Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
La respuesta de los Ragaïls llegó con tal prontitud que se hubiera dicho que habían previsto de antemano el estallido xalya. Rodearon a los dos grupos estepeños antes incluso de que los Xalyas más rápidos alcanzaran a los Akinoa. Casi sin pensarlo, Dashvara se precipitó hacia donde se encontraba Maef y lo estiró hacia atrás para evitar que se empalara en una de las lanzas ragaïls. Como no se serenaba, tuvo que darle un golpe en la cabeza. El gran Xalya no se desmayó, pero quedó lo suficientemente aturdido como para pararse a reflexionar.
—¿Quieres que nos maten a todos? —le siseó Dashvara.
Su furia aún hervía por dentro como un volcán en erupción pero la presencia de los Ragaïls le había recordado un punto esencial que jamás debería haber olvidado: era el señor de los Xalyas y no podía mandar a la muerte a sus hermanos de una manera tan tonta. Cruzó la mirada dura del capitán Zorvun y agachó la cabeza hacia la arena, avergonzado. Ahogó una maldición.
Tus impulsos acabarán perdiéndote, Dash…
—¡Tirad las armas al suelo! —vociferó el sargento ragaïl.
Con las cinco decenas de Ragaïls que los cercaban, ni al más loco se le hubiera ocurrido luchar. Sin embargo, los Xalyas no obedecieron enseguida: todos se giraron hacia el último señor de la estepa, esperando una orden. Ja. Por supuesto: en presencia de su señor, un Xalya jamás se rendía sin su consentimiento… Una costumbre estúpida.
Dashvara puso los ojos en blanco y dejó escapar los sables de sus manos.
—Vamos, tirad las armas, hermanos —dijo en común.
Segundos después, no quedó ni un Xalya armado. Los Akinoa, que se habían portado mucho menos salvajemente, posaron sus hachas en la arena y, tras apartar a los dos grupos de una veintena de pasos más, el sargento ladró:
—¡Soldados! Cualquier otro intento de causar la muerte será castigada con la pena capital, y esto con el consentimiento expreso tanto de Rayeshag Korfú como de Atasiag Peykat. Vuestra condición de trabajadores no os permite cumplir venganzas personales. Olvidad vuestras riñas pasadas, soldados. En la Arena, sólo se mata por consenso ciudadano. Estáis aquí para entrenaros.
Los observó a todos con ojos de dragón furioso. Dashvara hubiera querido abrir la boca para decirle: de acuerdo, tranquilo, no volverá a ocurrir. Pero no fue capaz. Hubiera sido proferir una asquerosa mentira.
—¿Crees que será suficiente? —preguntó el contramaestre Loxarios. Él y Yira se hallaban junto al Ragaïl, tensos y expectantes.
El sargento se encogió de hombros.
—Tal vez, pero no lo creo.
Lo tenían previsto desde el principio, comprendió Dashvara con un escalofrío. Lógicamente, Atasiag debía de estar al corriente ya de que el tal Rayeshag Korfú tenía a un grupo akinoa en su posesión. Los canallas les habían preparado un encuentro adrede. ¿Acaso esperaban que llegasen a algún acuerdo de paz? Dashvara fulminó uno a uno al sargento, al contramaestre y a Yira.
Podéis seguir soñando.
Finalmente, su mirada fue a fijarse en los guerreros negros, que observaban la escena con los brazos cruzados. ¿Qué diablos hacían unos Akinoa en Titiaka? La explicación más plausible era que, después de la muerte del clan xalya, los demás clanes hubiesen seguido luchando entre ellos y se hubiesen vendido como esclavos a los diumcilianos. Una mueca de puro desdén deformó el rostro de Dashvara. En doscientos años, esos salvajes habían logrado despoblar la estepa de Rócdinfer mil veces más eficazmente que el último Antiguo Rey tan odiado por todos.
