Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

7 La perdición de las hadas

Drakvian se fue horas después pero yo pasé el día sentada en el cuarto, escuchando ruidos lejanos de voces tranquilas mientras dejaba vagar mis pensamientos. A veces, Aryes despertaba y en sus momentos de lucidez me fue contando por fragmentos todo lo que le había pasado durante la búsqueda de los Klanez. Con los Espadas Negras, había dado vueltas por las Hordas y continuado hasta las Cataratas Eternas antes de dar media vuelta. Ashli había sido enviada a Dumblor para informar a los Consejeros de lo ocurrido mientras que los demás se habían dirigido hacia Iskamangra y las Tierras Altas. Ahí el grupo había acabado por encontrar a un curioso humano, medio aventurero medio ermitaño, que les había revelado finalmente que los Klanez vivían en los Extradios. Siguieron incansablemente y exploraron la parte norte del macizo hasta encontrarse con los orcos… Cuando Aryes llegó a ese punto, se interrumpió y meneó la cabeza sin pronunciar una palabra más. Al de unos minutos de silencio, sin embargo, me soltó:

—Háblame. Dime algo. Creo que me viene bien esforzarme por estar atento.

Enarqué una ceja y entonces me puse a contarle todo lo que me había sucedido desde que nos habíamos separado en Ató. Le conté mi viaje hasta la Isla Coja, le hablé de Ahishu, de Zilacam Darys y de Asbalroth. Cuando le narré mi combate contra Draven, en la Torre Negra de la isla, lo vi adoptar una expresión horrorizada y enseguida encadené con los acontecimientos de Mirleria. Llegada a lo ocurrido en el Palacio del Viento, Aryes resopló y echó una ojeada al bastón:

—¿Frundis vivía en Mirleria?

—Sí. Pero me temo que no le gusta hablar del tema. —Vacilé—. Llevo hablando mucho tiempo. Debería dejarte descansar.

Aryes negó con la cabeza.

—No me sentía tan bien desde mi caída —aseguró con una sonrisa—. Sigue. ¿Qué hiciste después? ¿Volviste a Ató?

Asentí.

—Sí, pero de camino ocurrieron unas cuantas sorpresas.

Aryes se carcajeó.

—¿Nooo, en serio? —replicó, burlón.

Animada al verlo tan mejorado, le conté lo sucedido en Aefna, la reyerta callejera, la huida, la traición de Dahey, la elección de Spaw y mi conversación con Deybris Lorent. El kadaelfo me escuchaba mirándome fijamente, como para no perderse una palabra. Le narré mi ceremonia de iniciación a la cofradía de los Sombríos y los líos de mi tío, le hablé de los Shargus cazademonios, del escama-nefando contra el que había luchado Lénisu con Hilo y finalmente acabé contándole mi corta vida de patrulla, mi metedura de pata en la Torre de Shéthil y el viaje hasta la Cripta de los Colibríes. Poco a poco, había ido notando que Aryes perdía su concentración.

—Lo siento —dijo—. Este apatismo es curioso. Va por rachas. —Sacudió la cabeza como para intentar despejar su mente—. ¿Dónde… dónde está Borrasca? —preguntó de pronto. Y se levantó con precipitación, agarrándose el cuello—. ¡Borrasca! —gritó, con los ojos abiertos como platos.

Su brusco cambio de comportamiento me había dejado paralizada un instante pero pronto me repuse y me acerqué con cautela sin saber qué decirle.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Aryes. Se lo veía totalmente perdido.

En aquel momento la puerta se abrió y entró Sib. Unas zancadas le bastaron para llegar a la altura del kadaelfo.

—Tranquilo, muchacho —le dijo con serenidad.

De pronto, la mirada de Aryes se hizo lejana y se tambaleó. El humano y yo nos apresuramos a ayudarlo a tumbarse de nuevo. Maldito apatismo, pensé, preocupada.

—Borrasca —repitió el kadaelfo, azorado—. ¿Por qué me la habéis quitado?

Calló y cerró los ojos, sumiéndose en un sueño agitado. Crucé la mirada de Sib y cuando me hizo una señal para que saliera al pasillo, lo seguí, no sin antes coger a Frundis y posarlo entre las manos de Aryes, con la esperanza de que la música del bastón lograse calmar su sueño.

—No es la primera vez que pregunta por Borrasca —me explicó el humano en el pasillo—. ¿Tienes alguna idea de quién puede ser?

