Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Se pasaron tres horas barriendo el patio y sacándole brillo al mármol de los corredores porticados. “No vais a limpiar mi casa”, había dicho Atasiag. Ja. Primera mentira.
Dashvara estaba estrujando un trapo en un cubo cuando llegó el contramaestre Loxarios por el portal, seguido de su moloso fiel. El federado avanzó unos pasos con las manos a la espalda, dio una vuelta entera por el patio y, finalmente, se lo quedó observando con sus ojos verdes. Dashvara le sostuvo la mirada durante unos segundos, hasta que creyó percibir un pliegue peligroso formándose en su rostro. Bajó de nuevo la vista hacia su cubo. No servía de nada mostrarse impertinente sin razón.
Al fin y al cabo, todas las personas de esta casa son tu familia, añadió una vocecita chistosa en su mente. El tío Serl, el tío Lox, y nuestro gentil padre, Atasiag.
Malditos sean.
Siguió frotando durante varios minutos antes de que el contramaestre Loxarios ladrase de pronto:
—Tú, el de las muletas, levántate. —Todos suspendieron sus movimientos para ver a Sashava dejar su trapo y ponerse en pie con el orgullo de un Xalya—. ¿Cómo te llamas?
—Sashava de Xalya.
Su tono sonaba claramente hostil y Dashvara suspiró para sus adentros: la diplomacia nunca había congeniado muy bien con el espíritu de Sashava. El contramaestre Loxarios le hizo una señal para que se acercara y el viejo Xalya avanzó con sus muletas; cuando se detuvo ante él, tuvo que alzar la vista: el federado le llevaba una cabeza.
—Su Eminencia te ha encontrado un puesto como secretario —declaró este—. Te acompañaré a casa del registrador para que certifique tus competencias. Me han dicho que todos aquí sabéis leer y escribir. Bien. Wassag —ladró—, ve a los muelles y controla que los demás Xalyas regresen pronto. Es decir, que regresen ahora. Deberían haber vuelto ya. —El guardián asintió y salió corriendo. El contramaestre agregó—: Vosotros seguid trabajando hasta que vuelvan. Quiero que dentro de una hora estéis listos para salir. Sashava, por aquí.
Sashava abrió la boca y, para asombro de Dashvara, la volvió a cerrar sin haber proferido queja alguna. Siguió a Loxarios y su perro fuera de la casa con cara de entierro y ojos centelleantes. Dashvara adivinaba sin dificultad sus pensamientos: él que había sido guerrero toda su vida, ¿se iba a dedicar ahora a luchar con plumas y papeles?
Ojalá todos luchásemos con plumas, anciano.
El patio se halló de pronto como muy vacío. Cuando Dashvara se percató de ello, sintió su corazón latir más aprisa. Todos los extranjeros se habían marchado. Wassag ya no los vigilaba y Lox no volvería hasta pasada una hora. Ya nada le impedía meterse en la vivienda de Atasiag para hablar con su hermana. Movido por una impaciencia nerviosa, se incorporó… y cruzó la mirada del viejo Leoshu, sentado en la entrada. Dejó escapar un gruñido. Ese maldito belarco… Contrariado, volvió a arrodillarse con el trapo y reanudó su tarea de limpieza. Discretamente, fue dirigiéndose hacia el fondo del corredor.
Cuando pasó junto a Boron, este levantó los ojos al cielo.
—Dash, el belarco te está mirando.
Dashvara estrujó el trapo con su puño.
—Maldita sea, y qué me importa —soltó de pronto.
Se levantó y se dirigió directamente hacia la puerta principal. Sonó una exclamación sorprendida a su espalda. La ignoró. Alcanzó la escalinata, llegó a la puerta y tendió la mano hacia la manilla imaginándose ya a Fayrah corriendo hacia él para darle un abrazo… Entonces, como salido de la nada, el filo de un sable negro lo obligó a detenerse. Observó la hoja durante un par de segundos, el tiempo de ahogar a medias su frustración, y antes siquiera de girarse, suspiró:
—Yira…
Se volvió al fin y topó con dos ojos rasgados y negros como la noche. Los cercaba una piel casi tan pálida como la Luna. Era lo único que se veía de su rostro, el resto estaba totalmente embozado con un pañuelo negro.
