Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

12 Desapariciones

Sentado cómodamente sobre la gruesa rama de un roble del Conservatorio, bostecé, adormilado. Las hojas de los árboles susurraban bajo la brisa primaveral. Miroki Fal decía que metían el mismo ruido que las olas del mar. Él había estado en Seventia hacía unos años y hasta había embarcado una vez en una fragata para ver de cerca un sowna, una enorme criatura marina que se cubría de hielo.

Se oyó una carcajada serena y bajé la vista hacia el grupo de mangaplatas sentado en la hierba, un poco más lejos. Ahí se encontraba Miroki, junto con Shudi y algún compañero más. Hacía un rato, hablaban de energías y de no sé qué fórmula de conservación. Luego habían pasado a hablar de poesía. Y finalmente, aburrido de escucharlos, yo había huido a mi árbol con el periódico que le compraba y traía todas las mañanas a Miroki Fal.

Desde finales del invierno, mi vida con el Mangaplatas había cambiado sutilmente. A las mañanas, seguía yendo al Conservatorio, pero en cuanto limpiaba el plato que me daba Rux, le decía: «¡Salú, Rux!» y me largaba sin dejar rastro. Rux nunca me lo echó en cara: al fin y al cabo, ni Miroki ni la casa daban mucho trabajo y, para que lo estuviera agobiando a preguntas, sin duda prefería que me fuera a desahogar a otro sitio. Eso sí, todas las mañanas, las pasaba yendo y viniendo entre el Mangaplatas y Lésabeth con mensajes, flores, joyas y demás regalos. Y es que, aunque a mí jamás me dirigía la palabra como a un ser saijit, la elfa rubia se mostraba ahora más amable con Miroki… Hasta parecía dispuesta a enamorarse de él. Y, como era de prever, Miroki estaba eufórico y no escatimaba en ofrendas. Más de una vez estuve tentado de sustraer alguno de esos regalos, pero bien sabía que hubiera sido estúpido y temerario. Lo era mucho menos meter la mano en los bolsillos de los encopetados de la Gran Galería o de la Explanada: ¡estaban todos tan arrejuntados y tan poco al tanto! Al principio, me daba grima la posibilidad de que alguien me pillara, pero con el tiempo, iba haciéndome las uñas y me decía: bah, ellos tienen dinero, ¿y yo no voy a poder comer? ¡Al diablo con los moscas! En los días afortunados en que sacaba realmente algo, les invitaba a Manras y Dil a comer por la cara del santo espíritu patrón.

Volví a bajar la vista y, al ver que el grupo de magos se movía, me apresuré a hacerme el dormido. Si Miroki se olvidaba de mí y se marchaba, tendría una buena excusa para escabullirme. Tipo: es que, señor Fal, me quedé dormido en el roble y, cuando desperté, usted no estaba… Una excusa excelente.

«¡Draen!»

Me llevé un chasco. Abrí un ojo, bostecé, me estiré y bajé del roble con mi periódico. Miroki ya se alejaba con Shudi hacia su casa. Se despidió de este en un cruce y continuó con andar recto y caballeroso: aquel invierno hasta se había dejado un poco de barba. En cuanto estuvo solo, me acerqué trotando.

«¡Señor Fal! ¿De verdad mandó mi retrato a Griada?»

Se lo había oído decir a Shudi aquella misma mañana. Miroki asintió.

«Ajá. Así es. Se lo regalé a un amigo para su cumpleaños.»

«Bueno. ¿Y está muy lejos Griada?»

«Mm. Unos días en diligencia.»

Sus parcas respuestas me informaron de que andaba distraído y de que, si seguía haciéndole preguntas, acabaría mandándome a cazar nubes.

«¿Cuántos días?» pregunté.

«Mmpf. Cuatro. Depende,» dijo.

«Oh.» Aceleró el paso pero yo no me distancié ni me callé más por ello. «¿Y dentro de una luna va a viajar allá para ver a la familia, no?»

Miroki me echó una ojeada y se contentó con asentir.

«Pero va a volver, ¿verdad?»

Miroki se encogió de hombros.

«No lo sé. Este es mi último año de estudios. Pero no me iré sin haberle pedido la mano a Lésabeth.»

Aquello último lo añadió en un murmullo ensimismado y, antes de que se le ocurriese mandar alguna rosa a la elfa, solté:

«Pues qué bien. Oiga, ¿recuerda lo que le pregunté al profesor sobre el ferilompardo? Él me dijo que buscaría a ver si encontraba algo. ¿No ha contestado todavía?»

Miroki levantó los ojos al cielo y subió las escalinatas de la mansión roja mientras contestaba:

«No. Mira, muchacho, esa broma ya no tiene gracia. El profesor sabe que le estabas tomando el pelo. Los ferilompardos no existen. Y ahora déjame, tengo cartas importantes que redactar.»

