada de Zefrek, Todakwa no tardó en aparecer con su séquito y los de su pueblo lo aclamaron inclinándose profundamente hasta el suelo mientras pronunciaban unas palabras en galka. Con aquella oleada de arrodillados, el campo de visión se liberó y Dashvara pudo ver claramente al jefe esimeo detenerse ante un gran pabellón blanco. Lo acompañaba su esposa, así como su hermano Ashiwa, pero no había ni rastro de Kuriag Dikaksunora. Volvían ya a levantarse los Esimeos cuando Dashvara avistó a un sacerdote-muerto cubierto de tatuajes que se aproximaba a los Xalyas. Se inclinó levemente ante él y dijo en galka:
—Paz en tu vida, Dashvara de Xalya. —Y añadió en común—: Por aquí.
Se lo dijo con tono educado, haciéndole un gesto para invitarlo a seguirlo antes de abrirle el camino entre los Esimeos. Dashvara aspiró suavemente el aire frío de la mañana y se adelantó, cercado de Yira, Arvara y Makarva. Los demás tenían orden de no moverse de ahí a menos que las cosas se torcieran.
Los Esimeos observaron a los vencidos en silencio mientras estos se acercaban al pabellón. Llegado ante este, Dashvara dirigió un gesto seco de cabeza hacia Zefrek y echó un vistazo a la mesa con los pergaminos antes de girarse hacia Todakwa. El jefe de Esimea hablaba en voz baja con su esposa. El primero sonreía, traicionando su jovialidad; al contrario, Daeya reflejaba en su rostro pálido surcado de tatuajes una serenidad ausente. Parecía como si lo que pasara a su alrededor no la afectara, como si estuviera más allá del mundo de los vivos. Y, sin embargo, bien que se había molestado en inventar esos discos explosivos para golpear Lamastá…
Girándose hacia los dos jefes estepeños, Todakwa realizó un gesto de bienvenida.
—El Alkanshé despierta hoy con un cielo claro y soleado. Espero que la noche os haya sido agradable.
Dashvara se contuvo de poner los ojos en blanco y, asintiendo sin decir nada, paseó la mirada por los numerosos sacerdotes-muertos que los rodeaban. Se fijó en una pequeña silueta que trataba de esconderse detrás de la túnica negra de uno de ellos.
Era Yuk.
El muchacho tenía la mirada clavada en el suelo y estaba tan pálido que parecía a punto de desmayarse. Su cabeza había sido rapada de nuevo, tal vez en honor del Alkanshé, y llevaba una túnica gris que le llegaba hasta los pies. Alzó la vista, se cruzó con la mirada de Dashvara, jadeó y el sacerdote-muerto que estaba a su lado lo atrapó del pescuezo antes de murmurarle algo al oído. Sus palabras lo tranquilizaron de inmediato y Yuk se quedó quieto como una estatua. No volvió a levantar la vista.
Entretanto, Todakwa y Zefrek habían acabado con sus fórmulas de cortesía y Dashvara no había despegado los labios, contentándose con menear la cabeza emitiendo gruñidos sin prestar real atención. Finalmente, se interesaron por los pergaminos de la mesa. Zefrek firmó con su nombre —con toda probabilidad alguien debía de haberle enseñado a hacerlo la víspera— y se arrodilló ante Todakwa jurándole lealtad. Dashvara se tomó su tiempo. Releyó el pacto de principio a fin y cuando llegó al final frunció el ceño. Con voz seca, leyó:
—En calidad de propietaria del firmante, la familia Dikaksunora se reserva el derecho a poner fin al pacto en cualquier momento y a recuperar el poder sobre sus bienes. —Dejó escapar un bufido y posó el pergamino sobre la mesa con un gesto brusco—. Eso no estaba en el pacto inicial. ¿Qué significa esto?
Percibió la leve mueca de Todakwa pero no fue él quien contestó, sino una voz a sus espaldas.
—Significa que los Xalyas seguís siendo propiedad de los Dikaksunora.
Cuando Dashvara vio a la alta silueta despegarse de los Esimeos y rodear la mesa, sintió su sangre helársele en las venas. Ese rostro… Liadirlá, ese rostro lo conocía. Había sido el primer extranjero al que había odiado con toda su alma. El enviado de Menfag Dikaksunora. El amo de Tsu y el que había obligado a este a torturarlo en Dazbon.
—Arviyag —bufó por lo bajo.
