Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

22 Recompensa y condena

El Bailador me guió a través de las callejuelas del Laberinto, cuesta arriba y siempre arriba. Acabábamos de llegar a la parte alta de los Gatos cuando, de pronto, solté:

«Creo que empiezo a ver algo.»

De hecho, ahora lo veía todo muy gris, pero distinguía siluetas. Hasta adiviné que el Bailador giraba la cabeza hacia mí.

«Eso es lo malo de las casas ricas, que tienen trampas,» comentó. «¿Cómo fue?»

Suspiré y meneé la cabeza mientras avanzábamos.

«Pues fíjate que no lo sé. No sé si fue la caja que se activó, la ventana o qué. El caso es que salió no sé qué producto. Algo diabólico. Y ni siquiera sé si el diamante estaba en la caja. Un fiasco total. Y ahora los Daganegras me han largao. Y Frashluc me va a escachufar de lo lindo. Pero sacaré al Sacerdote como sea.»

El Bailador se detuvo y se apartó para encararse conmigo.

«Hey, un momento, ¿qué piensas hacer?» inquirió con tono inquieto.

Fruncí el ceño.

«Has prometido, Bailador. Lo otro es asunto mío.»

Mi compadre vaciló pero me agarró otra vez del brazo y continuamos.

«Algunos de esos tipos no son mancos,» me advirtió. «Te van a hacer silbar las orejas como te pases de la raya.»

«Que me silben,» repliqué.

Lo oí suspirar. Cuando nos metimos en un estrecho patio, mi vista seguía borrosa, pero ya veía los colores y, en fin, que podía caminar solo. Vi una silueta alta y forzuda apartarse de un muro.

«¿Nat? ¿A quién traes?»

Contesté yo:

«Esto es el gremio de Frashluc, ¿cabal? Y aquí es donde está mi compadre encerrado, ¿cabal? Pues vengo a buscarlo. Frashluc me ha dicho que podía salir.»

Parpadeé en vano para intentar ver la reacción de mi interlocutor.

«Er… ¿En serio?» preguntó este.

Me encogí de hombros.

«En serio y en drionsano. Me ha dicho: ¡buen trabajo, ve a sacar a tu compadre y déjame en paz! No más. ¿Dónde está Rogan?»

«Pues…» El Gato vacilaba. «Espera aquí un momento, ¿quieres? Nat, ya ha llegado la mercancía. Te la paso ya, ¿corriente?»

El Bailador asintió, me palmeó el hombro y desapareció junto con el otro por una puerta. Me quedé solo en el patio, congelándome. ¿Se habría tragado el Gato ese mi artimaña?

Esperé un buen rato, di vueltas a los charcos, tosí, me senté en un bordecillo, me levanté, jugueteé con unas tablas, subiendo y bajando del montón hasta que, por fin, la puerta se abrió. Y vi aparecer una silueta. Me acerqué con los ojos entornados.

«¿Rogan?»

No, no era Rogan. Era demasiado grande. Me contestó con voz tranquila:

«Entra.»

Tensé la mandíbula y negué con la cabeza.

«No, no. Que salga Rogan. Que salga Rogan y entonces entro, lo juro. Pero que salga Rogan.»

No vi venir la mano que me agarró del pescuezo y me metió adentro a bandazos. No me atreví a protestar: de todas formas, no veía lo suficiente como para defenderme realmente. Di unos cuantos pasos por un pasillo, medio empujado por mi guía, y estaba este abriendo una puerta cuando oí un resoplido.

«¡Espabilao!»

Me erguí de golpe. Ese era el Sacerdote, ¿verdad? Vi una forma arrodillada en el suelo, con un cubo a su lado y algo en las manos. ¿Un trapo, tal vez? El guía dijo:

«Deja eso, guako. Y sal.»

«P-pero… ¿y el Espabilao?» preguntó el Sacerdote levantándose. «¿Qué le pasa?»

«Nada,» aseguré. «Estoy bien. Me quedo. Eso es todo. Sal de aquí, compadre. Y cuida del Lobito.»

Rogan se había acercado a mí.

«¿Pero qué dices?» jadeó.

