Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
Sí, tal vez la muerte existiera, pero pronto se fijó Dashvara en que su brazo seguía haciéndole daño y que, en verdad, seguía vivo y bien vivo. Necesitó más tiempo para aceptar el hecho de que, por lo pronto, no parecía que fuera a morirse. Y otro rato más para que se le borrara la sonrisa incrédula que iluminaba su rostro.
—Estoy vivo —susurró.
No se atrevía a decirlo demasiado alto, como si la constatación pudiera dejar de ser cierta de un momento a otro. Y es que las serpientes rojas eran tan traicioneras como los Esimeos y quién sabe cómo funcionaba su veneno. Sabía que era letal… y también sabía que era muy difícil obtener ese veneno. Dudaba de que una simple estepeña vengativa hubiera podido conseguirlo. Alguien debía de habérselo dado o vendido. ¿Pero quién? Por más que trataba de encontrar un nombre, Dashvara no daba con ninguno. Bueno, ciertamente, se le ocurrían varios, pero todos tenían buenas razones para no matarlo. A Todakwa no le interesaba enfriar su relación con Kuriag. A los Shalussis esclavos no les interesaba atraer la cólera de Todakwa. En Dazbon, Lanamiag Korfú había jurado acabar con los Xalyas para vengar la muerte de su padre, pero se suponía que había vuelto a Titiaka con Fayrah y dudaba de que se atreviera a poner en práctica algo que pudiera entristecer a su esposa. En definitiva, Dashvara fue incapaz de afirmar con seguridad cuál de esos tres grupos había sido el culpable: los Esimeos, los Shalussis o los titiakas.
Meneó la cabeza y se levantó. De nada servía darle más vueltas: el caso era que estaba vivo y que la asesina había fallado. Se dirigió hacia la puerta y una sonrisa fue estirando sus labios al imaginarse la cara que pondrían sus hermanos cuando la abriese. Tendió una mano hacia el pomo… y se detuvo.
Un momento, pensó. Retrocedió un paso y la excitación fue invadiéndolo mientras iba floreciendo en su mente una idea absolutamente genial: ¿y si hacía creer a Todakwa que había muerto? Un muerto era libre, no era esclavo de nadie, ¡a un muerto lo dejaban en paz!
Reteniendo una carcajada, se apartó de la puerta y comenzó a planear. Primero, necesitaba conseguir transmitir un mensaje al capitán sin que se enteraran los Esimeos. Y no había, en esas circunstancias, mejor mensajero que Tahisrán. Con un poco de suerte, asomaría su nariz durante la noche por alguna de las aspilleras. La sombra era curiosa por naturaleza… y Dashvara apostó a que los Xalyas la animarían a que fuera a echar un vistazo dentro de la torre. Si por fortuna no se equivocaba y si por fortuna los Esimeos respetaban el deseo del señor de los Xalyas de reposar en paz en la Pluma hasta la mañana… y si por fortuna existía realmente esa cripta de Nabakaji y podía esconderse en ella el tiempo que encontrara un medio para evadirse… entonces, sí, tal vez su plan funcionase. Aunque tanto «por fortuna» lo inquietó un poco. Tenía la impresión de estar apilando demasiadas piedras cojas.
Aun así, merecía la pena intentarlo.
Aún pasaba luz por las estrechas aspilleras, pero era cada vez menos intensa y Dashvara la necesitaba para buscar la entrada de la cripta. Ojalá los libros de Xalya no mintieran… Se agachó y sondeó los azulejos del suelo y las estatuas del muro con rapidez antes de examinarlo todo con cada vez más ahínco. Como la luz declinaba seriamente, comenzó a tantear con las manos, buscando algún agujero que pudiera servir de cerradura. Estaba en ello cuando oyó un resoplido mental.
“¿Dash?”
Invadido por el alivio, Dashvara giró la cabeza y murmuró alegremente:
—Hola, Tah.
Divisó a la sombra. Avanzaba paso a paso en la oscuridad creciente, obviamente incrédula.
