Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Sus ojos se agrandaron, las comisuras de sus labios se levantaron acusadamente y una sensación de intensa satisfacción lo invadió. Había salido el sol.
Apenas hubo observado el hecho, Dashvara se apartó de la puerta abierta del barracón, cogió una mesilla y una silla y las sacó afuera, sobre las tablas de madera que rodeaban el edificio. Acto seguido, cogió su cuchillo y una pieza de madera que había recuperado de un árbol caído y se instaló cómodamente poniendo los pies descalzos sobre la mesa y remangándose el pantalón. Enseguida sintió los rayos cálidos del sol contra la piel. Alzó la mirada hacia el cielo, justo encima de su cabeza. Este tenía un agujero increíblemente, maravillosamente azul.
Qué maravillosa es la vida, ¿eh?, pensó sin dejar de sonreír.
Tras unos largos minutos de disfrute, oyó unos pasos en el barracón. Arvara, Lumon, Alta y los Trillizos dormían aún profundamente después de haberse pasado la noche patrullando. Makarva estaba en la torre; solo, porque, total, era de día, y de día no había tanto peligro.
Dashvara echó una ojeada hacia atrás y vio a Tsu aparecer por la puerta, correctamente vestido con su uniforme azul oscuro y su cinturón blanco de Condenado. Cómo no, llevaba su flauta en una mano. Dashvara lo saludó con un gesto de cabeza, sonriente, y mientras el drow se instalaba sentándose en el suelo, contra el muro de la barraca, empezó a utilizar su cuchillo para hacer saltar astillas de su trozo de madera. Poco después, Tsu se puso a tocar la flauta. Según Sashava, tocaba fatal. A Dashvara tampoco le parecía tan desastroso. De todas formas, le gustaba oír su música.
Siguió rascando la madera, con los ojos fijos en la bruma que seguía apelmazada en la copa de los árboles retorcidos de las marismas. Una pequeña pendiente de unos cincuenta pasos separaba el barracón de la torre y la empalizada y unos cien separaban estas de un amasijo inextricable de vegetación que se extendía, interminable, hacia el levante. Las praderas de los Municipios morían ahí como si se hubiese marcado la frontera con un hacha, bruscamente, de manera más o menos limpia. Claro que los Condenados se encargaban de desbrozar la franja arrancando cualquier brote o maleza. Dejarse invadir por las marismas significaba dejarse invadir por la muerte.
Unos graznidos de cuervo resonaron. Dashvara vio el ave negra posarse sobre la alta rama de uno de los árboles. Feos como ellos solos, pensó. Y volvió a bajar la vista hacia su pieza de madera. La melodía de la flauta era alegre y rápida, pero Tsu hubiera podido soplar tan fuerte como podía en su instrumento que ni Arvara el Gigante, ni Alta, ni Lumon, ni los Trillizos habrían despertado. Hacía falta un verdadero grito de alarma para sacar a un Condenado de sus sueños.
Dashvara echó un vistazo hacia el norte. El capitán se había marchado con su patrulla hacía unas horas a desbrozar una sección de la franja. Sashava debía de estar a punto de volver con la suya. Y Pik y Kaldaka se habían ido a Rayorah a comprar provisiones con la burra.
Nunca viene mal un poco de tranquilidad, se alegró Dashvara.
Entonces, oyó el zumbido de una mosca y entornó los ojos tratando de buscar a la maldita con la mirada. Unos minutos después, sin embargo, distrajo su atención el ruido apagado y lejano de unos cascos. Frunció el ceño y Tsu interrumpió su música un instante, expectante. Al fin, vieron aparecer a un jinete por el oeste, bajando tranquilamente la suave pendiente hacia las marismas. El caballo era blanco inmaculado y lo que llevaba encima tenía toda la pinta de ser un funcionario. Se dirigía hacia el barracón.
—¿Qué opinas, Tsu? —soltó Dashvara con voz aburrida.
El drow se encogió de hombros. Su expresividad no había mejorado mucho con los años.
—Que le hablas tú —se contentó con decir antes de retomar la flauta.
Dashvara suspiró pero asintió.
Le dedicó un saludo a Makarva, en la torre, para hacerle entender que ya había visto al jinete y, sin bajar los pies de la mesa, siguió esculpiendo su trozo de madera. Jamás habría imaginado, tres años atrás, que superaría su falta de paciencia para esculpir figuras. La Frontera podía producir milagros.
Pronto, el jinete se detuvo junto al estrado de madera. Dashvara no alzó la vista. Que se presentase antes, diablos. Eso hizo el visitante.