—Bien. —Dashvara apartó la mano de la manilla pero no reculó—. ¿Todavía sigues escondiendo tu rostro, eh?
—Y tú todavía sigues queriendo entrar en un lugar prohibido —replicó Yira.
—Al menos ahora veo tus ojos —se alegró Dashvara.
—Al menos ahora estás de mejor humor —lanzó ella.
Dashvara sonrió.
—¿Eso crees?
—Si no, no sonreirías.
Dashvara se encogió de hombros.
—Soy capaz de sonreír en las circunstancias más improbables, federada. Mis hermanos son testigos. —Volvió a cruzar su mirada y vaciló—. Qué raro que no me eches a patadas de delante de esta puerta.
—¿Debería? —Los ojos de Yira sonreían.
Dashvara bajó la vista hacia el trapo que seguía llevando en la mano.
—Ciertamente, no —confesó—. Sólo estaba limpiando el suelo. No hace falta que me amenaces con tu extraño sable.
Un destello pasó por los ojos de Yira. ¿Tristeza? ¿Decepción? Dashvara no lo supo con certeza. En cualquier caso, envainó de nuevo su arma y realizó un gesto hacia el suelo.
—Es todo tuyo.
Dashvara enarcó una ceja y, para su propia sorpresa, fue a buscar el cubo y empezó a limpiar el suelo, ante la puerta. Yira había desaparecido. Escudriñó las columnas, perplejo. ¿Acaso se había marchado? Tras varios minutos de titubeos y observación, estrujó su trapo e iba a levantarse para deslizarse discretamente hacia la puerta cuando oyó un súbito:
—No porque no me veas no estoy cerca de ti.
Dashvara se sobresaltó y paseó a su alrededor una mirada desconcertada. ¿Dónde…? Al fin, vio su silueta fundida con una de las columnas de la galería. Pestañeó, creyendo que su visión se había alterado como en un sueño. Parecía como si… como si… Al instante, su ropa grisácea cambió de color y recuperó su tonalidad negra. Dashvara se quedó boquiabierto. Ave Eterna… ¿Estoy volviéndome loco? Farfulló y pronunció unas palabras ininteligibles que ni para él cobraron sentido. Yira rió por lo bajo, acercándose.
—Sólo son armonías, Xalya. Sortilegios de ilusión. ¿Nunca viste antes uno de estos trucos? —De espaldas al patio, alzó la mano y apareció en su palma una columna de humo rojo que revoloteó hasta extinguirse.
Dashvara frunció el ceño y, tomando a Yira por sorpresa, le cogió la mano enguantada y la inspeccionó mientras se levantaba. Sólo pudo echarle un vistazo rápido: Yira retrocedió bruscamente, como un pájaro huidizo.
—¿Es magia? —preguntó.
Yira asintió y señaló el suelo en silencio. Dashvara pilló el mensaje: si quería seguir hablando con ella, ni se le preguntaba por sus embozos ni se la tocaba. Con un suspiro, volvió a arrodillarse en el mármol y siguió trabajando.
—Las armonías son artes celmistas —dijo al fin Yira—. Una de las artes menos costosas, aunque no de las más sencillas. Son sólo ilusiones, pero unas ilusiones pueden ser más eficaces que cualquier otro sortilegio. Los guardias ragaïl las usan para combatir.
Dashvara se contentó con asentir con la cabeza. Si bien recordaba, los Ragaïls eran la guardia de élite de Titiaka y gozaban de un enorme prestigio. No era de extrañar que, además de ser buenos luchadores, fueran magos o ilusionistas o lo que fuera. Hubo un largo silencio antes de que lo rompiese ella otra vez con voz insegura:
—Tus hermanos van a venir dentro de poco. Y Atasiag tampoco tardará en llegar. Deberías vaciar ese cubo afuera e ir a comer.
Dashvara puso cara sorprendida.
—¿A comer? Pero si todavía no es ni mediodía.
Un destello burlón pasó por los ojos de Yira.
