Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

23 La casa en ruinas

No vino el médico, porque no se atrevió a seguirle al Raudo, pero sí llegaron medicinas y milagrosamente nos mejoramos un poco. Dormí de un tirón por primera vez, desayuné con apetito y aproveché mi lucidez para hacer lo que debería haber hecho desde el principio: enseñarle al Lobito a despertar su morjás. Me pasé un buen rato intentándolo, hasta que el rubito, harto ya de que lo marease y le cuchicheara consejos de nigromante, sacó algo de detrás de una piedra y me dio la espalda. Me exasperé.

«Lobito. Si no aprendes y desaparezco, te escachufas,» le susurré. No parecía importarle. Resoplé. «Mírame, desmorjao.»

Lo agarré del brazo para girarlo y constaté, turbado, que llevaba entre las manos dos huesos unidos con un tendón que ya empezaba a ceder. A saber de dónde sacaba eso. De algún cadáver, eso seguro, pero no supe adivinar de qué. Mi turbación aumentó cuando, al cogerle las manos, sentí un flujo energético. Fruncí el ceño y, en vez de quitarle el juguete, me concentré y sonreí de pronto anchamente. ¡El Lobito estaba aspirando el morjás! Lo hacía con torpeza, como un cachorro que aprende a caminar. Pero lo aspiraba.

Emocionado, me carcajeé, le di un beso en la coronilla y, ante su mirada sorprendida, le dije con ánimo:

«¡Alma bendita! Eso está estupendo. Si haces eso, lo mismo no necesitas despertar tu propio morjás. Algo es algo. Pediré a los compadres que te traigan todos los huesos que encuentren. Te haré un muñeco. Uno bonito. Como el que tenía yo antaño. Y ya vas a ver cómo creces, ¡como un roble!»

Le revolví el cabello, sonriente, y me recosté contra el muro, tapándome de nuevo con la manta. Hacía frío. Estábamos todos los sokuatas en el refugio, salvo el Bailador y el Sacerdote, el uno porque, a pesar de estar también enfermo, tenía «asuntos» importantes, y el otro porque, según decía, tenía algún ahorro que recuperar para pagar al Raudo todo lo que había hecho la banda por él. De hecho, pese a mi insistencia, seguía reacio a meterse oficialmente en la banda. El Sacerdote era tozudo.

Pasé la mañana sin casi moverme, jugando al veo veo y parloteando de tonterías con mis compadres. Los efectos de la medicina comenzaron a irse hacia el mediodía y la fatiga nos volvía ya a invadir cuando vimos aparecer unas siluetas por la entrada ruinosa de la casa. Al ver a dos hobbits con un enorme perro pasar el umbral, nos quedamos todos suspensos.

«La madre…» murmuré.

Yabir se acercó echando una mirada curiosa a su alrededor, a la fogata medio apagada, a las vistas… Se detuvo, se inclinó con elegancia y declaró en drionsano con acento horrible:

«¡Buenos días! Soy Yabir. Ya le avisé a vuestro amigo aquí presente de que vendría. Haced como si no estuviera. No vengo a crear problemas: sólo vengo a tomar apuntes.»

Pese a la fatiga, nos habíamos levantado todos. Sólo estábamos ahí siete: Damba, Syrdio, la Venenos, mis comparsas, el Lobito y yo. Mi atención se centró inmediatamente en Dakis. Los malditos ojos amarillos del lobo me atravesaban, burlones. Me enseñó los dientes, se sentó y desvió la mirada hacia abajo… hacia el Lobito. Una oleada de miedo se apoderó de mí.

«El lobo fuera,» dije, olvidándome de saludar. «El lobo no entra. O sale o salís los tres. El lobo fuera,» repetí.

Vi a Yabir hacer una mueca y a Shokinori ensombrecerse. Este último masculló en caéldrico:

«Déjame adivinarlo. El chaval quiere que se vaya Dakis.»

Yabir suspiró.

«Te lo dije. No debiste haberlo traído.»

Shokinori emitió un suspiro de exasperación, gruñó algo entre dientes y volteó bruscamente cuando apareció el Raudo por el umbral. El elfo pelirrojo llegaba jadeante y puso cara de gato erizado al toparse de pronto con intrusos en su casa. Frenó de golpe.

«Fiambres… ¿y vosotros quiénes sois?» preguntó, alterado.

Lo vi esconder con prisas un pequeño frasco lleno de pastillas, muy parecidas a las medicinas que nos había traído la víspera. Sólo que la víspera había ido al boticario con seis siatos y, esta vez, lo había hecho probablemente con los bolsillos vacíos y la mano rauda.

