Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Pese a las preguntas de los Xalyas, Tsu no quiso desvelar lo que le comunicó al capitán Faag aquella noche. Tampoco contó la verdad sobre lo ocurrido. Se limitó a repetir que estaba ansioso ya por dejar Compasión, viajar a Titiaka y conocer ese nuevo amo que les había tocado en suerte. Cuando Tsu adoptaba una expresión tan pétrea como en esa ocasión, incluso Makarva había aprendido a dejarlo en paz. El drow, en esos instantes, les recordaba a todos que, aunque los tuviese a ellos como hermanos, había tenido una vida anterior en la que el silencio había sido una de sus mayores ocupaciones.
¿Cuántos secretos habrás tenido que guardar tras torturar a tus víctimas, Tsu?
Dashvara, él mismo, no insistió en sonsacarle nada, básicamente por dos razones. Por un lado, si Tsu no quería hablar, tenía todo el derecho del mundo a guardar silencio; eso, para los Xalyas, era casi un lema. Por otro lado, temía que, si le insistía para saber qué le había dicho ese Hakassu, Tsu acabase por contárselo. Y tampoco estaba seguro Dashvara de que quisiese saber nada del asunto. Dio por zanjada la cuestión y se dedicó a pensar en Atasiag y en el viaje que los esperaba.
Pronto serás libre, Dashvara de Xalya.
Ese pensamiento lo hacía rebullir por dentro de felicidad. Sobre todo porque iba a volver a ver a Fayrah, a los Hermanos de la Perla… y tal vez a Zaadma. Ahora que la posibilidad de volver a ver a su diosa en la realidad no era tan remota, Dashvara había empezado a burlarse de sí mismo y de sus quimeras. Más de una vez, en aquellos dos días de ansiosa espera, recordó una de las frases del shaard Maloven: “Una persona se burla de sus fantasías porque teme que, al descubrir que son falsas, la decepción hiera su alma.” Bueno… Dashvara tenía la cuasi certidumbre de que aquellas quimeras no podían ser más que eso, quimeras. Al fin y al cabo, las había ido alimentando por exceso de tiempo libre y falta de libertad. ¿Qué valor podía tener un sentimiento surgido del aburrimiento?
Cuando el nuevo pelotón de Condenados llegó al barracón, buena parte de la compañía de Faag se había retirado a Rayorah. Por lo visto, ya no temían los ataques de los drows y, de hecho, en aquellos dos días los federados tan sólo habían tenido que luchar contra unas mílfidas. También se les había pasado un borwerg y los Xalyas no habían podido resistirse a burlarse amablemente de ellos haciéndoles notar con diplomacia que en tres años no se había realizado un trabajo más negligente en Compasión. El borwerg, al parecer, llegó hasta una granja, destrozó por completo un cerco e hizo huir por las praderas a toda una manada de bovinos alocados.
—¿Qué va a ser Compasión sin nosotros? —suspiró Dashvara, divertido.
Estaba sentado en el estrado, con el saco abultado de Tahisrán junto a él y unas cartas de Hadriks en la mano. Mientras esperaban todos la llegada inminente de algún enviado de Atasiag, el capitán, ya casi totalmente repuesto, se dedicaba a darle consejos al jefe del nuevo pelotón. Este no parecía muy receptivo: de hecho, tenía la cara de quien ve la muerte llegar a pasos lentos, un poco como todos sus compañeros Condenados, la verdad. Dashvara meneó la cabeza con compasión.
—Se convertirá en otro infierno más de la Frontera, supongo —contestó al fin Lumon, echando su carta.
—¿Crees que esos hombres son todos criminales? —interrogó Kodarah el Pelambrudo con una mueca concentrada: estaba tratando de reparar un agujero que tenía en su bota izquierda y, por el momento, el resultado dejaba que desear.
—No todos —aseguró Lumon—. Antes he hablado con uno de los federados que los han traído. Al parecer, entre esos veinticinco hay dos esclavos que vienen del Desierto de Bladhy, un elfo que sedujo a un importante financiero de Titiaka…
—¿Qué? —exclamaron Makarva y Zamoy a la vez.
—No, perdón —rectificó Lumon con una risotada—. Quiero decir que sedujo a la hija de un financiero de Titiaka. ¡El financiero si no no lo habría enviado a la Frontera! —Se carcajearon—. Y luego hay un enano que ganó no sé cuántos miles de dragones en un casino de la capital haciendo trampas. ¿No lo habéis visto? El pobre creo que no sabe ni manejar un arma… ¡Ja! —exclamó de pronto enseñando sus cartas—. ¡Escalera de Senadores!
