Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos

3 Nube verde

—¿Qué es? —susurró Makarva con tensión en la voz.

Inmóviles, junto a la empalizada, oían pisadas potentes, salpicaduras y una respiración atronadora en medio del silencio de la noche. ¿Un… brizzia, tal vez? Dashvara prefería no pensarlo. Eran sólo seis. No era nada evidente que fueran capaces de volver a meter a un gran golem cenagoso en las marismas. Antes de que anocheciera del todo, Alta, que estaba de guardia en la torre, les había avisado de que había percibido movimiento hacia el sur. La patrulla de Lumon había salido a comprobar qué pasaba. Pero si la criatura resultaba ser un brizzia… Si lo es, salimos por patas y volvemos a Compasión a buscar refuerzos. Eso, Dashvara lo tenía bien claro.

—Se está alejando el ruido —observó Arvara el Gigante.

Zamoy y Miflin se removían, inquietos. Kodarah se había quedado en el barracón porque se había torcido el tobillo; siempre alguno de los tres se torcía algo: era casi una tradición. Dashvara sabía que al capitán no le gustaba dejarlos a los tres juntos en una misma patrulla… pero hay ciertas cosas que no se pueden evitar. De los veintitrés Xalyas, los Trillizos eran los más jóvenes, tenían veinte años, y, aunque fueran buenos guerreros, todos, incluido Dashvara, los consideraban… bueno, como a los niños de la Torre de Compasión.

Dashvara entrecerró los ojos. Arvara tenía razón: las pisadas se alejaban hacia el sur. Pero resonaban más ruidos inquietantes. Que también se alejaban. Escudriñó las sombras y trató de ver algo en la inextricable vegetación de las marismas. Creyó avistar un movimiento, pero no lo hubiera jurado. Esto es lo que más odio: no poder ver al enemigo que te está acechando.

Dashvara no dejó de escudriñar las sombras mientras continuaban avanzando hacia el sur, siguiendo las pisadas. Habían apagado las antorchas y no estaba seguro de que fuera una buena idea. Hacía más de una semana que no habían tenido que desenvainar las armas, desde la víspera de aquella mañana en que el inspector Barrigón se había marchado prometiéndoles un caballo que aún no había llegado. Habían gozado de una paz bendita e incluso de unos rayos de sol. Y ahora tenía el pesaroso presentimiento de que las cosas iban a torcerse.

Llevaban en total un par de horas chapoteando en el barro en la oscuridad cuando resonaron chillidos seguidos de un rugido. Como si las mismísimas marismas hubiesen empezado a conquistar las praderas, salió disparada una gran masa cuadrúpeda y cornuda a unos cien pasos hacia el sur. Dejaba atrás un amasijo de juncos y troncos quebrados y aplastados. Dashvara se detuvo y volvió a suspirar, esta vez de alivio. No era un brizzia, era un…

—¡BORWERG! —se desgañitó Lumon—. ¡Va directo a la empalizada!

El Xalya salió corriendo hacia la criatura y Dashvara, Arvara, Makarva y los dos Trillizos lo siguieron. Bordearon la empalizada, echando vistazos recelosos hacia los lindes de las marismas. El borwerg ahora corría a toda prisa, como si estuviese huyendo de algo. Y lo que podía hacer huir a un borwerg era susceptible de hacerlos huir a ellos también.

El animal alcanzó la empalizada mucho antes de que ellos lo alcanzaran a él. Golpeó duro, como un ariete, hizo inclinarse las estacas… y las derrumbó a la primera. Dashvara maldijo entre dientes mientras corría. La empalizada de la Frontera era una maldita engañifa: tenía la impresión de que sólo servía para disuadir a los habitantes de las praderas para que no fueran a buscar plantas o a cazar ilegalmente. No servía para los borwergs, ni para los brizzias, ni para… Un chillido feroz desgarró el aire de la noche. Dashvara palideció y añadió mentalmente: ni para el espíritu retorcido de las mílfidas.

Cuando llegaron a la brecha, el borwerg ya estaba lejos, corriendo hacia las praderas.

—¡Maldita sea! —se lamentó Lumon. En tres años de patrulla, pocas veces se les habían pasado criaturas y siempre habían conseguido rastrearlas y matarlas antes de que llegaran a cualquier poblado o cualquier granja. Pero el caso era que aquel borwerg corría como un endiablado y las mílfidas seguían chillando en las marismas.

—Tranquilo, podría haber sido peor —aseguró Makarva—. Podría haber pasado un brizzia…

Dashvara, que escudriñaba las marismas tratando de recuperar su respiración, tomó una bocanada de aire y rugió:

—¡Vienen hacia aquí!

Ninguno preguntó quién venía: era demasiado evidente. Las siluetas bípedas acababan de surgir de los árboles y se precipitaban hacia ellos, gritando como las inmundas bestias que eran. ¿Acaso pretendían recuperar a su presa perdida? Pues iban a tener que cenar sin ella.

Dashvara desenvainó los sables; Arvara agarró su hacha de dos manos con la que había adquirido una habilidad certera; Lumon estaba tendiendo el arco, buscando una diana fácil.

—¿Cuántas? —preguntó Makarva.