—Tal vez. Pero saldremos poco después de mediodía.
Aquellas palabras lo dejaron sobrecogido.
—¿Saldremos? —repitió.
Yira se cruzó de brazos, asintió y realizó un gesto de cabeza hacia el patio.
—Ve, por favor. No quiero que Atasiag te vea tan cerca de la puerta principal.
Dashvara resopló y se levantó con el cubo.
—Me encanta cuando me explican las cosas claramente.
Yira no contestó. Pero lo hizo una voz acuciante detrás de la puerta.
—¡Dash! Dash, ¿sigues ahí?
Dashvara por poco no tiró el cubo con el agua sucia. Percibió claramente el suspiro cansado de Yira, pero lo ignoró. Por un momento, estuvo a punto de abalanzarse hacia la puerta. Tuvo que luchar contra los demonios de su instinto para controlarse.
—Fayrah —jadeó—. Sí, aquí estoy.
—¡Dash! Oh, Dash. ¡Te he echado tanto de menos! —La puerta ensordecía la voz temblorosa de su hermana—. Yo… pensé que no volvería a verte nunca. Cuando Atasiag me dijo que seguías vivo y que estabas en el Cantón de Atria, no lo dejé en paz hasta que me prometió que os sacaría de ahí. Fue tan…
Dashvara la cortó con impaciencia.
—¿Cómo estás, hermana?
La respuesta tardó en llegar.
—Bien. Muy bien. Pero es a ti a quien debería preguntártelo. Estos tres años…
Las palabras murieron detrás de la puerta. Dashvara sacudió la cabeza.
—Estoy bien, hermana. No te preocupes por mí.
Entonces, oyó ruidos de voces a su espalda.
—¡Por la Serenidad! —se agitó Yira, nerviosa—. Es Atasiag. Vete ya, Dashvara, o sospechará algo. Se supone que estoy aquí para proteger la casa.
Dashvara se giró para comprobar que, efectivamente, Atasiag se despedía de sus seguidores junto al portal. Ignorando la mirada exasperada de Yira, se acercó y posó el cubo junto a la puerta.
—Hermana. Ya que Atasiag parece hacerte más caso que a mí, ¿podrías preguntarle qué sentido tiene impedirme que hable contigo? Al menos que me dé una respuesta consistente.
Fayrah no contestó y Dashvara se preguntó si había oído siquiera la pregunta.
—¿Hermana?
—Se ha marchado —apuntó Yira con paciencia—. Es más prudente que tú. Y ahora, reza por que Atasiag no se enfade contigo. Te ha visto.
Dashvara le echó una mirada aburrida.
—¿Crees que me importa?
—Si eres listo, debería importarte —afirmó ella.
No añadió nada más, se fundió de nuevo entre las columnas y Dashvara la perdió de vista. Escoltado por Arvara y Miflin, Atasiag llegaba ya junto a la escalinata.
—Bien —decía—. Os habéis comportado muy bien. Una vez aquí, tenéis que esperar siempre a que os despida. Este gesto —levantó una mano por encima de su hombro— significa que podéis retiraros.
El Gigante y el Poeta dudaron un instante, le echaron un vistazo curioso a Dashvara, resoplaron silenciosamente y, al fin, se marcharon a paso rápido hacia donde se encontraba el capitán.
Dejadme adivinarlo: os lo habéis pasado en grande en la Plaza del Homenaje, ¿verdad?
Dashvara borró su sonrisa irónica cuando se topó con la mirada pensativa de Atasiag. Sin una palabra, el federado subió la escalinata, pasó junto a él y abrió la puerta; esta no estaba ni cerrada con llave. Sólo entonces se giró hacia Dashvara.
—No sé por qué, tengo la impresión de que me quieres decir algo, Filósofo. ¿Alguna lección moral, tal vez?
Dashvara le dedicó una sonrisa torva y replicó:
—Un hombre con un Ave Eterna digna sabe encontrar las lecciones morales por sí solo. Mejor: sabe aplicárselas.
Atasiag sonrió sin la falsedad que usaba ante sus seguidores.