El sargento ragaïl les ordenó a los Xalyas que se pusiesen en fila y los guardias se retiraron.
—Vais a permanecer así durante una hora —declaró—. No quiero oír hablar a nadie. El que se mueva o abra la boca recibirá cinco azotes. Luego, empezaréis a entrenaros con los guerreros de los Steliar.
Echó un vistazo general como para cerciorarse de que todo el mundo había entendido las consignas. Satisfecho, dio media vuelta y se alejó con el contramaestre Loxarios. Yira fue la única en permanecer junto a los Xalyas. No dijo nada, simplemente se quedó ahí, tan inmóvil como ellos. Bueno, incluso más inmóvil que ellos: las manos de Dashvara temblaban como las garras de un nadro rojo enfurecido.
Anda, Dash. Ya estuviste viviendo en un pueblo de Shalussis. Ahora, contrólate y recuerda que esos guerreros son hombres de un Legítimo de Titiaka aliado de Atasiag Peykat. No puedes tocarlos. No puedes matarlos. Y teóricamente ellos tampoco te pueden matar a ti. Teóricamente.
Los Akinoa empezaron a entrenarse contra los guerreros Steliar y Dashvara prefirió cerrar los ojos para no mirar. El sol golpeaba fuerte y sus pensamientos, aturdidos, acabaron dándole vueltas a los mismos recuerdos una y otra vez. El asedio del Torreón. La última defensa de los herederos de la estepa. Y la muerte. La muerte por todas partes. Los Xalyas habían caído uno a uno, la mayor parte bajo los golpes de los Akinoa y de su sanguinario troll.
Una inspiración entrecortada lo sacó de las macabras maldiciones que obnubilaban su mente. Abrió los ojos, sorprendido, y vio de reojo a Zamoy sollozando en silencio. El corazón le dio un vuelco. Su primer impulso fue el de darle al Calvo un fuerte abrazo fraternal para consolarlo; se contuvo justo a tiempo y tragó saliva.
Llora, primo: llorar por el pasado no mancilla ningún honor. Simplemente no sirve de nada.
Cruzó la mirada de Yira y le devolvió una expresión de indiferencia. A continuación, se dedicó a observar a los Akinoa. Parecían en forma y mejor alimentados que en la estepa. Uno de ellos acababa de derrotar a su adversario de los Steliar y, blandiendo su hacha, les enseñó a los Xalyas una sonrisa feroz.
Adelante, monstruo, sigue sonriendo. Acabas de probarme de nuevo cuán despiadados sois, vosotros los Akinoa. Se ven vuestros remordimientos a leguas.
De todos los combates que presenció Dashvara, no hubo ni uno que no ganaran los Akinoa.
Debía de haber pasado media hora cuando, de pronto, alguien se desplomó en la fila. Dashvara giró ligeramente la cabeza para constatar que se trataba de Morzif. Desafiando las consignas, Tsu se arrodilló junto al Herrero.
—¿Se ha desmayado? —preguntó uno de los guardias ragaïl, acercándose.
—Ayer recibió cuarenta azotes —explicó Tsu—. Y sus heridas se han vuelto a abrir. Por favor, soy médico, permitidme que me ocupe de él.
Sin más palabras, el Ragaïl hizo un gesto afirmativo, llamó a dos compañeros y estos arrastraron a Morzif fuera de la Arena, seguidos de Tsu. Con ojos penetrantes, el Ragaïl, antes de alejarse, pasó delante de todos los Xalyas como para recordarles que el castigo no había terminado todavía. Al menos esos Ragaïls no eran tan duros con sus castigos como Su Eminentísima Eminencia…
Dashvara se armó de paciencia y, cuando finalmente el sargento ragaïl volvió a aparecer en la Arena y les ordenó que recogieran sus armas abandonadas, creyó que se había quedado plantado ahí como una estaca.
—Recordadlo —soltó el sargento—: no quiero más enfrentamientos fuera de los entrenamientos.
