Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 1: El ladrón nigromante

11 La Wada

Los cinco primeros días, los pasé en mi jergón casi sin levantarme. Comía muy poco, dormía mucho y deliraba en sueños. Al tercer día, apareció una persona en la Guarida, no era ni Rolg ni Yal, pero no sé muy bien cómo era ni, de hecho, si realmente existió. Y es que mi mente bailaba como una pluma en un brasero brumoso y ensordecido. Al cuarto día, Yal se agachó junto a mí con un trapo mojado y me dijo con tono tenso:

«Ya basta, sarí: no sueltes ilusiones. Deshazlas ya. Es peligroso.»

Parpadeé y me di cuenta de que, de hecho, había dibujado la cara de mi maestro nakrús flotando justo ante mí, en el techo, con sus ojos verdes mágicos y sonrientes.

«Deshazla,» insistió Yal. «Ahora. No querrás que nadie la vea. Por favor.»

La deshice a regañadientes y, con cierta lástima, vi desvanecerse el rostro esquelético de mi maestro. Casi lo oí decir: ¿qué? ¿aún no has encontrado el hueso de ferilompardo, Mor-eldal? Yálet suspiró.

«Gracias a los Espíritus… Mira, sarí. Las armonías pueden ser peligrosas si pierdes el control sobre ellas. ¿Recuerdas lo que te dije? Hay gente que ha perdido la cordura por culpa de ellas, gente que acabó muy mal. Las armonías son peligrosas,» repitió. Pasó otra vez el trapo mojado por mi frente sudorosa y, tras una pausa, me dedicó una leve sonrisa. «Descansa. No pienses y descansa.»

Al sexto día, me encontraba mucho mejor, aunque no salí de la casa, ni al séptimo ni al octavo porque Yal me lo tenía prohibido. Él estaba ausente durante el día: trabajaba de corrector en una imprenta. Una vez, en otoño, le había preguntado por qué trabajaba si podía ser rico robando joyas, y él me contestó que a los ladrones codiciosos siempre acababan por cogerlos, que la riqueza no aportaba felicidad y, al fin, que él prefería ganarse el jornal honradamente.

De modo que, las horas que no pasaba conversando con Rolg, las pasaba solo, jugueteando con las cartas, cantando o leyendo un pequeño libro que me compró Yal utilizando esos cinco siatos ganados a cambio de las perlas de salbrónix. Se titulaba El bienaventurado vallenato Alitardo y su cordero Venidero y contaba las aventuras de un joven pastor salido del Valle de Evon-Sil: se cruzaba toda Prospaterra, de las Tierras Nórdicas hasta Doaria, huyendo del malvado charlatán Osmirón que quería robarle a su corderillo porque este era capaz de hablar drionsano. Finalmente, el pastor conseguía tenderle una trampa en un barco, en el Mar de Ceniza, y el malo acababa su funesta vida en la boca de un dragón. El buen Alitardo volvía al valle donde se casaba con una joven pastora y vivían ambos felices para siempre, junto con Venidero, el corderillo hablador. El libro me encantó. Me dije que ojalá yo tuviera también a un corderillo que defender. Y luego pensé en Manras y Dil y me dije: ¡caramba, si ya tengo a dos comparsas que defender! Sólo que no era exactamente igual porque, en el libro, Alitardo jamás caía enfermo, todo el mundo era amable con él menos el malo y no dejaba nunca a Venidero solo.

Al décimo día, a la mañana, Yálet me dio una infusión y, mientras me la bebía, se mordió el labio superior, vaciló y comentó:

«No sé si recordarás que, esta noche, robamos la Wada. Dime, si crees que no estás recuperado…»

«¡Vaya si lo estoy, como una rosa!» aseguré. «¿Qué es una Wada?»

Yal me observó con atención mientras contestaba:

«Una especie de amuleto muy muy valioso. Es una escultura de oro repleta de joyas. Se encuentra colgada de un muro en la Bolsa de Comercio y, según algunos, es algo así como el tótem de los financieros.»

«La Bolsa de Comercio,» repetí.

Sabía dónde era: caía cerca de la Explanada. Manras, Dil y yo siempre dábamos una provechosa vuelta por ahí con nuestros periódicos. Bueno, siempre… al menos en otoño, rectifiqué. Porque en invierno apenas había podido ir con ellos una o dos veces a la semana y lo que mejor me conocía ahora era el laberinto del Conservatorio.

«¿Y por qué vamos a robar esa… Wada?» pregunté. Yal hizo una mueca y dije: «Los financieros también son unos mangaplatas, ¿verdad?»