—Buenos días. Soy el nuevo inspector fronterizo —declaró con voz sonora—. Vengo a ver si todo va bien en Compasión.
Dashvara enarcó una ceja y al fin levantó la cabeza para detallar al sujeto. Tenía buena barriga, joven, de pelo rubio, con un uniforme blanco de inspector. Sí, no cabía duda de que estaba diciendo la verdad.
—Buenos días —replicó al fin, tras un silencio que había hecho fruncir las cejas pálidas del funcionario—. Estad tranquilo: todo va bien en Compasión.
Volvió a bajar la vista hacia su pieza de madera y siguió esculpiendo. El inspector se apeó soltando con una voz algo más tensa:
—Tengo orden de pasaros revista a todos. Un decreto ha sido firmado hace unas semanas que dice… —se interrumpió al ver que Dashvara parecía no escucharlo pero prosiguió—: que dice que ahora recibiréis visitas cada quince días.
¿Qué? ¿Cada quince días? Dashvara bajó la mirada hacia el suelo al ver que el funcionario se había atrevido a subir al estrado con sus botas llenas de barro. Suspiró. Y siguió esculpiendo.
—¿Dónde está vuestro jefe? —inquirió el inspector tras un silencio. Su voz ya no reflejaba tensión.
—El capitán está patrullando —contestó Dashvara sin levantar los ojos.
—¿Capitán? —repitió el inspector. No había capitanes entre los Condenados. Pero sí entre los Xalyas, federado, sonrió interiormente Dashvara.
Tsu seguía tocando suavemente la flauta. Con el rabillo del ojo, Dashvara observó que el inspector volvía a ponerse nervioso.
—¿Podrías dejar de esculpir eso? —preguntó este tras un silencio. Dashvara no contestó—. ¿Qué estás esculpiendo? —añadió. Parecía ser más simpático que el anterior inspector, determinó Dashvara. El antiguo inspector, el Quisquilloso, jamás se hubiera molestado en preguntarle qué estaba esculpiendo. Lo escudriñó antes de sonreír.
—¿Vos qué creéis? —le soltó.
El inspector meneó la cabeza.
—Aún no tiene una forma concreta, no puedo adivinarlo.
Dashvara esta vez sonrió ampliamente. Aquello le recordaba mucho a una conversación que había tenido con un viejo sabio shalussi hacía tiempo.
—¿Qué es concreto? —preguntó.
El inspector enarcó una ceja y, para asombro de Dashvara, rebuscó en su bolsa y sacó un libro.
—Te leeré la definición, soldado —anunció, mitad soberbio mitad entretenido porque sabía que su actuación lo había tomado por sorpresa. Pasó unas cuantas páginas y se aclaró la garganta antes de ponerse a leer—: «Concreto. Adjetivo que designa lo que es real, tangible y perceptible. Antónimo: abstracto». ¿Satisfecho? —preguntó con una sonrisilla condescendiente.
Dashvara resopló. Desde luego que es diferente al inspector anterior.
—Satisfecho —aprobó Dashvara. Entonces volvió a oír la mosca. Maldita mosca… La vio, posada en su mesilla.
El inspector abrió la boca.
—Veréis, tal vez pueda empezar a trabajar sin vuestro jefe. ¿Cuántos estáis ahora en el barrac…?
Soltó un gritito de terror cuando Dashvara, impulsando su brazo a la velocidad del rayo, clavó su puñal en la mesa. Por poco no se le escapó una carcajada: ¡la había matado! Era la primera vez que lo conseguía. Retiró la punta del cuchillo de la madera y expulsó el cadáver de la mosca con aires de quien hace eso todos los días. Retomó su escultura.
—¿Decíais algo, inspector?
El aludido estaba pálido. Un resoplido de flauta resonó y Dashvara adivinó que Tsu estaba conteniendo la risa a duras penas.
—Yo… —El inspector tragó saliva. Aún tenía el diccionario en la mano. Entonces soltó—: Es de mala educación poner los pies en la mesa.
Dashvara se lo quedó mirando unos segundos, atónito, y entonces soltó una carcajada, sinceramente divertido. El inspector palideció aún más si cabe.
—No venís de esta zona, ¿eh? —inquirió Dashvara.
El inspector puso cara endurecida, pero a Dashvara ya no le engañaba: empezaba a darse cuenta de que les había tocado un nuevo inspector mucho menos estricto que el Quisquilloso. No podía caer mejor.
—No soy de aquí, no —contestó el inspector—. Vengo de Dazbon, soldado. Y estudié en la mejor escuela de todas: la Ciudadela. Y ahora, dime, ¿sólo estáis vosotros dos para guardar la torre, o qué?