Carraspeé.

—No se trata de una persona. Es una mágara. Un pañuelo azul. Siempre lo lleva alrededor del cuello.

Sib me miró, sorprendido, y se golpeó la frente.

—Claro. Ahora lo entiendo. Naw y yo estábamos convencidos de que se trataba de una persona. Hablaba de ella como si fuese… Bueno. No sabía qué pensar —admitió—. En fin, deberías unirte a nosotros. Estamos a punto de cenar.

Me mordí el labio pero al cabo asentí.

—Está bien.

Sib sonrió.

—He oído que habéis hablado mucho. Me alegra comprobar que en general parece ir mejor.

Hice una mueca. Sí, en general, me repetí. O por lo menos, de cuando en cuando. Di un paso hacia delante y me detuve al pensar de pronto en algo.

—Sib… Lo siento, soy una huésped terrible. —Al verlo enarcar las cejas, sorprendido, expliqué—: Desde que he entrado aquí no he hecho nada más que…

—Ayudar a alguien a curarse —me cortó suavemente Sib—. No tienes que disculparte por nada. Y ahora a cenar.

Lo seguí hasta el comedor, dudando de que tanta conversación hubiese ayudado de veras a Aryes a curarse. Estaban todos sentados alrededor de la mesa baja, incluidos Aüro y Ga, quienes se habían esforzado, por lo visto, en reducir considerablemente las sombras que los envolvían.

—¡Ahí viene nuestra amable demonio! —bromeó Iharath.

Sonreí al verlos a todos charlar alegremente y al oler la comida se me iluminó el rostro.

—¡Sopa de sarrena! Y eso es… ¿conejo? —pregunté, sentándome sobre un cojín.

Drakvian soltó una risita satisfecha.

—Sib nos ha enseñado un túnel escondido que sale del abismo, lejos de aquí —explicó—. Y esta tarde he decidido irme a cazar. Wujiri me ha ayudado —agregó dedicándole al elfo oscuro una ancha sonrisa de vampira.

Éste se encogió de hombros.

—Lo cierto es que me he contentado con traer los conejos a la vuelta —confesó—. Drakvian corre más rápido que yo. Y eso que siempre creí que era buen cazador. Al fin y al cabo, lo llevo en la sangre —apuntó con una sonrisa—. Mis padres eran cazadores.

Enarqué una ceja y Drakvian tuvo una media sonrisa siniestra.

—Llevarlo en la sangre —repitió meneando la cabeza—. Jamás entendí esa expresión. Si fuese cierto que las habilidades se llevan en la sangre, entonces los vampiros deberíamos ser los más habilidosos de toda la Tierra Baya. Claro que tal vez no sea tan incierto —añadió con una sonrisa orgullosa.

Iharath resopló y me carcajeé.

—Cualquiera diría que has probado la sangre de gawalt —comenté.

Syu se sobresaltó junto a mí.

“Bah, qué disparates”, gruñó. “El orgullo gawalt no está en la sangre.”

La cena estuvo deliciosa y para el postre Nawmiria había preparado una tarta de manzanas que me recordó a las que hacía Wigy. Compartí mi porción de tarta con Syu y el mono metió su trozo entero en la boca con ojos golosos.

“A Naura la Manzanona le encantaría este lugar”, solté, divertida.

El mono gawalt entornó los ojos antes de seguir masticando.

“Esa dragona no sabía moderarse. Se habría comido todas las manzanas en una sola tarde”, aseguró.

“Y toda la tarta”, agregué.

Alrededor de la mesa, la conversación seguía su curso. Iharath hablaba de Cobra con Sib; Ga y Aüro murmuraban entre ellos en su lengua; Wujiri y Galgarrios se habían puesto a hablar de poesías de caza y el caito le recitaba en ese momento un poema a Kyisse sobre una gacela que engañaba a un cazador. Drakvian se había sentado en el borde de la ventana, jugueteando con uno de sus tirabuzones verdes, y Nawmiria Klanez sonreía levemente observándonos a todos con sus ojos dorados. Cuando crucé la mirada de la nixe, advertí un destello de curiosidad.