Inspiré:

«Digo, compadre, que cuides de…»

Me dio de pronto un ataque de tos, más violento que ninguno. Cuando acabó, no conseguía respirar. Simplemente no conseguía. Mi garganta producía un sonido estridente. Al cabo, todo se volvió negro y, asfixiado, me desplomé.

* * *

Desperté sacudido por una tos violenta que me dejó sin aliento y al borde del desmayo. Tenía los ojos abiertos y la luz me cegaba pero, al de un rato, pude ver lo que me rodeaba, con total claridad. Estaba tumbado sobre una alfombra roja y dorada bastante cómoda. Hacía calor en la habitación. No había ventanas, la estufa estaba encendida y, a la mesa, había dos personas sentadas, jugando a cartas. Eran Jarvik el Albino y un humano cobrizo con rasgos de vallenato igual que yo, sólo que tenía pelo entrecano.

Jarvik dejó unas cartas sobre la mesa. Sus ojos rojizos me escudriñaban.

«¿Qué tal te encuentras, chaval?»

Reuní las fuerzas suficientes para abrir la boca y murmurar:

«Fatal.»

La garganta me dolía como si tuviera metido ahí un puñal. El Albino hizo una mueca.

«Se ve,» aseguró. Se levantó, se acercó y se agachó junto a mí con las manos juntas. Medio atontado, me quedé mirando su rostro tan blanco como la nieve. «Bueno, chaval. Te alegrará saber que has hecho exactamente lo que Frashluc esperaba que hicieras.»

Parpadeé.

«¿Qué?» murmuré, atónito.

«Er… sí,» carraspeó el Albino. «Frashluc sospechaba que Korther no tenía la Lágrima y que la había vendido ya. En realidad, poco le importaba que la encontraras o que los Daganegras te pillaran. El objetivo era burlarse de Korther mangándole la lealtad de uno de sus aprendices. Eso es todo.»

Le devolví una expresión de total incomprensión y tosí.

«Pero ¿por qué?» jadeé.

El Albino me dedicó una sonrisa molesta.

«Bueno. Forma parte de las interminables jugarretas que se hacen Korther y Frashluc. A veces se regalan copas de oro y otras veces riñen como críos… Frashluc tiene un territorio que defender, entiendes. Korther no acata siempre sus reglas y eso al cap le revienta.» Se encogió de hombros, haciendo otra mueca. «Si Lowen no te hubiera acompañado, Frashluc se habría olvidado de ti al instante en que se enteró de que los Daganegras te habían pillado. Pero… Lowen, ese chaval, es su nieto, ¿entiendes? Frashluc le tiene cariño a su nieto. Y quiere darle una lección por su pequeña aventura. Así que… dentro de unas horas o tal vez más, sabremos qué va a ser de ti, hijo. Tú procura hacer exactamente lo que te dicen y… tal vez salgas vivo de esta.»

Me palmeó el hombro y se levantó añadiendo más para su compañero que para mí:

«Pobre muchacho. Cualquiera se atreve a mover el dedo con un abuelo así. Aunque ese chaval también tiene cada idea… Si se llega a enterar su madre…»

Resopló. Hablaba de Lowen, obviamente. Volvió a sentarse a la mesa bajo mis ojos abiertos como platos. Frashluc me iba a destripar vivo. Estaba convencido de ello. Mi corazón se desbocó, mi pecho se contrajo y me atacó de nuevo la tos. A la mesa, el Albino y su compañero hablaban tranquilamente de la partida de cartas, llenaban la habitación de humo de cigarro y se servían copiosas copas de vino.

«Me está poniendo enfermo de tanto toser,» se quejó el vallenato al de un rato. Me echó una mirada impaciente y, bruscamente, se levantó con un vaso lleno de vino y fue a dármelo. «Hey, chaval. Toma. Te calentará.»

No pasaba especialmente frío en aquella habitación pero acepté de todas formas el vaso y lo apuré. El vallenato me observó y, tras unos instantes, enseñó todos sus dientes.

«Mira qué bien, ya no tose. ¿Quieres otro?»

Asentí en silencio: no me atrevía a hablar por miedo a ponerme otra vez a toser. Él me hizo una señal para que me levantara y fuera a sentarme a la mesa. Me bebí otro vaso. Una extraña lucidez me invadía poco a poco.