Al Arquero se lo veía animado. En realidad, como a todos. Dejaban a veinticinco desgraciados en Compasión y ellos se marchaban hacia lo desconocido. Bueno, no era del todo cierto: ya habían viajado una vez de Titiaka a Rayorah, andando y bajo las lluvias recias de otoño. Esta vez, Dashvara esperaba que el viaje fuera un poco más clemente. Y que, una vez llegados a Titiaka, ese tal Atasiag no tardaría mucho en liberarlos. Al fin y al cabo, si los Hermanos de la Perla conocían a ese comerciante, este tal vez compartiese su honorable opinión sobre la esclavitud, ¿verdad?
—¡Ya viene, ya viene! —aulló de pronto Pik, corriendo hacia el estrado. Le temblaba todo el cuerpo de lo nervioso que estaba.
Todos tiraron las cartas y Dashvara las recogió con premura antes de guardarlas en el saco con Tahisrán.
“¿Vas a meter más cosas aquí dentro?”, suspiró la sombra.
—Es lo último que me quedaba por guardar —le aseguró Dashvara. Ya había metido la figura de Bashak, su bol y el trozo de madera de las marismas así como el diccionario de Barrigón y una escultura de lobo sanfuriento que le había quedado especialmente bien; las demás, se las dejaba a los nuevos Condenados como compensación por su noble sacrificio.
Se puso el saco en bandolera con una de las correas que había usado para sus sables. Las armas, obviamente, pasarían a ser de los reemplazantes y Dashvara sospechó que, de todos modos, estos las iban a necesitar más que ellos en un futuro cercano. Tan sólo lamentaba no poder llevar un puñal para esculpir su trozo de madera, pero las reglas eran claras: a ningún Condenado le era permitido llevar nada cortante fuera de la Frontera.
Bajó del estrado echando una mirada emocionada a su alrededor. El barracón estaba más agitado que nunca, entre los Condenados viejos que ardían de prisas por salir de ahí, los Condenados nuevos que se removían, echando ojeadas nerviosas a su futuro hogar, y los soldados federados que observaban el ajetreo con interés… Tanta ebullición era vivificante, decidió.
Cuando se acercó a la tropa de Xalyas y miró hacia el oeste, avistó a un jinete a lo lejos que se acercaba con una lentitud exasperante.
—Ah, ahí viene Alta también —soltó Lumon, girándose hacia el sur.
El Xalya llegaba al trote con Rezagado. Se había marchado con Rebuzna antes de que el nuevo pelotón llegase y había entregado la burra a los de Dignidad. Evidentemente, no podía confiar en que aquellos nuevos fuesen a cuidar de Rebuzna con el debido respeto. Dashvara sonrió mientras Alta detenía a Rezagado ante ellos.
—Justo a tiempo parece —se alegró Alta al ver al jinete del oeste.
—¿Qué? —inquirió Arvara el Gigante—. ¿Rebuzna bien?
Alta puso los ojos en blanco.
—Rebuzna. Towder me ha prometido que la cuidaría como a su propia hija.
Makarva resopló, burlón.
—¿Towder tiene una hija?
—Mmpf. Ni idea, pero confío en Towder para que se ocupe de la burra. Más le vale ser digno de mi confianza.
—Digno sí que es, si viene de Dignidad —se mofó Miflin.
—Ya. En cualquier caso, toda la tropa de Dignidad nos desea un buen viaje y Towder me ha pedido que le diga al capitán que somos los mejores vecinos que ha tenido nunca en su condenada vida.
—Claro, si hasta les llevamos una burra, ¿cómo se van a quejar? —sonrió Dashvara.
Alta fue a dejar a Rezagado en el cobertizo y, cuando salió de nuevo, Dashvara lo vio dirigirse hacia los nuevos Condenados para darles lecciones sobre cómo debían cuidar un caballo.
—Yo soy palafrenero —masculló un hombre con aire aburrido—. Sé cuidar de un caballo.
Una mezcla de desconfianza y alivio se pintó en el rostro de Alta. Junto a Dashvara, Lumon apuntó en voz baja:
—Ese creo que es un ladrón de caballos.
Intercambiaron miradas elocuentes y carraspearon.
—Será mejor no decírselo a Alta —concluyó Zamoy, cauteloso.
Todos se mostraron de acuerdo y Sashava llamó al capitán, exasperado al ver que este seguía charlando con el nuevo jefe. Agitó con impaciencia una de las muletas que Dashvara le había esculpido desde que aquel maldito brizzia le había aplastado la pierna.
—¡Que ya viene, capitán! —bramó.
—¡Ya voy, ya voy! —contestó Zorvun. Le soltó unas cuantas palabras más al Condenado, lo saludó y al fin se reunió con los Xalyas. Miró al jinete con una expresión iluminada que pocas veces se veía en él. Dashvara reprimió a medias un resoplido impaciente.