—Tus palabras son refrescantes —confesó—. Deduzco de esto que todavía no has dado el «Ave Eterna» de tu amo por perdida. —Hizo girar en su mano el bastón de mando hasta que pareció tomar una decisión—. Vuelve a las cuatro aquí. Te permitiré ver a la persona que quieres ver. —Sonrió ante la satisfacción evidente de Dashvara y agregó—: Luego te conduciré a ver a una persona a la que tal vez no quieras ver.
Dashvara entornó un ojo, alarmado.
—¿De quién se trata?
Atasiag chasqueó la lengua e iba a cerrar la puerta detrás de él cuando Dashvara bloqueó el batiente con la bota e insistió:
—¿De quién se trata?
Enseguida, el rostro de Atasiag se endureció. Señaló su pecho con el bastón de mando.
—Repórtate, Filósofo. Olvidas con quién estás hablando. Se diría que no se puede discutir contigo sin que olvides tu sitio. ¿Quieres que reconsidere mi propuesta?
Dashvara reculó, tratándose de idiota.
—No, Eminencia.
Atasiag arqueó una ceja.
—¿Yira? —llamó.
Su pupila se materializó tan rápido junto a Dashvara que este reprimió un resoplido de sorpresa.
—¿Sí, padre? —preguntó Yira.
Atasiag sonrió con una mueca divertida.
—Machácalo todo lo que puedas en el entrenamiento.
Cerró la puerta sin esperar a que Yira contestase. Dashvara miró a la embozada con curiosidad.
—¿Entrenamiento? —repitió—. ¿Qué entrenamiento?
Yira le señaló el patio. Los diez Xalyas que venían de los muelles acababan de llegar. Varios portaban grandes sacos alargados. Los depositaron en el suelo y antes incluso de que enseñaran lo que había dentro a sus compañeros curiosos, Dashvara pronunció:
—¿Armas?
Yira asintió.
—Todo Consejero tiene una guardia personal y, como candidato a Consejero, Su Eminencia no debe ser la excepción. Algunas guardias personales son pura ornamentación —admitió—. No cualquiera puede permitirse entrenarlas y equiparlas debidamente. Lo cual es una pena porque en estos tiempos que corren nunca está de más tomar ciertas precauciones. —Sus ojos rasgados sonrieron—. Ve a comer con los demás: en cuanto vuelva Lox, os guiaremos a la Arena para vuestro primer entrenamiento. Los próximos días, iréis solos. Ahí van algunas guardias de familias reputadas. Te prevengo, algunos son antiguos auxiliares de los Ragaïls. Son grandes luchadores.
Dashvara meneó la cabeza sin sentirse especialmente entusiasmado. No le importaba entrenarse con sus compañeros, pero ¿contra unos extranjeros?
Reprimiendo un suspiro, bajó la escalinata y atravesó el patio. Makarva y Taw acababan de llegar también y se acercaban transportando la tabla con todas las cestas llenas. Ambos avanzaban resoplando y Dashvara y Arvara se apresuraron a ayudarlos a llevar la carga hasta la despensa. Parecían llevar sacos con piedras.
—¿Qué tal el gran mercado? —inquirió Dashvara.
Los ojos de Makarva relucieron.
—Increíble. Gente por todas partes, artículos delirantes, muchachas más bellas que las princesas de los cuentos y una explosión de sentidos. Incluso le ha parecido ruidoso a Taw, ¿verdad, Taw?
El medio sordo asintió.
—Todavía me zumban los oídos de tanto griterío.
—Y hemos sido testigos de una pelea —agregó Makarva con ojos burlones—. Aunque no han llegado demasiado a las manos.
—¿Demasiado? —repitió Dashvara, intrigado.
—Es decir —explicó su amigo con soltura—, eran dos bandas de ciudadanos. Se han tirado de las pelucas, pero no han desenvainado las espadas, ¡y cómo se gritaban! —Sacudió la mano resoplando—. Uno decía: maldito Unitario de mierda, voy a arrancarte los ojos, mendigo zarrapastroso, parásito, y unas cuantas palabras refinadas del estilo. Estos titiakas son unos malhablados.