Miró a Maef y luego giró sus ojos hacia Dashvara. Había entendido que este era alguien especial para los Xalyas y esperaba que impusiese cierto orden él mismo entre su gente. Dashvara asintió secamente mientras se incorporaba de nuevo con sus sables.
—Xalyas —dijo en oy'vat—. No perdamos la calma. No podemos atacar a los Akinoa con los federados delante. Han pasado tres años, podemos esperar un poco más.
—¿Esperar a qué? —gruñó Maef.
Dashvara hizo una mueca.
—Al momento propicio —respondió, turbado—. Es decir, no hoy.
Zamoy masculló:
—Si pudiese acabar con todos antes de que esos extranjeros me matasen a mí, por mi Ave Eterna juro que lo haría.
Dashvara miró al Calvo, sorprendido por la vehemencia de sus palabras. Un fuego de odio fulgía en sus ojos, despertado de golpe después de tres años de exilio. Orafe blandió alto su sable y bramó:
—¡Un guerrero xalya obedece a su Ave Eterna impartiendo justicia! —Con su arma, apuntó de lejos a los Akinoa, escupiendo en su dirección—. ¡Si muero, moriré al menos habiendo derramado sangre de perros traidores!
Una tensión mezcla de aversión y fatalismo se apoderó de los Xalyas. La sed de venganza los recorrió en una nueva oleada. Maef, Ged, Shurta y Pik fulminaron sombríamente a los Akinoa; Lumon meneó tristemente la cabeza… Las manos de Makarva temblaban empuñando sus sables como las de un niño aterrado pero decidido a seguir a sus hermanos a la muerte. El castigo impuesto por los Ragaïls no había servido absolutamente de nada para calmarlos. Dashvara cruzó entonces la mirada tranquila y expectante del capitán y entendió que esperaba algo de él.
Muy bien, capitán. ¿Qué quieres que les diga ahora? ¿Que más vale vivir sin honor que morir por una venganza tan miserable? Ni siquiera estoy convencido de ello, Zorvun. Quién sabe si, a fin de cuentas, no nos pasaremos el resto de nuestra vida sirviendo a los extranjeros. ¿Es acaso eso una vida para un Xalya? Atasiag Peykat agita ante nuestros ojos su promesa de libertad como un campesino utiliza un puñado de hierba apetitosa para hacer avanzar a su burro. Pero ¿quién nos dice cuándo el burro alcanzará su recompensa, capitán? Pueden pasar meses, años, lustros… El tiempo nos lo dirá, sin duda, si no morimos antes.
Su rostro se endureció.
Y no moriremos antes, se prometió. Mi Ave Eterna puede vacilar como el de mis hermanos, pero el Ave Eterna de nuestro clan nunca vacila.
Le salió un repentino bufido.
—¡Xalyas, escuchad! —tonó.
Bajo la mirada curiosa del sargento ragaïl, reculó unos pasos para tener a todos los Xalyas enfrente antes de declamar como el buen filósofo que era:
—Hermanos, no actuemos precipitadamente. Los Xalyas no somos animales alimentados por el odio como los Akinoa. Tenemos espíritu de justicia, tenemos dignidad, pero antes que nada somos hermanos y somos leales al Dahars. Morir ahora no resuelve nada. No resolvió nada en el Torreón de Xalya y no resolverá nada aquí. Si ponéis en peligro vuestra vida, ponéis en peligro la vida de vuestro clan. No lo olvidéis.
El capitán Zorvun le dedicó un movimiento de cejas elocuente, como recordándole que el primero en tener que aplicar una lección era quien la pronunciaba.
Tienes toda la razón, capitán.