Con tono tranquilo y afable, Yabir explicó su proyecto con el libro y el capítulo dedicado a los guakos de Éstergat. Por el acento, era incontestable que eran extranjeros y el Raudo, más sosegado, mostró interés. Preguntó que si ese libro tendría imágenes, que cuánta gente lo leería y tal y cual… Pese a mis protestas, permitió que el lobo se quedara junto al umbral y, siendo esa decisión del cap, a mí no me quedó otra que tragar con ello. Shokinori lo ató, así y todo, con una cuerda, pero yo dudaba de que el hobbit pudiese impedirle a ese monstruo que se abalanzara hacia nosotros si le daba la gana…

Tras un buen rato, el Raudo dejó de conversar con el hobbit. Este se instaló con su libreta sobre una piedra, limpiándola de nieve, y el Raudo se dedicó a distribuir las pastillas en el refugio. Cuando me dio una a mí, le murmuré:

«¿Te vieron?»

«¿El boticario, dices?» El Raudo se encogió de hombros y sonrió. «Pues claro, pero iba embozao a lo nórdico. Baj, los moscas me odian como al diablo, pero desde los doce años no me han pillado ni una sola vez con las manos en bolsillo ajeno. Aprende del sabio, tocayo.» Agitó el frasco de medicina y lo metió entre dos rocas de un murete diciendo: «Tenéis para varias veces. Os las dejo aquí.» Su sonrisa se ensanchó y me revolvió el cabello. «Me alegra saber que no tendré que enterraros tan pronto. En fin, me largo. Cuidad de la casa y que esos tipos raros no se lleven nada, ¿eh? Salú.»

«Salú,» le contestamos Manras y yo al mismo tiempo.

El cap se alejó, intercambió unas palabras con Yabir y lo vi sonreír, satisfecho, antes de marcharse. Yabir continuó escribiendo. De no ser por el lobo, me habría acercado para curiosear y tal vez sacarle otra vez el tema de ese tesoro que escondía el Ópalo Blanco… pero con el lobo, no me atrevía casi ni a rascarme la cabeza. Por eso, cuando Yabir me llamó en caéldrico con un «muchacho», me quedé donde estaba y le devolví una mirada turbada. Entendiendo mi problema, Shokinori se agachó junto al lobo para rascarle las orejas y lanzó en caéldrico:

«No te va a morder, chaval. Es un cerbero de bruma. Comunico con él por vía mental. Sé perfectamente cuándo está mosqueado y cuándo no. Y tú no le mosqueas. Lo diviertes, a lo sumo. Y le pones un poco nervioso porque… apestas a miedo, según dice.»

Me dedicó una gran sonrisa y yo tragué saliva. Capté las muecas burlonas de Syrdio y la Venenos y los fulminé con la mirada. Entonces, para sorpresa mía, Dil me empujó suavemente para animarme. Al cabo, no queriendo tampoco que me llamaran cobarde mis compadres, me levanté y me acerqué a Yabir, tratando de no dejar que las armonías me hicieran jugarretas.

«¿Qué escribes?» pregunté, echando un vistazo al cuaderno del Baïra.

Yabir contestó empleando una palabra que no conocía y continuó con una sonrisa:

«Luego lo iré ordenando.»

Pestañeé.

«Natural. Oye, ¿no te molesta que hable en drionsano, verdad? Es que el caéldrico me queda muy lejos,» confesé.

El hobbit sonrió anchamente y habló en drionsano:

«En absoluto. Así aprendo. Sólo intenta hablar un poco más lento, ¿eh? Bueno. ¿De modo que vives aquí?» Asentí. «Y… ¿no pasas frío de noche?»

Me encogí de hombros y señalé la fogata casi apagada.

«Los compadres traen leña y la ponemos aquí. No se pasa frío cuando está la fogata encendida,» aseguré. Sonreí. «Además, esto es la Roca. El suelo no está tan frío como cuando vivía en el valle. Eso es porque hay magia aquí dentro,» expliqué, pateando el suelo. «Por eso la nieve dura poco. La Roca es lo mejor del mundo.»

Yabir me observó, pensativo, jugueteando con su lápiz.

«Una Roca especial, sin duda. Se dice por aquí que es sagrada, ¿verdad? Mm… Dime, si te dijera que la Roca está repleta de túneles, ¿me creerías?»

Me ensombrecí, porque aquello me hizo pensar en los túneles de la mina.

«Pues no sé. ¿Lo está?»

Yabir balanceó la cabeza.

«Probablemente. Según un libro del Conservatorio, está plagada de pasadizos. Algunos conducen a antiguas minas. Otros los cavaron hace más de cien años, cuando los tasios sitiaron la ciudad, que en aquella época no estaba tan poblada.»

