Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
—¡En fila, guerreros!
Los anteojos negros de Kroon destacaban sobre su rostro. Por lo visto, el monje-dragón se había agenciado un artilugio para poder ver sin que la luz lo molestara. Su aspecto no había cambiado mucho… ni tampoco su carácter hosco, barruntó.
Intercambiando miradas de soslayo, los Xalyas se pusieron en fila con diligencia. El capitán se las arregló para colocarse al lado de Dashvara.
—¿A este lo conoces? —preguntó en un murmullo.
Dashvara asintió.
—Es…
—¡Silencio en la fila! —bramó Kroon, avanzando en su silla rodante.
Vaya con el monje…, carraspeó Dashvara.
—Mantente erguido, tú —le ladró el monje a Zamoy.
Se percibieron claramente varios suspiros disgustados. Todos ellos sabían que, siendo esclavos, no podían esperar ser tratados más que como lo que eran —pura mercancía— pero, como Condenados, nunca habían tenido que sufrir un trato directo con los amos que los mantenían en la Frontera. Dichosos nosotros, los Condenados, ironizó Dashvara para sus adentros.
La llegada de los Xalyas había atraído a unos cuantos guardias ociosos que se habían instalado del otro lado del patio para observarlos. Dashvara les devolvió una mirada aburrida. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer?
—Mira al frente, soldado —croó Kroon.
Como no podía saber hacia dónde miraba el monje, a Dashvara le costó entender que le hablaba a él. Suspiró, acatando, y el dazboniense se dedicó a interrogar rápidamente a cada uno con una mordacidad del todo amena. Estaba insoportable.
—¿Sashava, eh? —lanzó Kroon hacia el principio de la fila—. Yérguete como un hombre y alégrate de tener la otra pierna todavía.
Dashvara resopló y, al ver cómo el Viejo Xalya se agarraba a sus muletas enrojeciendo de enojo, temió lo peor. Contrólate, Sashava… Por fortuna, unas palabras susurradas de Lumon lo apaciguaron. Dashvara suspiró. Bien. Por curiosidad, ¿cuánto piensas alargar la función, viejo gruñón? ¿Hasta que te saltemos al cuello para estrangularte?
Cuando le hubo recriminado a Makarva el estado deplorable de su uniforme, el monje-dragón pasó a Dashvara y le soltó:
—Tú no pareces tener mejor aspecto. ¿Cómo te llamas?
Sin poder verle los ojos, era difícil adivinar su expresión.
—Dashvara de Xalya —contestó con voz hosca. Toda la alegría que hubiera podido sentir al ver aparecer a Kroon se había volatilizado tras oírlo soltar tanto veneno en unos pocos minutos.
El monje hizo una mueca.
—Su Eminencia Atasiag Peykat me ha encargado que escoja sus nuevos esclavos. ¿No ves mi insignia? Soy oficial y secretario administrativo. Llámame secretario.
Dashvara le echó una ojeada a su insignia, que representaba una balanza dorada. Volvió a suspirar y le dedicó una mirada de advertencia antes de pronunciar:
—Sí, secretario.
—No me gusta tu cara —gruñó Kroon—. Considérate afortunado de que Atasiag Peykat te haya salvado de la Condena. ¿A que te sientes agradecido, soldado?
Una parte de Dashvara le hubiera dado gustoso un puñetazo en plena cara al maldito «secretario». Pero la otra parte le recomendó que no lo hiciera. Repitió con firmeza:
—Sí, secretario.
—Bien, bien. Buen bárbaro —sonrió Kroon, y pasó a interesarse por el capitán.
Esta vez, Zorvun tuvo la prudencia de no añadir el apelativo «capitán» delante de su nombre. Cuando hubo terminado con sus perniciosas preguntas, Kroon le lanzó al federado con sombrero:
—¡Muchacho! Llévalos para que los marquen.
—¿También al drow, secretario? —vaciló el muchacho.
Kroon no contestó de inmediato y Dashvara entendió que intentaba saber si de verdad Tsu formaba parte del «lote». Dashvara asintió disimuladamente y el monje lo imitó con vivacidad.
—También al drow.
Mientras el muchacho federado los guiaba en fila hacia una puerta del patio, Makarva siseó entre dientes.