Dashvara intentó evaluarlos en la oscuridad. No era fácil. Normalmente, las mílfidas llevaban bastones e incluso lanzas. Esta vez no sería una excepción.

—Nueve —estimó entonces Lumon.

Disparó la flecha. Un chillido ahogado resonó entre los siseos furiosos de las criaturas y se vio un breve destello de luz. A Dashvara siempre le había maravillado la puntería de Lumon: parecía casi que no necesitaba ojos para acertar. Zamoy soltó una risita vengativa.

—Ocho —rectificó Lumon.

—Podemos con ellas —afirmó Arvara.

Ya estaban casi llegando y no parecían querer frenar. Lumon volvió a disparar otra flecha, pero no debió de atinar porque no se oyó ningún grito de dolor.

—Hagamos esto rápido —lanzó, sacando sus sables—: luego iremos a por el borwerg.

Aprobaron. Y las mílfidas cayeron sobre ellos.

Dashvara acabó con una nada más empezar, esquivó la lanza de otra, desarmó a esta, evitó los colmillos, pero no las garras, que le hubieran rajado todo el antebrazo hasta el hueso de no haber tenido una cota de mallas debajo del uniforme. Se enfureció. ¡Maldita mílfida, vas a ver lo que vale el acero de un Condenado…! Le bastaron unos segundos para plantarle un sable entre las costillas. La piel azul de la mílfida destelló ligeramente antes de apagarse. Siempre destellaban antes de morir. Una cuestión de energías dársicas, según Tsu.

En unos minutos, el silencio regresó, tan sólo interrumpido por respiraciones precipitadas.

—Bueno, ya está —resolló Miflin, limpiando su hoja con la manga.

—¡Que el Ave Eterna me ampare! —gruñó Makarva—. ¿Qué haces limpiando eso con tu camisa, Miflin?

El Poeta se encogió de hombros.

—Total, está para tirar. Está tan llena de agujeros que casi ya no tiene tela.

—¿Estás hablando de tu cabeza, hermano? —preguntó Zamoy con tono mordaz.

Ambos trillizos se dieron empujones burlones. Dashvara meneó la cabeza y echó un vistazo hacia las praderas. Al borwerg se lo habían tragado las sombras en vez de las mílfidas. ¿De verdad quería Lumon ir tras él? Como adivinando sus pensamientos, Lumon suspiró.

—Reparemos este estropicio —dijo, levantando una estaca de la empalizada. Al menos los troncos no se habían partido: simplemente se habían desarraigado. Sí, Dashvara nunca lo había dudado: aquella empalizada era verdaderamente una engañifa.

Encendieron antorchas y, acto seguido, se pusieron a levantar las estacas y a volverlas a plantar en la zanja. Les costó como una hora y acabaron más embarrados que el mismo barro. Zamoy pasó del otro lado para ir rellenando de nuevo los agujeros con tierra.

—Hey, aquí sólo hay siete —observó entonces Arvara. Su enorme silueta agachada entre los cadáveres se incorporó—. ¿No es un poco extraño?

¿Es que nadie los había contado?, alucinó Dashvara. Él mismo se había olvidado de hacerlo. Echó una ojeada aprensiva a su alrededor y desarraigó una antorcha que había plantado en el suelo. Las mílfidas eran más embusteras que un demonio. Tan sólo quedaban dos estacas por colocar y Dashvara pasó una cabeza preocupada por la brecha.

—¡Zamoy! Mira a tu alrededor. Dice Arvara que podría haber una mílfida viva todavía.

—¿Qué? —se alarmó el Calvo. Estaba levantando una de las dos estacas que faltaban.

—Miflin, pasa con él, ¿quieres? —soltó Lumon. Los ojos del Arquero escudriñaban las marismas. Seguían oyéndose gritos de cuando en cuando, pero eran más lejanos. Tal vez una refriega entre mílfidas y orcos, aventuró Dashvara.

El Poeta, al ser enjuto como un palo, no tuvo problemas para deslizarse por la empalizada. Resolvieron que ambos Trillizos volverían andando a Compasión por el otro lado y colocaron las dos estacas restantes, fijándolas como pudieron.

Entonces, oyeron otro estruendo, más hacia el sur, en la empalizada. Makarva siseó.

—¿Qué diablos…?

—¡El borwerg! —gritó Zamoy del otro lado—. Ha vuelto a pasar. Bastante lejos.

La empalizada operaba una ligera curva y Dashvara no pudo ver el lugar por donde había pasado, pero, segundos después, gracias a un rayo tímido de Gema, distinguió a lo lejos una gran sombra internarse en las marismas a toda velocidad. La pobre bestia estaba más atemorizada que ellos.

Un grito de horror vino a sumarse a todo aquello y Dashvara sintió que se le helaba la sangre en las venas. Ese había sido Zamoy.

Lumon, Makarva y él gritaron su nombre y Arvara se precipitó para desarraigar uno de los troncos.

—¡Estoy bien, estoy bien! —bramó Zamoy—. Era la mílfida. La hemos rematado.

Arvara se detuvo, soltando un ruidoso resoplido de alivio. Tenso, Dashvara volvió a espiar los lindes de las marismas mientras Lumon ordenaba por encima de la empalizada:

—¡Volved a Compasión!