Yal sonrió y meneó la cabeza.

«Bueno… Resulta que los Daganegras también tenemos nuestras pequeñas enemistades. Mira, toda esta historia tiene que ver con el señor Stralb, el propietario del edificio de la Bolsa de Comercio. Hace unas lunas, ese financiero se puso en contacto con Korther y le propuso un trabajo: se trataba de robar unos documentos comprometedores sobre un competidor. Korther se negó. Y el financiero… Bah, es un chiflado. Se enojó, insistió y, ante las negativas de Korther, amenazó con revelar informaciones sobre nuestra cofradía: era todo un amago, por supuesto. Korther se hizo el sordo. Y el financiero se empeñó, creyó descubrir la verdadera identidad de Korther, y le mandó un sicario.»

«¿Un sicario?» repetí, sin entender.

«Un asesino,» explicó Yal. Palidecí. «Por fortuna, esa presunta verdadera identidad era una de tantas que tiene Korther. Él se enteró de que lo andaba buscando un sicario, dio con él, lo… er… amenazó y el asesino desapareció de Éstergat de la noche a la mañana. Después de eso, Korther le advirtió al financiero que si no lo dejaba en paz, los Daganegras le arruinarían la vida. Ese tipo será rico, pero Korther también tiene sus medios y, sobre todo, tiene donde buscar apoyo. Y, en fin, para rematar la amenaza y vengarse de lo del sicario, Korther nos ha contratado para que lo ayudemos a sacar la Wada. Cuando vean que ha desaparecido de la Bolsa de Comercio, se armará un escándalo del Espíritu Patrón. Al financiero se le van a caer las barbas de la conmoción,» se rió.

Enarqué una ceja.

«¿Tú ya lo has visto?»

«¿La Wada? No, nunca he…»

«No, no, digo al financiero. Dices que tiene barba.»

Yal puso los ojos en blanco.

«Es una expresión, sarí. Hasta a una señora se le pueden caer las barbas de la conmoción.»

Me carcajeé, imaginándolo, y él empujó un pequeño paquete sobre la mesa hacia mí.

«¡Galletas de mantequilla!» anunció alegremente. «Para que retomes fuerzas,» apuntó, y se levantó. «Bueno, me voy. Normalmente, antes de las ocho estaré aquí. Descansa bien, sarí.»

Rolg todavía no había salido de su cuarto, así que Yal se marchó sin despedirse. Y es que el viejo elfo era un gran dormilón.

En cuanto estuve solo, pesqué una galleta en el paquete y, tras examinarla unos instantes, la probé. Me supo tan bien y tan maravilloso que devoré las diez que había en un pacivirtud.

Tras esperar un rato y constatar que Rolg no despertaba, fui a echar un vistazo por la ventana y sonreí anchamente. El cielo estaba azul y la nieve ya empezaba a fundirse. Era un día perfecto para salir. Recordé las palabras de Yal y me encogí de hombros. Ahora me sentía tan enérgico que hubiera podido trepar una montaña. Ya descansaría luego. Corrí hasta mi jergón y me puse el abrigo, la gorra y las botas. Rolg sacaba todo de la Fonda: ahí, al parecer, se guardaba ropa para los Daganegras necesitados. Tras verificar que seguía teniendo la pluma amarilla y la piedra afilada en los bolsillos, me precipité hacia la puerta y salí. Tuve cuidado con no resbalar en las escaleras nevadas, dejé el callejón atrás, salí de los Gatos trotando y subí la cuesta de la Avenida de Tármil. Hacía un día precioso y, forzosamente, aquello me animó a fisgonear y zigzaguear de escaparate en escaparate y de acera en acera. Cuando llegué a la Explanada, reconocí a un muchacho alto y rubio y lo llamé:

«¡Garmon!»

El canillita se giró con su brazo izquierdo abrazado a un montón de periódicos.

«¡Vaya, el Espabilao!» dijo, sonriente. «Hacía mucho que no te veía. ¿Dónde has estado?»

«En la cama, caí enfermo,» expliqué.

«¡Vaya! Pues como mis hermanos: no hubo ni uno que se libró, sólo yo. Pero ya están todos bien, gracias a los espíritus,» aseguró. «¿Buscas a tus compadres?» Asentí y él señaló el Capitolio. «Hace nada los he visto pasar por allá. Creo que iban hacia la Gran Galería.»

«¡Gracias, Garmon!» le dije.

«¡Oye, cantador!» me soltó él como yo ya salía corriendo. «¡Dime una palabreja nueva!»

