Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 3: El Ave Eterna
El muchacho del número doce tendió la mano y cogió el paquete.
—¿De parte de…?
—Atasiag Peykat.
El chaval suspiró y abrió la boca para llamar:
—¡Sarga! —Ladeó la cabeza, aguzando el oído, y puso los ojos en blanco—. ¡Sarga! ¿Conoces a un tipo llamado Atasiag Peykat? Es que soy nuevo por aquí —les explicó a ellos con tono normal.
Se oyeron ruidos de pasos y, finalmente, una hobbit, vestida como las típicas verduleras del mercado, apareció junto al chaval con una mano sobre la cadera y una expresión fruncida.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes son estos?
—Traen un montón de cartas de un tal Atasiag Peykat —resumió el chaval.
—Dame eso —gruñó Sarga, arrebatándole el paquete de las manos. Con ojos entornados, observó a Dashvara y a Tsu. Como estos hacían ya ademán de irse, los retuvo soltando—: ¡Un segundo! ¿Sabéis dónde reside ese condenado Atasiag?
Dashvara le dedicó una sonrisa irónica.
—En la cárcel.
Sarga agrandó los ojos como platos.
—Diablos.
—Ese Atasiag —intervino el chaval moreno con tono tranquilo—, ¿no será ese titiaka-agoskureño-esclavista del que me hablaste, verdad?
Sarga agitó una mano para acallarlo y señaló a Dashvara con el índice:
—¡Vosotros! No os vayáis. ¿Quiénes sois? Vuestros nombres.
Dashvara ya había bajado la pequeña escalinata hasta el patio. El tono imperativo de esa hobbit lo invitaba, más que a contestar, a salir de ahí sin una palabra. Le miró a Tsu antes de responder:
—Somos sirvientes de Atasiag Peykat.
—Mmpf. Vuestros nombres —insistió Sarga.
Dashvara se encogió de hombros.
—Dashvara y Tsu. De Xalya. Venimos de la estepa.
—¡Un placer! —intervino el chaval moreno, realizando una extraña reverencia—. Yo soy Api. Y esta es Sarga… ¡Au! —protestó cuando la hobbit le dio una colleja—. ¿Qué? Es natural que, si ellos se presentan, nos presentemos nosotros, ¿o me he perdido algo?
—Ellos son ellos y nosotros somos nosotros —subrayó Sarga entre dientes.
—Eso es verdad —aprobó Api, animado.
—Cállate.
El tal Api sonreía con burla. Sólo entonces Dashvara recordó dónde había oído ya el nombre de Sarga. En boca misma de Atasiag, cuando había metido la pata hablando de demonios. Oh, diablos… De pronto, sintió grandes ansias de marcharse.
—El placer es mío, Api y Sarga. Que paséis un buen día —les lanzó con rapidez. Se inclinó y les dio la espalda.
—¡Igualmente! —le replicó el chaval.
—¿Y qué hace Atasiag en la cárcel? —preguntó Sarga, alzando la voz.
Dashvara se giró a medias, encogiéndose de hombros.
—Lo arrestaron anoche. Todavía no sabemos por qué.
Los dejaron ahí y regresaron al albergue. Cuando llegaron, se encontraron con que Kuriag Dikaksunora ya se había ido a luchar valientemente contra los jueces. Los Xalyas, sentados afuera, en el patio, disfrutaban del sol y escuchaban con evidente deleite las palabras de Shokr Is Set. El Gran Sabio les estaba contando un cuento tradicional que hasta los bárbaros debían de conocer, pero ese Honyr tenía un don para contar historias y Dashvara no tardó en quedar atrapado por su narración sobre estrellas caídas del cielo, estepeños valientes y sabios filósofos.
Hacia el mediodía, se instalaban ya para comer en las cocinas cuando les vino el tal Dilen que les había acogido en el albergue el primer día. Se acercó con cara molesta.
—Disculpad, pero el propietario me manda deciros que vuestro amo no ha pagado aún el hospedaje de las últimas tres noches y que agradecería recibir al menos un vale.
Las miradas aburridas que recibió lo pusieron aún más nervioso. El capitán Zorvun se levantó de su asiento, replicando con solemnidad:
—Pues dile al propietario que no se preocupe, que Atasiag Peykat pagará con creces. Es un ciudadano de Titiaka, y uno grande. Sabrá recompensar a tu amo por cuidar de sus esclavos. Y ahora que no nos importunen más con esas historias.
Dilen asintió. Apenas salió de las cocinas, los Xalyas estallaron de risa.
—¡Brindemos por nuestro capitán! —exclamó Zamoy, alzando su vaso de agua.
Alabaron la ocurrencia de Zorvun y fueron hasta a convencer a un cocinero para que se les uniera con algún buen queso y unas botellas de vino para festejar el cumpleaños de los Trillizos, que ni cumplían ese día ni habían festejado su día de nacimiento en toda su vida, pero qué importaba: como bien decía Makarva, se trataba de integrarse en las costumbres republicanas.