Dashvara lo observó con interés.
—No —contestó, lacónico—. Mis compañeros están durmiendo.
—Despiértalos.
—Ni hablar. Nos hemos pasado toda la noche rastreando unos orcos y ni siquiera hemos conseguido topar con ellos. Despertadlos vos si queréis regresar a Rayorah con el rabo entre las piernas.
El inspector se puso rojo.
—¡No me faltes al respeto, soldado! —restalló.
Dashvara se encogió de hombros.
—No era mi intención faltaros, inspector. Sólo digo que también sería faltarles al respeto a mis compañeros si los despertase ahora. El único consuelo que tendrían sería poder ver unos benditos rayos de sol.
Como si su bendición hubiese sido oída por los infiernos, unas nubes ocultaron el astro en ese instante. Dashvara se ensombreció y bajó los pies de la mesa.
—¿Así mejor?
El inspector se calmó.
—Mmpf. ¿Dónde están tus botas?
—Adentro. Brillantes como la obsidiana, inspector. Todos aquí le damos una gran importancia a la higiene, ¿verdad, Tsu?
El drow había dejado de tocar, aunque no se había levantado de su sitio. Asintió con la cabeza en silencio: no le gustaba hablar delante de los federados. Dashvara le sonrió al inspector.
—Nuestro capitán es peor que un ama de casa. Veréis que aquí todo está en orden. Incluso las bestias las mantenemos a raya. En tres años, no ha habido ninguna queja de ningún habitante de Rayorah con respecto a eso.
—Con respecto a eso —subrayó el inspector, guardando su diccionario—. Me han dicho que en esta torre hay algún hombre de la estepa de Rócdinfer.
—¿Alguno? —sonrió Dashvara—. Todos somos de la estepa. Somos unos condenados xalyas. Y somos los mejores Condenados que ha habido nunca en la Frontera, que no os quepa duda, inspector.
El rubio gordinflón se rascó la mejilla afeitada sin mostrarse impresionado. Claro, ¿cómo iba a mostrarse impresionado? Para él, seguramente ser los mejores Condenados significaba más o menos como ser los mejores granujas del Estado Federal.
El inspector lo escudriñaba con una cara altanera bastante conseguida.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al fin. Un rayo de sol volvió a asomar de entre las nubes.
—Dash —contestó—. Y este es Tsu.
—Juraría que él no es un Xalya —observó el inspector.
Dashvara se pasó la mano por la barba, fingiéndose pensativo.
—Pues juraríais mal. Tsu es un Xalya como todos nosotros. Es adoptado, eso sí. Pero es un Xalya del Ave Eterna. —Le sonrió al drow con todos sus dientes y este le devolvió la sonrisa, burlón.
—Mm. Veréis… —El inspector carraspeó—. Ahora mismo vengo del sur, de la Torre de la Dignidad. Y ahí casi me han acribillado a súplicas para que les enviara obreros para reparar su barracón. ¿Es que no me vais a pedir que notifique ninguna necesidad urgente? Al fin y al cabo, he venido para eso en primer lugar.
Dashvara meneó la cabeza al verlo sacar un cuaderno y un lápiz. Definitivamente, era mucho más solícito que el anterior inspector.
—Pues mirad —dijo—, nuestro barracón está en perfecto estado. Lo rehicimos el pasado otoño con nuestras propias manos y con madera sacada de las marismas. Porque nosotros, los Xalyas, no precisamos de la ayuda de los federados y no nos dejamos llevar por la holgazanería como los de la Torre de la Dignidad. Pero, si de verdad queréis una respuesta más desarrollada, os invito a volver aquí dentro de unas horas. El capitán estará de vuelta.
El inspector puso cara de mofa.
—Ya veo. Aun así, no creo que saquéis la comida de las marismas, ¿verdad? La compráis en Rayorah, con el dinero que os da el Consejo. ¿Me equivoco?
Dashvara frunció el ceño.
—No.
El inspector sonrió y Dashvara se dedicó de nuevo a esculpir su pieza de madera. De pronto, se oyó una exclamación.
—¡Oh, sol ardiente que ilumina mis sentidos!
Al ver la cara perpleja del inspector, Dashvara soltó una risotada y se giró hacia Miflin. Inmóvil en el recuadro de la puerta, el trillizo se había quedado suspenso al avistar al visitante.
—Os presento al Poeta —lanzó Dashvara, muy divertido—. Miflin, procura que no se te ilumine demasiado la cabeza, ¿eh? Es el nuevo inspector —añadió, respondiendo a la pregunta silenciosa del muchacho—. Si necesitas algo, pídeselo a él antes de que se marche.