—¿Y el otro agujero en la empalizada? —inquirió Zamoy.

En silencio, los cuatro Xalyas del lado de las marismas se consultaron con la mirada. Dashvara entendió que todos pensaban lo mismo.

—Por aquí está la frontera con el sector de los de la Dignidad —contestó Lumon en voz alta—. Ese agujero debe de ser de ellos. No nuestro. —Marcó una pausa y como Zamoy no contestaba, agregó—: ¡En marcha!

Dashvara se giró hacia el norte con un innegable alivio. Ellos habían reparado su empalizada y el borwerg había vuelto a las marismas… Todo estaba en orden.

Lumon fue a recuperar sus flechas. Encontró una, la que se había clavado en la garganta de su víctima, pero, por más que pasase y repasase la antorcha entre la hierba y el barro, no encontró la otra. Dashvara y Makarva intercambiaron una mirada impaciente cuando vieron que el Arquero insistía rebuscando.

—Lumon… —carraspeó Dashvara—. No son las flechas lo que nos falta, ¿sabes?

El Arquero suspiró, asintió y se pusieron finalmente en marcha.

Tardaron casi dos horas en regresar a Compasión. Caminaban pesadamente, estaban cansados y seguían escrutando de cuando en cuando la vegetación, sin detenerse. En un momento se puso a lloviznar, luego los rayos azules de la Gema lucieron en el cielo y volvieron a ocultarse. Al fin, avistaron la luz de la torre e, inconscientemente, apretaron el ritmo. Oían pisadas del otro lado de las estacas y Dashvara se preguntó qué demonios habían estado haciendo Zamoy y Miflin para que ellos los hubiesen alcanzado, tomando en cuenta que Lumon había tardado en buscar sus flechas. Debían de quedarles unos cien pasos para llegar a la puerta de la empalizada de Compasión, situada bajo la torre, cuando la voz de Zamoy resonó, del otro lado.

—¡Una carrera hasta el barracón, hermano!

—¿Estás loco? —le replicó Miflin con un gruñido cansado.

A Dashvara se le iluminó el rostro. Todo el cansancio se le volatilizó.

—Hasta la torre, ¡me apunto!

—¡Así me gusta, primo! —se alegró Zamoy.

—Pfa, ¡os voy a ganar a los dos! —lanzó Makarva.

—Descerebrados —masculló Miflin.

—¿Serviría de algo recordaros que tenéis armas y cotas de mallas? —intervino Lumon con calma.

Dashvara se contentó con sonreírle anchamente.

—¡Uno! —lanzó Zamoy.

El Calvo debía de estar más o menos a la misma altura, estimó Dashvara.

—¡Dos! —siguió contando Zamoy—. ¿Te apuntas hermano?

—Ni hablar —replicó el Poeta.

—¡Y tres!

Zamoy gritó y salieron corriendo. Las botas se les hundían en el barro a cada paso. Makarva le adelantó a Dashvara y este trató de alcanzarlo, pero el maldito siempre era más ligero que él en las carreras. Las pisadas precipitadas del otro lado indicaban que Zamoy estaba también por delante. Mmpf.

A Makarva le quedaban unos pasos para llegar a la puerta cuando esta se abrió y salió Zamoy con aire triunfal. Makarva casi se le empotró y el Calvo tuvo que cogerlo del brazo para frenarlo. Rieron por lo bajo. Unos cuantos pasos detrás, Dashvara gruñó y dejó de correr, resollando.

—¡Ale, primo, no te pares! —lo animó Zamoy.

Dashvara disimuló su tos bajo un carraspeo e ignoró el sabor a sangre. Le ocurría a menudo cuando corría o se sentía nervioso. Tsu decía que su mal no se curaba por culpa del clima; el drow había intentado sanarlo del todo, pero hacía ya como dos años que Dashvara había renunciado a pedirle un remedio milagro. Creo que has perdido más sangre por heridas que tosiendo, tranquilo, pensó. Cruzó al fin la puerta y musitó:

—Bah. Os he dejado ganar. ¿Qué pensabais? En Compasión vivo y con compasión actúo.

Makarva acogió su aseveración con un carraspeo escéptico y Zamoy afirmó:

—No me creo nada, primo. —Puso una pose orgullosa—. Admítelo, Mak, venga, ¿quién es la serpiente roja ahora, eh?

Mientras Makarva ponía los ojos en blanco, Dashvara alzó la vista hacia la atalaya. Vio a una silueta apoyada en el borde, de espaldas a la linterna, pero no consiguió identificarla. Probablemente fuera Pik o Kaldaka. Normalmente les tocaba. Como si el puño de la fatiga los hubiese asido de pronto, un ataque de bostezos los tomó de improvisto. Subieron la pendiente en silencio, hasta el barracón, deseando deshacerse del barro, meterse bajo las mantas y dormir a pierna suelta durante el resto de la noche. Esa era una de las mejores partes de la vida de los Condenados. Mecidos entre los brazos del Sueño, se veían de pronto liberados de cualquier cadena y sus espíritus volaban lejos de la Frontera de Ariltuán, libres como el Ave Eterna.

Libres como debiéramos estar.

Dashvara se quitó el casco mientras avanzaba y se rascó la cabeza. A veces casi le envidiaba a Zamoy su calvicie. Al final iba a tener que raparse la cabeza para acabar con los piojos.