Escupió el nombre con desprecio e incredulidad. El elegante titiaka le mostró una leve sonrisa fría.
—Debes de tener un corazón más negro que un pozo, Dashvara de Xalya. Kuriag Dikaksunora os compró para que lo protegierais y guiarais en la estepa, ¿correcto? Os dio armas, caballos, víveres y dinero. Y, a cambio, pedía simplemente lealtad. ¡Lealtad! —rió. Su risa se apagó tan pronto como vino—. Déjame que te resuma tus hazañas, Xalya. Te burlaste de tu amo repetidamente, simulaste salvarlo, te hiciste pasar por un resucitado y traicionaste la confianza de tu amo sin escrúpulo alguno fugándote, enfrentándote con sus aliados y sin preocuparte lo más mínimo por el hombre que te compró por mil quinientos dragones. —Su frase acabó en un ladrido. Chasqueó la lengua con disgusto—. No aprendiste nada estos años. De haber sido esclavo mío, habrías acabado en una fosa con la espalda ensangrentada suplicando por que acortara tu vida, Xalya.
Lo seguían varios hombres forzudos, así como su leal sirviente, Paopag, y… Garag Dikaksunora, el diplomático. Viéndolos así juntos, estaba claro que Garag y Arviyag compartían rasgos familiares, sólo que el primero era claramente un semi-elfo mientras que a Arviyag apenas se le notaban rasgos de elfo. Este último posó ambas manos sobre la mesa sin desviar sus ojos penetrantes de Dashvara.
—Tal vez no debería haberte perdonado la vida aquel día.
Dashvara luchaba interiormente por no sacar sus sables y rebanarle la cabeza a esa víbora. Replicó:
—Tal vez. ¿Dónde está Kuriag?
Un brillo peligroso pasó por los ojos de Arviyag.
—¿Dónde está Kuriag? —repitió—. ¿Ahora te preocupas por él? ¿En serio?
Dashvara frunció el ceño, súbitamente inquieto.
—¿Le ha pasado algo malo?
Vio a Arviyag intercambiar una sonrisa burlona con Garag y tamborilear sobre la mesa. Que todos los Esimeos y Shalussis estuvieran ahí escuchando no parecía molestarlo.
—Este pacto entre los Esimeos y los Xalyas es inútil —dijo al fin—. Y Todakwa comparte mi opinión en esto: si no os unís a los Ladrones de la Estepa, vuestro… ¿clan? —sonrió con sorna— no vivirá. No tiene ganado, no tiene víveres, ni armas, ni caballos. No sobrevivirá al invierno. Y Kuriag no os vendrá en ayuda: sois esclavos fugitivos. —Realizó un ademán vago volviéndose hacia Dashvara con ojos de depredador—. Sin ayuda, estáis perdidos.
Dashvara tensó la mandíbula. ¿A qué venía ese teatro? De modo que, sin grandes sorpresas, Todakwa no estaba dispuesto a pactar nada si no se unía a los Honyrs… Y Arviyag contaba con que no lo haría, ¿pero para qué? ¿Para devolverle a Kuriag sus esclavos fugados y atraerse su buena voluntad? A menos que le hubiera pasado algo a Kuriag. En tal caso… a saber a quién «pertenecían» los Xalyas ahora. La sola idea de que el joven elfo hubiera podido ser asesinado lo sobrecogió, entristeció y, extrañamente, avergonzó, pues de no haber huido de los Esimeos, tal vez lo habría podido salvar. Ignorando las palabras de Arviyag, repitió:
—¿Dónde está Kuriag?
Arviyag puso los ojos en blanco.
—Y dale. Tu amo está en plena ronda turística con su amigo agoskureño. Cabalgando de torreón en torreón. No le convenía estar presente hoy. Tu influencia sobre él ha demostrado ser muy negativa.
Dashvara suspiró de alivio. Bueno, al menos Kuriag estaba bien. Tras pasear rápidamente los ojos sobre Daeya, Todakwa, Garag y Arviyag, realizó un ademán tranquilo.
—Y bueno, ¿cuál es vuestro plan entonces? ¿Degollarnos? No dudo de que lo conseguiréis, aunque de paso nos llevaríamos algunas cabezas vuestras también. Tal vez no muchas —reconoció con calma—. Pero no será por no intentarlo.
Arviyag emitió una carcajada.
—¡Así habló el bárbaro!
Se irguió, cogiendo con ambas manos los bordes de su elegante chaquetón titiaka. Su vestidura le hacía parecer todavía más delgado de lo que estaba. Recordaba a uno de esos dandis salidos del Casino Bello de Titiaka. Sólo le faltaba el bastón.