Tenso como la cuerda de un arco, Dashvara resopló ruidosamente, les dio la espalda a sus hermanos y se dirigió hacia donde se encontraban los guerreros de Steliar. Con cierto alivio, constató que todos se habían puesto a seguirlo, incluida Yira. Le dedicó a esta última una mueca indefinible y siseó entre dientes:
—Si Atasiag y tú nos reserváis otra sorpresa de este tipo sin avisarnos, puedes estar segura de que tu eminencia acabará sintiéndolo.
Los ojos de Yira relampaguearon.
—No eres más que un salvaje, Dashvara de Xalya —murmuró—. Fayrah me advirtió de cómo reaccionaríais, pero no la creí hasta que… —Meneó la cabeza, guardando silencio y, por un instante, Dashvara se sintió abochornado. ¿Cómo debía sentirse una persona viendo a toda una tropa de barbudos abalanzándose hacia otros guerreros gritando como energúmenos? De repente, una diversión insana le arrancó una risa sardónica.
—Esos monstruos mataron a decenas de hombres de mi clan a hachazos, federada. Mataron a mi padre. Vi con mis propios ojos las hachas reducir al señor de los Xalyas en un cuerpo sin alma. —Marcó una pausa—. ¿Cómo querías que reaccionara?
La tristeza había velado los ojos de Yira.
—No lo sé —confesó con un hilo de voz y repitió—: No lo sé.
Dashvara enarcó una ceja, sorprendido de verla tan turbada. Carraspeó y bajó la vista hacia los sables que seguía empuñando.
—Bueno. ¿Así que Su Eminencia quiere que me entrene contigo?
—Entrénate antes con los guerreros de Steliar. Yo… de momento os miraré.
Sin esperar su respuesta, Yira realizó un gesto hacia los hombres de Steliar y se alejó hacia uno de los muros del terreno. En los minutos siguientes, más de un guerrero de Steliar miró a los Xalyas con aprensión. Parecían temer que sus nuevos adversarios sufriesen algún otro ataque de furia. Ninguno de los Xalyas estaba de humor para tranquilizarlos.
Los hombres de Steliar resultaron ser luchadores mediocres. Llevaban espadas largas y las manejaban más o menos con la misma habilidad que Miflin tres años atrás. Dashvara derrotó a su primer adversario rápidamente. Los pobres hombres de Steliar tuvieron que cargar con la rabia xalya en lugar de los Akinoa. Al de dos horas, ni un solo Xalya había perdido un combate. Cuando Dashvara obtuvo la rendición de su último adversario, se giró hacia los estepeños negros; estos se entrenaban como bestias a una buena treintena de pasos. Los siguió observando con cautela mientras caminaba hacia donde descansaban ya el capitán, Maef, Orafe, Kaldaka, Lumon y Alta. Ninguno de ellos hablaba, pero los ojos de Maef y Orafe ardían como fuegos. Se sentó junto a ellos, a la sombra del muro, y pasó una mano por su frente empapada de sudor.
—Mirad cómo se zurran entre ellos —comentó con una sonrisilla diabólica—. El señor Vifkan decía que son como trolls en miniatura. Por eso les va tan bien domar a las peores criaturas de Rócdinfer…
Calló de golpe al ver, asombrado, cómo uno de los Akinoa se separaba de los suyos para dirigirse hacia ellos. Se tensó, desconfiado.
—Esa cara me resulta familiar —murmuró Alta.
Dashvara lo miró, inquisitivo, y el Xalya apuntó con voz neutra:
—Recuerda que en el torreón yo trabajaba como mensajero además de palafrenero. Ese Akinoa… —marcó una pausa y terminó—: se parece mucho a Shiltapi, pero no es él.
—¿Su hijo? —sugirió Lumon.
Dashvara tragó saliva. ¿De verdad podía ser aquel gigante el hijo del jefe de los Akinoa? Orafe gruñó.
—Pues a mí me parecen todos iguales. Grandotes y con cara de locos.
—Y ahora se para —observó Kaldaka.
—Parece que está esperando a que uno de nosotros se le acerque —meditó Lumon.
—¿No pretenderá negociar? —refunfuñó Orafe.