—¿Y qué le ha contestado el otro? —sonrió Dashvara, divertido.
—Que se vaya al… ¿cómo era, Taw?
—Al abismo infernal de los Cuatro Tritones —lo ayudó Tawrrus—. O algo parecido.
—Y mandó a la Federación a pasearse por los vientos del norte —completó alegremente Makarva—. Y algo más añadió, aunque no sabría repetírtelo sin faltar al decoro. Luego ha cerrado la boca cuando pasaba por ahí una patrulla de milicianos. Uno de sus amigos le ha aconsejado que saliera corriendo con ellos y la tropa Unitaria se ha puesto a galopar más rápido que un caballo de la estepa, ¿verdad, Taw? A su paso, un tipo con túnica amarilla, un sacerdote creo, les soltó algo como: ¡que Cili todopoderosa os envíe a las llamas del infierno, acelerados! En fin, qué locura de ciudad —suspiró—. La suerte nos libre de estos ciudadanos excitados.
—Y que lo digas —aprobó Dashvara sin dejar de sonreír. Mientras volvían a salir al patio, preguntó—: ¿Y tú, Arvara? ¿Qué tal con Su Eminencia y sus tan avispados seguidores?
El resoplido que soltó el Gigante le hubiera bastado como respuesta.
—La ida y la vuelta, aburridas a más no poder —admitió—. El resto del tiempo hemos estado hablando con algunos sirvientes que esperaban como nosotros a que sus amos acabasen sus negocios. Verás, alrededor del mercado, hay decenas de nichos con estrados de piedra donde se sientan los ciudadanos a charlar entre ellos. Nosotros nos sentamos cerca de la entrada. Hemos estado hablando con un trabajador de los Yordark. También estaban los dos hombres de Shyurd que trajeron a Morzif ayer. —Al ver la expresión sombría de Dashvara, aseguró—: En realidad, son bastante simpáticos. Incluso preguntaron por el Herrero. Creían que la Frontera lo había vuelto loco. Se los veía sinceramente preocupados. —Dashvara puso cara escéptica: Arvara solía ver sinceridad un poco por todas partes. El Gigante suspiró con paciencia—. Te lo aseguro, Dash. Ellos sólo estaban haciendo su trabajo. También había dos trabajadores de los Korfú —añadió—. Aunque el Legítimo enseguida los ha mandado a entregar no sé qué mensajes y apenas hemos podido cruzar unas palabras con ellos.
Calló y se encogió de hombros sin saber qué añadir. Miflin, que se había acercado para escucharlos, puntualizó con grandilocuencia:
—Por lo demás, Su Excelencia Rayeshag Korfú le dijo a Su Eminencia Atasiag Peykat que se alegraba de que su regalo cumpliese a primera vista con sus expectativas. —Su tono estaba a medio camino entre la burla y el alivio—. Si esperan simplemente que hagamos de escolta de adorno, nos auguro una vida descansada. Tal vez algo monótona, pero después de la Frontera, unas vacaciones nunca pueden venir mal.
Dashvara señaló las armas que ahora estaban inspeccionando los demás Xalyas y replicó:
—No tan monótona como piensas. Nos toca una larga tarde de entrenamiento. —Ante las miradas interrogantes de sus compañeros, precisó—: Después de comer, nos vamos a la Arena.
Lumon enarcó una ceja.
—¿Eso te ha dicho la encapuchada?
Dashvara asintió, sonrió y les reveló:
—Esta vez le he visto los ojos.
—Oh… —Makarva le dedicó una sonrisa elocuente—. ¿Eran negros como la noche y profundos como un pozo celeste?
Dashvara meneó la cabeza, exasperado: su amigo le estaba repitiendo palabra por palabra lo que había dicho un día sobre los ojos de Zaadma. Un día en que no estaba especialmente inspirado. Se dirigió directamente hacia la puerta de la cocina y Makarva protestó.
—Diablos, Dash, no nos dejes en ascuas. ¿De qué color eran?
Dashvara se detuvo ante la puerta y, al ver que varios Xalyas estaban pendientes de su respuesta, reprimió una sonrisa, divertido.