De vuelta a las habitaciones, Dashvara intentó de nuevo buscar la bolsa de dinero en el cuarto de Atasiag, pero fue todo en vano. Una suerte que el capitán parecía haber convencido al propietario para que los dejaran tranquilos. Sólo cuando regresó al salón cayó en la cuenta de que había un estepeño al que no había visto aquella mañana: Zefrek de Shalussi. Extraño, ¿verdad? Se giró hacia Raxifar. El gran Akinoa se había puesto a echar la siesta después de la comida, siguiendo el ejemplo de la mayoría de los Xalyas. Viendo a Lumon sentado en una silla, perdido en sus pensamientos, se sentó junto a él y le dijo:
—Hey, Arquero. ¿Has visto a Zefrek esta mañana?
El Arquero frunció el ceño, meditó y negó con la cabeza.
—No.
—¡Yo lo vi! —intervino Shivara alegremente, sentado en el suelo con su peonza.
—¿En serio? ¿Salió?
El niño asintió.
—Me desperté de noche, porque tenía sed, y lo vi salir.
—¿Salió directamente?
Shivara se mordió los labios, como tratando de recordar.
—No, dio unas vueltas —dijo al fin. Señaló el corredor—. Fue por ahí como un zonámbulo. Mi papá era zonámbulo… Mi padre adoptivo —rectificó enseguida. Su mirada se hizo huidiza y retomó su juego, dándole vueltas a su peonza.
Dashvara dejó escapar un siseo bajo y Lumon lo miró con curiosidad.
—No has encontrado el dinero en el cuarto de Atasiag… ¿Crees que el Shalussi lo cogió?
Dashvara suspiró.
—Me gustaría creer que no. Dudo de que en esa bolsa hubiera suficiente para comprarse un caballo, un sable y víveres. Si la robó, es que es idiota.
—Es un Shalussi —replicó Lumon con una sonrisilla bromista.
Dashvara le devolvió una sonrisa ladeada.
—Diablos. Rokuish va a resultar ser el único Shalussi honrado. Pero no vayamos a acusar antes de tiempo —determinó.
Fue a echar la siesta con los demás y se puso luego a jugar a las katutas con Lumon y los Trillizos. Ni Zefrek, ni Kuriag, ni Yira aparecieron. Estaban con la quinta partida cuando oyeron pisadas lentas por el pasillo. Al ver a Lanamiag Korfú entrar en el salón, quedaron sobrecogidos. Más que un humano parecía un fantasma sostenido en pie los demonios sabían cómo.
La mirada del Legítimo se posó sobre cada Xalya con un desprecio evidente. Sus ojos refulgieron cuando reconoció a Dashvara como al asesino de su padre. Sin embargo, no se dirigió hacia él sino hacia su antiguo esclavo: Raxifar. El Akinoa se irguió ante él con los brazos cruzados. Fue difícil evaluar qué mirada, de los dos, emanaba más desdén.
—Miserable traidor —dijo el Korfú con sorprendente firmeza—. Si tuviera una espada, te decapitaría aquí mismo.
Dashvara espiró de sorpresa. Se preguntó hasta qué punto se daba cuenta el Legítimo de lo ridícula que sonaba su afirmación. Apenas podía tenerse en pie y estaba rodeado de guerreros estepeños. Su orgullo de ciudadano titiaka, más que inspirarle respeto, le arrancó una mueca de mofa.
—¡Lan! —exclamó una voz. Con una expresión entre enojada y exasperada, Fayrah se precipitó por el corredor y alcanzó al Korfú—. Cili misericordiosa, deja de decir bobadas y vuelve a tumbarte.
Lanamiag meneó la cabeza con lentitud y se giró esta vez hacia Dashvara. Este le sostuvo la mirada con un rostro impenetrable.
—Lan… —cuchicheó Fayrah, cada vez más alterada.
—Juro —dijo Lanamiag con fuerza—, juro por el honor de mi familia que acabaré con tu pueblo. Salvaje. Lo juro ante Cili y ante mis ancestros.
Dashvara captó la mirada suplicante de Fayrah y trató de no caldearse.
—Volvédmelo a decir cuando estéis en condiciones de sostener una espada… y de alinear dos pensamientos cuerdos. Excelencia —se burló.
La pálida piel de Lanamiag se cubrió de placas rojas y Dashvara hizo una mueca bajo la mirada fulminante de Fayrah.
—No lo provoques —le lanzó su hermana—. Aún está muy débil.
—Estoy bien —replicó el Legítimo con brusquedad—. Y, si no tuviera a esos bárbaros tan cerca, me repondría mucho más rápido. ¿Dónde está ese Dikaksunora?
—Fue al Tribunal, Excelencia —contestó Wassag con su habitual tono humilde.
—¿Así que Atasiag Peykat realmente fue enviado a prisión?
—Digamos que mucho me temo que es cierto, Excelencia.
—¿Ya se conoce la causa?
—Aún no, Excelencia.
—Mmpf. ¡Ve a buscarme papel y tinta! —ordenó—. He de escribir a la embajada.