—Tu compañero tiene razón —intervino el inspector—. Anotaré lo que necesitáis en el cuaderno y…
Calló al oír voces en el interior del barracón. Pronto salieron Lumon y Alta. Arvara el Gigante los seguía, inclinando ligeramente la cabeza para poder pasar por la puerta. Los tres estaban sin camisa y sin botas y Lumon se rascaba la cabeza con vigor mientras Alta se estiraba aún como un gato perezoso. Dashvara reprimió una sonrisa. La primera impresión dejada por los tres Xalyas no era especialmente agraciada.
—¡Ha salido el sol! —constató en voz alta Alta sin ni siquiera bajar un instante los ojos hacia el suelo.
—¿Qué? —soltó la voz de Zamoy adentro—. ¡Kodarah! Ayúdame a coger la ropa. ¡Vamos, despierta, hermano! Hay que colgarla. Ave Eterna, ¡ayúdame antes de que se marche el sol!
—No se secará —resopló Arvara desde sus seis pies de altura. Se apartó sin embargo de la puerta cuando Zamoy salió marcha atrás arrastrando una gran cesta de ropa.
—Claro que se secará, Arvara. Maldita sea, ¡ayudadme! —se quejó el muchacho—. Kodarah está más profundo que un pozo. ¡Mirad! El sol calienta. Estamos en verano, chicos. En unos minutos, se seca.
—En unos minutos, ¿eh? —Arvara se reía pero lo ayudó de todas formas a llevar la cesta.
Ante tanta agitación, el inspector parecía aliviado.
—¡Esperad! Tengo unas preguntas que haceros…
—¿Que esperemos? —replicó Zamoy, resoplando y deteniéndose por un instante—. Oye, inspector, si la ropa no se seca, voy a estar otra vez con catarro y si espero un solo minuto más tal vez, digo tal vez, acabe sepultado en el barro por vuestra culpa. En marcha, Arvara. A tender la ropa. El sol no espera.
Ambos Xalyas se alejaron hacia el otro lado del barracón, sin salir del estrado. Dashvara puso los ojos en blanco. Zamoy era un exaltado.
—Así que venís a ver si seguimos vivos, inspector —soltó Lumon, adelantándose hasta la mesa. Dashvara aún estaba sentado en la silla. Lumon el Arquero le dedicó al funcionario su habitual mirada suave y misteriosa—. ¿El otro inspector murió?
—¡No! —aseguró el federado—. Lo mudaron de sitio. ¿Eres el responsable de toda esta gente?
Lumon hizo una mueca, le miró a Dashvara, luego a Miflin y a Alta. Se encogió de hombros.
—En cierto modo —afirmó—. Soy el más viejo.
Entonces, el inspector renovó la explicación sobre su presencia en la Torre de Compasión. Lumon puso cara meditativa.
—Chicos —soltó de pronto—. ¿Se os ocurre algo que podamos necesitar?
Hubo un silencio pensativo y entonces:
—¡Un caballo! —saltó Miflin.
—Cierto —apuntó Dashvara, sorprendido de que no lo hubiese pensado antes.
—Sólo se os permite tener uno —objetó el inspector.
—Pues perfecto —sonrió Lumon—. No tenemos ninguno.
El inspector puso cara extrañada.
—No me lo creo. ¿Cómo transportáis la comida de Rayorah hasta aquí entonces? ¿A hombros?
—Tenemos una burra —intervino Dashvara orgullosamente. Hacía un año que la tenían y, a cambio de los mimos y caricias de los Xalyas, les daba una leche riquísima.
El inspector meneaba la cabeza, incrédulo.
—¿Y qué habéis hecho con el caballo? Se supone que todas las torres tienen uno.
Dashvara y Lumon intercambiaron una mirada.
—Se fue —contestó Lumon, lacónico.
—Oh. —El inspector hizo una mueca echando una mirada nerviosa hacia las marismas—. ¿Lo atacaron esas…?
Alta resopló; Alta era un gran amante de los animales. En la estepa de Rócdinfer, siempre era él quien se ocupaba de los caballos.
—No, inspector. No murió. Se marchó porque lo dejamos ir.
—Le devolvimos la libertad que nosotros no tenemos —adornó Miflin, arrimado al muro.
Al ver la incomprensión pintarse en el rostro del inspector, Dashvara estimó necesario aclarar una cosa:
—Hace un año, intentamos fugarnos por las marismas y ahuyentamos al caballo hacia las praderas. Por eso llevamos un año con la burra.
—Oh —fue la simple respuesta del rubio.