De reojo, Dashvara calculó las distancias…
“Sólo tu acero puede salvar el Dahars de tu pueblo.”
Sus ojos de cazador buscaban presas para su acero. Pero su mente no dejaba de repetirle: aún no, Dash, aún hay esperanza…
—Condenaros a muerte sería una posibilidad —contestó Arviyag con ligereza—. Pero no creo que Todakwa apreciara que se realizara tal matanza en un día sagrado como este. —Inclinó la cabeza hacia el jefe esimeo y agregó—: Por otro lado, somos gente civilizada, Xalya, y preferimos matar a los culpables. Y en este asunto… mucho me temo que el que ha de pagar el precio es el líder.
Dashvara enarcó las cejas.
—Sabias palabras —aprobó—. De modo que, según tú, debería hacerme el civilizado y suplicarle a Kuriag Dikaksunora que me corte la garganta.
Arviyag sonrió.
—Por ejemplo. Sería un avance. Pero con que te la corte alguno de mis hombres el problema se arreglaría…
—¿En serio lo piensas? —lo interrumpió Dashvara con vivacidad—. ¿En serio piensas que el problema se arreglaría con matar al señor de los Xalyas? Tocadme y tendréis a cien Xalyas enfurecidos dispuestos a morir para vengarme.
Arviyag le devolvió una expresión burlona.
—Oh. Así que tanto te adora tu gente.
Dashvara sintió a Makarva agitarse y posó una mano tranquilizadora sobre su brazo mientras le soltaba al titiaka una mirada venenosa. Se giró hacia Todakwa y bramó:
—¡Esimeo! Acepté el pacto propuesto. Modificarlo ahora es saltarse las reglas.
Todakwa había estado observando el intercambio con interés. Meneó la cabeza con una expresión que pretendía ser apaciguadora.
—Sois esclavos de los Dikaksunora, Dashvara de Xalya. Lo que propuse era un pacto teórico con la condición implícita de aliar a los Honyrs en mis dominios. Pero parece ser que ni ellos quieren apoyarte ni los Dikaksunora desean liberaros, de modo que… vuestro futuro depende de estos. No me siento con el derecho a interferir en este asunto. Fuisteis vendidos y comprados y la ley de propiedad vale más que todo el resto.
Al infierno con tus leyes modernas, siseó Dashvara interiormente. Le echó un vistazo a Zefrek, pero este ya le había jurado lealtad a Todakwa y había regresado junto a su gente. Su mensaje era claro: no intervendría y, como hombre de honor, acataría el pacto que acababa de aceptar. Dashvara trató de permanecer tranquilo bajo los ojos claros de Daeya de Esimea que lo observaban con fijeza. En verdad, comenzaba a sentirse realmente al borde del abismo.
—¿Y Raxifar de Akinoa? —preguntó tras un silencio tenso.
Todakwa levantó los ojos al cielo.
—Kuriag aceptó entregármelo por los daños ocasionados. Su sangre sacrificada alimentará Skâra muy pronto.
Dashvara espiró y cerró brevemente los ojos. Liadirlá, dame fuerzas… No podía creer que Kuriag hubiera accedido a mandar a Raxifar a la muerte. Aunque… no había que olvidar que aquel Akinoa había asesinado a su padre. La clemencia de Kuriag había sido admirable, pero tal vez su familia le había hecho cambiar de opinión. Diablos. Ciertamente, teniendo a parientes tales como Garag y Arviyag, y tomando en cuenta que Kuriag, pese a sus grandes principios, era bastante influenciable… ese joven elfo era capaz de dar cualquier orden si lo convencían de que era lo mejor que podía hacer. Y si, al alejarse de Lamastá, había dejado a sus primos a cargo…
Que la arena los entierre, rabió.
La voz de Todakwa interrumpió sus pensamientos. Se había girado hacia su pueblo, pronunciando una oración en galka hacia su gente, a la cual esta respondió en un coro profundo, entonando una canción. La melodía triste del principio tomó pronto un tono más alegre y más rápido. Dashvara no tenía ni idea de cuánto duraría, pero estaba claro que Todakwa había dado por terminada la ceremonia del pacto e iniciado la fiesta del Alkanshé. Echó una mirada hacia Yira, Makarva y Arvara. Los tres se la devolvieron con los ojos brillantes de inquietud. Yira murmuró:
—Tenemos que encontrar a Kuriag.