—¿Marcarnos? —se quejó por lo bajo—. ¿Ellos también marcan?
—Todos los amos tienen una marca —susurró Tsu.
—¡Silencio! —lanzó el joven con sombrero—. Remangaos las camisas e id entrando.
Dashvara se remangó el brazo derecho, ahí donde ya figuraba el escarabajo negro de los Condenados. Junto a este, estaba la runa de identificación, casi invisible, que permitía a ciertos inspectores celmistas identificar individualmente cada esclavo. Y, justo debajo del escarabajo, figuraban las cifras 547, año en que había sido aplicado el sello según el calendario de Cili. Cuando Tsu se remangó a su vez, Dashvara vio las cejas de Kroon aparecer detrás de sus anteojos. Lo cierto era que, por más que las hubiera visto ya incontables veces, no dejaba de sentirse impresionado por la cantidad de marcas que llevaba el drow en el brazo. De pequeño había servido en una casa de campo, luego había sido comprado por un burgués que lo había enviado a estudiar a Titiaka con su propio hijo para que lo «ayudara» en sus estudios —según había confesado Tsu, durante los seis años que duró su servicio, él hizo todos y cada uno de los trabajos en lugar de su joven amo—; más tarde, había sido comprado por un doctor rico y luego por un jefe mercenario antes de acabar en manos de Arviyag. En total, tenía cinco marcas cercadas con el contrasello del «siervo leal». Por un médico tan habilidoso ¿qué no daría un comerciante rico? Hacía tiempo, Dashvara le había preguntado a Tsu cómo había conseguido obligar a Arviyag a deshacerse de él. Por toda respuesta, el drow se había encogido de hombros y lo había mirado con un destello entretenido en sus ojos rojos. Mientras avanzaba detrás de Makarva, Dashvara esbozó una sonrisa. Si alguien le había enseñado a respetar los secretos ajenos, ese era Tsu.
Las vidrieras de la sala en la que penetraron dejaban pasar una luz apagada. Dos hombres los aguardaban, sosteniendo cada uno un gran sello adornado entre sus manos. Dashvara sabía que en algunos lugares se marcaban a los esclavos al rojo vivo, con hierro candente. Los Esimeos operaban de ese modo en la estepa. Sin embargo, así como lo había señalado el hombre que les había sellado el escarabajo negro en Titiaka, los federados eran más avanzados en esa cuestión: utilizaban productos coloridos que se infiltraban profundamente en la piel como verdaderos parásitos. Eran imposibles de quitar. Dashvara ya lo había intentado innumerables veces y había llegado a la conclusión de que para deshacerse de la marca del Condenado necesitaría cortarse el antebrazo. A la larga, había acabado por tenerle cierto aprecio al escarabajo, pues si algo había que reconocerles a los diumcilianos era el gusto artístico: en cuestión de blasones y marcas de esclavo, eran unos maestros.
Mientras que uno de los hombres empezaba a depositar un contrasello sobre el escarabajo negro, el otro pasó ante todos los antiguos Condenados, escudriñándolos con intensidad. Cuando cruzó la mirada de Dashvara, se quedó pálido como una mortaja y el Xalya lo reconoció de inmediato.
—¿Dash? —murmuró Rokuish. Dashvara asintió imperceptiblemente con una sonrisilla cómplice. El Shalussi tragó saliva y, dándose cuenta de que si los guardias de Rayorah lo pillaban reconociendo a un esclavo la cosa podía tornarse fea, apartó enseguida la vista y se dirigió directamente hacia el principio de la fila. El otro ya había depositado cuatro sellos—. Extiende el brazo —le pidió a Sedrios el Viejo.
La voz del Shalussi no sonaba muy autoritaria pero eso, precisamente, causó un alivio evidente entre los Xalyas. El comportamiento de Kroon los había hecho dudar de que realmente estuviesen en vías de la libertad, pero los ojos amables y expresivos de Rokuish reflejaban toda la verdad que necesitaban para seguir adelante.
—¿El Shalussi? —inquirió el capitán Zorvun en un susurro.
Dashvara asintió sin despegar los ojos de Rokuish.
—El mismo.