—Un caballo sería bienvenido, inspector —agregó Lumon con calma—. Francamente, no se me ocurre nada más. ¿A vosotros?
Dashvara se encogió de hombros. Le repugnaba tener que pedirle nada a un funcionario federado.
—Bien —dijo el inspector tras un silencio. Había anotado al caballo en su cuaderno—. Entraré en el barracón para echar un vistazo. Y, por favor, vestíos correctamente como soldados. ¿Dónde están vuestros cinturones blancos?
—Adentro —contestó Lumon.
—¿Y vuestras armas?
—Adentro.
—¿Y si de pronto las mílfidas o los orcos atacasen? —agregó el inspector con un tono cada vez más acusador.
Lumon, Alta y Dashvara suspiraron.
—Vos sois un inspector, no un soldado, ¿correcto? —preguntó Lumon con una sonrisilla fría—. Bien, pues haced vuestro trabajo, nosotros haremos el nuestro.
—De donde venimos —intervino Dashvara—, existe un dicho que dice así: no temas a la serpiente roja a menos que se acerque y, cuando se acerque, prepárate y golpea. No nos metáis presión, inspector —añadió con tono de mofa—. Os aseguro que si viene una mílfida ahora, se os la quitará de encima… como a una mosca —sonrió, guardándose el puñal en el cinturón.
El inspector se turbó y, agitando la cabeza, entró en el barracón. Lumon volvió a rascarse la cabeza.
—Tiene buena pinta —comentó en voz baja.
—Bastante blando —aprobó Dashvara.
—Un poco verde en esto, se nota —evaluó Alta.
—¡Ave Eterna! Ni que fuera un plato de brécoles —replicó Miflin apartándose del muro.
Dashvara sonrió anchamente mientras Alta resoplaba como un caballo asqueado y decía:
—No me hables de brécoles ahora, Poeta. Ya se me remueven las tripas con sólo…
Un grito de puro terror resonó en el interior del barracón y los tres entraron, intrigados, seguidos de Tsu. Kodarah estaba despierto y Dashvara estimó que encontrarse solo en el barracón con un ser desconocido en uniforme blanco era suficiente causa para soltar un grito. El Pelambrudo se había levantado de un bote e incluso había empezado a desenvainar su espada antes de recapacitar. Un poco pálido, el inspector se estaba presentando. ¿Dónde habrían mudado al Quisquilloso? En realidad, poco le importaba a Dashvara mientras se fuera lejos, muy lejos de Compasión.
Una mosca se le posó sobre el brazo. Había más. El zumbido era constante. Dashvara las espantó, siseando, y cerró la puerta.
—¡Bah! Idos al infierno —masculló. Dio un manotazo en el aire.
—¿Ahora les hablas a las moscas, Dash? —se burló Miflin.
—Qué quieres, Poeta. No paran de hablarme así que les contesto. Pura cortesía.
—Vaya —murmuró Miflin, como si hubiese descubierto una repentina verdad—. Aún no he compuesto ningún poema sobre las moscas…
—Vete a vestirte, anda —lo cortó Lumon. Él mismo ya se había puesto la camisa y se abrochaba el cinturón de los Condenados.
El inspector daba vueltas por el barracón tomando notas en su cuaderno. Jamás el Quisquilloso se había molestado en mirar de veras las cosas antes de criticarlas. Dashvara se le acercó, curioso.
—¿Qué estáis buscando, si se puede saber?
—Nada. Hago un inventario y pongo apreciaciones —explicó el inspector, ensimismado en su cuaderno.
Se detuvo ante la gran mesa que usaban tanto para cocinar como para jugar a cartas o a las katutas. Dashvara lo siguió. Sobre su hombro pudo leer en escritura sagipsa: «Jergones mohosos. Boles viejos y resquebrajados. No suficientes sillas para el número de ocupantes»… ¿Y para qué demonios necesitarían una silla para cada uno? Inspectores… Dashvara meneó la cabeza, molesto.
—¿Y qué hacéis luego con esas apreciaciones? —inquirió.
Por un instante, el inspector detuvo sus movimientos para mirarlo. Hizo una mueca y siguió escribiendo mientras contestaba:
—Las doy a un secretario del Consejo de Titiaka.
—Oh. —Dashvara se rascó la cabeza—. Eso explica el retraso.
—¿El retraso?
—Sí. Hace tres años pedimos al Consejo de Titiaka que nos liberasen de nuestra condición de esclavos y todavía no nos ha llegado la respuesta. —Dashvara sonrió, burlón—. Pero llegará.