Boron estaba sentado a la entrada, sobre el estrado. Cuando vio la expresión de su rostro, Dashvara enseguida se alarmó. Algo había sucedido: Boron el Plácido no estaba plácido.

—¿Qué pasa, Boron? —se preocupó Dashvara.

Boron hizo un vago ademán hacia el norte.

—La patrulla del capitán —explicó, conciso—. Ha vuelto. Les ha pasado algo raro.

—¿Algo raro? —repitió Zamoy, quitándose el yelmo.

—¿Han sido los de Simpatía? —preguntó inmediatamente Dashvara. Siempre habían tenido mal trato con los Condenados del norte…

Boron negó con la cabeza.

—Tienen una diarrea monstruo. Tsu dice que podría ser el agua. Pero el capitán dice que fue una nube de humo verde extraña. Dice que les hizo efecto al de unas horas. Pero no saben muy bien de dónde salía esa nube.

¿Una nube de humo verde que producía diarrea? Dashvara jamás había oído hablar de algo semejante. Mientras tanto, llegaron Lumon, Arvara y Miflin.

—Están adentro —agregó Boron tras repetir sus palabras—. Tsu está desbordado.

—¿Quiénes están en la torre? —preguntó Lumon; se dirigió hacia la entrada mientras el Plácido contestaba:

—Pik y Kaldaka.

El Arquero empujó la puerta y entraron en lo que, al principio, le pareció ser a Dashvara un antro de ratas muertas. Olía a demonios. Tranquilo, Lumon, creo que ni siquiera las mílfidas serían capaces de entrar aquí…, pensó, horrorizado.

La escena que se desarrollaba ante sus ojos era digna de recordar. Pálidos como espectros, ocho Xalyas se postraban en sus jergones mientras Tsu corría de un lado para otro con boles de agua hervida.

—¡Haced que sigan bebiendo todos! —repetía el médico.

Jamás Dashvara lo había visto tan alocado. Alta, Maltagwa, Atok y Kodarah se agitaban, dándoles de beber a los enfermos y vaciando vasijas. Con la tez tan grisácea como dos sibilios, Sedrios el Viejo y Sashava observaban el ajetreo sentados a la mesa; el último alzó unos ojos rendidos hacia la patrulla recién llegada.

—Menuda noche —dejó escapar en un murmullo.

Y que lo digas… Dashvara buscó entre los rostros pálidos la figura del capitán. Este, gimiendo y refunfuñando, se doblaba a nivel del vientre como si tratase de contener sus entrañas. Morzif, Maef, Ged y Orafe no tenían mejor pinta. Taw y su sobrino, Shurta, estaban más calmados, arrimados a una pared, pero Tsu no dejaba de insistirles para que siguieran bebiendo. No era la primera vez que sufrían una enfermedad del estilo, pero Dashvara tuvo que reconocer que jamás ninguna había sido tan… aguda.

Poco a poco, Shurta fue contando lo que había sucedido.

—Estábamos cerca del límite de Simpatía —decía—. La nube de humo verde se ha formado sobre nosotros casi de repente. Luego ha desaparecido, pero cuando Ged ha empezado a quejarse de dolores de tripas, el capitán ha sospechado algo y, afortunadamente, hemos dado media vuelta. La última hora antes de llegar aquí la hemos pasado fatal —reconoció con un hilo de voz.

Dashvara hubiera querido hacer algo más que vaciar vasijas y darles agua, pero durante las horas siguientes fue lo único que hizo. El cielo empezaba ya a azularse cuando, muerto de cansancio, se dejó caer hasta el suelo. Había pasado noches horribles, pero esta las superaba a todas con creces. O al menos era la impresión que tenía en ese momento.

—Jamás había visto algo así —se desesperó Alta, derrumbándose en una silla.

Ahora, los ocho desdichados dormían gracias a una pócima que les había dado Tsu para bajar la fiebre. Dashvara sospechaba, sin embargo, que despertarían pronto. A menos que muriesen antes. De hecho, el capitán parecía más muerto que vivo. Y Dashvara se sentía morir con él.

Ave Eterna, haz que no muera ninguno, ¿vale?

Sabía que era inútil pedirle deseos así a un Ave Eterna. No era un dios, no era un ser superior capaz de hacer milagros. El Ave Eterna se limitaba a lo que podía hacer un hombre. Y un hombre no podía hacer milagros.

—Maltagwa —soltó de pronto Tsu, tambaleándose entre los jergones. Su rostro de drow, naturalmente rígido, era la viva imagen de la Muerte.

Dashvara lo vio apoyar ambas manos contra la mesa, tembloroso. Temió que en cualquier instante se desplomara. Tú no, Tsu. Tú nunca te desplomas, ¿verdad? Como el drow no añadía nada más, Maltagwa el Hortelano, lo animó:

—¿Sí, Tsu?

Este sacudió la cabeza para espabilarse.

—Tú y Boron, id a Rayorah —croó—. Traed a un médico.

Dashvara creyó oír su propio corazón romperse en mil pedazos.

—¿Un médico? —tartamudeó—. Pero tú eres médico, Tsu.

El drow le echó una mirada sombría.

