Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
Cuando recobró consciencia, tardó un tiempo interminable en siquiera preocuparse un poco por recordar quién era y dónde estaba. Se sentía fatal. Después de haber sobrevivido a uno de los venenos presuntamente más letales, ¿iba acaso a morir por una maldita flecha en el brazo? A menos que aquel fuego que lo carcomía ahora fuera efecto secundario de un veneno que, de todas formas, debería haberlo matado. Fuera como fuera, Tsu era un gran médico y Dashvara confiaba en que haría todo lo posible para que no se le fuera el señor de la estepa a la tumba.
El tiempo pasaba y su mente seguía ahogada y desbaratada como si se hubiera zambullido en un mar de agua hirviendo. Sabía que seguía en la torre, que lo habían instalado sobre un jergón bastante cómodo y que, pese al frío que debía de hacer afuera, sofocaba de calor.
Se enteraba muy vagamente de lo que pasaba a su alrededor pero, cuando trataba de recordar, se le escapaba la realidad, el dolor de cabeza empeoraba y acababa rápidamente por olvidar cuanto lo rodeaba. Cuando, al fin, despertó con la mente algo más lúcida y se rebulló, desorientado, sobre su jergón, era de día, pero no supo determinar qué día. Bien hubiera podido haber pasado el invierno entero que no se habría dado cuenta.
Apenas se enderezó, Boron, que se había instalado a un paso escaso como un velador silencioso, alzó la cabeza y le sonrió. La expresión interrogante del Plácido hablaba más que su lengua. Dashvara le correspondió con una mueca sonriente y cansada.
—Creo que empiezo a revivir —aseguró.
De hecho, su mente ya no estaba tan embotada ni le ardía todo el cuerpo. Tan sólo estaba cansado. Echó un simple vistazo a su brazo vendado antes de pasear la mirada por la sala de la torre. Estaba desierta, pero la puerta, entornada, dejaba entrar el murmullo tranquilo de conversaciones. Reconoció la voz ligera de Makarva, así como la voz más profunda y estentórea de Orafe. Tras frotarse los ojos, preguntó:
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que entré aquí?
—Tres días —contestó Boron—. Anoche cayó la fiebre y llevas medio día durmiendo. Estuviste ardiendo como una fogata, pero ahora Tsu dice que estás fuera de peligro. ¿Un poco de agua?
Dashvara aceptó y luego volvió a tumbarse, mareado.
—¿Le han sacado la verdad a la asesina? —preguntó al de un rato.
Boron hizo una mueca y vaciló.
—Al parecer, no ha podido decir nada. Un Esimeo del palacio nos explicó que le cortaron la lengua hace unos años por rebelión. —Dashvara frunció la nariz y el Plácido agregó con evidente incomodidad—: Aquella noche… algunos perdieron los nervios. Intentaron meterse en el edificio donde los Esimeos guardaban prisionera a la asesina… No pasó nada grave —aseguró enseguida ante los ojos alarmados de Dashvara—. De todos modos, al alba, la ejecutaron los propios Esimeos. —Marcó una pausa y, molesto, rectificó—: Es decir, no pasó nada muy grave, en gran parte gracias a que el titiaka se interpuso.
Dashvara enarcó una ceja.
—¿Se interpuso? —repitió, anonadado—. ¿Kuriag?
Nada más imaginarse al joven elfo cortándoles el paso a una banda de Xalyas enfurecidos, palideció.
—Usó un sortilegio extraño —afirmó Boron—. Yo estaba detrás y no noté nada, pero Miflin dice que tuvo algo que ver con las marcas que nos pusieron en el brazo. Dice que se quedaron un momento como paralizados. Al final, nos rodearon y tuvimos que tirar las armas. —Se encogió de hombros—. Supongo que el titiaka evitó que pasara ahí una tragedia. Aunque más de uno anda mosqueado con él por lo que hizo. —Meneó la cabeza—. Sea como sea, el muchacho no es mal tipo. Incluso vino aquí a ayudar a Tsu para curarte cuando se enteró de que seguías vivo. —Suspiró—: Si tan sólo pudiéramos salir ya de esta ciudad…
Calló, como extenuado de haber hablado tanto de un golpe. Dashvara se quedó meditabundo, a la vez aliviado de que no hubiera sucedido nada desastroso durante su delirio y exasperado por el cansancio que le impedía concentrarse en nada muy complicado.