Dashvara había pensado en la huida, en la lucha a muerte, en las súplicas humillantes, pero no había pensado en que Kuriag podía serles ya de alguna ayuda. Sin embargo, su naâsga estaba en lo cierto: Kuriag jamás se atrevería a condenar al pueblo de su esposa teniéndolo delante. El problema era que no tenían ni idea de dónde podía estar ahora. De torreón en torreón… ¡Bueno! Había al menos una decena de monumentos de los Antiguos Reyes por la zona.
A unos pasos de distancia, Arviyag conversaba con Garag… Dashvara dio un paso hacia atrás. Nadie lo miró. Frunció el ceño y se giró hacia Yuk. El muchacho seguía contemplando sus pies mientras cantaba pero, como alertado por un sexto sentido, alzó en ese momento la vista hacia su señor. Dashvara le hizo un gesto para que se acercara. Tan ocupado estaba su vecino el sacerdote-muerto cantando que no se fijó cuando el muchacho se apartó. Al principio, sus movimientos eran vacilantes pero, tal vez leyendo no más que perdón y amistad en los ojos de Dashvara, se envalentonó, se allegó e incluso dejó de cantar para preguntar:
—¿Es verdad que ese extranjero va a matarte?
Lo decía con tono de conmiseración y solidaridad, como entendiendo que Dashvara era tal vez su señor pero también era igualito a él, un esclavo, y que no podía hacer nada para evitarlo. Dashvara le devolvió una sonrisa feroz.
—Que lo intente. Menudo susto nos has pegado a todos marchándote como un ilawatelko. Venga, volvamos con los demás.
Pero Yuk se hizo reservado y, cabizbajo, negó enérgicamente con la cabeza.
—No puedo —dijo.
Dashvara se armó de paciencia.
—Claro que puedes. Unos tatuajes no significan nada, muchacho. Yo también tengo tatuajes, ¿los ves? —Se remangó el brazo derecho para enseñarle las marcas—. Son pintura. Colores. Nada más.
—Eso es mentira —replicó Yuk, arredrándose—. Si te pusieron esos tatuajes es porque te compraron. Y a mí lo mismo. Me compró Skâra. Soy de Skâra. Y no puedo irme porque, si no, Ella me castigará.
Lo decía con desafío y firmeza. Dashvara lo contempló, sobrecogido.
—Espera —le dijo, agarrando a Yuk del brazo cuando este hizo ademán de alejarse. Y mirándolo a los ojos, afirmó—: Sea. Eres de Skâra. Ningún problema, ¿me oyes? Ninguno. Yo sólo quiero que vuelvas con nosotros. Porque tú eres un Xalya, Yuk. Un Xalya de Skâra si quieres, pero un Xalya en el corazón.
Yuk apretó los labios sin decir nada. Dashvara agregó:
—Imagino que no es fácil para ti elegir. Pero que sepas que tu pueblo espera que vuelvas. Un hermano vuelve a su manada para ayudarla. Y tú has de ayudarla, porque te necesita, Yuk. No debes odiar a los sacerdotes-muertos ni a Skâra para ser un Xalya. Sólo debes seguir tu Ave Eterna.
Yuk pareció estar pensándolo, pero Dashvara no tenía tiempo para dejarlo meditar, así que simplemente lo empujó con suavidad. El chaval no se resistió y, al fin, se alejaron hasta su pueblo entre dos filas de Esimeos que seguían cantando. Fueron acogidos con viva inquietud, porque aunque los Xalyas no habían podido captar toda la conversación, habían oído lo suficiente para entender que las cosas habían ido mal. Dashvara resumió de todas formas brevemente lo ocurrido con voz neutra y casi desenfadada:
—Todakwa será una serpiente, pero en este caso los extranjeros se llevan la palma: no quieren que firme ningún pacto porque, naturalmente, somos esclavos suyos.
En su interior, no podía dejar de pensar que era ya un milagro que siguiesen todos vivos. Un hombre más impetuoso que Arviyag los habría mandado matar a todos la víspera y el Liadirlá sabía lo fácil que habría sido encerrarlos en el refugio y quemarlos vivos a todos. Pero Arviyag y Garag eran hombres pragmáticos, tal vez el primero incluso más que el segundo, y por lo visto no iban a tomar decisiones precipitadas.
Lo cual no significa que no vayan a mandarnos a la muerte en un futuro próximo, meditó.