Sonreí. A Garmon le encantaba oírme sacar palabras inventadas o sacadas de las profundidades de los Gatos. Esta vez, le solté una de mi maestro nakrús:

«¡Desmorjao!»

El rubio enarcó una ceja.

«¿Y eso qué es?»

«¡Isturbiao, pero en más fino!» le repliqué, riendo, y me fui corriendo hacia la Gran Galería.

Encontré a mis amigos en la entrada sur. Ante los viandantes que iban y venían, Manras gritaba a pleno pulmón:

«¡Refriega en Tribella! ¡El Estergatiense! ¡Refriega entre Esturiones y Serpientes Aladas! ¡El Estergatiense! ¡Refriega en Tribella!»

Me detuve, vi al pequeño elfo oscuro vender un ejemplar y me agaché para recoger nieve. Hice una bola bien gorda. Manras se percató de mi presencia y abrió la boca para gritar mi nombre, pero puse el índice sobre mis labios y, con una sonrisa de canalla, le tiré la bola a Dil, que andaba ocupado en rascarse la cabeza algo más lejos. El Principito recibió la nieve en pleno pescuezo y me carcajeé, gritando:

«¡Salú, hijos de los Espíritus!»

Manras me acogió escandalosamente y Dil con otra bola de nieve que me alcanzó en plena cara.

«¡La madre!» exclamé, con una mueca que acabó pronto en sonrisa.

¡Las batallas de nieve me recordaban tanto a mis inviernos pasados con mi maestro nakrús…! Y es que, aunque tal vez no fuera fácil imaginarlo, mi maestro y yo éramos unos grandes expertos en batallas de nieve. A él, claro, era más difícil acertarlo cuando no llevaba la capa. Pero también era cierto que, el tiempo que él recogía una bola, yo había tirado tres.

«¡Refriega en Éstergat!» pregonó Manras. «¡Refriega entre el Principito y el Espabilao!»

Estallamos en risas y fuimos a instalarnos en un bordecillo de piedra sin nieve, sentándonos sobre los periódicos para no quedarnos tiesos.

«¿Desde cuándo lleváis rondando?» les pregunté.

«Desde las seis, como siempre,» contestó Dil.

Manras bostezó y se abrazó las rodillas mientras sus ojos verdes y atentos miraban a la gente pasar.

«¿O sea que enfermaste?» me dijo. «¿Y te cuidó el Mangaplatas?»

Resoplé.

«No. A ese fue a decirle mi primo que estaba malo. Y parece ser que él también lo estaba. Dice mi primo que esas cosas son contagiosas. Fijo que me lo pasó el pintor,» refunfuñé. «Oye, ¿vosotros habéis estado enfermos alguna vez?»

«O en invierno o en primavera, pero todos los años,» afirmó Manras. «Bueno, el Principito no sé, pero cuando lo encontré el año pasado sí que estaba enfermo.»

Enarqué una ceja, pensando de pronto en algo.

«¿Pero no os conocéis de toda la vida?»

Ambos negaron con la cabeza y noté cierta reserva en el rostro de Dil.

«Dil vino el invierno pasado,» explicó Manras. «Lo vi cuando regresaba de vender periódicos. Estaba solo y la Fría lo tenía muy agarrado, así que… lo llevé a casa. Y mi hermano dijo: mientras trabaje duro, puede quedarse. Así que se quedó,» sonrió.

Dil agitó la cabeza afirmativamente para confirmar y apuntó:

«Warok dijo que le daba igual que fuera un diablo mientras trajese plata.»

Sentí un súbito escalofrío y espiré:

«¿Quién?»

«Mi hermano,» tradujo Manras.

Lo miré, anonadado.

«¿Tu hermano se llama Warok? Madres de las Luces, yo conozco a un Warok. Es un elfo oscuro como tú. Y tiene a un amigo que se llama Tif.»

Manras hizo una mueca.

«Pues es él.»

Resoplé ruidosamente. En otoño, había ido a ver a Warok cinco veces a una taberna del Laberinto para darle unos clavos y pagar así los daños de la tinta verde. Y es que, una noche en que regresaba a la Guarida, el Ojisario me había cortado el paso y sus amenazas habían podido conmigo. Por fortuna, a la quinta vez me había dicho un «largo» sin decirme que regresara y no regresé.

«Fiambres,» dije. «Y… ¿os cae bien a vosotros?»

Dil se ensombreció; Manras se mordió el labio y admitió:

«No.»