—¿Y la cripta? —preguntó al fin.
Los ojos de Boron centellearon.
—La abrimos. —Bajo los ojos ansiosos de Dashvara, bajó la voz y dijo con inusual excitación—: Está llena de armas, Dash. El capitán ha dicho que de momento no las toquemos… Pero he podido verlas. Son viejas, pero están en buen estado. Todas pertenecieron a los Antiguos Reyes.
Dashvara sonrió, pero su sonrisa se desvaneció poco a poco. Vale, tenían armas. Pero sus hermanos ya las tenían. Y armar a los jóvenes xalyas esclavos de Aralika para abrirse paso entre los soldados esimeos hubiera sido condenarlos a muerte. Definitivamente, necesitaban un plan bien elaborado para salir de esa. A menos que Kuriag hubiese renegociado con Todakwa. En tal caso… demonios, en tal caso estaba dispuesto a entregarle los sables al Legítimo y a hacerlo señor de los Xalyas. Y a más que eso. Como adivinando sus pensamientos, Boron añadió en voz baja:
—Y hay otra buena noticia. En esa cripta, hay un túnel que se abre con la misma llave mágica. Tah lo encontró.
—¿Un túnel? —repitió Dashvara, sobrecogido.
—Ajá. Es un túnel algo estrecho, pero se puede pasar. Según Tah, desemboca en la casa de unos esimeos, en las afueras de Aralika. El capitán dice que a lo mejor nos puede venir bien.
Y tanto que nos puede venir bien, pensó Dashvara, animado. Vale, hubiera sido mejor que el túnel desembocara aún más lejos pero… fuera como fuera, podía darles la ventaja de la sorpresa. Boron sonrió y se levantó.
—Tsu dijo que lo avisara cuando despertaras. Enseguida vuelvo.
Dashvara asintió y, desde su jergón, vio al Plácido alejarse con andar silencioso hasta la salida. Cerró los ojos, los abrió, trató de luchar contra el cansancio y… no lo consiguió. Sin casi darse cuenta, se sumió en un profundo sueño reparador. Tuvo un sueño placentero de esos que antaño tenía regularmente: estaba sentado sobre la hierba rala de Xalya acompañado de Lusombra y Amanecer y, con el corazón henchido de paz, hablaba a sus caballos con suavidad, bajo el inmenso cielo estepeño…
Despertó al oír un creciente barullo afuera. Una sola linterna posada sobre la estatua del Ave Eterna iluminaba tenuemente el interior de la torre. Era de noche. La puerta estaba entornada y percibió justo a tiempo la silueta de Lumon mientras este salía, tal vez averiguar a qué venía tanto ruido. Y, ciertamente, ¿a qué venía?
Con el ceño fruncido, intrigado, Dashvara quiso enderezarse cuando, sin querer, movió el brazo derecho y un dolor agudo lo dejó paralizado durante unos segundos. Oh, diablos… El capitán tal vez tuviera razón diciendo que había pasado por cosas mucho peores pero… diablos, no por eso dolía menos. Resopló, recobrando el aliento. Con cierto esfuerzo, consiguió sentarse, agarró una jarra de leche con su mano izquierda y tomó largos tragos antes de hacerle caso al plato lleno de verduras raras que habían dejado a su lado. ¿Sería comida típica de Esimea? En cualquier caso, le supo a demonios. Estaba masticando, dudando de si escupir o qué, cuando, fijándose en que el barullo aumentaba, dejó aliviado la comida con intenciones de saciar su curiosidad… Sin embargo, no bien amagó levantarse, una cabeza calva asomó por la puerta. Era Miflin. El Poeta agrandó los ojos cuando lo vio sentado en su jergón y sonrió anchamente antes de exclamar:
—¡Dash! ¡Estás despierto! —Pasó adentro soltando alegremente—: Adivina lo que ha pasado.