El canto de los Esimeos terminó en ese instante y un sacerdote-muerto clamó unas palabras en galka. Los hijos de Skâra rompieron sus líneas y, guiados por Todakwa y su esposa, se dirigieron hacia el río a rebozar sus brazos con lodo, para purificarse tal vez, Dashvara no lo sabía. A medida que los ruidos de tambores y clamores amainaban, sus ojos dejaron de observar la procesión festiva y se fijaron en los Esimeos armados que no participaban en ella. Y también se fijó en el considerable número de mercenarios extranjeros que las líneas esimeas le habían ocultado antes. Estaba la veintena de ryscodrenses de Garag, por supuesto, pero también había otros guerreros, tal vez unos ochenta, que a todas luces estaban al servicio de Arviyag. Todos eran sibilios y se notaban sobre su piel grisácea ligeras placas oscurecidas provocadas por el aire seco y frío de la estepa. Tanto sus rostros impenetrables como su pose y su vestimenta austera despedían esa indiferencia y ese «espíritu mercenario» que Dashvara había visto ya repetidas veces en la Frontera. Eran, en fin, hombres recuperados tal vez de las galeras, de la piratería, de la miseria, que habían sido entrenados para matar por una paga.
—Los sibilios de las islas de Skasna —graznó la voz de Tsu a su lado—. Hace ocho años, Menfag Dikaksunora les prometió dejar en libertad a sus familias a cambio de sus servicios a vida. Por lo visto, ahora han pasado a servir a Arviyag.
Pronunció el nombre de su antiguo amo con una voz terriblemente neutra. Dashvara contempló a los sibilios con cierta solidaridad y su opinión sobre ellos mejoró, aunque no por ello le parecieron menos peligrosos, al contrario.
—Los Honyrs se están marchando —dijo de pronto Lumon.
Dashvara no se giró para verlos alejarse: sus ojos miraban a Arviyag y Garag acercarse a ellos con andar desesperadamente lento. ¿Habrían tomado alguna decisión? Con expresión azorada y avergonzada, Sirk Is Rhad se colocó ante él y se inclinó.
—Permíteme que hable con mi padre, sîzan. Sé que puedo convencerlo de que nos ayude.
Dashvara meneó la cabeza con tristeza.
—Ayudarnos atraería más problemas que ventajas para los Honyrs, sîzan. Tu padre está siendo prudente, eso es todo.
—Está siendo un cobarde —siseó Sirk Is Rhad y, tras un breve silencio, admitió—: Me ha ordenado que lo siga.
—Entonces, síguelo —dijo Dashvara. Ante la cara desafiante del Honyr, sonrió y posó una mano fraternal sobre su hombro—. De nada sirve tirarse por un abismo si no puedes salvar a quienes ya están metidos en él. He perdonado a tu pueblo y confío en que los Honyrs harán pervivir nuestro Dahars. Y que tú lo defenderás pase lo que pase, hasta la muerte, pero en tus tierras, sîzan, no aquí. Tinan —llamó—. Acompáñalo hasta los cercos y dile a su padre que de ahora en adelante Amanecer le pertenece. —Como Sirk Is Rhad agrandaba los ojos y comenzaba a protestar, lo detuvo—: Prefiero ver a mi caballo en manos de un hermano que en manos de un extranjero. Y ahora ve. Nandrivá, sîzan —insistió pidiéndole por favor—. Nandrivá.
La orden de su señor sumada a la de su padre lo hicieron desistir: Sirk Is Rhad se inclinó movido por un ligero temblor y pronunció por lo bajo:
—Mi Ave Eterna morirá contigo, sîzan. No antes ni después.
Y con estas palabras se alejó a buen paso con Tinan hacia los Honyrs que regresaban a por sus caballos, al otro lado del pueblo. Arviyag y Garag seguían acercándose sin darse prisas. Meneando la cabeza, Shokr Is Set suspiró en oy'vat:
—Kark Is Tork tiene un Ave Eterna orgullosa.
Así que ese era su nombre… Dashvara se encogió de hombros.
—Deseaba salvar a su hijo. Respeto su deseo y su prudencia. Al fin y al cabo, no nos conocemos.