«Ah. Pues a mí tampoco,» confesé.

Manras me miró con cara no muy feliz.

«Es que es malo,» dijo.

Enarqué las cejas.

«¿También es malo con vosotros?»

Manras asintió en silencio y Dil se ensombreció aún más. Aquello no me gustó.

«¿Y por qué os quedáis con él entonces? Deberíais…»

Callé. Iba a decirles que se vinieran conmigo a casa de Rolg pero recordé a tiempo que Rolg no permitía entrar a nadie que no fuera Daganegra. Tal vez si le pedía permiso antes… Se lo preguntaría.

«No puedo marcharme,» contestó Manras. El pequeño elfo oscuro había bajado la mirada hacia sus manos azuladas.

«¿Y por qué no?» repliqué.

Él se encogió de hombros y explicó:

«El verano pasado, nos fugamos y, cuando mi hermano me encontró, se enfadó mucho. Por poco le echó a Dil, pero yo le dije que la fuga había sido idea mía. Y es cierto. Dil nunca se queja. Será porque es noble.» Dil lo miró mal y Manras puso cara inocente. «¿Qué pasa?»

Dil suspiró.

«Eso era un secreto, Manras.»

«Tranquilo, yo no se lo digo a nadie,» aseguré. «¿Así que tus padres eran nobles?»

«Sí, pero mi madre ya no está y mi padre no me quiere porque soy un diablo. Y ahora voy a trabajar,» concluyó. Se levantó bruscamente, recogió sus periódicos y se alejó hacia la entrada de la Galería.

Manras me miró con cara inquieta y, afectado como él, decidí:

«Será mejor que no le hablemos más del tema.»

El pequeño elfo oscuro asintió y, mientras él se alejaba a vender los periódicos, yo tomé prestado uno. De pie sobre el bordecillo, como una estatua de sabio lector, me puse a leer los artículos con dedicación. Gracias a Miroki Fal, había aprendido a leer en voz baja, aunque a veces articulaba algunas palabras y se me escapaban comentarios de sorpresa, tedio o incomprensión.

«Buah,» solté al cabo, apartando el periódico. Salté abajo de mi pedestal y grité: «¡El Estergatiense! ¡Atraco a mano armada en el Puerto de Menshaldra!»

Vendí mi ejemplar en un pacivirtud y, reuniéndome junto con Manras, le dije:

«Habla del atraco, no de los Alados de Tribella: las cosas de casa interesan más, te lo digo yo, estos periodistas no tienen ni idea.»

Y Manras, por supuesto, me hizo caso.

* * *

Cuando regresé a la Guarida, Rolg no estaba. Era ya la tarde y supuse que estaría en alguna taberna jugando a cartas o dando su paseo acostumbrado para «desentumecer su cojera». Eché la siesta y tan bien la eché que, cuando desperté, oí a mi maestro que me sacudía el hombro y me decía:

«Despierta, Draen. ¿Cómo te sientes?»

Abrí los ojos y me estiré contestando:

«¡De maravilla! ¿Salimos ya?»

Yal sacudió la cabeza.

«No, todavía no. A medianoche, dentro de una hora, y a las tres entramos en el edificio. Te he traído la cena, ¿tienes hambre?»

«¡Un hambre de muerte!» confirmé. Y es que, aparte de las galletas de la mañana, no había comido nada.

Engullí más que mastiqué el pan con queso y la naranja mientras Yal se dejaba caer en una silla y comentaba:

«Hoy ha sido un día infernal. El patrón de la imprenta nos ha tenido trabajando hasta las nueve. Al final ya empezaba a creer que tendría que soltarle alguna excusa para salir a tiempo.»

«¿Por qué había tanto trabajo?» pregunté con la boca llena.

«Of. Cosas varias, formularios urgentes y no sé qué otros encargos. Oye, tranquilo, Mor-eldal, mastica o te atragantarás.»

Puse los ojos en blanco pero comí más despacio y pregunté:

«¿Dónde está Rolg?»

«Un viejo amigo suyo está enfermo y se quedó en su casa a cuidarlo,» explicó Yal.

Puse cara de comprensión y me compadecí:

«Eso de la Fría es peor que el hambre. Oye, Yal, ¿cómo vamos a entrar en la Bolsa de Comercio?»

Los ojos de Yal sonrieron y centellearon.

«Por la cúpula.»

La cúpula, me repetí. Y agrandé los ojos.

«¿El tejado redondo de arriba? ¿Y nadie nos va a ver?»

Él se encogió de hombros.