—¡Ja, negociar! —rió Dashvara por lo bajo—. Esa sí que es buena… —Cruzó la mirada de Zorvun y se rebulló, molesto—. ¿Por qué me miras así, capitán?
Este se encogió de hombros.
—Tal vez tenga ese sujeto algo interesante que decir, ¿no crees?
Dashvara giró los ojos hacia el Akinoa que esperaba en medio de la Arena como una roca impertérrita. Arrugó la nariz.
—¿Me estás pidiendo que hable con él?
—Exacto.
Su actitud lo irritó pero… bueno, su capitán acababa de darle una orden, ¿verdad? Se levantó mascullando:
—Esto es una estupidez. No me va a decir nada interesante y lo sabes.
—Probablemente no —admitió el capitán—. Pero nosotros somos Xalyas, Dashvara. Siempre permitimos hablar a quien lo desea. Por cierto —añadió—, si no es demasiado pedirte, dile a ese salvaje que el capitán Zorvun de Xalya sigue vivo y que ha adquirido mucha práctica estos últimos tres años matando monstruos.
Dashvara levantó los ojos al cielo.
—¿Por qué no se lo dices tú de viva voz? Bah, eres un cobarde, capitán.
Empezó a alejarse y reprimió a duras penas una sonrisa al oír un gruñido y unos pasos detrás de él.
—Un cobarde, ¿eh? —lanzó el capitán mientras caminaba a su lado—. Veamos qué nos cuenta el monstruito.
Se detuvieron a una distancia respetable del Akinoa. El capitán habló primero, pasando a la lengua común:
—Ha sido toda una sorpresa encontrarse con unos Akinoa por Titiaka. No sé por qué, pensé que estaríais viviendo cómodamente en nuestro torreón usurpado.
El Akinoa inspiró por la nariz sin descruzar sus forzudos brazos. En su antebrazo derecho, relucía el Círculo Azul de los Korfú. Y justo debajo, en el mismo lugar en que Dashvara tenía el escarabajo de los Condenados, aparecía la flecha blanca de los esclavos mineros, con el contrasello. Se decía que la vida de los mineros era todavía más infernal que la de los Condenados… Dashvara entornó los ojos e intentó, en vano, leer los números desde donde se encontraba: algunos le hubieran indicado la fecha en que cada sello había sido aplicado.
El salvaje tardó en contestar pero, finalmente, abrió sus gruesos belfos y dijo con voz profunda:
—Vuestro torreón, Xalya, acabó destruido. Los Esimeos lo atacaron hace dos primaveras. Dejaron solo ruinas.
Sus ojos los escudriñaron. ¿Acaso esperaba ver aflicción en sus rostros? Ni Zorvun ni Dashvara se inmutaron. No es un puñado de rocas lo que nos importa, Akinoa, sino la gente que había dentro. Tal vez no seas capaz de entenderlo.
—Así que los Esimeos se han vuelto los reyes de la estepa, ¿eh? —graznó Zorvun.
El Akinoa escupió a la arena.
—Los Esimeos son todavía más traicioneros que vosotros, Xalyas.
Dashvara esbozó una sonrisa sarcástica.
—¿Que nosotros? —retrucó—. ¿Quién se alió con ellos para aniquilarnos, Akinoa? Recuerda que los señores de la estepa fueron mucho más clementes con vosotros que los Esimeos. Permitieron que os instalaseis en los límites de sus tierras. No os esclavizaron y os dejaron vivir en paz.
El Akinoa volvió a escupir.
—Mentira. Nos arrinconasteis en el desierto. Nos matasteis de hambre.
—Y vosotros nos matasteis a hachazos —replicó vivamente Dashvara—. No sois mejores que nosotros.
El Akinoa entrecerró los ojos, escudriñando el rostro de Dashvara. Zorvun intervino:
—Estás hablando con el señor de los Xalyas, Akinoa. El último señor de la estepa. Según el antiguo código de Rócdinfer, le debes lealtad.