Con voz apasionada y a la vez serena, se me puso entonces a describir la ciudad de Éstergat de hace cien años, que aparentemente no tenía ni tantos barrios, ni tanta fábrica, ni tantos barcos en el río. No había sido así hacía más siglos: antaño, Éstergat era la capital más rica y más bella de Prospaterra. Pero habían llegado décadas terribles, plagas asesinas, guerras… Finalmente, Éstergat había renacido de las cenizas, llenándose de vallenatos, de nórdicos, de plaareños… Y, gobernando sobre todos ellos, seguían las mismas familias de mangaplatas, las mismas personas arkoldesas de toda la vida.

Yálet jamás me había hablado de la historia de la ciudad. Me había mencionado algún acontecimiento, sí, pero en la Cumbre enseguida volvía a sus lecciones de cerraduras y de trampas anti-robos. Por lo tanto, lo que sabía yo de Historia lo había aprendido con Yerris y los periódicos… En fin, que no sabía más de historia que de geografía, y me impresionaba que el subterraniense, siendo un completo extranjero, supiera más de mi ciudad que yo.

Como Yabir hacía el esfuerzo de hablar en drionsano, más de un guako se animó a acercarse y acabamos instalándonos en el refugio alrededor del hobbit, escuchando su voz sabia y alegre. Era más bajito que Syrdio o la Venenos y, aun así, ¡cuánto sabía! Nos habló de su vida en la Gran Biblioteca de Yadibia, de la vida en su pueblo, de alguna broma que se hacía ahí sobre esos «extraños seres a los que les pega una bola de fuego todos los días en la cabeza». Tenía humor además de conocimiento y, al de un rato, me sorprendí mirándolo con el corazón henchido de admiración y me imaginé que me convertía en un Baïra como él, que me hacía sabio y me ponía a escribir una crónica… ¡Qué lejos estaba de la realidad! Pero como me había dicho mi maestro nakrús un día: sueña y tal vez veas tu sueño realizarse, no sueñes y ni la imaginación vendrá a rescatarte. Algo así me había contestado un día, hacía mucho tiempo, cuando yo le había pedido que me convirtiera en dragón de huesos. Su respuesta me había dejado meditativo durante días, hasta que entendí que simplemente mi maestro era incapaz de convertirme en un dragón de huesos.

Manras, Damba y yo le acribillábamos a preguntas a Yabir, en especial para que explicara palabras que él tan sólo conocía en caéldrico. Que si esto, que si lo otro… Al cabo, el pobre hobbit, saturado, declaró:

«¡Bueno, muchachos! Las sombras cubrirán pronto vuestra Roca y es hora de marcharme a mi propio cobijo. Yo que decía que no os iba a molestar y aquí estoy, ¡contándoos historias y más historias!» Sonrió y alzó un índice. «Sólo quisiera haceros unas preguntas, ya que yo he contestado a las vuestras. ¿Os parece?»

Asentimos. Me froté la cara. Mis párpados se me cerraban de la fatiga y mi fiebre regresaba. Varios guakos de la banda habían vuelto ya pero, tras averiguar qué hacían ahí esos intrusos, unos cuantos habían decidido ignorarlos y se habían quedado fuera o sentados sobre los muros en ruinas, pasando el rato, charlando, fumando humerba y mascando rodaria.

Cuando dejé caer las manos, avisté de pronto a Rogan y al Raudo en el umbral. Vi al primero darle dinero al segundo antes de que ambos entraran y rodeasen al lobo tumbado junto a la «entrada» de la casa en ruinas. Los seguía el Bailador con expresión exhausta.

«Bueno,» murmuró Yabir. Por lo visto, la presencia de tanto guako empezaba a ponerlo incómodo. «Sólo unas preguntas. Si no es mucha molestia, me gustaría que me dijerais cada uno cómo habéis acabado aquí.»

Manras contestó a bocajarro, señalando al cap:

«¡El Raudo! Esta es la casa del Raudo. Y nosotros somos de la banda. ¿Lo ves?» preguntó y, con evidente satisfacción, se remangó su brazo oscuro para enseñar su cicatriz. «Me hice esto con una navaja y ahora esta es mi casa.»

«Ya, er… claro, pero… ¿y antes?» interrogó Yabir con el lápiz preparado sobre el cuaderno. «Tu nombre es Manras, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes?»

«Ocho. Cumplo nueve a finales de invierno, como Dil,» anunció el pequeño elfo oscuro, orgulloso.