El joven estepeño no había cambiado mucho de aspecto desde la última vez que lo había visto. Cuidadosamente afeitado, vestía con elegancia. Por más que intentase disimular el nerviosismo y la emoción, todos sus movimientos lo delataban.
Valiente Shalussi, ¿qué demonios te ha traído a Diumcili?
Dashvara borró su sonrisa cuando el hombre de Rayorah llegó a él con su sello. Extendió el brazo y, con eficacia, el guardia aplicó el molde con el producto. Lo mantuvo así durante treinta segundos y Dashvara sintió el contacto abrasivo y frío del líquido. Cuando el federado retiró el molde, un círculo negro con pinchos y un complejo entretejido de lianas rodeaba el escarabajo.
Voy a acabar hecho una obra de arte andante, pensó Dashvara, desviando los ojos de la marca.
El guardia rayorah acabó mucho antes que Rokuish y, sin esperar a que este terminara, se marchó, dejándolos solos. Enseguida, los murmullos nacieron.
—¿Es una marca de verdad? —le preguntó Zamoy al Shalussi.
Rokuish se ruborizó.
—Esto… Creo que sí.
—¿Así que seguimos siendo esclavos? —masculló Sashava.
Rokuish se rebulló, incómodo.
—Veréis, no hay otro remedio…
—Shalussi —lo cortó de pronto una voz amenazante. Todos se sobresaltaron y Dashvara vio entrar a Kroon en su silla, solo. El monje-dragón no despegó sus anteojos negros de Rokuish cuando dijo—: Sigue con tu trabajo. Y los demás, a callar.
Rokuish carraspeó, asintió y continuó aplicando su molde. Cuando llegó a Makarva, Dashvara examinó con curiosidad la marca roja: era un complicado sello escarlata y plateado en el que se curvaba el cuerpo alargado de un dragón.
Impresionante. ¿Cuánto tiempo se habrán pasado fabricando aquella maravilla? Seremos esclavos, pero qué bien nos adornan.
Cuando Rokuish acercó el sello al brazo de Dashvara, su mano temblaba.
—Tranquilo, Rok —sonrió Dashvara—. Todavía estoy lejos de acabar tan tatuado como los sacerdotes esimeos. Te queda sitio de sobra para dibujar en mi brazo. Adelante.
Los ojos del Shalussi expresaron toda la emoción que le producía volver a encontrarlo y la sonrisa de Dashvara se ensanchó. Yo también me alegro de verte, Shalussi…
Kroon siseó por lo bajo:
—¡Bárbaros, colaborad un poco! No os pongáis sentimentales ahora.
Dashvara volvió a ponerse serio a medias y, más tranquilo, Rokuish apretó el sello contra su piel. Bajo el efecto del producto, sintió sus músculos contraerse, pero luego tan sólo quedó un molesto escozor. Recordaba que, tres años atrás, aquella sensación le había durado una semana entera así que lo primero que hizo fue comenzar a acostumbrarse e ignorar la quemazón de ambos sellos.
—Parece simpático —murmuró el capitán cuando Rokuish ya estaba ocupándose de Alta, el último de la fila.
Dashvara le dedicó una mueca irónica y completó el pensamiento de Zorvun:
—Aunque sea un Shalussi. Eso es lo que estabas pensando, ¿verdad, capitán?
Zorvun puso los ojos en blanco pero no lo negó.
—De todas formas —añadió Dashvara—, nuestro nivel de simpatía ajena requerido ha bajado sensiblemente estos últimos tres años, ¿no crees, capitán? Yo incluso llegué a sentir simpatía por un orco que venía a matarme.
Zorvun esbozó una sonrisa que desapareció enseguida.
—¿Y ese tullido? —susurró.
Dashvara se encogió de hombros.
—Un buen hombre —aseguró—. Aunque tiene un problema con la bebida.
Kroon gruñó y Dashvara palideció al percatarse de que estaban hablando en común.
—Te equivocas, bárbaro. No he bebido una gota de vino desde hace tres años —le reveló.
Dashvara enarcó una ceja e iba a comentarle que tamaña hazaña había que festejarla con una botella de vino cuando el joven con sombrero que los había conducido a Rayorah entró en la sala y el monje-dragón soltó un bufido.