«Es vino de Azada y se lo traga como si fuera sangría,» resopló el Albino. «Deja, deja, no le des más.»

«Bah, mi tía siempre me daba un vaso de radrasia cuando estaba enfermo,» aseguró el vallenato, sirviéndome otro vaso. «Estas cosas lo curan todo. Además, quién nos dice que de aquí a mañana Frashluc no lo descalabra. Que aproveche, el pobre chico. ¡Y bien que lo aprovecha!» sonrió, viéndome apurar el tercer vaso.

Se carcajeó, dándome una fuerte palmada en la espalda que por poco me atragantó. Estaba, creo, por el cuarto vaso cuando mi mente empezó realmente a olvidar el dolor de garganta y de cabeza… Justo en ese momento fue cuando se me cayó pesadamente la frente contra la mesa. A través de mi profundo aturdimiento, oí decir al Albino con diversión:

«No llegó ni a cuatro. Apronta la plata, compadre.»

Con que habían hecho hasta apuestas, la madre… Y yo ni me había enterado. Tosí, unas manos me ayudaron a volver a tumbarme sobre la alfombra y, poco después, caí profundamente dormido. Y tan profundo que tardé en espabilar cuando, tal vez horas después, una mano empezó a sacudirme.

«¡Hey! Arriba, chaval,» me dijo el Albino con una voz que parecía venir de muy, muy lejos.

Me sacudió con más energía y, al fin, parpadeé y me enderecé. La habitación hubiera estado a oscuras de no ser por la linterna que llevaba el Albino. Y fiambres cómo me dolía la cabeza… No, en verdad, me dolía todo. Hundí las manos en mis bolsillos y dejé escapar un gemido al constatar que estaban vacíos. Claro, Aberyl me había quitado la asofla en la Fonda.

«Asofla,» balbuceé. «Asofla, asofla, asofla…»

«He dicho: arriba,» repitió el Albino y estiró de mí para ponerme en pie. «Venga.»

No sabía adónde me llevaba, pero esa era la menor de mis preocupaciones en aquel momento. Más me preocupaba lograr mantenerme en pie y seguir al Albino sin derrumbarme. Él me ayudó a avanzar por un pasillo y nos detuvimos ante la puerta de salida del gremio. Me puso algo en la palma de la mano. Era una bolsita.

«Recompensa de Frashluc,» explicó el Albino. «Seis siatos. Te agradece los servicios prestados y te pide que no le vuelvas a hablar a su nieto so pena de muerte. ¿Has entendido? Si cruzas una sola palabra con el chaval, si lo miras, estás muerto.» Sentí un dedo frío contra mi garganta. Asentí una vez con la cabeza y él me palmeó el hombro. «Eres libre.»

Abrió la puerta y entró una ráfaga cargada de nieve. Salí, empujado por el Albino. Este añadió en el umbral:

«Has tenido suerte, chaval. No sé si los Daganegras te volverán a coger o no pero… Bueno. Estás vivo, que es lo principal, ¿no? Yo que tú no me quedaría mucho tiempo aquí bajo la nieve. Espabila y anda, ¿eh? Buen chico.»

Me dedicó una sonrisa de despedida y yo murmuré un débil y ronco:

«Salú.»

Él cerró la puerta. Me metí el dinero en el bolsillo y, con la mente refrescada por la nieve y el frío, me moví hasta salir del patio. Estaba ya atardeciendo y, con la nieve que seguía cayendo, apenas se veía. No había llegado al final de la callejuela contigua cuando una silueta apareció a través de los copos de nieve y se precipitó hacia mí.

«¡Espabilao!»

Esbocé una sonrisa, alegrado de la vida.

«Sacerdote, salú. ¿Tienes asofla?»

Rogan asintió y se apresuró a darme. Me metí un buen puñado en la boca mientras él decía:

«Espíritus, creía que te iban a matar, ¿sabes? Llevo aquí esperando toda la tarde. Les he soltado maldiciones a mansalva, tú no sabes, que si sus ancestros los iban a encadenar a los infiernos, que si iban a escachufarse desangraos como puercos… ¡Y ha funcionao! Bueno, no enseguida. Uno, el Nariztorta, ha salido para atrancarme la boca pero el de cara de nieve le ha echado agua al vino y me ha dicho que te iban a soltar. Les he prometido retirar todas las maldiciones, natural.»