«Korther lo tiene todo planeado. Sabe dónde están las trampas, cómo desactivarlas y… en fin, que nosotros no tenemos que preocuparnos por nada.»

Fruncí el ceño.

«Pero, entonces… ¿qué vamos a hacer nosotros?»

Yal me miró con cara divertida.

«Korther abrirá el camino, yo te bajaré desde arriba con una cuerda y tú, Mor-eldal, robarás la Wada.»

Me sobresalté.

«¿Yo?»

No acababa de entender muy bien qué esperaba que hiciera, pero la idea de ser bajado por una cuerda desde una cúpula tan alta me fascinaba. Seguí masticando con cada vez más lentitud. Yal me sonrió.

«Tranquilo: será coser y cantar. Pero, si algo se tuerce, recuerda el dicho de los ladrones.»

Asentí firmemente.

«Huye para robar otro día,» recité. Y golpeé la mesa clamando: «¡A por la Wada de ese mandasicarios!»

Yal siseó, sobresaltado:

«¡Baja la voz, por todos los Espíritus!»

Le dediqué una mueca inocente seguida de una sonrisa entusiasmada y me acabé los gajos de naranja.

Cuando oímos las doce campanadas, Yal recogió su saco con la cuerda, salimos y fuimos al parque que había justo delante del Hospital de la Pasionaria, en Rískel. Pasamos delante de la Bolsa de Comercio y Yal me agarró del pescuezo para obligarme a dejar de contemplar el edificio con demasiado interés. Como aquella tarde había sido primaveral, la nieve se había fundido por completo y, en la Calle Artesanal, había aún gente paseando. Sin embargo, en el Parque de la Pasionaria, todo estaba oscuro y desierto.

El Templo Mayor acababa de dar la primera campanada cuando Yal se sentó en un banco y lo imité.

«¿Y ahora?» murmuré.

Él contestó:

«Esperamos.»

Esperamos pues y, durante un buen rato, hasta que vimos aparecer una silueta por el estrecho camino. No era un guardia: de lo contrario hubiera llevado una linterna.

«¿Yal?»

«Señor,» replicó mi maestro. Y se levantó, así que hice lo mismo.

«Traéis embozo, espero,» susurró el cap.

«Lo traemos,» aseguró Yal.

Hubo un silencio en el que Korther parecía estar cavilando. Entonces, se giró hacia mí y creí adivinar una sonrisa en la oscuridad.

«¿Qué tal esa gripe, rapaz?»

«Despachada,» aseguré. «Entonces… ¿vamos ya?»

Korther se giró hacia una extremidad del camino y murmuró:

«Cuando estés dentro, Draen, no toques nada sin previo permiso o te meto en un barco y te vendo a un esclavista tasio… sin previo permiso, ¿me has oído?»

Lo miré primero con horror y luego con hastío.

«Sí, señor.»

«Bueno.» Nos hizo un gesto entre las sombras: «Seguidme de lejos.»

Se alejó y lo seguimos. Cruzamos la Calle Artesanal ya casi desierta y llegamos ante la fachada trasera de la Bolsa de Comercio. Eché un vistazo hacia atrás y… el instante siguiente Korther había desaparecido.

«¿Dónde…?»

Yal bisbiseó, imponiéndome silencio, y, tras dejar pasar a un grupo de borrachos cantando, se agarró a un saliente y trepó hasta alcanzar la barandilla de un largo balcón de la Bolsa de Comercio. Me apresuré a seguirlo y, cuando aterricé, vi a Korther agazapado junto a una puerta del balcón. Tenía algo en la mano, algo que emitió un leve destello que me intrigó. Sin embargo, cuando quise acercarme para ver, la puerta ya se había abierto.

Silenciosos como gatos, penetramos en una habitación a oscuras. Aquella noche no había ni Luna, ni Gema, ni Vela y tan sólo lograba entrar la luz lejana de los faroles. Korther soltó un muy leve sortilegio armónico de luz y se dirigió hacia la única puerta de la habitación. Sacó una llave, la inspeccionó, meneó la cabeza, cogió otra, la introdujo en la cerradura y la giró. Instantes después recorríamos un lujoso pasillo como si fuéramos nosotros los maestros de aquella imponente casa. Korther parecía conocérsela de memoria. Nos guió hacia otra puerta, que abrió, y nos hizo subir por unas escaleras de servicio. Subimos lo menos tres plantas antes de que ya no hubiera más peldaños. Llegados ahí, los movimientos de Korther se hicieron más lentos y concienzudos. Y es que, como constaté, no sólo había alarmas en las puertas: también las había en el suelo. Korther las iba desactivando paso a paso, hasta que nos metió en un despacho enorme con un escritorio que parecía hecho para diez personas. Nos abrió una ventana y le murmuró a Yal:

«Tienes un apoyo ahí y otro más arriba. Átate por si las moscas. Ya te desataré yo de abajo. Cuando llegues a la cúpula, rompe el cristal que está justo detrás de la estatua del Dragón de la Fortuna. ¿Me has entendido?»