—Se lo ve con prisas por llegar —comentó. El maldito jinete iba tan rápido como un erizo sobre dos patas. Sin embargo, todo lo que avanza llega a algún sitio y el jinete acabó por alcanzar Compasión.
—¿Lo conoces? —preguntó el capitán en voz baja.
Dashvara negó con la cabeza, decepcionado. No le sonaba la cara. El hombre era joven, tenía barba naciente, ojos pardos y sombrero viejo. Detuvo el caballo ante ellos.
—¿Sois vosotros los Xalyas de Compasión? —preguntó.
El capitán se adelantó, confirmando, y el federado, tras echar un vistazo a la zona, hizo un gesto con la mano.
—Poneos en marcha. Os pasaremos revista cuando lleguemos a Rayorah.
Dashvara le echó una ojeada expectante a Makarva antes de ponerse a andar hacia el oeste con los demás. Por lo visto, al erizo bípedo le habían entrado las prisas. Advirtió que su mirada se posaba sobre cada rostro mientras pasaban ante él. Nos está contando, entendió. ¿Era ese un enviado de Atasiag o bien un simple empleado que se ocupaba de trasladar a los esclavos? Al no saberlo, no podían arriesgarse a hacerle preguntas indiscretas.
Estaban ya a una centena de pasos del barracón cuando el jinete preguntó, extrañado:
—¿El drow también es un Xalya?
—Lo es —afirmó el capitán Zorvun.
El federado puso cara escéptica pero no comentó nada más durante todo el viaje a Rayorah. Sashava abría la marcha con Sedrios el Viejo, manejando sus muletas con energía. No hacía un día muy caluroso, el cielo estaba nublado y la moral de los Xalyas estaba alta, de modo que tardaron bastante menos de tres horas en llegar. Antes de que las marismas de Ariltuán desaparecieran tras una elevación del terreno, Dashvara les echó un rápido vistazo. Inexplicablemente, se preguntó si estaban actuando bien dejando aquel barracón. Y pues claro, deberías quedarte, ¿a qué mente enferma se le ocurre abandonar un sitio tan bucólico y agradable?
Dashvara esbozó una sonrisa.
—¿Acordándote ya de las moscas que has dejado atrás, Dash? —se burló Makarva. Caminaba junto a él. Los demás Xalyas charlaban animadamente mientras el jinete supervisaba el avance.
Dashvara se encogió de hombros con desenfado.
—La verdad es que no las he dejado atrás. Las moscas me acompañan. ¿Qué te apuestas a que en Titiaka vuelven a aparecer?
Makarva sonrió.
—¿Las mismas?
—Bueno, demuéstrame que no son las mismas —lo retó Dashvara, divertido.
Rayorah era una ciudad amurallada de unos dos mil habitantes. Era la urbe menos poblada de los Municipios: la seguía la ciudad de Perla, luego la de Suhugan y la de Akres. De los tres cantones de la Federación, el de Atria era el menos afín al Consejo de Titiaka. El de Ruhuvah llevaba ocho años metido en una guerra eterna contra los drows de Shjak y el de Titiaka se enriquecía como un tesoro mágico comerciando con toda la costa del Océano Caminante. Buena parte de lo que sabía Dashvara de Diumcili, lo había aprendido hablando con Tsu y con los Condenados de Dignidad, ya que los habitantes de Rayorah evitaban hablarles en la medida de lo posible.
No se adentraron mucho en la ciudad: el federado los hizo cruzar la muralla y los condujo directamente hasta los acuartelamientos contiguos. Varios guardias los miraron pasar con expresiones recelosas. Ciertamente, no todos los días se veían juntos a veintitrés Condenados aguerridos en Rayorah. En situación normal, el reglamento de los Condenados impedía que entrasen más de tres al mismo tiempo.
Pasaron las puertas de los acuartelamientos y Dashvara aguzó el oído para captar el vivo rumor de la ciudad. Se oían crujidos de ruedas junto a los gritos lejanos de un pregonero. Y por encima de eso, resonaba el ruido de las botas de los Xalyas contra el empedrado. El federado con sombrero los hizo entrar en un patio y les pidió que dejaran los sacos en una esquina. En cuanto dejó el suyo, Dashvara murmuró:
—Yo que tú no me quedaría dentro, Tah. Van a mirarlo todo.
La sombra no contestó, pero se removió levemente.
—¡En fila, guerreros!
Dashvara se giró, sorprendido ante el potente restallido, y por poco no se quedó boquiabierto cuando vio a un humano con grandes anteojos negros entrar en el patio sobre una silla de ruedas. A ese sí que lo reconocía.
Era Kroon, el monje-dragón de Dazbon.