Sonreí anchamente.

«Natural.» Una gran fatiga iba reemplazando poco a poco el dolor. Suspiré y añadí: «Qué bueno verte, Sacerdote.»

Nos abrazamos como hermanos y él resopló:

«Estás ardiendo como una chimenea, shur. El Bailador me ha dicho que te habías metido en la banda del Raudo. Te acompaño hasta su refugio, ¿va?»

Fruncí el ceño.

«Va. ¿Pero tú no vas a meterte en la banda?»

Rogan hizo una mueca.

«No sé… Nunca me fueron bien las bandas.»

«Mmpf. Carababhuesadas,» repliqué. «Venga, avente, compadre. El Raudo no es mal tipo. Y tiene casa. Tú no tienes. Y hace frío, compadre. Venga, avente,» repetí.

Rogan no contestó de viva voz pero, para alegría mía, asintió con la cabeza. Nos pusimos a bajar todo el barrio. Pasamos no muy lejos de La Rosa de Viento y, recordando que llevaba ya casi dos días sin comer, pensé en ir a comprar un bocadillo… pero sólo de pensar en ingurgitar algo me entraron náuseas y preferí concentrar mis esfuerzos en poner un pie delante del otro.

Como la nieve y el viento nos impedían hablar sin alzar la voz, no hablamos casi durante todo el trayecto y yo avancé, absorto en mis pensamientos. Interiormente, conversé con mi maestro nakrús y le dije: ¡oh, si supieras todas mis desventuras, elassar! Rolg me recogió, Yal fue como un segundo maestro y Korther no era mala persona tampoco… Y los he traicionado a todos. Como hizo Yerris. Sólo que él tuvo suerte, llevaba más tiempo en la cofradía y trabajaba para un murcio de tres al cuarto y no para Frashluc. Pero, aun así, es una injusticia, elassar. Yo sólo quería salvar a Rogan. Y lo he salvado. Es lo importante. Estamos vivos. Es lo importante, ¿verdad? Tengo a la banda, tengo a mis comparsas… Ellos no van a echarme, porque ellos tampoco tienen a nadie y ellos no raptan, ni amenazan con matar, ni roban reliquias. Yo quiero ser un guako libre, elassar. No quiero que nadie me mande. El Raudo, a lo sumo, y sólo un poco y porque es guako. A nadie más. A partir de ahora, me hago guako rebelde, me hago hombre y al infierno con los Gatos grandes. ¿Qué te parece, elassar? Me gustaría tanto poder hablar contigo de verdad. Espero al menos que no te hayas olvidado de mí. Eras tan diferente a los saijits que conozco. Y te echo tanto de menos…

Inspiré. Mis pies se estaban quedando helados en la nieve.

«Espabilao… ¿Lloras?» preguntó Rogan.

Sacudí la cabeza y me limpié la nariz con el abrigo mientras negaba:

«Es el resfriao.»

Pocas horas después de llegar a la casa en ruinas, mi estado empeoró. No tosía ya tanto, pero hervía y no hice otra cosa que quedarme tumbado junto a los demás enfermos, apenas consciente de lo que ocurría a mi alrededor. Mis compadres me trajeron comida, que devolví. Cuanto más tiempo pasaba, más me daba cuenta de que aquello, en vez de mejorar, parecía ir a peor. Las horas venían y se iban sin que yo tuviera casi conciencia de ellas. Al tercer o cuarto día, apenas podía moverme. El Bailador retiró de mi frente un trapo lleno de nieve fundida.

«Se están muriendo, Raudo,» declaró con la voz ronca. «Hay algo extraño en esto. Algo muy extraño.»

El Raudo estaba sentado junto a la fogata. Añadió un leño mientras mascullaba:

«La muerte no es extraña.»

El Bailador sacudió la cabeza.

«No, no, Raudo. Fíjate. Todos los que están enfermos son sokuatas. Ragok enseguida se puso bien. En cambio… ellos no.»