Yal asintió.

«Sí.»

Creí percibir cierto nerviosismo en su respuesta. Korther le palmeó el hombro.

«Entonces manos a la obra.»

Yal se ató firmemente, metió mi gorra en el saco, no fuera que se me cayera, y me dijo:

«Espera aquí. Luego te ata Korther y te subo.»

Con cierta aprensión, lo vi desaparecer por el borde de la ventana. Quise asomarme, pero Korther me lo impidió hasta que la cuerda se tensó. Entonces el cap desató la otra extremidad y me ató a mí prestamente pero con fuerza.

«Usa las sombras y sube en silencio,» me dijo.

Me envolví de sombras armónicas y subí al bordecillo. Fui tonto: miré hacia abajo. Y ver el suelo tan lejano me dio tanto miedo que cerré los ojos y farfullé en caéldrico una nana que me cantaba antaño mi maestro:

Superviviente,
no tengas miedo.
La tormenta se va.
Estoy aquí contigo.
No tengas miedo.
La tormenta pasó ya.
Duerme tranquilo.

Sentí la cuerda tensarse y busqué rápidamente un saliente sin dejar de repetir la nana. Como quien dice, los últimos metros fue Yal quien me izó. Cuando llegué arriba, me siseó:

«Eres mundial, Mor-eldal. ¿Quieres callarte ya? Apostaría un siato a que Korther te ha oído hablar en la lengua de los muertos.»

Muy pálido, dejé de farfullar mi canción y eché una mirada a mi alrededor. Un bordecillo de tal vez un metro de anchura rodeaba toda la cúpula y, a intervalos regulares, se alzaban las majestuosas estatuas de la Bolsa de Comercio. Yal desató la cuerda de una de estas e indicó:

«El Dragón de la Fortuna está justo ahí.» Me agaché junto a él ante uno de los cristales de la cúpula. Mientras sacaba sus instrumentos, oí a mi maestro cuchichear: «Sarí… ¿Qué cuenta esa canción? Sonaba como a un abracadabra tétrico.»

Hice una mueca y, como no contestaba, Yal se giró hacia mí, intrigado, y carraspeé.

«Es una nana que me cantaba mi maestro cuando era más pequeño,» contesté.

Yal resopló suavemente y se concentró en romper el cristal. Le ayudé con el sortilegio de silencio: consistía sin más en aplacar las ondas de sonido y restringirlas a un pequeño espacio. Logramos quitar el cristal y Yal me susurró:

«Las sombras, Mor-eldal. No te olvides.»

Volví prestamente a envolverme de sombras armónicas y es que, pese a todo, las luces de la ciudad podían ser traicioneras. Mientras él ataba la cuerda al Dragón de la Fortuna, asomé la cabeza por el agujero. No se veía nada. ¿Cómo iba a ser capaz de encontrar la Wada en esa oscuridad? Jamás había entrado en aquella sala, pero la había visto desde fuera y sabía que era enorme. Aun con una luz armónica podía pasarme horas buscando. A menos que Yal y Korther supieran exactamente dónde se encontraba, lo cual era muy probable.

Cuando Yal regresó, me ató, limó el cristal para que la cuerda no se dañara y me murmuró:

«Esperamos la señal. Korther ha bajado a asegurarse de que el vigilante se tomó el sedante.»

Por lo visto, se lo había tomado porque momentos después Yal percibió la señal en forma de luz armónica parpadeante desde la sala de abajo.

«Ahora te toca a ti, sarí. Tranquilo, no te vas a caer: estás bien atado. Escucha. Voy a bajarte unos cuantos metros. Cuando deje de bajarte, empieza a balancearte, hacia este mismo lado. Ahí está la Wada, en un hueco del muro, se reconoce enseguida. Probablemente te hagan falta varios intentos. No pierdas la calma. Cuando des con la Wada, tendrás que ser muy prudente: que Korther sepa, no tiene alarmas encima, pero tú estate al tanto. Normalmente, está colgada a un simple gancho. Átala con la cuerda que te sobra, así no se te caerá. Y toma este cuchillo, por si acaso: si la Wada va atada a otra cosa, lo cortas con esto. Si es madera o incluso hierro, funcionará, pero ten cuidado al manejarlo: es muy cortante. Cuando tengas la Wada, te tiras otra vez, yo estaré pendiente. Y me envías una señal con tres luces rápidas para confirmar que te vuelva a subir. ¿Lo has entendido?»