—Maltagwa, haz lo que te pide —intervino Sashava, abriendo los ojos—. Ve con Boron. Sedrios, Alta, reemplazad a Pik y Kaldaka en la torre. Atok y Kodarah, montad la guardia afuera. Y vosotros —añadió dirigiéndose a la patrulla de Dashvara—, dormid cuanto podáis. No tenéis mejor pinta que el capitán.

Tú tampoco, suspiró mentalmente Dashvara, pero no protestó. Hubiera querido permanecer más tiempo despierto que no hubiera podido de todas formas. Makarva y él titubearon hasta sus jergones y, ya medio dormidos, se dieron unos golpecitos en el hombro para darse las buenas noches. Dashvara no pensó ni siquiera en los bellos ojos de su diosa. En cuanto se hubo tapado con sus mantas, cayó como un yunque.

* * *

Despertó horas después, cuando llegó un médico de Rayorah. Venía solo, porque obviamente él iba a caballo y Maltagwa y Boron, a pie. Vista su expresión, había acudido a regañadientes y, por un momento, Dashvara temió que el olor del barracón fuera a disuadirlo del todo de ayudarlos.

—Por la Serenidad… —jadeó el doctor. Se recuperó, sin embargo, con una rapidez laudable.

Cuando Dashvara constató que Tsu estaba profundamente dormido en su jergón, se enderezó y se apresuró a despertarlo con unas sacudidas.

—¿Qué…? —gimió el drow.

—El médico, Tsu.

—¿Mm?

—¡El médico! —repitió Dashvara, más alto.

Los ojos rojos aparecieron, del todo despiertos.

—Oh… —dijo. Y se incorporó. Minutos después, el doctor y el drow conversaban encima de un paciente con caras muy concentradas. Los enfermos no parecían estar mejor, pero todos seguían vivos. Dashvara se sintió un poco aliviado. Atendidos por dos médicos, ¿cómo no iban a salvarse?

Lo primero que hizo después de beber agua de su cantimplora fue salir de aquel infierno. Aunque la puerta y la ventana estaban abiertas, el aire del barracón hubiera ahuyentado hasta a un nadro rojo. Encontró al Pelambrudo y a Atok jugando a cartas encima del estrado… Estaban iluminados por el sol. Dashvara soltó una exclamación de júbilo. No podía creerlo:

—¡El cielo está azul!

Kodarah sonrió cansadamente, desviando la mirada de sus cartas.

—Lo está desde hace unas horas.

Dashvara meneó la cabeza, incrédulo.

—Pero ¡está azul!

Kodarah esta vez soltó una risita.

—Lo está, primo. Lo está. ¿Qué impresión te da lo de esa humareda, Dash?

Atok y él lo miraban con curiosidad, creyendo tal vez que tenía alguna respuesta inteligente que dar. Dashvara se encogió de hombros.

—Que desde que estamos aquí nunca he oído nada igual. —Observó las cartas de Kodarah y carraspeó—. Un juego terrible, primo. ¿Qué tal tu tobillo?

—Mejor —aseguró el Pelambrudo—. Aunque Tsu me ha pedido que no me mueva durante una semana.

Su voz sonaba aliviada. Kodarah estaba deseando unas vacaciones, observó Dashvara, divertido. Lo pinchó:

—Entonces, tú te ocuparás de la cocina, ¿verdad? —Juntó ambas manos con energía pese al suspiro quejumbroso de Kodarah—. Oh, venga, ¿ya te dije que cocinabas mucho mejor que Zamoy?

—Como si eso fuera un logro…

Dashvara sonrió pero dejó de bromear.

—Será mejor que os vayáis a dormir —les aconsejó—. Os relevaré.

Ambos se levantaron con evidente alivio. En cuanto estuvo solo, Dashvara se instaló en la silla y la adelantó para disfrutar bien del sol y respirar aire puro. No se oían más que griteríos alegres de pájaros en las marismas y murmullos de voces en el barracón. Minutos después, percibió ruido en la atalaya. Esta medía unos sesenta pies y la madera de la escala empezaba a estar realmente vieja. Dashvara se preguntaba si al Consejo de Titiaka eso le importaba siquiera un poco. Bah, qué malpensado soy, ¿verdad? Apostaría incluso a que esos caballeros piensan todos los días en nosotros. Incluso nos colocaron una nueva bandera federal muy bonita encima de la atalaya. Por Compasión, seguramente. Nos quieren como a sus propios hijos y nos visten con sus uniformes. ¡Qué diablos! Desde aquí oigo sus alabanzas a nuestro honrado trabajo. Borró su sonrisa torva mientras veía a Alta y a Sedrios bajar de la torre y emprender la subida herbosa y embarrada hasta el barracón. Alguien tendría que reemplazarlos. Así como el Viejo entró directamente en el barracón para dormir, Alta dio un rodeo por el cobertizo para comprobar que la burra, Rebuzna, estuviese bien. Cuando pasó por el estrado, Dashvara soltó la ritual pregunta:

—¿Rebuzna bien?

—Rebuzna —sonrió Alta. Posando una mirada fatigada en las marismas, añadió—: Cuánto desearía echar a volar y salir de este abismo. ¿Tú no, Dash?