Percibió de reojo la curiosa mirada que le echó el Gran Sabio. Dashvara se preguntó si, de pedirle que él también se marchara, le obedecería. Su intuición le dijo que no. Y, en cierta forma, se alegraba de tenerlo a su lado. Desde luego, no le faltaban los consejeros: el capitán, con su espíritu pragmático, orgulloso y racional; Yodara con sus consejos prácticos y más detallistas; Shokr Is Set con su sabiduría; y… su pueblo, que aquella misma mañana le había aconsejado que sacara los sables y se enfrentase a Todakwa. Un consejo que una parte de Dashvara ardía por llevar a la práctica. Sólo que el jefe esimeo jamás aceptaría un duelo: era un sacerdote, no un guerrero y, además, luchar contra un enemigo ya derrotado no tenía sentido. Por consiguiente, la única forma de cumplir con el deseo de Lariya era proceder como lo había hecho con Nanda: matarlo a traición. Y así acabaría el pueblo xalya, cubierto de deshonor y vengado… Y sin embargo, cuanto más lo pensaba más le parecía que hacerle caso a su pueblo en esto, incluso al borde de la muerte, era un error. Porque matar a Todakwa ahora significaría dejar la estepa a los titiakas.
Arviyag y Garag se allegaban, rodeados de guardaespaldas. Ambos estaban de buen humor y conversaban con tono desenfadado en un idioma que sonaba parecido al dialecto diumciliano de Titiaka pero del que Dashvara no entendió una sola palabra. Intercambió ojeadas pacientes con sus hermanos. Tsu tenía sus ojos rojos fijos en Arviyag. No parecía estar escuchando lo que decía este, pese a que probablemente él sí que era capaz de entenderlo. Algo en su rostro petrificado le dijo a Dashvara que se había quedado atascado rememorando su vida pasada.
Arviyag calló al fin, se detuvo y bajó la mirada hacia Tsu. Sus ojos destellaron.
—Siempre tan jovial, Drow. —Sonrió—. Es irónico que, después de haberte dejado marchar, vuelvas finalmente a ser de la misma familia. Y me alegro. La misión que nos encomienda Cili ya viene escrita al nacer. Y tú, Drow, naciste para servirme.
Tendió una mano y le hizo una señal para que se acercara. La expresión de Tsu era un bloque de piedra. De hecho, parecía haberse convertido enteramente en piedra pues no se movió incluso cuando Arviyag frunció el ceño.
—¿No obedeces a tu antiguo amo, Drow? Tal vez sea la sorpresa de verme. Acerca —ordenó.
Tsu no se movió. Dashvara intervino:
—Se acercará cuando hayas explicado qué es lo que pretendes hacer en ausencia de nuestro amo.
Arviyag esgrimió una ancha sonrisa antes de ladrar:
—¡Traédmelo!
Dos sibilios se acercaron a los Xalyas sin aprensión alguna. Serán malditos…, siseó Dashvara. Antes de que agarraran a Tsu, quiso interponerse, pero el drow, saliendo de su inmovilidad, lo apartó con firmeza y se adelantó igual de inexpresivo que los sibilios que lo escoltaban. Estos le quitaron una daga que tenía en la bota y, sin necesidad, lo empujaron bruscamente hacia delante. Tsu logró recuperar el equilibrio y, para dolor de Dashvara y probablemente de todos sus hermanos, lo vieron agachar la cabeza e inclinarse muy bajo pronunciando:
—Perdón, khazag.
Arviyag no pareció enfadarse por la lenta reacción del drow pues tan sólo le sonrió con aire pensativo y se giró hacia Garag para comentar algo en su dialecto antes de soltarle a Tsu unas palabras en la misma lengua. El drow asintió y dio una respuesta breve que arrancó una mueca de satisfacción a su antiguo amo. Dashvara contemplaba la escena con la quijada tan tensa que empezaba a punzarle la cabeza.
Yo sí que te pido perdón, Tsu, suspiró. Por no ser capaz de mantener nuestro orgullo y nuestra vida a la par. Perdón y mil veces perdón. Debiste haberte marchado con los drows de Shjak y con esa reina de quien me diste el medallón de la suerte.
Su corazón sangraba de ver a Tsu postrarse ante un hombre que durante años lo había hecho odiarse a sí mismo por lo que era, que lo había convertido en torturador y lo había traumatizado de por vida. Él, que nunca había conocido la libertad, había tenido la mala suerte de caer con un pueblo de humanos estepeños que arrastraba, como él, las marcas malditas en sus brazos.