Dashvara lo miró, intrigado. Aventuró, burlón:
—Un nadro rojo se ha tragado a Todakwa.
Miflin se carcajeó.
—Ya podría ser cierto. No. Al parecer, los pueblos de Nanda y Lifdor se han sublevado. Apuesto mis pelos a que Zefrek está detrás de todo esto.
Dashvara parpadeó, anonadado. ¿Que los Shalussis se habían sublevado?
—Liadirlá, ¿hablas en serio?
Miflin sonrió anchamente pero fue Makarva quien contestó, entrando en tromba:
—¡Y tan en serio que los Esimeos están en pie de guerra! —Sonrió—. ¿Qué tal anda el Rey del Ave Eterna?
Dashvara se encogió de hombros.
—Vivo y con la cabeza al fin más o menos clara. ¿Qué ha pasado exactamente?
Miflin explicó de corrido:
—Tsu y el titiaka cuidaron de ti, reviviste y ahora Todakwa no se atreve a ponerte la mano encima porque todos piensan que Skâra te ha bendecido. ¿No es maravilloso?
Dashvara esperaba más bien explicaciones sobre los Shalussis, pero la respuesta del Poeta le arrancó una mueca de asombro. ¿Que Skâra lo había bendecido? ¿En serio? Makarva teorizó:
—Más bien diría que es el Ave Eterna de esta torre la que te ha protegido.
—Venga ya —se burló Miflin—. El Ave Eterna no hace milagros, Mak.
—No —concedió este—, pero se dice que sólo los Antiguos Reyes eran capaces de sobrevivir al veneno de serpiente roja. Y Dashvara ha sobrevivido. Es como si el Ave Eterna de la Torre lo hubiera adoptado. No soy el único en decirlo.
Miflin le echó una mirada burlona a Dashvara.
—Mak piensa que eres divino, Dash.
Makarva le dio un empellón fraternal protestando:
—¿Y qué si lo pienso?
—Divino o no —intervino Dashvara, divertido—, no creo que a Todakwa le haga mucha gracia la situación. De un lado Zefrek, del otro los Xalyas…
Y tal vez Raxifar de Akinoa, añadió mentalmente. Miflin aprobó con alegría triunfal:
—¡Estará echando humo!
Dashvara asintió con una sonrisa torva.
—Esto comienza a tener buen aspecto —admitió—. Pero no os fiéis, hermanos. Los Esimeos ya nos la jugaron antes. Y seguimos atrapados en su reino.
Makarva y Miflin asintieron y el primero aseguró:
—No te preocupes: dormimos como los gatos. Además, ahora que has sido bendecido por Skâra no se van a atrever a tocarnos.
Dashvara puso cara escéptica, Miflin le dio un codazo a Makarva y abría la boca para soltar alguna burla cuando apareció Tsu por la puerta. Por un instante, el drow mostró una pizca de exasperación, como si lo molestara que los dos jóvenes Xalyas estuvieran hablando con su paciente, pero entonces retomó un semblante inexpresivo y tranquilo y se acercó diciendo:
—Te cambiaré el vendaje. Veo que aún no has comido todo —observó frunciendo el ceño—. Deberías acabártelo. Son ogrollas traídas de la misma Titiaka. Son excelentes.
—Ogrollas —repitió Dashvara en un murmullo ahogado. ¿Desde cuándo se comían ogrollas en la estepa?—. ¿Tienen algo que ver con los ogros? No, porque saben a dem… A-a-au —inspiró de golpe fulminando su brazo con los ojos.
—Procura no mover el brazo, ¿quieres? —masculló el drow con sequedad—. Necesita reposo absoluto durante al menos dos semanas. Lo digo en serio. Espera, traeré agua hervida. Te vendrá bien una infusión.
—Ya la traigo yo —intervino Miflin.
Dashvara suspiró suavemente. Dos semanas. Por lo visto, iba a tener al médico detrás durante más tiempo que la última vez que había resucitado. Percibió la sonrisa burlona de Makarva y puso los ojos en blanco. En fin…
—Ayshat, Tsu —pronunció.