Diciendo esto, se desinteresó de los estepeños y regresó a su cuarto, guiado por Fayrah. El rostro de esta reflejaba inquietud y determinación.
—Es una buena pieza —comentó Zamoy—. Me hubiera dicho lo que a ti, Dash, y le habría dado una buena patada.
—No me rebajaré a pegar a un enfermo —replicó Dashvara con desenfado. Recordando que Lanamiag Korfú ya le había dado una somanta de palos cuando él mismo estaba enfermo, sonrió con ironía y avanzó una ficha en el tablero.
Kuriag y Yira acabaron por regresar en medio de la séptima partida de katutas. Ante las miradas interrogantes de los Xalyas, Kuriag agitó la cabeza y declaró con voz no muy segura:
—El asunto va avanzando.
Eso fue todo. Tras desearles una buena tarde, fue a encerrarse en su cuarto. Echándole una ojeada divertida al capitán, Dashvara comentó:
—Tu yerno se explica como un libro abierto.
—Tal vez tu naâsga pueda iluminarnos —repuso Zorvun, girándose hacia Yira.
La sursha se encogió de hombros.
—Algo está haciendo. Pero no sé muy bien el qué. Ha ido a la embajada, al Tribunal, a la cárcel y a la Gran Biblioteca. Estuvo hablando tres horas con Atasiag y otras tantas con Asmoan de Gravia. Al menos parece que tiene ideas.
—¿Y dónde has estado tú? —inquirió Dashvara—. Te fuiste antes que Kuriag. De hecho, antes que todos.
—No antes que todos —lo corrigió la sursha.
Dashvara asintió, entendiendo.
—Zefrek —murmuró—. ¿Lo seguiste?
Los ojos de Yira se redujeron a una fina rendija.
—No pude evitarlo. Se conducía de una manera extraña. Estaba nervioso. Lo vi entrar en el cuarto de Atasiag.
—¡El ladrón! —exclamó Zamoy.
—Malditos Shalussis —gruñó Dashvara.
—¿Y por qué no nos despertaste? —preguntó el capitán.
—Porque quería saber adónde iba —contestó simplemente la sursha—. Me he llevado una sorpresa cuando he visto que alguien lo estaba esperando abajo, en el patio del albergue. Al principio, parecía como si se fueran a saltar al cuello para morderse. Pero luego se han puesto a hablar largo y tendido. No he podido oír lo que decían. Al de un buen rato, he visto al otro arrodillarse ante Zefrek.
—Costumbres shalussis —escupió Orafe el Gruñón—. Deberías haberle cortado la garganta cuando intentó matarte, Dash.
Dashvara se había quedado suspenso.
—Walek —reflexionó en voz alta—. Debe de ser él. Nos lo encontramos anoche, Shivara y yo. Aunque no me explico cómo ese bárbaro engreído puede haber aceptado a Zefrek como jefe… ¿Sabes qué hicieron después? —le preguntó a Yira.
La sursha puso cara molesta.
—No lo sé. En ese instante me mostré y le dije a Zefrek que devolviera el dinero robado.
—¿Lo devolvió?
—Sí. Incluso se disculpó por marcharse sin avisar y me pidió que te dijera que no olvidará nunca la ayuda de los Xalyas. Dijo que iba a reunir a su pueblo y que, para ello, necesitaba dinero. Entonces, decidí darle la mitad de lo que había en la bolsa. Veinte dragones.
—Nuestra señora de la estepa es generosa —observó Orafe con burla.
Dashvara lo fulminó con la mirada y el Gruñón alzó las manos con cara inocente.
—Nos cambia de la anterior, yo no digo nada —se defendió.
—¿Y qué diablos piensa hacer ese Shalussi con veinte dragones? —intervino Alta—. Como mucho se saca un sable simple.
Kodarah dejó escapar una risita irónica y dijo:
—Lo podrá usar para cargarse a Walek cuando ese intente otra vez venderlo a los civilizados.
Los Xalyas se pusieron a comentar el suceso todos a la vez y Dashvara meneó la cabeza, ensimismado. Entendía el acto de Zefrek, pero…
—Podría habérmelo explicado de viva voz —gruñó—. Le habría dado incluso la otra mitad de la bolsa si me hubiese convencido de sus intenciones.
Raxifar intervino con voz profunda:
—Que os esté agradecido no significa que confíe en vosotros. La desconfianza entre nuestros clanes parece ser una enfermedad incurable.
Dashvara entendió que no solamente lo decía por Zefrek sino también por los Xalyas.
—Las cosas pueden cambiar —replicó.
Raxifar echó un vistazo a los estepeños del salón. Algunos lo miraban con cara no muy amable. Sacudió la cabeza y, sin responder, salió de las habitaciones con andar tranquilo.
—Ese Akinoa se cree mejor que nosotros —refunfuñó Zamoy.
—Y tal vez lo sea —intervino Shokr Is Set.
Algunos Xalyas le devolvieron miradas confusas. Sin atreverse a darle la razón, Dashvara se concentró de nuevo en el juego de katutas.