—¡Manteneos firmes, soldados! Ahora pertenecéis a un nuevo dueño llamado Atasiag Peykat. Vais a viajar a Titiaka y ahí se os informará de vuestras nuevas ocupaciones. Tú, muchacho, condúcelos al comedor, que coman algo. Luego envíalos a los baños, apestan como los canales de Dazbon. Una vez hecho eso, mételos en los carromatos antes de que suenen las dos campanadas, ¿entendido? Quiero que lleguen a Akres esta noche.
El joven del sombrero asintió con energía y cumplió su deber con brío: del comedor, Dashvara salió saciado, de los baños, limpio y aseado. Cuando, al salir de estos últimos, el muchacho les tendió botas nuevas y unas túnicas y pantalones recién lavados y secados, Zamoy rió por lo bajo.
—Oye, esto de ser esclavo me está empezando a parecer menos terrible —les confesó a sus dos hermanos.
—¡Incluso voy a tener unas botas sin agujeros! —se alegró Kodarah.
—Lo que decía —confirmó Dashvara en voz alta mientras ataba los cordones de una bota—: manda a un hombre a un pozo negro y se alegrará de un rayo de luz.
—Bah, pues, precisamente —intervino Miflin, sentado en un banco—. Quien vive siempre pudiendo ver el sol no lo aprovecha tanto como alguien que sólo puede verlo de vez en cuando.
Dashvara levantó los ojos al techo poniendo cara escéptica.
—Siguiendo tu razonamiento, alguien no podría disfrutar de su libertad si no la hubiese perdido antes. O al menos no la disfrutaría tanto. ¿Es eso lo que me estás explicando?
Miflin meneó enérgicamente la cabeza mientras sus hermanos y Makarva resoplaban, divertidos.
—Obviamente, sí. Un esclavo que recupera su libertad la disfruta de veras.
—De modo que todo el mundo debería ser esclavizado para luego ser liberado —razonó Dashvara con una sonrisilla—. Y todo el mundo debería morir para luego vivir. Así estaríamos todos mucho más felices, disfrutando de todo lo que hemos perdido y recuperado. Lo siento, Poeta, pero no me convencen tus razones. No hace falta haber sufrido para disfrutar. A mí me basta con saber que puedo perder la poca libertad que me queda para disfrutar de ella. E incluso disfruto conscientemente de la libertad del pensamiento, aunque sé que esa jamás la perderé hasta que muera.
Acabó de anudar su bota mientras Miflin balanceaba la cabeza. Makarva, Kodarah y Zamoy habían seguido el intercambio como perfectos espectadores pero no tardaron en carcajearse cuando Dashvara calló. Makarva se aclaró la garganta.
—Esta vez, el que ha empezado a desvariar ha sido Dash, ¿no te ha dado esa impresión, Zamoy?
—La impresión, sí —aprobó este—. Pero, como diría Dash, una impresión no tiene por qué reflejar la realidad.
Mientras sus amigos estallaban en risas, Dashvara se encogió de hombros, suspirando y fingiendo resignación. Se fijó en que el joven con el viejo sombrero los observaba con curiosidad desde la puerta de los baños. No podía haber entendido nada, habían estado hablando en oy'vat, pero tal vez lo sorprendiera simplemente ver a unos Condenados tan alegres… En ese instante, resonaron dos campanadas y el rostro del federado se alteró.
—¡Daos prisa, soldados! —ladró.
Dashvara intercambió con el capitán una mirada aburrida pero, imitando a los demás, se apresuró a dejar toda la ropa vieja en un gran cesto y, como no les habían traído cinturones y la ropa le quedaba muy holgada, volvió a ponerse el cinturón blanco de Condenado antes de seguir al funcionario por los pasillos de los acuartelamientos. Resopló interiormente. Ver caras conocidas le había alegrado claramente el día, y aun así tenía la inquietante sensación de que ni Rokuish ni Kroon tenían mucha idea de dónde estaban metiendo a los Xalyas. Participaban en el traslado, cierto, pero no eran ellos quienes lo habían iniciado. Parecía que quien realmente movía los hilos de aquel traslado era ese Atasiag Peykat. Un comprador de esclavos y un desconocido que, por alguna misteriosa razón, los había elegido a ellos.