«Todo un hombrecito,» se burló Yabir. «Y… dime, Manras. ¿Siempre has vivido en la calle? ¿No tienes padres?»

Manras se hizo reservado y, como no contestaba, Yabir carraspeó. El Raudo se arrimó a un muro sin interrumpir y Rogan vino a sentarse a mi lado con cara de estar medio despierto.

«Lo siento,» se disculpó el hobbit. «No quiero despertar malos recuerdos. Sólo quisiera tener más detalles sobre vosotros para poder ponerlos en mi crónica. Los ejemplos le dan vida a la teoría. Os veo, cachorros y jóvenes mezclados en una banda callejera, y no puedo evitar preguntarme de dónde venís y por qué estáis aquí.»

Por qué estamos aquí, me repetí mentalmente. Meneé la cabeza, perplejo. ¿A qué se refería exactamente? Fue Damba quien contestó:

«Porque estoy mejor aquí. Mucho mejor.»

«¿Mejor que dónde?» preguntó Yabir con curiosidad.

«Que en el hospicio,» respondió el Bailador, sentándose pesadamente.

«Que en los caminos,» intervino la Venenos.

«Que en casa,» dijo Damba con seriedad. «La mía era un infierno. Por eso me afufé.»

«Te… afufaste,» repitió Yabir mientras escribía en su cuaderno. «¿A qué edad?»

Damba hizo un vago ademán mientras calculaba.

«Hace un par de años. Un poco antes de cumplir los nueve. A veces vuelvo. Pero sólo cuando no están Padre y Madre. Voy a ver a mis hermanos,» explicó. «Y les llevo algún ahorro. Porque son muy pobres y yo les echo una mano.»

Yabir asintió con una mueca pensativa. Yo ya conocía la historia de Damba. Era algo que los guakos de una misma banda se contaban entre sí. Compartir su historia significaba compartir experiencias y la mayoría no tenía más que a los compadres para que los escucharan. Pero, esta vez, teníamos a un hobbit sabio que se interesaba un poco por nosotros. Así, los demás se animaron a contar también sus historias. Syrdio contó que había crecido en un hospicio hasta los siete años y que se había afufado junto con el Raudo por razones similares a Damba. La Venenos dijo que sus primeros recuerdos eran los de una pandilla de chicuelos que pedían por los caminos. Manras y Dil permanecieron silenciosos. El Bailador se había quedado profundamente dormido tras tomarse la medicina. Rogan contó brevemente su historia de niño de la Caridad convertido en deshollinador y, al fin, en Sacerdote, guako y artista.

«Artista,» repitió Yabir, divertido. «Sin duda tienes vocación.»

«Sin duda,» aprobó Rogan, burlón.

«Sólo le falta el sombrero,» intervine. «Siempre tiene uno, pero unos isturbiaos se lo quedaron. Le regalaré uno yo. Créetelo, Sacerdote,» aseguré, dándole un empellón por incrédulo. «Pero cuando me entre la plata, que no tengo un clavo. Un sombrero de copa y de calidad extra. Te lo juro por todo.»

«Buah, deja ya de jurar, Espabilao,» replicó Rogan, innegablemente halagado por la promesa. «Además, el sombrero lo quieres para ti.»

«Mentira.»

«Y que no.»

«Malpensao,» me indigné.

«Tu madre.»

«Desmorjao,» sonreí.

Rogan iba a seguir con la tanda cuando Yabir se levantó y dijo:

«Jóvenes. Gracias por todo. Vuestra compañía ha sido y será inolvidable y… er… ¿placentera? Se dice, ¿verdad?»

Acogimos su pomposidad con carcajadas y yo protesté:

«Oye, Yabir. No olvides ponerme en el capítulo, ¿eh? No has escrito nada sobre mí en el cuaderno.»

Yabir sonrió.

«Aparecerás, sin duda alguna, confía en mí.» Se inclinó. «Buenas noches, muchachos.»

El Raudo le estrechó la mano y, como nuestro sabio invitado se alejaba, se me ocurrió de pronto algo. Pese a mi fatiga, me levanté y corrí hacia los hobbits.

«¡Yabir!» dije. Salí de la casa en ruinas trotando. «¡Yabir! No pongas nada sobre los Daganegras en el libro, ¿eh? A Korther no le gustaría. Yal me dijo una vez que la discreción es la joya más valiosa del ladrón…»

Callé de golpe cuando me fijé en lo atrevido que había sido al acercarme tanto al lobo. Este se encontraba a apenas un paso de mí.

«Descuida, muchacho,» me contestó Yabir en caéldrico. «No hablaré de tu cofradía.»