Ni siquiera esperó a que le contestara: Alta le palmeó el hombro y, arrastrando los pies, desapareció en el barracón. Dashvara suspiró.

Echar a volar, ¿eh? Ojalá las plumas del Ave Eterna fueran verdaderas. Ojalá tuviésemos alas.

Tras unos instantes, llegó otra vez a una conclusión:

Empezamos a desesperarnos de tanta monotonía. Habrá que ir pensando en un nuevo plan para salir de este lugar. Meneó la cabeza. ¿Pero cuál?

Resultaba irónico que estuviese pensando en eso justo cuando toda una patrulla se hallaba incapaz de caminar cuatro pasos sin vaciar sus entrañas. No estamos precisamente en condiciones de huir de nada ahora, suspiró.

—¿Qué suspiras? —preguntó Makarva. Acababa de arrimarse al muro, detrás de él, para escapar de la pestilencia.

—¿He suspirado?

—Has suspirado —confirmó Makarva. Agarró la escoba y empezó a barrer el estrado—. Ah —sonrió entonces—. Has vuelto a suspirar.

Dashvara le devolvió la sonrisa.

—Estaba pensando en la fuga. Es decir, en la séptima fuga.

Makarva se detuvo, apoyándose en su escoba.

—Yo también he pensado en ella —admitió—. La verdad que como todos, seguramente. ¿Sabes? Deberíamos pensar en la octava. Los federados dicen que el número siete trae mala suerte.

Dashvara rió, sorprendido.

—¿Ahora eres supersticioso, Mak?

—¿Yo? —Sus ojos oscuros centellearon—. Un jugador de katutas profesional nunca es supersticioso.

Dashvara puso los ojos en blanco y mientras, con una mueca divertida, Makarva seguía barriendo, volvió a posar sus ojos en la copa de los árboles, allá abajo. Un súbito pensamiento le arrancó una sonrisa burlona.

—Mak, ¿no se te ha ocurrido que el día en que dejemos esto podríamos echarlo de menos?

Makarva dio uno, dos barridos más antes de girarse hacia él, sinceramente sorprendido.

—¿Echarlo de menos? —repitió—. ¿Echar de menos el barro, los orcos, las mílfidas y las diarreas? —Dashvara había cruzado los brazos, ensimismado. Makarva se carcajeó—. Era una de tus preguntas filosóficas, ¿verdad?

Dashvara se levantó y contempló las marismas. Sí, eran bellas, impresionantes, magníficas, gigantescas. Y asquerosas.

—Piénsalo —dijo sin embargo—. La vida está llena de misterios. Hemos aprendido mucho en estos tres años. Si antaño éramos hermanos, ahora somos casi como un solo hombre. Nos aguantamos todos con una impresionante facilidad. ¿Has notado que ya no me quejo cuando juegas de cualquier manera?

—Porque tú también juegas de cualquier manera.

—Oh. ¿De verdad? —Dashvara se rió—. Pero hablo en serio. A pesar de todos los males que puedan ocurrir, las cosas buenas siempre son más importantes y, por consiguiente, deben retener más nuestra atención. De modo que, cuando nos vayamos, yo pensaré en las marismas de Ariltuán acordándome de nuestras conversaciones, de nuestras carreras, de nuestros juegos, de nuestras… ¡Malditas moscas! —exclamó, con un manotazo. Se abofeteó la frente.

Makarva soltó una carcajada ruidosa.

—Sin duda te acordarás de las moscas. Y yo me acordaré de cómo aprendiste a darte cachetes —apuntó.

Oyeron el crujido característico de la cachava de Sashava y callaron. En una situación como esa, Dashvara adivinaba claramente los pensamientos de Sashava: no se debe reír uno cuando ocho hermanos se encuentran en estado crítico. El hombre acababa de detenerse en el recuadro de la puerta. Tenía el ceño fruncido. Y cuando Sashava tenía el ceño fruncido de esa forma no auguraba nada bueno. Los miró a ambos con ojos penetrantes.

—Los chicos están con un pie en la tumba —gruñó—. El médico dice que la culpa la tiene la comida. Lo extraño es que sólo haya afectado a la patrulla de Zorvun, porque yo cené lo mismo. —Sus hombros enjutos se encogieron—. Decidme, vosotros dos, estabais de guardia cuando cenamos los demás, ¿verdad? Luego, ¿probasteis la sopa?

Dashvara palideció. Makarva se atragantó con la saliva.

—¿Que si… que si probamos la sopa? —tartajeó Dashvara.

Sashava cerró brevemente los ojos y suspiró.

—Si no nos ha afectado, cabe esperar que no nos afecte ahora. Id al cobertizo y traed madera. Vamos a hacer hervir toda el agua que nos queda. A lo mejor viene de ahí. También podrían ser las hortalizas de Maltagwa pero… —Carraspeó sin acabar la frase—. ¿Nadie ha reemplazado a Sedrios y a Alta?

—Nadie —confirmó Dashvara, cada vez más nervioso—. ¿De verdad fue la sopa, Sashava? Pero ¿y la humareda verde?

Sashava tenía los ojos posados en la empalizada.

—Ni idea —contestó.