—… Fue realmente una pena —decía Sib—. Durante los primeros años funcionaba de maravilla. Incluso conseguí paralizar a una arpía que había venido a atacarnos, no muy lejos del castillo. Pero luego pasé por aquel extraño túnel y el maravilloso encantamiento se deshilachó por completo. Como decía, Cobra ahora no es más que una vieja espada con una bella historia detrás.

—¿El castillo? —repetí, de pronto intrigada—. ¿Hablas del castillo de Klanez?

El humano asintió.

—Así es. Ahí fue donde encontré a Cobra. Y donde Naw y yo vivimos nuestros años de juventud —dijo con expresión risueña—. Apartados de todos y protegidos por los Espejos de la Verdad.

Recordé que Fahr Landew había llamado «Espejos de la Verdad» la zona natural que protegía el castillo y que, al parecer, hervía de ilusiones armónicas tan atrapantes que hacían enloquecer a quienes las veían.

—¿Cómo es ese castillo? —pregunté, curiosa.

Sib se encogió de hombros.

—Grande. Muy grande. Y está lleno de trampas. Realmente hay que conocerlo de memoria para no quedarse atrapado. Naw me salvó la vida más de una vez —sonrió—. También tiene una biblioteca enorme. Es una fuente de información absolutamente increíble. Y lo más interesante es la historia de los Klanez.

—Pasaba el día entero desgastándose los ojos en líneas de tinta —intervino Nawmiria con una mueca divertida.

—Y menos mal —replicó su esposo—. ¿Podéis creeros que Naw no sabía que era una nixe? Os lo juro. Me enteré yo por una glosa que había en uno de los volúmenes de las Memorias de Áwinoth. El que portó a Cobra antes que yo —explicó—. Francamente, aquellos años fueron inolvidables.

Sonreí, pensativa.

—¿Y estabais… solos en el castillo de Klanez?

—Absolutamente —confirmó él—. Solos con el oleaje del mar del Norte, los kérejats y los paiskos. Pasamos ahí seis años. Luego… —se carcajeó por lo bajo como si se burlase de él mismo—. Quisimos ver las estrellas y por eso nos marchamos. Yo debía de tener ya más de treinta años y a pesar de todo seguía teniendo los mismos sueños que cuando era un niño. De lo cual no me arrepentiré jamás —puntualizó, sonriente.

Asentí. Desde luego, la vida de Sib Euselys y Nawmiria Klanez tenía toda la pinta de haber sido muy extraña.

—Uno jamás se arrepiente de intentar cumplir sus sueños —intervino Nawmiria—. Siempre me acordaré del día en que vi el cielo por primera vez. Era de madrugada y la Gema y la Luna brillaban muy juntas en el cielo. Y entre los árboles se oían cantos de pájaro que jamás había escuchado.

Todos sonreímos al verla hablar con tanta emoción.

—¿Desde cuándo vivís en la Superficie? —preguntó Iharath.

—Bueno —dijo Sib con más vivacidad—. En realidad la primera vez que fuimos nos quedamos tan sólo unos años. Luego nos metimos en la primera capa subterránea, en busca del pueblo nixe. Entramos en su territorio, un lugar que no olvidaré jamás… Pero no vimos a nadie. —Frunció el ceño, como recordando—. Era como si los nixes hubiesen desaparecido sin dejar rastro.

El rostro de Wujiri se había ensombrecido cuando preguntó:

—¿Piensa que fueron atacados?

Nawmiria sacudió la cabeza.

—No había signo alguno de combate. De todas formas, ninguna criatura se habría aventurado en su territorio: es impenetrable por las ilusiones. No tengo ni idea de si murieron o se mudaron a otro lugar, pero obviamente algo pasó.

¿Podía ser acaso que Nawmiria fuese la última verdadera nixe de la Tierra Baya?, me pregunté. ¿Pero qué era realmente un nixe? La miré con más atención, buscando tal vez algo que me explicara por qué los nixes eran considerados como hadas y no como saijits. Pero, aparte de sus ojos dorados brillantes y su extraña belleza, no veía nada.