Precisamente cuando estaba pensando en las marcas, sintió una súbita punzada en el brazo que le arrancó un jadeo de sorpresa. Y no fue el único: sus hermanos soltaron al mismo tiempo resoplidos y gruñidos y más de uno se agarró el brazo al nivel de la marca de los Dikaksunora… Dashvara siseó y sus ojos se giraron de inmediato hacia Arviyag. Al ver la expresión satisfecha de este, entendió lo ocurrido. De algún modo, ese granuja había usado el mismo truco que Kuriag para impedir que sus hermanos en Aralika mataran a la asesina. Sólo que esta vez no había realizado ningún sortilegio… ¿o tal vez sí?
Dashvara echó un vistazo a la mano de Arviyag, no la que tenía libre sino la que estaba metida en el bolsillo de su chaquetón. Guardaba algo ahí, apostó. Algo, alguna condenada mágara…
—Esos trucos son limitados —cuchicheó Yira, adivinando el problema—. Sólo está intentando amedrentaros.
¿En serio? Pues bueno, lo había conseguido. Diablos que sí lo había conseguido. El corazón de Dashvara latía a toda prisa, no sabía si por la sorpresa, por la magia o por la aprensión. ¡Si tan sólo pudiera arrancarse aquella marca! Pero estaba arraigada en su brazo como si formara ya parte de su propio cuerpo.
Inspiró para calmarse y fulminó a Arviyag con la mirada. El titiaka tenía ahora una expresión desaprobadora. Declaró con voz severa:
—Kuriag Dikaksunora pretendía liberaros al terminar su vuelta por la estepa. Pero la ambición del reyezuelo xalya no tiene límites. Quiso que su amo se ridiculizara ante un jefe estepeño comprando ciento ochenta salvajes. Ciento ochenta —repitió con evidente burla—. ¿Y qué quería el reyezuelo que hiciera con ellos? ¡Que los liberase! Porque sabía que su amo era un muchacho aún influenciable que no sabía decir «no». Pero esta vez, su amo siguió los buenos consejos y dijo «no». Y el reyezuelo huyó en plena noche con ciento ochenta mujeres y niños —se mofó—. ¡Y se unió a una rebelión! Como quien dice, sin armas, sin caballos y sin guerreros. Una anécdota digna de un cuento de hadas, de no ser porque el reyezuelo había olvidado entretanto que las traiciones se pagan, y muy caro.
Su sonrisa se había tornado en un mueca desenfadada. Agregó:
—Traedlo.
Los Xalyas reaccionaron de golpe, posicionándose ante Dashvara. Este gruñó:
—Tranquilos, Xalyas. Ya tendréis todo el tiempo de tiraros sobre esa serpiente si osa saltarse la paz del Alkanshé de su anfitrión.
Habló bien alto, para que Arviyag lo oyera, y se abrió un camino entre su pueblo reacio para acercarse a los sibilios y a la rata extranjera. Le quitaron los sables pero lo dejaron adelantarse sin empellones, hasta que uno tendió una mano hacia él, señalándolo que se detuviera. Garag le estaba comentando algo a Arviyag en su dialecto. Apenas calló, Dashvara tomó la palabra pronunciando:
—Estoy dispuesto a pagar por mi huida en nombre de mi pueblo entero. Sin embargo, me temo que sólo mi amo puede decidir el castigo apropiado.
Arviyag puso los ojos en blanco y dio unos pasos adelante con calma, rodeándolo, mientras decía:
—¿Recuerdas, orgulloso Xalya, en qué estado te dejó el Drow hace tres años? ¿O tal vez lo olvidaste? No lo creo. Los dedales de interrogatorio arrasaron con tus ideales puros e inquebrantables. Te quebraron. Y eso es algo que ningún hombre olvida. —Dashvara no pudo evitar volver a sentir la oleada de impotencia y desesperación que lo había vencido aquel día maldito. Se estremeció muy ligeramente. Y notó un deje de satisfacción cuando el titiaka confirmó—: Algo de lo que jamás se cura. Aullaste como un perro herido en tu lengua salvaje. Y luego hablaste. Traicionaste a tu pueblo por tu vida. ¿Y ahora vas a hacerme creer que estás dispuesto a morir por tu pueblo? ¿En serio? Después de haber demostrado que tienes más alma de esclavo que de señor, después de haberte arrastrado por el suelo para salvar tu vida, ¿me estás vendiendo tu orgullo y tu sacrificio?