“¿No has muerto?”
Dashvara sonrió con tranquilidad.
—Precisamente, sí, he muerto. O eso es lo que vamos a hacerles creer a los Esimeos. Por lo demás, estoy bastante en forma, si no fuera por esta maldita flecha. ¿Cómo están los Xalyas?
Tahisrán emitió un sonido mental ahogado.
“¿Quieres decir que todo esto ha sido teatro? ¿Que la flecha no estaba envenenada?”
Dashvara puso los ojos en blanco.
—Qué va. Lo estaba. Pero ¿desde cuándo el veneno de serpiente roja puede matar a un señor de la estepa? —Sonrió anchamente y repitió, más serio—: ¿Cómo están los Xalyas, Tah?
La sombra carraspeó y se sentó sobre los azulejos. Dashvara seguía tanteando el suelo.
“Pues cómo van a estar”, suspiró Tahisrán. “Tristes.”
Dashvara asintió para sí y la sombra agregó:
“Oye, Dash. Espero que no vayas a pedirme que no les diga que estás vivo. Sería una canallada… ¿Qué estás haciendo?”, preguntó, intrigado.
Dashvara se enderezó, resoplando.
—Buscando la cripta. Kuriag tiene la llave. Es dorada, con signos dibujados… Si me la pudieras traer ahora…
“¿Robándosela?”, replicó Tahisrán, reacio.
Dashvara hizo una mueca y miró en su dirección. Vaciló y entonces se lanzó:
—Te explicaré el plan. El caso es convencer a Todakwa de que estoy muerto. Mi pueblo pedirá que se permita llevar mi cadáver hasta el pie del Monte Bakhia, como lo dicta la tradición… Bueno, en realidad, no existe tal tradición, pero Todakwa se lo tragará: sabe que ese monte es sagrado para nosotros. Si Kuriag consigue convencer a Todakwa para que deje ir a mi pueblo, problema resuelto: se transporta el cadáver, yo me escondo en la cripta y, cuando hayan pasado, digamos, tres días y mi pueblo esté ya lejos de Esimea, me evadiré de la torre sin que nadie se entere.
Asintió, convencido y excitado por la idea. Tahisrán se rebulló y se movió de sitio.
“¿Qué cadáver?”, preguntó.
Dashvara realizó un vago ademán.
—Qué importa. Se construye, se le añade un poco de carne podrida de lo que sea, y apestará igual que si fuera un cadáver real.
“Mmpf. ¿Y, según tú, Todakwa no exigirá verte muerto?”
La pregunta le arrancó a Dashvara una mueca molesta.
—Puede salir mal —admitió—. Pero todo, en esta vida, puede salir mal. La ventaja es que, si funciona, Kuriag no quedará mal del todo y yo tendré más probabilidades de salir vivo. Es decir, muerto pero vivo —apuntó con suma diversión—. Pero para llevar a cabo el plan… te necesito, Tah.
La sombra no contestó de inmediato. Tras un instante, Dashvara percibió su sonrisa mental.
“Me alegra que estés vivo, Dash. Pues claro que voy a ayudarte. Voy a traerte esa llave. Pero será mejor que le diga todo a Kuriag…”
—No —lo cortó Dashvara—. Sólo si no consigues encontrar la llave… Verás, Kuriag no sabe mentir. Todakwa vería enseguida que hay algo raro. Cuéntale el plan al capitán y a Sashava. Sólo a ellos. Si el capitán considera necesario decirlo a los demás, que lo haga pero… no creo que sea una buena idea decírselo a… todos mis hermanos. Sólo lo justo para que tapen la vista a los demás mientras ocultan mi cadáver. La cuestión es encontrar una manera de convencer sin mostrar. Y pedirle a Kuriag que haga respetar la tradición xalya: ningún extranjero ha de ver el rostro del último señor de la estepa —pronunció con una sonrisilla—. No mientras este esté muerto. Y si Todakwa insiste en verme antes de salir… siempre puedo hacer de cadáver durante un rato hasta que…
Interrumpió de golpe sus divagaciones cuando su mano acertó a tocar un pequeño agujero al pie de la estatua del Ave Eterna. Lo tanteó y meneó la cabeza, mascullando:
—No veo ni un cascajo, pero esta podría ser la entrada.