—Son negros —respondió—. Mak —previno al ver que su amigo abría la boca, exultante—. Ahórrate esa miflinada, ¿quieres?
Makarva se la ahorró. En la cocina, el tío Serl ya les tenía preparadas unas garfias. Sentándose a la mesa, Dashvara llegó a la conclusión de que, tras un día de buena comida, Atasiag había optado por alimentarlos de forma más barata. Aun así, ninguno de sus compañeros emitió la más mínima queja: el tío Serl había sido capaz de convertir el plato de garfias en una auténtica delicia. Tras rebañar los boles, renovaron sus agradecimientos y Miflin entonó:
¡Maestro de los maestros
que hace del mundo prodigios!
hasta el culmen del prestigio
te elevan los brazos nuestros.
Dashvara se echó a reír y, mientras Zamoy y Makarva aclamaban ruidosamente, se inclinó hacia el Poeta murmurándole:
—¿Esa no es una estrofa del Iluminado Shilvara de Xalya vieja de hace tres siglos?
El Poeta puso cara culpable, pero sólo durante medio segundo. Se le pasó la vergüenza enseguida y retomó los argumentos que había avanzado en la atalaya de Compasión cuando razonó:
—No es imitación cuando se habla por un arranque de inspiración. En cuanto tomé el primer bocado de garfias, pensé en esa estrofa.
Burlón, Dashvara le dio un empujón fraternal y proclamó:
—Dichoso aquel que, llenando el estómago, alimenta elevados pensamientos.
Miflin se carcajeó.
Como era de prever, las conversaciones se alargaron en la mesa y el contramaestre Loxarios tuvo que entrar en la cocina en persona para llamarles la atención y pedirles que salieran al patio a elegir las armas. Dashvara no tardó en encontrar dos sables aceptables, los sacó de sus vainas, los sopesó y los volvió a envainar satisfecho antes de interesarse por las armaduras. Estas eran de escamas de sowna, resistentes y más ligeras de lo que hubiera podido esperar. ¿Cuánto le habrían costado a Atasiag Peykat? Yira hizo entonces su aparición para explicarles la mejor manera de revestirlas. Se presentó como “una agente de Su Eminencia” y les informó de que, al igual que para el contramaestre Loxarios, debían acatar cualquier orden proveniente de ella. Más de un Xalya se quedó mirándola con curiosidad y Dashvara percibió incomodidad en la voz de la joven cuando dijo:
—¿Contramaestre Loxarios? Creo que ya están listos para partir.
El contramaestre asintió con impaciencia, barrió el patio con los ojos y, de pronto, dejó escapar un lamento; su perro lo miró con curiosidad mientras él mascullaba:
—¿Y el drow? ¿Qué hace ahí parado?
Tsu se había quedado observando el ajetreo a varios pasos de distancia, sin tocar armas ni armaduras. Antes de que pudiera contestar nada, el capitán soltó:
—Tsu es un médico, no un guerrero.
El contramaestre enarcó una ceja, escéptico.
—¿No sabe luchar, viniendo de la Frontera?
—Puedes contar con los dedos de una mano las veces en que lo he visto con un arma —aseguró Zorvun.
El contramaestre Lox se encogió de hombros.
—Tendré que informar de esto a Su Eminencia… —Se interrumpió de golpe cuando oyó a Tsu soltar un resoplido. Para asombro de todos, el drow echó a correr—. ¿Y ahora qué diablos le pasa? —espiró, exasperado.
Era Morzif. Había salido de los dormitorios y ahora caminaba erguido y rígido como una lanza. El drow trató de detenerlo y sus ojos rojos chispearon, contrariados, cuando el Herrero declaró con decisión:
—Os acompaño.
—¡Eso es ridículo! —lanzó Tsu—. Te abrirás de nuevo las heridas.
—Que se abran —replicó el Herrero.
Algo en su tono de voz y su expresión hizo desistir al drow. El contramaestre se encogió de hombros.
—Síguenos si puedes, pero hoy no te entrenarás con los demás. No estás en condiciones.