El inspector se lo había quedado mirando con una extraña expresión en el rostro. Dashvara echó otro vistazo hacia el cuaderno. Estaba vez ponía: «Limpieza insuficiente: hombres escuálidos con piojos, ropa húmeda y embarrada». Dashvara hizo una mueca de desdén. Ese inspector iba a resultar ser más meticuloso y peligroso que el otro. Levantó de nuevo la vista hacia el gordinflón y dejó escapar con tono cáustico:
—Prueba meterte tres años en este agujero y luego ven a contarme historias sobre piojos y barro, ¿eh?
El federado entornó los ojos.
—Escribo esto para que el Consejo se dé cuenta, soldado.
Dashvara meneó la cabeza, sin entender.
—¿Para que se dé cuenta de qué? ¿De que no vivimos en un palacio? Creo que eso ya lo saben todos, federado.
—Inspector —lo corrigió él con tono duro. Esta vez, realmente parecía enojado.
Dashvara se encogió de hombros y repitió formalmente:
—Inspector. Por cierto —dijo, cruzándose de brazos—, se os ha posado una mosca en la cabeza. También deberíais añadirla en el inventario, a menos que deseéis que yo os la quite antes.
El inspector lo fulminó con la mirada.
—Ya basta. Tus amenazas rayan los límites de lo aceptable, soldado.
Dashvara descruzó los brazos y retrocedió un paso, asintiendo.
—Entonces, me callaré. Dejadme que os haga simplemente una advertencia: en Simpatía os van a comer vivo. No son quejicas como los de Dignidad. Y desde luego no son como nosotros. No me gustaría estar en vuestro lugar… —lo miró a los ojos antes de añadir—: inspector.
Se alejó. Al menos el blando inspector quedaba avisado. Los de la Torre de Simpatía se iban a abalanzar sobre él como lobos hambrientos. Metafóricamente, claro: a un inspector se lo podía presionar si se dejaba, pero no se lo podía dañar físicamente. La Torre de la Humildad, situada aún más al norte que Simpatía, ya había tenido que sufrir duras represalias por una banda de Condenados que había perdido los nervios ante un inspector «demasiado puntilloso». Claro que esa era la versión de los Condenados. La otra generalmente Dashvara jamás llegaba a oírla, ya que los inspectores, por cuestiones profesionales, no respondían a las preguntas.
Se puso las botas, volvió a salir y, tras echar una mirada atenta al norte, al este y al sur, decidió ir a ayudar a Zamoy y a Arvara a colgar la ropa. Ojalá el sol durase un poco más…
Zamoy se agitaba como una bailarina de dianka, tendiendo toda la ropa limpia sobre las cuerdas. Arvara se movía más pesadamente; parecía convencido de que, dentro de unos minutos, iban a tener que quitar la ropa a todo correr antes de que la lluvia volviera a hundirla.
—¡Oh, no! —exclamó Zamoy cuando unas nubes taparon de nuevo los rayos.
—Ah. Mirad. Se está levantando el viento —hizo notar Arvara con cara de «ya te lo dije, muchacho».
—Que se levante —gruñó Zamoy—. Que se levante y que se marche.
Dashvara alzó la vista hacia el sur. Aquellas nubes… no me dicen nada bueno, suspiró. Zamoy agitó un puño amenazante hacia el cielo.
—¡Esta vez no os acercaréis, nubes! —sentenció. Desde que su hermano Miflin era poeta, a él le había entrado una vena profética.
—No —afirmó Arvara—. No se acercarán. De hecho, se están formando sobre nosotros. Justo sobre la ropa. ¿Qué te apuestas?
—Su pelo, obviamente —apuntó Dashvara.
Zamoy el Calvo puso cara contrariada y, cuando el aire empezó a hacerse cada vez más oscuro, gimió.
—¡Esto no es justo!
Dashvara sonrió y se pusieron otra vez a rellenar la cesta tan rápido como podían. Minutos después, vieron aparecer al inspector en una esquina del estrado que rodeaba el barracón. Lo vieron pisar fuerte, como para probar la resistencia del suelo. Dashvara meneó la cabeza.
—El estrado lo construimos nosotros —dijo, alzando la voz—. No va a romperse. A menos que sigáis dándole patadas —refunfuñó, irritado, al ver que el inspector acababa de hundir una tabla podrida.
—He recibido una gota —soltó de pronto Arvara.
—¡Daos prisa! —lanzó Zamoy, echando el último pantalón a la cesta. Levantaron esta entre los tres y se dirigieron a pasos rápidos hacia el interior del barracón. Apenas hubieron cerrado la puerta, se puso a llover de verdad. Las gotas machacaban el tejado como si unos puños intentasen quebrantarlo.