Sintió una ligera energía a su lado. Tahisrán se había acercado. Surgió de pronto una luz tan tenue como las mariposas de luz que invocaba su naâsga y Dashvara pudo ver cinco dedos negros sosteniéndola… Tragándose el susto, inspeccionó el agujero con rapidez. La luz desapareció.
“Vaya”, gruñó Tahisrán. “Nunca se me han dado bien las armonías.”
Dashvara sonrió.
—No importa. Trae la llave y ya veremos si entra.
Sin contestar, Tahisrán se acercó más aún y comentó al fin:
“Seré mal armónico, pero soy buen perceptista. Y es curioso… Este agujero tiene una forma extraña.” Tras un silencio, resopló mentalmente. “Hay un sortilegio ahí dentro. Uno bastante sutil. Y complejo.”
Dashvara enarcó una ceja. Según Kuriag, la llave dorada estaba encantada. No era de extrañar, en tal caso, que la cerradura también lo estuviera. Lo que no le acababa de cuadrar era que los Antiguos Reyes usaran aberturas mágicas, con lo poco que les gustaba la magia…
Y qué sabrás tú sobre los Antiguos Reyes, Dash, si ignorabas incluso que eran demonios. Los libros no tienen por qué contar verdades.
Se atusó la barba un momento y, finalmente, espabiló.
—Entonces, ¿me traes esa llave, Tah?
La sombra emitió un sonido divertido. El enigma de aquella cerradura parecía haberlo animado.
“Enseguida vuelvo”, prometió.
Y se marchó. No bien se hubo ido, Dashvara lamentó no haberle pedido que le trajera alguna herramienta para quitarse la punta de la flecha. Jamás se había quitado una solo y dudaba de que pudiera hacerlo pero… hacerle venir a Tsu podía levantar sospechas.
Al mismo tiempo, si te desangras aquí, Dash, no vas a tener que fingir lo del cadáver.
Puso los ojos en blanco y, echando otro vistazo a su herida, hizo una mueca. No tenía ni un cuchillo para cortar la manga empapada de sangre y retirar la armadura de cuero. Intentó despegarla de la piel… y renunció casi de inmediato. Era inútil y sólo conseguía empeorar el dolor. El tiempo que regresara Tahisrán, se había quedado sentado al pie del Ave Eterna, junto a la cerradura, mareado, exasperado y sediento. Su moral subió un poco cuando la sombra le puso la llave dorada en la palma de la mano.
—Gracias, Tah —murmuró—. Qué haría sin ti…
“Pues probablemente habrías salido de la torre y ahora no estarían todos llorando tu muerte”, le replicó Tahisrán.
Dashvara tragó saliva. Vaya. Tahisrán tenía razón, en cierto modo, pero… Sin contestar, se enderezó pesadamente y, agarrando la llave con firmeza, iba a introducirla en la cerradura cuando Tahisrán insistió:
“¿Sabes, Dash? Los Xalyas están montando la guardia afuera… Y es posible que se extrañen de que no haya salido ya a decirles… si has muerto o no. Deberías dejarlos entrar. Al menos a Tsu. Estás herido. Tu plan no funcionará si vas dejando un reguero de sangre allá donde vayas.”
Dashvara frunció el ceño, caviló y asintió, cansado. Una vez más, Tahisrán tenía razón.
—Está bien —cedió—. Habla con el capitán y déjalo entrar con Tsu.
Percibió la sonrisa aliviada de Tahisrán.
“Voy volando.”