Su tono era claramente burlón. El Akinoa siseó y, por un momento, Dashvara temió que Zorvun hubiese tentado demasiado los nervios de la bestia.
—El último señor de los Xalyas murió —bufó—. Mi propio padre le rebanó la cabeza y la plantó en una pica, como hicisteis vosotros con mi bisabuelo.
Sin lugar a dudas, era el hijo de Shiltapi de Akinoa. Dashvara sostuvo su mirada, manando una furia fría. Sus palabras martillaban su corazón como una cascada de flechas explosivas. Al fin, su garganta se desbloqueó y cuando contestó le salió una voz tan helada que lo asustó a él mismo.
—Soy el hijo primogénito del señor Vifkan. Y te juro, Raxifar hijo de Shiltapi, que a mi vez le rebanaré la cabeza a tu padre el día en que me lo encuentre.
Y luego me la rebanarán a mí, para variar…, pensó con ironía. Lo que hay que hacer para conservar las costumbres.
El Akinoa le mostró los dientes con ferocidad.
—Ya no te lo encontrarás, rata Xalya. Shiltapi murió. Lo mataron los Shalussis. Ahora bien, si quieres que fijemos un día para matarnos, adelante. Mi corazón latirá en el paraíso cuando haya acabado contigo y con tu sangre infame.
Dashvara enarcó una ceja. Nunca hubiera imaginado conversar tan largamente con un Akinoa.
—¿Así que vosotros, los Akinoa, os vais a un paraíso cuando morís? —inquirió.
El salvaje sonrió con frialdad.
—Tu pregunta demuestra tu ignorancia, Xalya. Nosotros servimos a Akinoa. Somos siervos del más grande de los guerreros que hubo en este mundo. —Echó un vistazo hacia el brazo tatuado de Dashvara—. Sólo le servimos a él y morimos por él. Todos los que no lo sirven van a los infiernos. Tú y todos los tuyos iréis a los infiernos pase lo que pase.
Dashvara asintió gravemente.
—Ya veo. Lamento informarte, sin embargo, de que ahora no estás sirviendo precisamente a tu dios, sino a un diumciliano llamado Rayeshag Korfú. Eso no debe de gustarle mucho a Akinoa, ¿verdad? Mira, sólo nos veo una salida que pueda hacernos felices a ambos. Tú dejas de servir a tu amo, te mueres y te vas al paraíso y yo sigo viviendo aquí todo lo que puedo. —Le dedicó una sonrisa desapasionada—. ¿Se te ocurre algo mejor?
Raxifar descruzó al fin los brazos y Dashvara hizo un esfuerzo para no retroceder. Estaba a una distancia del todo respetable: no podía alcanzarlo tomándolo por sorpresa. El Akinoa clavó su mirada en la suya. Tardó en responder y cuando lo hizo su respuesta fue concisa:
—No estamos en la estepa. Trabajemos juntos para liberarnos, robemos un barco, regresemos a Rócdinfer, y ahí arreglaremos las cuentas.
Sin previo aviso, Dashvara dejó escapar una carcajada. La propuesta de Raxifar era ridícula.