—Efímero como una pompa de jabón —suspiró Miflin. Ya no parecía tan «iluminado», rió Dashvara para sus adentros.
El inspector, con aire sombrío, se dedicó a hacer preguntas. No se lo veía preocupado por el destino de su caballo blanco, hundiéndose bajo la lluvia.
—¿Cuál es vuestra dieta diaria? —preguntó, sentado a la mesa con su cuaderno y su lápiz.
Lumon nunca había sido muy hablador, sobre todo con los extranjeros, y, como el inspector lo había tomado como el «jefe» del pequeño grupo, se llevó una gran decepción al recibir respuestas lacónicas, aunque cordiales. Lumon siempre era afable y nunca perdía los nervios. En eso era un poco como Boron el Plácido, aunque Boron el Plácido hablaba todavía menos.
—¿Qué hacéis cuando enferma uno de vosotros? —seguía preguntando el inspector.
Dashvara se había tumbado en su jergón y jugaba a un solitario con sus cartas marineras. Estaban hechas un asco, descoloridas y carcomidas, pero seguían siendo usables.
—Llamamos a Tsu —contestó Lumon con cara de estar aburriéndose mortalmente—. Él es nuestro médico.
El drow, sentado en su propio jergón, se había puesto a remendar su camisa. Dashvara siempre había admirado su habilidad con la aguja.
—Ajmjm… —masculló el inspector, garabateando en su cuaderno—. ¿Y…?
Y no se supo lo que iba a preguntar luego porque en ese instante se abrió la puerta bruscamente. Del estrépito del aguacero surgieron cuatro siluetas hundidas y agotadas. Era la patrulla de Sashava. Enseguida todos los del barracón dejaron sus ocupaciones para ayudarlos a deshacerse de la ropa empapada. No hacía frío, más bien lo contrario, era verano, pero el agua de lluvia solía estar helada. La razón tenía que ver con una cuestión de energías dársicas, según Tsu.
—¿Eres tú el jefe de Compasión? —preguntó el inspector. Dashvara estaba tratando de estrujar una de las capas hundidas en el gran cuenco que tenían a la entrada. Giró la cabeza para ver a quién se lo estaba preguntando. El inspector le estaba mirando a Sedrios el Viejo. Sin duda su melena blanca debía de haberlo instado a la pregunta.
Sedrios sonrió. Pero no contestó. Le gustaba hacerse pasar por mudo delante de los federados. El ruido seco de un palo resonó contra la madera y Sashava carraspeó arrastrando su pierna inútil hasta situarse junto a la mesa. A pesar de su pierna magullada, seguía queriendo trabajar como los demás y todos lo respetaban por ello. Su patrulla iba más lento, cierto, pero demonios, ¿para qué correr?
—El capitán está en la otra patrulla —gruñó al fin, detallando al visitante con ojos desconfiados. Se lo veía cansado, pero Dashvara sabía que, ante un federado, Sashava jamás reconocería debilidad alguna. Se mantuvo recto y digno—. Lumon, ¿quién es ese hombre? —preguntó.
Lumon le hizo un gesto al inspector, invitándolo a presentarse. Mientras hablaban, Dashvara se fijó en que Maltagwa el Hortelano echaba miradas preocupadas por la única ventana del barracón, que daba hacia la huerta.
—Se van a ahogar, se van a pudrir… —murmuró por lo bajo.
Hablaba de las sarrenas que había plantado hacía unos días. Dashvara vio a Boron darle una palmadita tranquilizadora sobre el hombro.
—No es a mí al que tienes que reconfortar, sino a esas plantas, hijo —suspiró Maltagwa.
Aunque no lo pareciera por su aspecto más bien enjuto, Maltagwa era el padre del Plácido. Para él, las hortalizas eran como sus hijos. Un poco como lo eran las flores para Zaadma. Unos ojos oscuros, burlones y bellos asaltaron la mente de Dashvara sin previo aviso. Se sorprendió sonriendo como un tonto y espabiló, pero como la conversación entre Sashava y el inspector no tenía nada muy apasionante volvió a pensar en ella. En Zaadma. Había conocido a la dazboniense en un pueblo shalussi, había dormido en su casa durante una semana y había sido salvado por sus dotes de curandera y luego por su linterna ladrona. Desde el primer momento, se sintió atraído por ella, ¿verdad? No lo recordaba muy bien, pero lo que sí sabía era que, durante aquellos últimos tres años, había estado fantaseando como un muchacho, deseando volver a verla. En su mente, se había convertido en algo así como una diosa. A veces, sus ojos se volvían dorados, como los de aquella Suprema de la Hermandad de la Perla. Cuando eso ocurría, procuraba pensar en otra cosa, en los orcos, en la lluvia, en el barro. En cualquier cosa. La Suprema, Sheroda, invadía a veces sus noches como una arpía bondadosa capaz de desgarrarte el alma para extirpar sus debilidades. Al contrario, Zaadma simplemente sonreía, acariciaba las flores con dulzura, amando incluso sus defectos, y sus ojos negros, sus ojos sonrientes, destellaban amor por los cuatro costados.