Paseó una mirada alterada por los seis bultos febriles y moribundos. Damba, Rogan, Syrdio, Dil, la Venenos y yo ardíamos y moríamos ante los ojos tristes de nuestros compadres sanos. El Raudo se levantó con lentitud.

«¿Quieres decir que la enfermedad tiene algo que ver con la sokuata? O… ¿con la asofla? Pero… entonces ¿por qué tú no estás enfermo?»

El Bailador no contestó de inmediato.

«Bueno… Manras sigue bien también. Pero lo mismo no sigue siendo cierto mañana… Hay que hacer algo, Raudo. Tengo que hacer algo y no sé qué.» Apretó el puño y se golpeó la frente. Tras un silencio, añadió con voz venenosa: «Si supiera dónde está el alquimista… Ese diablo nos condenó a muerte y lo sabía, sé que lo sabía. Si lo tuviera delante…» Tosió y recuperó el aliento. «Los he matado, Raudo. Jamás tuve que hablarles de la asofla. Es culpa mía. Los he matado, fiambres, ¡los he matado!»

El Raudo se agachó junto a él con cara sombría y le apretó el hombro para serenarlo.

«Iré a por un médico.»

«Ya, claro, ¿y con qué le vas a pagar?» suspiró el Bailador.

Yo estaba en uno de mis escasos momentos de lucidez y, al oír la pregunta, emití un gemido y alcé la mano. El Bailador me la cogió. No me ayudó, porque mi intención era sacar la bolsa de siatos que tenía en el bolsillo. Moví la otra y, al fin, la saqué a la vista.

«Que me fumiguen,» resopló el Bailador.

El Raudo recogió el saquito preguntando:

«¿Cuánto hay?»

Moví los labios para decir un «seis», pero no creo que me oyeran. Lo contaron de todos modos y el Raudo se incorporó.

«No sé si será suficiente para todos, pero iré de todas formas. Al menos para que el médico los vea y… A ver si los cura. Quédate aquí, Bailador, y cuida de ellos.» Vaciló. «Voy. Aguantad, compadres.»

Inspiré con dificultad y vi a través de mi fiebre los ojos enrojecidos del Bailador. A mi derecha, estaba Dil; a mi izquierda, Rogan. El Sacerdote tenía las manos sobre el pecho y movía los labios como si estuviera rezando. El Principito dormía. Su respiración era igual de sibilante que la mía. Con esfuerzo, grazné:

«Bailador. No es culpa tuya. Fue el Bravo Negro. El Bravo Negro y los que compraban las perlas. Esos son nuestros asesinos. No tú.»

El Bailador se había inclinado hacia mí para oírme mejor. Me apretó la mano con la suya, temblorosa.

«Sé que está en Éstergat,» susurró. «Ahí, en las tabernas… se oyen cosas, ¿sabes? Sé que Frashluc lo ayudó a cambiar de identidad pero ese isturbiao no se afufó. Si supiera dónde está, lo mataría, compadre. Lo mataría por todo lo que nos ha hecho. Una cosa es pasar hambre, que te maltraten, que te insulten… Duele, y a veces mucho, pero se cura, ¿sabes? En cambio que te metan en una mina y te cambien por dentro hasta condenarte a muerte…» Miró su mano libre y murmuró: «Lo mataría si pudiese, compadre. Acortaría mi maldita vida por rajarle la garganta. Es… horrible, ¿verdad? Es horrible. Pero quiero hacerlo.»

Asentí y esbocé una débil sonrisa.

«Yo también,» confesé en un murmullo.

Nat me devolvió una sonrisa ladeada y dolorosa y, tras un silencio, se apartó. Noté entonces una pequeña silueta moverse y arrebujarse contra mí. Era el Lobito. ¡Su piel estaba tan fría en comparación! Lo abracé y dejé un momento de concentrarme en mi jaipú para despertarle el morjás al chicuelo. No creo que acabara de despertárselo. Pronto caí otra vez en un torbellino vacío, un mundo donde no existían ni los pensamientos, ni los recuerdos, si acaso una vocecita que me decía: ni tú escapas a la muerte, Superviviente.