Tragué saliva y, retrocediendo un paso, murmuré:

«Ya no es mi cofradía. Me largaron. Pero no quiero que me tengan por bufaire… Gracias. Y también por la visita. ¿Vas a volver?» pregunté.

«Er… como le he dicho a ese joven al que llamáis el Raudo, no lo sé,» admitió Yabir. «Tengo material para hacer un capítulo corto, pero no me importaría alargarlo… ¿Te apetecería que volviera?»

Sonreí y asentí con fervor.

«Sí. Me gustaría mucho. Hoy no era un buen día. Estoy enfermo. Pero otro día a lo mejor puedo ayudarte más para la crónica y… me han gustado mucho las historias que has contado. Mi… mi maestro me contaba muchas,» murmuré.

Yabir esbozaba una sonrisa.

«Sí. Eso dijiste el otro día. Bueno… pues entonces a lo mejor me animo y vuelvo un día de estos.»

Me mordí el labio, sonriente, y me rasqué la cabeza mientras retrocedía.

«Pues… salú entonces,» lancé. Miré a Shokinori, al lobo y repetí: «Salú.»

El lobo agitó el rabo. Regresé al umbral de la casa y, desde ahí, los observé mientras ellos se alejaban cuesta abajo. Sentí que el Raudo se arrimaba al muro junto a mí. Me tendió un cigarro medio consumido. Lo cogí y él preguntó:

«¿De qué los conoces?»

«Of… Historias de Daganegras,» expliqué aspirando la humerba. «Korther tiene un trato con ellos. Son celmistas. Magos de verdad. Fíjate que hasta andan buscando un tesoro mágico. Bueno, Yabir dice que no, que lo que buscan es un pasadizo para volver a su tierra ahí abajo. Pero estaría bueno que encontraran un tesoro, ¿te imaginas?»

«¿Qué tesoro?» inquirió el Raudo, extrañado.

Me encogí de hombros.

«No sé. A lo mejor ni existe. Yabir dice que son leyendas. Pero que las leyendas pueden ser verdad. Si encontráramos el tesoro, nos convertiríamos en cerdos mangaplatas, ¿te das cuenta, tocayo?» Sonreí e hice una mueca. «Pero Yabir dice que no lo quiere buscar. Es una carababhuesada no intentarlo. Con lo divertido que debe de ser buscar un tesoro.» Me apoyé contra el muro junto al cap y aspiré el humo del cigarro. «Di, Raudo. ¿Tú qué harías si fueras un mangaplatas?»

El Raudo no contestó de inmediato. Tras un silencio, dijo:

«Comprarme una casa. Una de verdad. Y casarme en el templo. Tener hijos. Y mandarlos a la escuela.» Se giró hacia mí con una mueca de burla. «¿Y tú, tocayo?»

Mi vista se perdió en las casas de enfrente mientras contestaba:

«Iría a las Colinas de las Tormentas.»

«La madre, ¿y sosque está eso?» preguntó el Raudo, sorprendido.

«Muy lejos,» dije. «No sé exactamente, debería ir a ver un mapa. ¿Sabes dónde hay mapas?»

El Raudo me cogió el cigarro y asintió.

«En el Capitolio hay uno, en la sala principal. Ocupa toda una pared. Es enorme. ¿Nunca has entrado?»

Negué con la cabeza. Yal trabajaba ahí pero yo jamás había entrado. En la Golondrina, Yum siempre se encargaba de llevar los mensajes para el Capitolio: era el que mejor conocía los entresijos de aquel gran palacio público.

«Iré a verlo mañana,» decidí, apartándome del muro. «Por cierto, Raudo. Gracias por las medicinas.»

Sin apartar el cigarro de la boca, el elfo pelirrojo sonrió y masculló:

«De nada, tocayo. Es natural: somos familia, ¿no?»

Sonreí anchamente y entoné:

Hijos de una misma tierra.
Hijos de nuestro patrón.
¡Hijos de la misma perra
que nos trajo a este rincón!

«Isturbiao,» rió el Raudo. «Se te ve mejorao. ¿De dónde sacas eso?»

«¡Del Clavel, natural!» repliqué.

Capté la expresión burlona del Raudo antes de que yo me metiera en la casa. El cielo ya estaba muy oscurecido y Ragok acababa de encender la fogata. Me encontré un buen sitio junto a Rogan y al Bailador, me tumbé y, arrastrado por el cansancio y la fiebre, caí dormido casi enseguida. Soñé con que me encontraba en el valle, yaciendo bajo las estrellas. Las admiraba, las contaba y les decía: salú. Y ellas se quitaban la gorra y, amablemente, me contestaban: salú.