—Después de eso, regresamos a los Subterráneos —retomó Sib. Sonrió, rememorando el pasado—. Nuestro hijo, Anmis, ya tenía por entonces veinte años y estaba harto de tanto viaje. Así que, cuando llegamos a la ciudad de Elen, decidimos quedarnos. Anmis conoció a Keyma, se casó, y al de un año nos trasladamos todos otra vez al Castillo de Klanez. Los dos parecían tan felices juntos… —Su sonrisa tembló y su expresión se ensombreció—. Cuando llegamos al castillo, Naw y yo enseguida vimos que había cambiado. Los desequilibrios energéticos eran mayores y la zona se había vuelto especialmente peligrosa. Sin embargo, a Anmis y Keyma les encantaba el lugar. Los dos eran unos apasionados de energías asdrónicas. Pero… Naw y yo echábamos de menos la Superficie y, al de un tiempo, decidimos volver. Debieron de pasar un par de años antes de que Anmis y Keyma también se marchasen del castillo, con la pequeña. Antes de que… —Sib miró con aire entristecido el rostro de Kyisse y su voz murió en sus labios. Debió de percatarse de la turbación de la niña porque se esforzó en sonreírle—. ¡Bueno! —dijo, cambiando bruscamente de tono—. Después de esta bonita cena, ¿qué tal si jugamos una partida de…? Er… ¿Cómo era, hija mía? ¿Kienbobó?

Kyisse estalló de risa.

—¡Kiengó!

—Eso —sonrió su abuelo.

Éramos demasiados para jugar al kiengó y tras una partida le dejé a Syu con Galgarrios, asegurándole a este que jugar con un mono gawalt traía suerte.

“¿Y jugar con un caito también trae buena suerte, supongo?”, se burló el mono.

“Por supuesto. A Galgarrios siempre lo acompaña un hada de la suerte”, afirmé, guiñándole un ojo. Menos cuando lo acompañaba yo, añadí entonces para mis adentros.

Pronto me levanté y les di las buenas noches. Lo cierto era que me alegraba verlos al fin disfrutar de un poco de calma tras tanto viaje, echando tranquilamente una partida de cartas. Claro que, visto lo visto, yo iba a poder disfrutar de una calma todavía más completa si de veras decidía escucharle a Zaix y encerrarme junto a él, pensé con ironía. Estaba ya en el pasillo cuando Nawmiria me llamó.

Me giré y la vi aparecer junto al marco de la puerta. Sus ojos me estudiaron con detenimiento y le devolví la mirada, algo confusa. Sonrió.

—¿Quieres que demos un paseo?

La propuesta me desconcertó aún más pero no me atreví a rechazarla y asentí en silencio antes de seguirla hacia fuera. La Luna iluminaba el prado con su tenue luz. Respiré hondo el aire cálido de verano y le eché una mirada intrigada a la nixe mientras esta se alejaba por la hierba y las sombras. ¿Acaso quería llevarme a algún sitio en especial? Cuando llegamos junto a un manzano, rompí el silencio, impaciente.

—¿Querías decirme algo?

La nixe se giró hacia mí sonriendo con los ojos.

—Bueno, pensé que te vendría bien ver las estrellas.

Enarqué una ceja, divertida, y eché un vistazo hacia el cielo nocturno. Como Nawmiria se sentaba sobre la hierba, la imité, cruzando las piernas.

Oí un repentino susurro de aleteos sobre mi cabeza y entorné los ojos para intentar vislumbrar algo entre las sombras. Por un momento, pensé que podían ser murciélagos. Aunque recordando el nombre que le habían dado Sib y Nawmiria a aquel abismo, también podían ser colibríes.

Entonces la voz serena de Nawmiria me sacó de mis pensamientos.

—Siento en ti algo extraño que me desconcierta —confesó—. Durante la cena, he sentido en ti tristeza, miedo, alegría… —Sus ojos me detallaron con intensidad—. Entiendo que te preocupes por ese joven. Pero noto algo más, como si creyeses que algún mal iba a acontecer. ¿Crees que hay algo que podría ponernos en peligro? —inquirió con suavidad.

Sostuve su mirada, turbada.

—Yo… —Resoplé—. ¿Eres capaz de leer los pensamientos?

—No los pensamientos. Pero sí ciertos sentimientos.

Asentí, pensativa, y recordé un comentario extraño que había soltado una vez Kyisse: “He visto tu corazón y sé que me quieres”. Dado que Kyisse no era enteramente una nixe, quién sabe si las capacidades de Nawmiria para adivinar sentimientos no estaban más desarrolladas que las suyas.

—Bueno, que yo sepa, no corréis ningún peligro —dije al fin—. Simplemente debes haber sentido… agitación.

—¿Qué temes? —insistió ella.

Me rasqué la mejilla, molesta.