Dashvara hubiera preferido una respuesta más clara, pero Sashava tenía la cabeza en otro sitio. Al fin, este soltó:

—Despertaré a Miflin y a Zamoy. Vosotros a por la madera.

En cuanto estuvieron en el cobertizo, Makarva soltó un gemido y Dashvara se preocupó:

—¿Ya te duele?

—Me duele el alma —espiró Makarva, cogiendo un leño.

Dashvara meneó la cabeza.

—Yo me bebí un bol entero…

—Y yo, acabé lo que quedaba —le comunicó Makarva con tono bruscamente distendido—. Bah, bah, bah. Dash, anímate. Ya sabes que la Compasión y la solidaridad siempre estuvieron muy unidas. No íbamos a dejar al capitán sufrir sin que sufriésemos nosotros también, ¿verdad?

Dashvara se limitó a mirarlo y suspirar. Si empezaban a tener más enfermos que patrullas sanos… aquello podía convertirse en el principio de una catástrofe. Antes de salir del cobertizo, le soltó a la burra:

—Buen día, Rebuzna. Esperemos que no te quedes aquí sola sin patrullas para cuidar de ti, ¿eh?

La burra le devolvió la mirada con unos ojos astutos y afables. Bendita burra, sonrió Dashvara. Pero su sonrisa se borró cuando, echando una ojeada hacia el cielo, lo vio tan soleado. El día era tan hermoso… y qué poco lo estaban aprovechando.

En el barracón, el médico de Rayorah hacía masticar hierbas a los enfermos. Minutos más tarde les hizo beber agua hervida y aconsejó que se tirara el agua de uno de los toneles donde había encontrado un bicho muerto. Tenía una expresión desolada.

—No entiendo cómo no os pasan estas cosas más veces. Esto es una pocilga.

Agachado junto al capitán, Dashvara frunció el ceño y reprimió un siseo. Sashava se irritó desde la mesa.

—¿Una pocilga? Limpiamos el barracón todas las semanas, doctor. Y el agua que tenemos es agua de lluvia perfectamente limpia. —Sashava marcó una pausa, dándose tal vez cuenta de que estaba intentando afirmar algo que, a todas luces, no era cierto—. Así que van a salirse de esta, ¿verdad?

El médico sacudió la cabeza, de pie, entre los enfermos.

—No podría afirmarlo, pero yo diría que es muy posible… si seguís dándoles agua regularmente. No deben deshidratarse, ese el mayor peligro que corren ahora. Con un poco de suerte, en unos días estarán en pie.

—¿Y la humareda verde? —inquirió Shurta con un hilo de voz.

El doctor caviló.

—Tal vez fuera una alucinación. No lo sé —añadió al ver que varios enfermos despertaban de su aturdimiento para protestar—. Lo siento, no puedo hacer nada más por vosotros. Os dejo a cargo de vuestro médico. Que sigan masticando las hojas que os he dado. Y llamadme si la cosa va a peor.

Sedrios el Viejo se levantó y le dedicó un saludo cordial.

—Gracias, doctor. Si hay algo que podamos hacer por vos, preguntad.

Varios Xalyas hicieron eco a sus agradecimientos y el médico sonrió forzadamente con los ojos brillantes; Dashvara no supo si era por la emoción o por el olor. En cualquier caso, se lo veía ansioso por salir de ahí.

—Contentaos con permanecer con vida —contestó simplemente.

Realizó un gesto de cabeza elocuente hacia Tsu y salió del barracón. Apenas se hubo marchado, un movimiento del capitán atrajo la atención de Dashvara. Zorvun tenía la piel verdosa y los ojos secos pero brillantes de fiebre. Acababa de apartar el bol de agua y le agarró la mano, como para pedirle que no se alejara. Dashvara permaneció junto a él, luchando contra la preocupación.

—Hijo, ¿por qué no le diste las gracias tú? —susurró Zorvun.

Dashvara enarcó una ceja entendiendo que hablaba del médico. Sabía por experiencia que cuando uno estaba enfermo la importancia que se les daba a las cosas resultaba bastante aleatoria. De ahí a delirar sólo había un paso, claro. Suspiró e iba a contestar que no hacía falta acribillar a la gente con agradecimientos, pero se lo pensó mejor.

—Bueno, capitán. Creo que es porque el primer doctor oficial al que conocí no me dejó una muy buena impresión —meditó. Sonrió al recordar cómo, en Dazbon, había expulsado al doctor Exipadas de casa de ese ternian para evitar que le hiciera una sangría.

El capitán sonrió. Conocía la historia. Todos la conocían.

—Sigue bebiendo —le aconsejó Dashvara, aproximando el bol.

Muy lentamente, el capitán despegó los labios.

—Bebe —insistió Dashvara. Suspiró de alivio cuando lo vio beber todo el contenido.

—Muchacho —graznó entonces Zorvun, recostándose—. Quería decirte dos cosas. Dos cosas importantes.

Dashvara lo escrutó, incómodo.

—Ese tono no me gusta, capitán. ¿No pretenderás soltar tus últimos deseos?

El capitán Zorvun gruñó, ignorándolo.

—La primera es una promesa.

—Me lo temía.

—Cállate y escucha. —Su voz estaba tan apagada que Dashvara tuvo que inclinarse más. El corazón empezaba a helársele por dentro—. Escucha —repitió Zorvun—. Quisiera que me prometieras que, si muero, aceptarás ser el nuevo capitán.