El drow, ya agachado junto a él, lo miró con sus ojos rojizos, enarcó una ceja, se encogió de hombros como diciendo que no había por qué dar las gracias y se dispuso a quitarle el vendaje. Dashvara sonrió interiormente. Skâra y un cuerno, pensó. Si a alguien había que bendecir ahí, no era a él: era al drow.
* * *
En los tres días siguientes, Dashvara no salió de la torre bajo orden expresa de Tsu… y del capitán. ¿Habría adivinado Zorvun que Kuriag podía no haber sido el blanco de aquel asesinato? Quién sabe. El caso es que, mientras Dashvara estuviera en la torre «protegido» por el Ave Eterna y por Skâra, los Xalyas tenían una razón sagrada para impedir la entrada de los Esimeos en ella y, por consiguiente, de guardar a su alcance las armas de la cripta.
De modo que Dashvara hacía de enfermo obediente y pasaba largas horas arriba de la torre, contemplando la estepa. Miraba hacia el noreste, no hacia Xalya, sino hacia la tierra de los Honyrs. Hacia su naâsga. Por instantes, casi creía ver sus ojos negros dibujarse mágicamente ante él. Pero, la mayor parte del tiempo, lo que veía eran las casas blancas de Aralika, los huertos y las manadas de caballos y rebaños de ovejas, quizá cuidados por algún niño xalya. El río Fadul, bordeado de arbustos y piedras, venía serpenteando con sus aguas claras y centelleantes desde el noreste. Y más allá de aquel río, a mitad de camino entre Esimea y Xalya, se extendía un mar de arbustos de color rosáceo y blanco. Los Xalyas la llamaban la Pradera de la Muerte, porque cuatro décadas atrás habían ganado ahí una batalla sangrienta contra los Akinoa. Bueno… ganado era un decir, pues habían perdido en aquel lugar a más hombres que en todas las décadas siguientes. Eso sí, habían permitido salvar el torreón Nayul de las garras salvajes… total para que este cayera un lustro después con una nueva batalla que había acabado en derrota para los hijos del Ave Eterna. Se decía que, desde entonces, en la Pradera, los arbustos rosáceos sangraban sangre hermana y los blancos gritaban venganza…
Tanta muerte absurda.
En silencio, Dashvara se recostó en su silla y alzó la mirada hacia un cielo completamente azul.
—Tanta muerte absurda —repitió por lo bajo. ¿Y total para qué? Para que los Esimeos acabaran dominando la estepa con el apoyo de una federación extranjera que vivía a muchas millas de ahí. ¿Había realidad más absurda?
El ruido de unos pasos en la escalera interrumpió sus pensamientos. Bajó la vista, oyó una respiración jadeante y pronto vio aparecer la cara del capitán, roja por el esfuerzo. Nada más llegar, resopló:
—Diablos, Dash… Algún día me matarás. —Resolló, recuperando el aliento ante la mirada divertida de Dashvara, y anunció—: Traigo noticias.
Dashvara se levantó, señalándole la silla con la mano izquierda:
—Prioridad a los viejos, capitán.
Este puso los ojos en blanco e ignoró la invitación, declarando:
—Los Shalussis han tomado control de sus antiguos pueblos y los Esimeos van a mandar a unos doscientos guerreros a recuperarlos. Eso dejaría otros tantos Esimeos dispuestos a defender Aralika. Es una buena ocasión para salir de esta ciudad con todos —afirmó—. Si conseguimos alejarnos lo suficiente, no se atreverán a seguirnos.
Dashvara asintió, excitado por la perspectiva.
—¿Cuándo se marchan esos doscientos?