Que sí, Dash, estás enamorado de una diosa y todos tus hermanos xalyas lo saben de sobra. Tres años dándole vueltas a los mismos ojos de siempre. Tres años recordándolos y olvidándolos y recordándolos de nuevo. Y sin verlos, cuidado, que eso es lo más prodigioso. Tú sigue soñando.
Dashvara inspiró y, dejando la ropa estrujada gotear sobre unas cuerdas, se sentó junto a Tsu. El drow paseaba sus ojos rojos por los rostros de los Xalyas. Cuando su mirada se detuvo en Dashvara, lo detalló como si pudiera leer sus pensamientos.
Al fin, el aguacero amainó y el inspector se levantó.
—Inspector, no olvidéis el caballo —le soltó Miflin, sentado entre sus dos hermanos.
—Informaré a la administración en Rayorah —prometió el inspector—. Y dentro de quince días, cuando vuelva, espero cruzarme con vuestro jefe. Se supone que no debería salir de la torre.
—Se supone que, mientras los monstruos no pasen, podemos arreglárnoslas como nos da la gana —replicó Sashava. Su conversación con el inspector lo había puesto de un humor negro.
El inspector debió de opinar que la réplica no merecía contestación porque se alejó y abrió la puerta en silencio. Un rayo de sol iluminó su rostro. Se giró y los miró a todos uno a uno, como si pretendiese conservar una imagen fija de aquel instante por alguna misteriosa razón. Aunque resultase extraño, Dashvara creyó leer compasión en sus ojos. ¿Cómo no va a sentirla si estamos en la Torre de la Compasión?, pensó con ironía. Entonces, el federado hizo un leve movimiento de cabeza y soltó con voz firme:
—¡Larga vida a la Federación!
Tan sólo le respondieron unos graznidos de cuervo, afuera. Así como trece pares de ojos sombríos. Dashvara alucinaba. ¿Larga vida a qué? ¿a nuestro captor?, le apetecía replicarle. Pero el silencio puede ser aún más dañino que unas palabras, así que permaneció con la boca cerrada.
Dándose tal vez cuenta de que acababa de soltar la mayor barbaridad de su vida, el inspector se ruborizó. Apartó la vista e iba a salir cuando Sashava rompió el silencio sepulcral:
—Deséanos larga vida a nosotros, federado. Creo que lo necesitamos más.
El inspector no contestó. Segundos después, se oyeron los cascos del caballo chapotear en el barro y alejarse hacia el oeste. Haciendo crujir su cachava en el suelo, Sashava se sentó al fin a la mesa. Gruñó:
—Pues ya que no lo dice él, lo diré yo: ¡larga vida a los Xalyas! —tronó.
Dashvara y sus compañeros sonrieron meneando la cabeza. Mientras Sashava, Boron, Maltagwa y Sedrios comían algo y se tumbaban en sus jergones, agotados, Dashvara se levantó para ir a recoger la cesta de la ropa. Añadió los uniformes hundidos de la patrulla de Sashava y, con la ayuda de Arvara el Gigante y Zamoy, volvió a sacarla. Esta vez el sol iba a quedarse más tiempo. Tenía que quedarse. Afuera, los rayos de luz volvían a iluminar la pradera e incluso intentaban filtrarse entre la bruma de las marismas. Las hojas de los árboles centelleaban como estrellas doradas. Dashvara sintió su corazón vibrar en su interior. La visión era condenadamente hermosa.
—Quién diría que vive tanta porquería dentro —murmuró.
—Daaash… —lo apostrofó Zamoy, arrastrando la enorme cesta—. ¿Has venido a ayudar o a filosofar?
—No estaba filosofando —se defendió Dashvara, ayudándolos a levantar la carga.
—Ya, pues déjate de miflinadas, que mi hermano te da mil vueltas para esas cosas, primo. ¡A colgar la ropa, patrulla! —lanzó burlonamente.
Un zumbido pasó a toda prisa junto a Dashvara. Mientras avanzaban hasta las cuerdas para tender la ropa, el Xalya siseó entre dientes con los ojos entrecerrados.
—Larga muerte a las moscas.