Dashvara reprimió las ganas que tenía de levantar los ojos al techo. ¿Capitán? pensó. Anda ya, Zorvun: ni tú te crees que vas a morir. Y ni tú te crees que yo tengo carisma para ser capitán. Antes debería serlo la mitad de mis compañeros. Soy el más joven después de los Trillizos y que sea el heredero del señor Vifkan poca importancia tiene ahora. Pero qué más da, sigue delirando si te apetece.

El capitán insistió:

—¿Me lo prometes?

Dashvara se encogió de hombros.

—Si tanto te importa mi promesa, te lo prometo. Pero te advierto que yo también he bebido de esa sopa. Si tú mueres, moriré yo. Probablemente.

Zorvun lo miró a los ojos y, por un momento, Dashvara sintió que lo sondeaba como si destripara un conejo. Luego, agitó suavemente la cabeza y retomó:

—También quería decirte, Dash, que estoy orgulloso de ti.

Dashvara resopló. Eso sí que no se lo esperaba.

—¿Orgulloso de mí? ¿Y por qué ibas a estarlo, capitán?

Zorvun esbozó una sonrisa y contestó:

—Porque eres un buen muchacho y porque sé que vas a conseguir que los Xalyas salgan de Compasión con vida.

Cerró los ojos y Dashvara lo contempló, horrorizado, creyendo que había muerto, así, sin más, abandonándolo cruelmente. Luego vio cómo su pecho seguía levantándose al ritmo de su respiración y se calmó.

Te agradezco tu confianza, Zorvun, pensó, mientras se levantaba con pesadez. Pero el shaard Maloven ya me dijo que iba a salvar a las tierras xalyas de una tormenta terrible y su clarividencia, obviamente, dejó mucho que desear. Titubeó hacia la salida y se cruzó con Boron y Maltagwa que regresaban de Rayorah. Se contentó con dedicarles una temblorosa sonrisa antes de salir. ¿Acaso ya empezaba a notar los efectos de la sopa contaminada? Se derrumbó en la silla de la entrada y, tras unos instantes en los que no supo determinar si lo que sentía era mareo o alteración, pensó con total certeza: Haré todo lo posible para salir de aquí con vida con mis hermanos, Zorvun. Pero tú vendrás con nosotros.

Una mano oscura apareció ante sus ojos con unas hojas en forma de luna en su palma. Dashvara alzó la vista y se topó con la mirada compasiva de Tsu.

—Mastica.

—No estoy enfermo, Tsu.

—Es bueno para la flora intestinal de todas formas —aseguró el drow.

Dashvara hizo lo que le pedía. El sabor era particularmente desagradable e hizo una mueca pero siguió mascando.

—No lo tragues —aconsejó Tsu—. Es hoja de dorcho. El doctor ha sido muy generoso al dejarnos todas las que había traído. Esa planta es cara. Viene del sur, de las montañas.

—¿De las montañas de Duhaden? ¿De donde vienen tus ancestros?

El drow asintió y Dashvara lo detalló con la mirada. Tsu estaba agotado, pero seguía sano y en pie. Por lo visto, era aún más indestructible que el capitán Zorvun.

—¿Tú no masticas esa hoja de dorcho, Tsu? —le preguntó.

Una sonrisa blanca se dibujó en el rostro de su amigo.

—Soy un drow. Resisto mejor a ese tipo de infecciones. Además —agregó, más grave—, no estoy tan seguro ahora de que fuera la comida. Es extraño que sólo la patrulla de Zorvun haya notado los efectos. Esa humareda verde… podría ser más que una alucinación.

Dashvara frunció el ceño y dejó de masticar.

—¿Crees que alguna criatura que no conozcamos…?

—Podría ser.

—O bien los de Simpatía —refunfuñó Dashvara.

—También podría ser.

Dashvara enarcó una ceja, sorprendido.

—¿De verdad?

—Bueno. Técnicamente sí. Las mágaras de humo tóxico existen. Pero no veo por qué los Simpáticos lo harían. Serán unos animales y nos habrán hecho ya unas cuantas trastadas, pero no les interesa quedarse sin vecinos que les guarden los flancos.

—Sólo hace falta que haya uno de esos locos capaz de hacerlo —suspiró Dashvara.

Tsu tenía razón. La humareda era una coincidencia demasiado extraña para creérsela. Y si ocho Xalyas decían que no era una alucinación, es que no lo era. Fuese cual fuese la opinión del médico de Rayorah, la sopa de la víspera estaba muy probablemente en perfecto estado. Si exceptuaba la tensión que lo carcomía por dentro, él mismo se sentía estupendamente. Inspiró y espiró con calma durante un largo minuto y Tsu iba a volver adentro cuando un sonido de campana salido de la torre lo detuvo. Cuatro o más toques indicaban un ataque al barracón. Tres toques, un ataque desde el sur y dos, un ataque desde el norte. Un solo toque indicaba visita. Intrigado, Dashvara se giró hacia las praderas y se atusó la barba mientras lo invadía una mezcla de curiosidad y contrariedad.

Tres jinetes con capa negra se dirigían hacia Compasión.