Desapareció por la puerta y yo me quedé en el umbral, impactado. ¿Cómo que los ferilompardos no existían? Eso era imposible. Tonterías, carababhuesadas. A lo mejor la palabra estaba en caéldrico, y en drionsano se decía de otra manera. Meneé la cabeza, incrédulo, y crucé el umbral a la carrera.

«Pero, señor, ¡no era ninguna broma!» aseguré.

Miroki Fal ya subía por las escaleras y no me contestó. Segundos después, se oyó la puerta de su despacho cerrarse.

«Espíritus,» suspiré.

Me crucé con la mirada interrogante de Rux, sentado a la mesa de la cocina, preparando la comida. Olía bien pero… aquello de los ferilompardos me había quitado el apetito. Así que solté:

«¡Salú, Rux!»

Di media vuelta y salí de la casa con rapidez. Bajé las calles del Arpa, desemboqué en la Avenida Imperial y crucé todo Atuerzo pasando ante el Juzgado Central. Todo estaba abarrotado de gente y llegué a la Explanada zigzagueando entre vestidos, carruajes y abrigos. Al pie de la enorme escalinata que rodeaba el Capitolio, avisté a Draen el Raudo. Tenía una pierna vendada con un trapo sucio y tendía su gorra con cara de niño miserable y apaleado mientras murmuraba súplicas lastimeras. Sonreí y me acerqué.

«¡Raudo! ¿Qué tal la pesca?»

«Mala, mala,» suspiró él. «Con esta cara que llevo de Espíritu Mortuorio, no se apiadan ni las beatas.»

De pronto, frunció el ceño y me miró.

«¡Tú! ¿Aún me hablas?»

Enarqué una ceja, perplejo.

«¿Cómo que aún te hablo?»

«¡Fuera!» me dijo. «¡Alivia!»

Lo miré aún más anonadado.

«Pero… ¿qué te he hecho?»

Draen se irguió ante mí con mala cara.

«¿Que qué has hecho? Compadrar con sangre asesina, eso has hecho. No me creo que no sepas quién es el chaval ese con el que andas, Manras. ¿Sabes quién es su hermano?»

Parpadeé y asentí, atónito.

«Sí.»

«¡Pues claro que lo sabes! Si eres de la misma banda. Un Ojisario,» escupió. «Desmiéntelo y te parto la cara, tocayo.»

No me atreví a desmentirlo, no con aquella amenaza. Meneé la cabeza.

«Pero Manras no es como Warok. Él es un buen shur. Yo…»

«¡Y un infierno un buen shur! Si me lo cruzo, le dejaré la cara igual de fea que la mía, ¿me entiendes? La venganza es algo que se toma en serio en los Gatos, shur. Dos compadres míos han desaparecido. Se los llevaron Warok y su banda y seguro que tú sabes dónde están.» Me miró con los ojos llenos de veneno. «Así que más te vale correr si te pillo de noche en una calle de los Gatos. ¿Me has oído?»

Lo fulminé con la mirada.

«No sé de qué me hablas pero si le tocas un solo pelo a Manras o a Dil ya verás lo que hago…» Retrocedí al verlo amagar un movimiento hacia mí y le grité: «¡Te sacaré los huesos!»

Y me fui corriendo. Las palabras del Raudo me habían dejado turbado. Sobre todo porque, vale, no consideraba al elfo pelirrojo realmente como a un amigo, y es que era un poco mandón y no muy fiable, pero sí que lo había clasificado como a un buen Gato, incluso me había enseñado algunos trucos de mendigo y de carterista y, en fin, que no esperaba para nada que me saliera con esas. ¿Que dos amigos suyos habían desaparecido? Bueno… a saber lo que les habían hecho los Ojisarios. Pero ¿qué teníamos que ver Manras, Dil y yo en todo eso?

Me subí a la Fuente de la Mantícora, salté hasta colocarme entre las patas de la criatura, y puse las manos en copa. Bebí, me mojé la cara, y me divertí pasando la mano por debajo del chorro mientras pensaba en esos Ojisarios. Manras y Dil no habían vuelto a hablar de Warok desde aquel día de invierno. Lo cierto era que no hablaban nunca de él ni de lo que hacían cuando regresaban a casa. Yo, al contrario, solía contarles las miserias diarias de Miroki Fal y sus desventuras y venturas con la bella Lésabeth. Y yo antes pensaba que es que a lo mejor ellos no tenían nada que contar. Pero tal vez me equivocaba.

Decidí, pues, preguntarles a ver si sabían algo sobre esos dos amigos del Raudo y marché a buscarlos. Pregunté a varios canillitas conocidos míos, le pregunté al panadero de la Calle Lozana si había visto pasar ahí a mis compadres, y él me contestó:

«¡Y cómo quieres que lo sepa, hijo! Por aquí pasan más rostros que panes.»

Hice una mueca y, gastando mis tres clavos que tenía, me compré un panecillo y lo devoré mientras seguía buscando a Manras y Dil. Fui a todos nuestros puntos de venta y nada, ni rastro. ¿Habrían caído enfermos?