—¿Te estás burlando de nosotros? —Miró de reojo al capitán. El rostro de este reflejaba incredulidad—. Vamos, Raxifar hijo de Shiltapi, ¿quién se cree que serías capaz de no traicionarnos a la mínima? Además, ¿de dónde te sacas que nosotros queramos regresar a la estepa? Según dices, no tenemos ni un torreón que nos aguarde ahí. Y sólo somos veintidós. Con eso ya no se funda un verdadero clan, Raxifar. —Le sostuvo la mirada con orgullo—. Sí, lo conseguisteis, salvajes. Conseguisteis lo que queríais. Acabasteis con todos los clanes descendientes de los Antiguos Reyes. Ahora, dejadnos en paz. Lo que oyes —afirmó al ver un destello sorprendido en los ojos de Raxifar—. No intentaré nada contra ti, si tú haces lo mismo. Un sabio shalussi me dijo un día: yo juzgo a los hombres por lo que son y no por lo que representan. No te conozco. Hubiera matado a Shiltapi gustoso, pero no veo por qué mataría a un hijo por los crímenes de su padre. Es posible que, si te conociese más, cambiase de opinión. Por eso te aconsejo que no vuelvas a dirigirme la palabra. Si oigo un insulto hacia un hermano mío, una amenaza grave o una broma de mal gusto sobre nuestros muertos, puedes estar seguro de que cambiaré de opinión. Mientras tanto, te doy mi palabra de que ninguno de mis hermanos intentará nada contra vosotros.
El Akinoa lo escrutó largo rato antes de asentir con lentitud y volver a cruzar los brazos.
—Me parece correcto y más sabio de lo que hubiera podido esperar de un hombre xalya. —Como Dashvara hacía un gesto seco de despedida, añadió—: Por cierto, nosotros jamás nos burlamos de los muertos. —Esbozó una sonrisa—. No nos gusta hablar mal de los ausentes.
Les dio la espalda y se alejó hacia su gente. El capitán Zorvun se pasó una mano por el cuello brillante de sudor.
—Ave Eterna, Dash. Debo decir que no me lo esperaba. Yo estaba preparándome para cogerte del cuello antes de que perdieras los nervios y fueras a estrangularlo, y tú vas y le ofreces un acuerdo de paz. Y, para colmo, el salvaje lo acepta.
—Una tregua —lo corrigió Dashvara, relajándose a ojos vistas—. Me temo que esto es sólo una tregua. —Cruzó la mirada de Zorvun y cerró brevemente los ojos antes de añadir en voz baja—: Estoy cansado, capitán. Cansado de tanta guerra. Y creo que Raxifar también lo está. Los Akinoa son humanos, no monstruos. Durante las batallas se convierten en unos animales, es cierto, pero… ¿acaso nosotros actuamos de manera diferente? Ellos buscaban unas tierras donde vivir sin tener que pasar hambre todos los años y nosotros los expulsábamos siempre de las nuestras. Hubiéramos sido más sabios aceptándolos en nuestro clan. Mi padre hubiera sido más sabio aceptando la rendición durante el asedio. Sabía que no resistiríamos y, así y todo, persistió y arrastró a todo su pueblo a la muerte. Su orgullo fue más fuerte que su lealtad al clan. —Se pasó la lengua por sus labios resecos—. Yo no cometeré el mismo error, capitán.
Zorvun asintió con calma y le palmeó la espalda.
—Creo que eres un buen señor, Dashvara.
Él lo miró con sorna.
—Dime, capitán, ¿por qué insistes tanto en hacerme señor de los Xalyas?
Zorvun sonrió mientras se encaminaban hacia sus hermanos.
—No insisto en convertirte en nada que no seas, hijo. —Se detuvo y su mirada pasó de los Trillizos a Maef, a Lumon y al resto—. Míralos, Dashvara. Este es tu pueblo. Siéntete orgulloso de él, porque lo merece. En el fondo, no somos esclavos. No somos ni siquiera hombres derrotados. Todos seguimos siendo Xalyas, como lo hemos sido siempre. Recordamos las largas baladas de los Antiguos. Compartimos las mismas lecciones de vida. Y tanto en las épocas fáciles como en las difíciles permanecemos siempre leales al Ave Eterna de nuestro clan. —Meneó la cabeza—. Pero esa Ave Eterna, Dash, a veces requiere una pequeña ayuda. Yo no soy más que un maestro de armas y un capitán. Sólo sé levantar la moral de los soldados antes de la batalla y dirigirlos de manera que no pierda demasiados. Eso es lo que he hecho toda mi vida. Los Xalyas confían en mí cuando se trata de luchar. Pero no soy un señor para ellos. En cambio, tú representas todo a lo que quieren aferrarse. Eres el último descendiente de los señores de la estepa. Tú representas el Dahars. Tus órdenes muestran el camino correcto.