—Mañana —contestó el capitán—. Probablemente no lleguen a Lamastá hasta el día siguiente… Podemos marcharnos durante esa noche y bordear el río. Si dan media vuelta para detenernos… lo tendríamos mal —admitió—. Pero no tendría sentido dar media vuelta y dejar a los Shalussis más tiempo para organizarse. No se trata de una sublevación anodina —aseguró—. Zefrek sabe lo que hace. No sé cómo se las ha arreglado pero, al parecer, ha armado a su gente hasta los dientes. Según Garag, los dazbonienses han debido de venderles armas a precio bajo. Ese federado no ha parado de echar veneno contra los republicanos durante toda la comida. Dice incluso que mandará a unos mercenarios ryscodrenses que tiene en Ergaika para ayudar a los Esimeos a aplastar la rebelión… —Meneó la cabeza con una mueca de disgusto—. Ese diplomático no me cae nada bien.
—¿Los Xalyas ya están al corriente? —preguntó Dashvara.
—No de los pormenores. Los pondré al corriente. Pero te recuerdo que sigues siendo el señor, hijo. Tú debes dar las órdenes.
Dashvara enarcó una ceja burlona.
—A la orden, capitán. Me gusta tu plan. Aunque sigo pensando que el del cadáver no estaba tan mal. —Sonrió anchamente y, recobrando seriedad, preguntó—: ¿Qué hacemos con las armas de la cripta?
El capitán hizo una mueca.
—Propongo sacarlas por el túnel y esconderlas en nuestras alforjas. No creo que sea una buena idea dárselas a esos muchachos tan pronto. A algunos los instruí un poco en Xalya y conocen los rudimentos… pero a los que tienen menos de catorce años no les dejaría un sable entre las manos a menos que sea absolutamente necesario.
—Sin duda —aprobó Dashvara.
Se rascó nerviosamente el cuello, demasiado consciente de que aquella huida podía acabar en una verdadera sangría. Si usaban el túnel para que pasaran todos, podrían llegar a las afueras sin que nadie los viera. El inconveniente era que iban a necesitar lo menos una hora para que pasaran todos, si no más, y cabía el riesgo de que los Esimeos los pillaran apelotonados en un mismo sitio y los mataran como a perros. O que el alba los sorprendiera demasiado pronto.
Meneó la cabeza.
—¿Y tu yerno? —preguntó.
—Of —suspiró el capitán. Se dejó caer sobre la silla soltando—: El muchacho no es tonto, pero anda más perdido que un cachorro. Menos mal que decidió viajar a la estepa antes de volver a Titiaka o esos ciudadanos se lo habrían comido vivo desde el principio.
Dashvara resopló, meditativo. Aún no le había hablado de la cripta al Legítimo. Él la había podido visitar la víspera, volviendo a tomar prestada la llave dorada so pretexto de que estaba «buscando la entrada de la cripta de Nabakaji». Kuriag y Asmoan, según Tah, no sospechaban que ya la había encontrado hacía una semana. Y, hasta ahora, había sido mejor así. Sin embargo… ¿acaso no le había prometido a Kuriag Dikaksunora que le informaría de todas sus decisiones en la medida de lo posible?
Pues adelante, díselo, Dash, se burló. Dile que pretendes marcharte con tu pueblo por un túnel escondido bajo la Pluma. Se quedará sin saber qué hacer, se pondrá nervioso y, en cualquier caso, los Esimeos lo tomarán por idiota redomado por haber perdido tan pronto a sus doscientos Xalyas recién adquiridos.
De hecho, por lo que sabía, Kuriag había conseguido al fin quedarse con los Xalyas de Esimea a cambio de la promesa de denegarles el derecho a asentarse en la estepa como un pueblo libre. La condición era indignante, pero Dashvara entendía que era la mejor que había podido encontrar el joven elfo para al menos quitarle poder a Todakwa sobre su pueblo. Y albergaba la esperanza de que, estando Kuriag con ellos, los Esimeos se lo pensarían dos veces antes de abalanzarse sobre sus nuevos esclavos.
Sea como sea, se lo prometiste, Dash. Le prometiste informarlo.