—¿Qué temo? La verdad, no lo sé. En mi vida he temido tantas cosas que debería haber dejado de tenerle miedo a nada.

—Y sin embargo… —me alentó ella.

La miré con extrañeza. ¿Qué pretendía que le dijera? ¿Que temía haber acabado con mi vida saijit para siempre? ¿Que temía salir en busca del capitán Calbaderca, Kaota y Kitari para darme cuenta de que estaban muertos? Había tantas cosas que temía y tantas cosas en las que prefería no pensar… ¡Y sin embargo todo parecía estar tan tranquilo a mi alrededor! El suspiro de Nawmiria Klanez me hizo levantar de nuevo la cabeza.

—¿Sabes? —me dijo—. Cuando busco respuestas, suelo tumbarme en la hierba y contemplar las estrellas.

Esbocé una sonrisa al verla acostarse y levantar los ojos al cielo.

—¿Y encuentras las respuestas? —pregunté.

—Siempre.

Al menos, la nixe era optimista, pensé, tumbándome a mi vez en la hierba. Las estrellas centelleaban tímidamente entre las sombras de la noche.

—Entonces, supongo que no buscas respuestas muy complicadas —dejé escapar al de un rato.

Nawmiria se carcajeó.

—En realidad, hace tiempo que ya no busco ninguna respuesta —admitió tras un silencio—. Pero te aseguro que hay preguntas cuyas respuestas sólo vienen al contemplar el mundo que te rodea —afirmó—. A veces los problemas siguen simplemente siendo problemas porque buscas la solución en el problema y no fuera de él.

Sonreí abiertamente. Ese parecía un proverbio de Frundis de los que se podían interpretar como a uno le viniese en gana. La voz suave de Nawmiria prosiguió:

—Cuando miro las estrellas, tan fuera de nuestro alcance, pienso que el mundo es infinito y que yo formo parte de ese infinito. ¿No te parece hermoso? —Me encogí de hombros sin saber qué contestar—. Y aun así, el mundo no sólo tiene hermosuras, también tiene penas, temores, injusticias, pero lo importante es que siga teniendo hermosuras, ¿no te parece?

—Por supuesto —contesté.

La nixe se enderezó. Sus ojos dorados brillaban tenuemente.

—Entonces, si estás de acuerdo, ¿por qué guardas tanta tristeza en tu corazón?

Me ruboricé y suspiré, exasperada.

—No estoy triste —repliqué—. Sólo inquieta por todo lo que puede pasar.

—Entiendo. —Entornó los ojos, sonrientes—. Siento inmiscuirme en tus sentimientos. Pero no puedo dejar de ser lo que soy.

Meneé la cabeza y me incorporé.

—Y yo no puedo dejar de preocuparme siempre por todo —bromeé—. Pero te prometo que cada vez que algo me inquiete contemplaré las estrellas en busca de respuestas.

Nawmiria se carcajeó por lo bajo.

—No te rías tan rápido de las manías de los demás. Tal vez, cuando tengas mi edad, hables de estrellas, fuentes y nubes.

Resoplé, divertida.

—No sabes cuánto me encantaría. Sólo falta que llegue hasta ahí, y en esta vida no hay nada seguro. De todas formas, gracias por intentar ayudarme.

Sonrió.

—Ve ya con el joven kadaelfo. Siento que tú le puedes ayudar más que yo a ti.

Inspiré.

—Buenas noches, Nawmiria.

—Buenas noches.

Me levanté e iba a alejarme cuando una súbita pregunta me detuvo.

—Quería preguntarte… —Callé, indecisa—. Visto que los nixes aquellos desaparecieron, ¿crees que es posible que tú seas… bueno… que seas la última nixe?

Su rostro bañado por la luz de la Luna no se inmutó, pero sus ojos brillaron con un destello extraño.

—No lo creo. El mundo es muy grande. Pero de todas formas yo nunca me consideré una nixe. —Marcó una pausa y agregó por lo bajo—: Los nixes jamás se crían tan solos como me crié yo. Yo soy simplemente… Naw.

Su voz murió en un susurro. Asentí silenciosamente y, adivinando sus sentimientos como lo hubiera hecho ella, la dejé sola contemplando las estrellas sin más palabras. Desde luego, Sib y Nawmiria formaban una pareja muy extraña.