Emitió un resoplido de mofa y, sin previo aviso, lo agarró del brazo derecho, justo al nivel de la herida aún no del todo cicatrizada, y apretó. Un dolor agudo le arrancó a Dashvara un profundo y entrecortado jadeo. Titubeó, sin aliento. Liberándolo, Arviyag se detuvo ante él y lo observó con una mezcla de desinterés y burla. Los Xalyas contemplaban la escena como una manada de nadros enfurecidos y petrificados al mismo tiempo, conscientes de que sacar los sables sería condenarse y romper la tregua del Alkanshé. Dashvara no había recuperado aún el aliento cuando Arviyag agregó:
—Crees que tu amo te salvará el pellejo otra vez. Y probablemente lo haga. Pero, cuando te salve, Xalya, salvará a un esclavo leal y sumiso, no a un salvaje rebelde e inútil. Y de eso me aseguraré personalmente.
Dashvara le devolvió una mirada furibunda. Con qué gusto le habría demostrado lo muy salvaje y rebelde que se sentía en ese instante… Sin embargo, se controló, porque en las palabras de Arviyag vio una pizca de esperanza: el titiaka acababa de confesar que no se atrevería a matarlo… O tal vez no quería hacerlo, simplemente. Al fin y al cabo, ¿qué le impedía matarlo? ¿Kuriag? El joven elfo conocía los límites de aguante de los amos titiakas tradicionales y mal podría haber reprochado a sus primos que despacharan a un esclavo fugitivo, y aún menos si este se mostraba insolente y desobediente al ser recapturado. Por consiguiente, si Arviyag lo dejaba con vida, era porque esperaba sacar algo de él.
Quizá quiera divertirse contigo una vez más, Dash.
Su corazón se encogió en un puño y a la vez llameó de rabia.
Ese diablo quiere matarte por dentro.
Quedaba por saber por qué. ¿Tal vez por simple entretenimiento?
Bah. Sé positivo, Dash: mientras los ojos de la víbora estén puestos en ti, no morderá a tu pueblo. Sólo tienes que ofrecerle un bonito espectáculo de humildad para que se quede saciado.
Como Dashvara no despegaba los labios, Arviyag no tardó en apartarse y alzar una mano. Ordenó a sus guerreros sibilios:
—¡Llevadlos a todos al campamento! Confiscad las armas y los caballos. Y a este, llevadlo a mi tienda personal —lanzó, hablando de Dashvara. Encadenó con un gesto hacia Tsu agregando simplemente un—: Drow.
Le pedía que lo siguiera. Tsu obedeció y se alejó detrás de Arviyag y Garag. Sus ojos rojos parecían dos diamantes de hielo. Cuando se cruzó con su mirada, Dashvara trató de dedicarle una expresión lo más tranquilizadora posible. Al fin y al cabo, de momento lo único que habían hecho era caer de nuevo entre las redes diumcilianas.
Por un instante, temió que los Xalyas fueran a resistirse a entregar las armas. Sin embargo, cuando asintió con la cabeza a la pregunta muda y el capitán entregó sus sables, los demás lo imitaron en silencio o con simples resoplidos de despecho. En ningún momento los sibilios de Skasna mostraron burla o agrado al desarmarlos, pero sí una indiferencia fría mezclada de empujones injustificados. Ocho años al servicio de los Dikaksunora debía de haberlos vuelto idiotas, masculló Dashvara entre dientes al ver a uno registrar a un niño de diez años. A menos que ya lo fueran antes.
No tardaron en ponerse todos en marcha alejándose de los Esimeos y Shalussis y, mientras caminaba rodeado de sibilios, Dashvara apostó a que Lariya y Aligra debían de estar maldiciéndolo por dentro. ¿Qué clase de señor les había tocado en suerte que consideraba más importante la vida de su pueblo que su honor? ¡Señor deshonrado que echa al suelo su Ave Eterna y condena las nuestras!, debían de pensar. ¡Insensato que cree que un extranjero al que llama amo vendrá a salvarnos! Loco que se humilla por nosotros ante unos extranjeros…
Y me humillaré todo lo que tenga que humillarme, Xalyas, pensó Dashvara. Y lucharé todo lo que tenga que luchar, hasta humillándome si hace falta. Después de tres años de esclavitud en tierras lejanas, no será la impaciencia ni el orgullo los que me hagan cometer los mismos errores que mi padre. Tal vez cometa otros. Pero no dejaré de luchar por salvaros, Xalyas. Y eso mismo estoy haciendo aunque no lo parezca.
O al menos intentaba convencerse de ello. Porque, así como no le cabía duda de que provocar a Arviyag hubiera sido simplemente una actitud suicida, seguirle la corriente tal vez lo fuera también.