Y, después de todo lo que había hecho, se merecía mil veces que lo informara. Su Ave Eterna le instigaba pues a hablarle a Kuriag Dikaksunora. Tenía que hablarle de la cripta y enseñársela… ¿tal vez una vez que hubieran escondido las armas? Entonces, ya poco le quedaría por ver. Quitando las pilas desordenadas de sables, lanzas y escudos y quitando el túnel escondido, la cripta le había parecido de lo más común: era una simple sala rectangular con un ataúd de piedra en medio. Nadie se había atrevido a tocar la tapa, incluido Dashvara, aunque este había consumido una vela entera inspeccionando los escritos en antiguo oy'vat grabados en ella. En su mayoría eran máximas que Maloven le había repetido a saciedad durante su infancia, aunque no todas. Una frase lo había impactado en especial; decía:
«Muerte al hombre que arrastra a sus hermanos a una muerte segura.»
Aquellas palabras le habían quitado varias horas de sueño y aún seguían atormentándolo. Y es que, cada vez que las recordaba, no podía dejar de pensar en su señor padre y en cómo este había mandado a su pueblo a la muerte. Aunque, al mismo tiempo, se autoburlaba pues, al caer Xalya, ¿no había estado él mismo convencido de que Vifkan de Xalya había hecho lo correcto, de que había seguido su Ave Eterna luchando hasta la muerte y de que había condenado a su hijo a una vida deshonrosa forzándolo a huir?
Qué lejos quedaban aquellos tiempos y, pese a todo, los guardaba tan vívidos en su mente… Tras un silencio, se fijó en la mirada curiosa del capitán y meneó la cabeza resoplando.
—Inquietudes de un filósofo —explicó.
Se giró y apoyó sobre el borde de la torre, mirando esta vez hacia el sureste y las tierras shalussis. Creyó ver columnas de humo elevarse tras las colinas a lo lejos. ¿Casas en fuego? Probablemente. Vaciló antes de decidirse a preguntar:
—¿Crees que nuestro Dahars sigue siendo el mismo que antaño, capitán?
Esperó con impaciencia y aprensión la respuesta de Zorvun. Lo oyó levantarse de la silla, acercarse y apoyarse a su vez en la almena. El capitán contempló con él las columnas de humo antes de contestar al fin:
—En Titiaka, si recuerdas, repetiste unas palabras de Maloven. «No son las plumas las que importan, sino la fuerza que las sostiene.» —Dashvara esbozó una sonrisa, recordando, y el capitán concluyó—: Tal vez las plumas hayan cambiado un poco… sin duda, han cambiado las de todos y es natural. Pero la fuerza, ella, no ha cambiado, Dashvara. Sigue siendo la misma.
Dashvara lo creyó y asintió, aliviado. Zorvun agregó con voz más ligera:
—Deberías bajar. Te vendrá bien una cena de verdad, sin esos platos raros que te da Tsu. Tanto tener la cabeza en las nubes te hace pensar como un shaard. Y no es práctico tener que subir todas estas escaleras para ir a hacerle una visita al Rey Inmortal.
Dashvara puso los ojos en blanco y se despegó de la almena suspirando:
—Tienes razón. Mi cabeza es mi perdición. Si pudiera cambiármela, me la cambiaba por la de Maef. Él al menos siempre tiene las ideas claras.
—Demasiado, diría —resopló el capitán, divertido.
Mientras se dirigían hacia las escaleras, Dashvara afirmó:
—Hablaré con Kuriag. Hay que avisarlo de que nos vamos.
El capitán hizo una mueca, vaciló y acabó por admitir:
—Creo que ya se lo huele. —Bajo la mirada sorprendida de Dashvara, explicó parcamente—: Mi hija. Lee en mi mente como en un libro abierto.
Dashvara sonrió.
—Razón de más para hablar con él entonces. No vaya a ser que se nos mosquee el amo. Tal vez incluso le apetezca venir con nosotros —agregó con suma diversión.
El capitán asintió con un brillo absorto en los ojos.
—¡Ojalá! Lo trataría como a un hijo.
Y así, con una tranquilidad medio fingida, el uno tal vez pensando en el futuro de su hija, el otro en el de su pueblo, ambos Xalyas emprendieron la bajada de la torre de los Antiguos Reyes.