Tragué saliva y asentí.

«Eso creo.»

Lo oí suspirar.

«Pues adelante.»

Pasé por el agujero con la cuerda tendida y fui bajando poco a poco en la oscuridad. Daba una extraña sensación estar bajando de la cúpula de la Bolsa de Comercio en una cuerda, sobre todo sabiendo que aún me quedaban muchos metros para llegar abajo.

«No veo nada,» murmuré.

Afortunadamente, al de un rato, conseguí divisar algunas formas. No era mucho, pero lo suficiente como para saber que no estaba metido en los Subterráneos a mil metros bajo tierra.

De pronto, dejé de notar vibraciones en la cuerda y entendí que ya no estaba bajando. Con los ojos abiertos como platos, comencé a balancearme hacia donde me había indicado Yal, pero el caso es que no lo hacía con mucha convicción y me quedaba a leguas de lo que, a mi parecer, era el muro. Al de un buen rato, oí un siseo, aunque no sé si provenía de arriba o de abajo. Entonces inspiré hondo y espiré:

«Valor, Mor-eldal, tú puedes hacerlo, venga, venga…»

Me balanceé con más fuerza y toqué al fin el muro con mis pies. Necesité tres intentos antes de agarrarme a algo. ¿Podía ser que fuera la Wada? Para cerciorarme, solté un sortilegio muy tímido de luz armónica y oí otro siseo. Esta vez venía de abajo sin duda alguna. Korther estaba perdiendo la paciencia, adiviné. En cualquier caso, lo que vi me aseguró de que el objeto al que acababa de aferrarme era la Wada: era una estatuilla de oro en forma de mujer-mantícora con dos piedras preciosas en los ojos y aún más gemas incrustadas aquí y allá. Me abracé al tótem y desplacé la luz armónica debajo. Había un gancho, de hecho, así como… un sortilegio en ese mismo gancho.

Fruncí el ceño y, tras una vacilación, posé mi mano derecha sobre el gancho. Para sorpresa mía, reconocí el trazado: era una trampa antirrobos sencilla que, al activarse, te daba una señora descarga. Iba a deshacerla pero recapacité y simplemente la desactivé, pues según Yal quedaba más profesional. Francamente, pensé, anonadado, estaba colgado de una cuerda a una milla del suelo ¿y yo me ponía a pensar en arte profesional? Demonios.

Levanté la Wada, y no sin cierta dificultad, pues pesaba bastante. Por fortuna no era muy grande. Tras unos cuantos tejemanejes, la saqué del gancho, la até a la cuerda, la apreté contra mi pecho y, al fin, sin detenerme a pensar mucho, aparté el pie del gancho con el que aún me sujetaba contra el muro. Caí. O al menos al principio. Luego la cuerda se tensó y mi respiración se cortó de golpe antes de retomar un ritmo acelerado. Tardé un rato en recordar el siguiente paso: la señal.

Sin soltar la Wada, realicé tres sortilegios de luz seguidos y mi corazón dio un bote en cuanto la cúpula comenzó a acercarse. Pasé al fin por el hueco y, cuando mis pies tocaron la sólida piedra del bordecillo de arriba, mis piernas flaquearon y me apresuré a ponerme a cuatro patas pese a seguir atado. Yal preguntó:

«¿Todo bien?»

«Todo bien,» contesté, con más firmeza de la que sentía.

Con rápida precisión, Yal desató la cuerda del Dragón de la Fortuna, la ató a la estatua justo sobre la ventana de la habitación desde donde habíamos ascendido y me bajó con la Wada. Korther ya me estaba esperando adentro. Me liberó, puso a buen resguardo el objeto robado en su propio saco y ató la cuerda. Instantes después mi maestro aterrizaba en el interior.

«¿No robamos nada en las demás habitaciones?» susurró Yal.

«Nada más,» afirmó Korther. «Voy a por una venganza: no a por dinero.»

No supe si creérmelo, pues había notado que su propio saco estaba algo más abultado incluso antes de que hubiera puesto la Wada… Sin embargo, su tono de voz sonaba convincente. Yal no protestó: guardó la cuerda, me devolvió la gorra y volvimos a bajar hasta el balcón del primer piso sin problema alguno. Korther recuperó el cuchillo, le dio una suave palmada a Yal y murmuró:

«Buen trabajo, muchachos.»