Dashvara se quedó mirándolo, anonadado. Lo más increíble era que Zorvun parecía estar hablando en serio. Se sintió de pronto como ahogado por un barril de aceite.
—Que el Ave Eterna me guíe —resopló—, mis órdenes no son el camino de nada. Conozco la tradición y sé lo tozudos que pueden llegar a ser los Xalyas acatándola. Pero estamos fuera de la estepa. Las cosas han cambiado. Uno no puede vivir siempre conservando costumbres de tiempos inmemoriales que no tienen ya fundamento.
Los ojos del capitán Zorvun chispearon.
—Creía que la cuestión estaba zanjada, hijo. Precisamente porque ya no tenemos hogar tu deber es el de ayudar a tu pueblo a conservar su Ave Eterna intacta. Debes mantener el clan unido y proteger el Dahars y su tradición, como todos los señores de la estepa deberían haberlo hecho. Y te aseguro que no te pediría que fueras señor de nada si no supiera que eres capaz de cargar con tu responsabilidad. Has demostrado serlo hablando con ese Akinoa.
Dashvara no se atrevió a poner cara dubitativa. Se contentó con asentir suavemente y murmurar con voz ronca:
—Me honra tu confianza, capitán.
Zorvun sonrió y le dio unos golpecitos en el hombro.
—Sólo te recuerdo una lección que sin duda te enseñó el shaard hace ya muchos años, mi señor.
Dashvara se estremeció al oír el apelativo. Minutos antes, le hubiera parecido una broma que el capitán, un hombre de más de setenta años que le había estado dando órdenes durante toda su vida de patrulla, le llamase «mi señor». Ahora le pareció simplemente… extraño. Pero justificado.
Justificado por la sempiterna e inquebrantable tradición, suspiró mentalmente.
—Creo que la federada está esperándote —comentó de pronto Zorvun.
Dashvara alzó una ceja y se giró para ver a Yira de pie a una veintena de pasos, con un sable negro en la mano. Se alejó, dejando a Zorvun repetir la conversación con Raxifar de Akinoa, desenvainó uno de los sables y se detuvo a unos cuantos pasos de la federada. Los ojos de esta rezumaban una serenidad hechizante.
—¿Puedo preguntarte algo? —soltó de pronto Dashvara—. ¿Qué es para ti lo que convierte a un hombre en un salvaje?
Yira lo observó unos instantes antes de responder con firmeza:
—La falta de autocontrol. La crueldad inconsciente. Lo impredecible. Un salvaje actúa sin importarle las consecuencias de sus actos.
Dashvara asintió, pensativo.
—De modo que eso soy para ti. Un salvaje.
—Así te has comportado antes —replicó Yira con calma—. Los actos son los que definen a una persona.
Dashvara sonrió con tristeza.
—Cierto. A veces, un hombre deja de pensar con la cabeza y piensa con el corazón. Y, lógicamente, de esa forma, no puede salir nada muy sensato. No hay nada más salvaje que un corazón.
Yira sacudió la cabeza y Dashvara se sonrojó levemente. Estaba demasiado acostumbrado a meditar delante de sus hermanos y había olvidado que tal vez no todo el mundo estuviese dispuesto a escuchar sus delirios.
—Bueno —carraspeó, empuñando mejor el sable—. ¿Preparada?
—Puedes sacar los dos sables —dijo Yira al fin.
—Tú sólo tienes uno —objetó Dashvara.
Los ojos de Yira sonrieron.
—La otra mano también está armada, aunque no lo veas. ¿Listo?
Dashvara frunció el ceño pero sacó de todos modos el otro sable.
—Listo.