Dashvara meneó la cabeza y se guardó la llave. Más rápido de lo que esperaba, la puerta de la torre se abrió y varias siluetas entraron. Más de dos, constató con cierta exasperación. El capitán iba primero, con una vela encendida. Miflin cerró la puerta. En total, había entrado una buena decena. Al notar la sombra a su derecha, Dashvara masculló en un susurro:
—Discreto, y un cuerno.
Tahisrán emitió un gruñido inocente y burlón. Entonces, mientras el capitán avanzaba, entornando los ojos, tratando de ver en la oscuridad, Dashvara soltó con voz de ultratumba:
—El Ave Eterna de Nabakaji os saluda, Xalyas.
Los vio tensarse y se carcajeó por lo bajo, levantándose.
—¿Alguien tiene una cantimplora? Me muero de sed, hermanos. Y, por cierto, la flecha esta, Tsu, si no te importa quitármela…
Las palabras de Dashvara generaron resoplidos, comentarios, maldiciones y bendiciones. Tsu pronto estuvo a su lado y lo instó a tumbarse para poder curarlo. Mandó a Miflin a por agua, Arvara se vio asignar la tarea de mantener a Dashvara inmóvil cuando el drow comenzara la operación y, mientras tanto, el capitán, agachado junto a él, comentaba:
—Tah nos ha explicado tu plan. Sinceramente, Dash, no creo que funcione. Todakwa es un Esimeo. Un mago de la Muerte. Quién sabe, tal vez incluso sea capaz de saber de lejos que el cadáver que nos vamos a llevar no es el tuyo. Y levantaríamos sospechas enseguida, ya conoces a tu pueblo…
Tsu le palpó el brazo a Dashvara y este emitió un gruñido sordo, dejando de escuchar al capitán. Diablos, cómo dolía… Alguien le tendió un cinturón y lo mordió. La operación se realizó tan silenciosamente como se pudo. Mientras Tsu cacharreaba con su brazo e iba llenando cuencos de sangre, Dashvara trataba de centrar su mente en otra cosa. Su plan de salir de Aralika bajo forma de cadáver le iba pareciendo cada vez más descabellado y, al mismo tiempo, no se le ocurría ninguno mejor. Enviar a su pueblo a salvo al monte Bakhia bajo la protección de Kuriag hubiera sido una gran jugada.
Como se sentía desfallecer, temió perder consciencia, se quitó con esfuerzo el cinturón de la boca y graznó:
—Capitán…
Este se había quedado a su lado, sosteniéndole el brazo sano a modo de apoyo. Su expresión se animó cuando oyó a Dashvara.
—¿Sí, hijo?
Dashvara apretó los dientes, inspiró y soltó:
—Coge la llave que tengo en mi bolsillo. Y abre la puerta de la cripta. Tahisrán te enseñará dónde está. A lo mejor… hay algo interesante dentro.
Un relámpago de dolor le arrancó un grito ahogado y se apresuró a morder de nuevo el cinturón. Zorvun asentía, mirándolo con asombro.
—¿La cripta? —murmuró mientras rebuscaba en su bolsillo—. ¿La cripta de Nabakaji?
Dashvara asintió en silencio y el capitán sacó la llave. En ese momento, Tsu dijo con voz cargada de tensión:
—Voy a sacártela, Dash. Lumon, ¿puedes sujetarlo también? Aguanta.
Dashvara resopló y se le escapó el cinturón. Contestó con voz rígida y a la vez irónica:
—Qué más da si muero. Ya he resucitado dos veces y dicen que no hay dos sin tres… —Jadeó entrecortadamente con ojos lacrimosos y febriles—. Oh, Lia-dir-lá… ¿La vas a sacar ya?
Divisó la mirada sombría de Tsu. El drow recogió el cinturón y volvió a metérselo en la boca replicando:
—Deja de hablar, señor de la estepa.
El señor de la estepa dejó de hablar. Es más, cuando Tsu comenzó a retirar la punta de la flecha, su mente echó a volar como un ave y dejó de pensar. La oscuridad lo aplastó.