Y, de un salto, pasó por encima de la barandilla y desapareció entre las sombras de una calle. Instantes después, Yal y yo bajamos también y tomamos la dirección de los Gatos. Sentí la tensión desaparecer casi enseguida: ya estábamos a salvo. Y además habíamos cumplido con nuestro cometido.

Pasábamos por la Explanada con paso tranquilo cuando Yal dejó escapar:

«Por los Cuatro Espíritus del Alba…» Y, en un susurro casi inaudible, me dijo al oído: «¿Te das cuenta, sarí? Este es el mayor robo de Éstergat en años. Vale, no nos va a aprovechar mucho, porque le debía ya un favor a Korther, por lo de los estudios que me pagó. Pero ahora: se acabaron las deudas.» Me sonrió anchamente. «Y no sabes lo feliz que puede llegar a sentirse un saijit sin deudas.»

Le devolví la sonrisa y estábamos ya emprendiendo la bajada por la Avenida de Tármil cuando se me ocurrió una súbita idea y di un brinco.

«¿Vamos a festejarlo?»

«¿Festejarlo?» Yálet se carcajeó por lo bajo. «Bueno, ¿por qué no? ¿Cómo quieres festejarlo?»

Me mordí el labio y sugerí:

«¿Con unas galletas de mantequilla?»

Yal, esta vez, se carcajeó de buena gana.

«Te compraré unas mañana a la mañana,» prometió. «Pero no te vicies, porque son caras. Ah, por cierto, supongo que ahora que estás repuesto volverás a casa de Miroki Fal.»

Todo mi gozo fue a parar en un pozo. Solté un largo suspiro.

«Pfff… ¿De verdad tengo que volver?»

«¿Tan terrible es?» se burló.

Me encogí de hombros.

«No. Pero el Mangaplatas es… no sé, no es mala gente pero en realidad es tan mangaplatas como sus amigos Shudi, Dalvrindo y demás. A los tipos como ellos les sale el oro por las orejas y la mano la tienen más pegajosa que el adhesivo veliriano. Eso me dijo Yerris, y es verdad. Y bueno, Rux… tiene buen alma pero es más seco que un hueso abrasao.» Concluí: «Pues eso, que me lo paso mucho mejor con mis amigos o incluso en La Rosa de Viento. ¿De verdad no puedo esperar unos días más? He robado la Wada,» añadí como argumento de peso.

Yal gruñó.

«Habla más bajo, sarí… Está bien,» cedió. «Le diré que necesitas dos días más de reposo. Pero que no te vea él correteando por ahí o se preguntará qué formas son esas de reposar. Y el Día-Mozo vuelves sin falta, ¿eh? Vamos, no te quejes: no te das cuenta de lo mucho que has aprendido con ese trabajo. No todo se puede aprender en la calle.»

Puse cara escéptica pero no repliqué. Froté la mano izquierda por el frío y la metí en el bolsillo. Sentí de pronto como si alguien me tirara un cubo de agua helada en la cabeza. Mi pluma, pensé, anonadado. Mi pluma amarilla. No estaba en mi bolsillo. ¿Dónde se habría caído?

Le eché una ojeada discreta a Yal mientras caminábamos, pero no me atreví a decir nada. A lo mejor se me había caído a la mañana, en la calle, vendiendo periódicos, o… o bien en la sala de la Bolsa de Comercio.

«Enhorabuena, Mor-eldal,» murmuré en caéldrico.

Yal me miró.

«¿Has dicho algo?»

Sacudí la cabeza. Tras un silencio, pregunté en voz baja:

«Elassar. Si nos hubiesen pillado, nos habrían mandado a la cárcel, ¿no?»

«Er… Sí, sarí. Es más, nos habrían mandado a trabajos forzados. Durante años. Pero todo ha salido bien y tú lo has hecho mejor que nadie, así que mañana te compraré esas galletas para festejarlo, ¿eh?»

Noté que me sonreía y le devolví una sonrisa vacilante que se hizo más segura a medida que el recuerdo de las galletas me animaba. Bah, me dije. La pluma no podía haber caído en la Bolsa de Comercio y, aunque lo hubiera hecho, ¿quién podría reconocerla? Yerris, pero él no estaba y total era Daganegra. Manras, Dil… y algún que otro canillita. Nadie más. Conclusión: todo había salido redondo.