Regresé al cuarto, me quité las botas y posé las dagas y el cinturón. Me fijé en que la bandeja de la cena estaba vacía y que alguien había dejado otro jergón en la habitación. Me senté sobre él contemplando el sueño agitado de Aryes. Murmuraba palabras inconexas que no lograba entender. Se le había escapado Frundis. Recogí el bastón y le di las buenas noches antes de colocarlo contra el muro. Acto seguido, me tumbé y cerré los ojos sabiendo que aquella noche me iba a ser difícil dormir. En la casa aún se oían las voces apagadas de los demás jugando a cartas. Luego oí un ruido de puertas y un par de «buenas noches», y entonces la casa se sumió en un silencio casi completo. Mis pensamientos vagabundeaban sin rumbo cuando un ruido cercano de mantas me sobresaltó. Aryes se había sentado sobre su jergón y se masajeaba las sienes con energía.

—Maldita apatía —soltó.

Y se desplomó contra su almohada. Fui a cubrirlo de nuevo con la manta y sonreí al pensar la de veces que había hecho lo mismo Wigy conmigo cuando era niña. Me crucé con los ojos azules de Aryes.

—¿Estoy soñando? —murmuró.

Negué con la cabeza.

—No, sólo desvariando un poco —repliqué en tono de broma.

Un rayo de lucidez pasó por los ojos del kadaelfo. Resopló.

—Cuando me cure, Shaedra, será mejor que no me cuentes todas las tonterías que he podido hacer o decir.

—¿Como cuáles? —pregunté, aliviada al ver que realmente él esperaba curarse.

—Bueno… Como la que voy a decir ahora —dijo, enderezándose—. Fíjate que he estado pensando…

—¿En serio?

—Sí —asintió con aire teatral—. He estado pensando y me he dado cuenta ¿sabes de qué? —Sonrió anchamente—. Me he dado cuenta de que no sé pensar. Y entonces al pensar eso ya no sabía qué pensar porque si pensaba que no sabía pensar, ¿cómo podía estar pensándolo?

Ambos nos miramos, resoplamos ruidosamente y estallamos de risa.

—¡Ajaj…! —jadeó Aryes, sin aliento—, lo siento, Shaedra, mi humor es patético.

—Apático —lo corregí, enjugándome las lágrimas—. Pero la verdad es que no difiere mucho del habitual, tranquilo. Ojalá te cures pronto —añadí, retomando mi seriedad.

El kadaelfo asintió.

—Creo que voy cada vez mejor. Y creo que es gracias a ti.

Me mordí el labio, sonriente.

—¿Sabes? Nawmiria Klanez me ha dicho que hay preguntas cuyas respuestas sólo vienen al contemplar el mundo que te rodea.

—Es muy profundo —reconoció Aryes, pensativo.

—Sí —asentí—. Ella mira las estrellas y… yo te miro a ti.

Le sonreí, preguntándome cómo unas simples palabras podían acelerar mi corazón de esa manera. Aryes me devolvió una ancha sonrisa y meneó la cabeza.

—Y tú eres la estrella más hermosa de todo mi universo —pronunció, llevándose una mano al pecho.

Me carcajeé por lo bajo, nerviosa.

—Somos peores que Win y Wen.

Aryes enarcó una ceja, sin entender.

—¿Win y Wen?

—¿Nunca has escuchado la canción de la princesa Win y el príncipe Wen? —me extrañé—. Frundis estaría escandalizado. Y eso que dice que es música folclórica, pero le encanta interpretarla.

Aryes resopló, divertido.

—Pues ya la escucharé. —Frunció el ceño e hizo un leve ademán—. Siento que viene otra racha. Este apatismo es verdaderamente desconcertante…

Con el rostro ensombrecido volvió a tumbarse y minutos después estaba otra vez delirando. En un momento, oí que me llamaba a mí, y luego que le llamaba a su hermana Zéladyn. Lentamente, me dormí, pero desperté en plena noche al oír un grito. A cuatro patas sobre su jergón, Aryes buscaba a Borrasca. Lo calmé con sumo esfuerzo y cuando Sib apareció por la puerta en camisón le dediqué una mueca de disculpas.

—No te preocupes —aseguró él—. Normalmente, le sucedía mucho más a menudo. Está recuperándose, de eso no cabe duda.

Con esas palabras reconfortantes, volvió a cerrar la puerta y yo concilié el sueño con mayor sosiego.