Estaba pasando por el Parque de la Tarde cuando avisté una cabellera roja como el sol del atardecer y di un respingo.

«¡Sla!» exclamé.

Slaryn, la Daganegra amiga de Yerris, estaba sentada en un banco, sola. No la veía desde principios de invierno, cuando un día había aparecido por la Guarida para saludar a Rolg.

Alzó sus ojos esmeralda hacia mí y quedé sobrecogido. Me acerqué, vacilante.

«¿Sla? ¿Estás bien?»

La elfa oscura meneó la cabeza y se sentó más recta, inspirando.

«Sí. Hacía tiempo que no nos veíamos, shur. ¿Qué tal la condenada?»

«Rabiosamente bien,» contesté con ánimo y me senté en el banco. «¿Y tú?»

Sla se encogió de hombros.

«Podría ser peor.»

Esperé, creyendo que iba a especificar, pero como no decía nada más, solté:

«¿Qué tal tu madre?»

Advertí su leve estremecimiento. Slaryn resopló largamente.

«No me digas que no estás al corriente. Los moscas la volvieron a trincar, esta vez por golpearle e insultarle a un agente. La condenaron a ocho lunas. Es mi madre,» suspiró.

La contemplé con los ojos abiertos como platos. Tragué saliva.

«Caray… No lo sabía. ¿Cuándo…?»

«Al final del invierno,» refunfuñó. «Justo un poco después de que volviera Yerris.»

Me sobresalté, estupefacto.

«¿Qué? ¿Yerris está en la ciudad? ¿Y no me ha dicho nada?»

Slaryn resopló largamente y sentí una pizca de exasperación en su mirada.

«No me digas que tampoco sabes eso. Yerris regresó a Éstergat solo. Al parecer, le robó dinero a Alvon y él lo echó. Y… ahora está con los Ojisarios.»

Su rostro se cerró. Golpeó el banco con el puño.

«Korther cree que es un traidor. Pero yo sé que no lo es. Aquí hay algo raro. Yerris habría venido a verme. Y habría ido a verte a ti. Y a Rolg. Pero no lo ha hecho, ¿y sabes por qué? Porque lo tienen encerrado. Está claro.»

Me mordisqueé la mejilla, sobrecogido. Yerris, ¿encerrado por el Bravo Negro, Warok y los suyos? Mi mirada se extravió hacia una paloma que paseaba por el camino junto al banco. Meneé la cabeza.

«Pero ¿por qué lo encerraron?» pregunté. «¿Porque no robó los documentos?»

Slaryn se giró bruscamente hacia mí.

«¿Qué documentos?»

Palidecí. Vaya.

«Er… No sé, digo… a lo mejor si lo han cogido es porque quieren usarlo como ladrón.»

Slaryn tenía el ceño fruncido.

«No lo creo. Yerris no es un buen ladrón. Tiene otras cualidades. Pero como Daganegra no vale mucho. Las cosas como son, shur,» sonrió al ver que yo la miraba ligeramente indignado.

«Pero es un buen Gato,» dije. «Y, si de verdad lo tienen encerrado el Bravo Negro y Warok, por los espíritus que lo saco de ahí.»

Sla me miró con los ojos entornados.

«¿Warok? ¿Quién es Warok?»

Hice una mueca, interrumpido de golpe en mi arranque heroico.

«Pues… un Ojisario.»

«Madres de las Luces,» murmuró Slaryn. «¿Cómo conociste a ese tipo?»

Inspiré, me rebullí e hice un ademán vago.

«De allá, por la calle. Es un granuja. Si de verdad le ha hecho algo a Yerris, lo pagará. Los malos siempre pagan. Se lo oí decir a un sacerdote. Oye, Sla. ¿Por qué no vienes a la Guarida si tu madre está en el Clavel?»

La elfa oscura parecía absorta.

«Oh… Tengo una banda,» explicó. Se pasó una mano por el pelo rojo, como para espabilarse, y se levantó de un bote. «Bueno, tengo que irme, tengo asuntos. Saluda al viejo de mi parte. Intentaré ir a verte algún día, ¿eh?» Esbozó una sonrisa y, como antaño, me estiró de la gorra y lanzó: «¡Salú, shur!»

Y salió del Parque de la Tarde a buen ritmo. Vi desaparecer su cabellera roja y, acurrucándome en el banco, me abracé las rodillas, sintiéndome cada vez más inquieto. Primero había lo de esos dos amigos del Raudo que habían sido raptados. Luego me enteraba de que Yerris se había esfumado hacía ya casi dos lunas… Y todo por culpa de los Ojisarios. ¿Pero quiénes eran realmente los Ojisarios? ¿Quién era el Bravo Negro?

Conocía a dos personas que tal vez pudieran contestarme a esas preguntas. Miré a mi alrededor, entre las estatuas, fuentes, árboles y paseantes del parque, y, al cabo, refunfuñé:

«¿Dónde fiambres estarán mis comparsas?»