Morzif no puso objeciones y, cuando el contramaestre realizó un gesto para que lo siguieran, avanzó hacia la salida con sus hermanos sin emitir queja alguna. Valiente Herrero, pensó Dashvara con una sonrisilla. Echó un vistazo a los demás mientras avanzaban por la calle, hacia el norte. Como decía Maloven, la tozudez de los Xalyas, a veces, se confunde con nuestra estupidez. Pero también se confunde con nuestra fuerza. La clave está en reconocer el punto medio.
Cuando pasaron cerca del Tribunal, Morzif ya se había retrasado de unos cuantos pasos pero ningún Xalya se detuvo a esperarlo: hubiera sido insultar su Ave Eterna y eso era todavía peor que dejar que se desmayase. Sólo Tsu permanecía a su altura, inexpresivo. En tres años, el drow había tenido tiempo para adaptarse a las consecuencias no siempre razonables del orgullo xalya, pero Dashvara sabía que no por ello opinaba menos que los Xalyas se comportaban a veces como unos niños cabezotas.
Y quizá lo seamos, sonrió Dashvara.
La Arena se avistaba desde lejos. Por fuera, era un enorme edificio circular de piedra y mármol repleto de túneles y arcos. En cuanto desembocaron en la plaza que rodeaba el monumento, el contramaestre sacó un pergamino de su bolsillo y se dirigió hacia una entrada donde estaban apostados varios soldados con capas rojas. Dashvara los observó con curiosidad mientras se acercaban. No supo muy bien por qué, pero algo en ellos le inspiró cierto… temor.
—Son Ragaïls —susurró la voz de Yira a su lado.
Dashvara enarcó una ceja y volvió a estudiar a los Guardias Ragaïls mientras Loxarios le tendía el pergamino a un hombre que llevaba una insignia dorada en el pecho.
—Buenos días, sargento —dijo—. Estos son los Xalyas de Su Eminencia Atasiag Peykat.
El sargento ragaïl echó un vistazo al pergamino e hizo una señal para que pasasen.
—Bienvenidos a la Arena, novatos —les sonrió. Dashvara no notó en su voz ninguna condescendencia, pero su sonrisa tampoco le pareció del todo amigable.
Cruzaron un túnel y tres rejas de hierro antes de llegar a una explanada ovalada de no menos de setenta pasos de diámetro. Un muro de unos quince pies separaba el terreno de las primeras gradas, donde algunos ciudadanos curiosos se habían instalado con unas sombrillas. Dashvara dedicó tan sólo unos segundos a admirar el portentoso edificio atestado de gradas antes de bajar la mirada, cegado por el sol. En la Arena, se encontraban entrenándose dos grandes grupos de guerreros. Unos llevaban la Estrella Blanca de ocho puntas de los Legítimos Steliar. Los otros portaban el Círculo Azul de los Korfú; eran humanos negros, grandes y forzudos y, si no hubiese estado tan lejos de la estepa, hubiera jurado que esos rasgos… que esos rasgos eran… El tiempo se detuvo en su mente. Con el corazón frío como una piedra, contempló a los guardias de los Korfú y apretó los puños sobre la empuñadura de sus sables con un brusco espasmo.
—Akinoa —murmuró una voz ronca. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que era la suya.
Resonaron jadeos y exclamaciones de incredulidad pero apenas los oyó. Su mente se había quedado como en suspenso, demasiado horrorizada para funcionar correctamente. A centenas de millas de la estepa, volvía a encontrarse con los que habían aniquilado a su pueblo, con los que lo habían despojado de todo hacía tres años. Ellos habían ejecutado a su padre a hachazos. La ira lo dominó como una ola galopante y estalló bruscamente con el bramido atronador de Maef:
—¡MUERTE A LOS ASESINOS!
La Arena se convirtió de pronto en un caos.
—¡Xalyas, deteneos! —rugió el capitán Zorvun.
Dashvara no lo escuchó. Ya se había abalanzado hacia los Akinoa, con los sables desenvainados, y necesitó aún unos segundos para que un atisbo de sentido común se infiltrase en su mente cegada por la furia. Hubiera necesitado más segundos para lograr detenerse solo.