Página principal. Ciclo de Shaedra, Tomo 10: La Perdición de las Hadas

6 La Cripta de los Colibríes

Me detuve en seco y me giré hacia Ga.

—¿Has dicho… que no sabes dónde estamos? —resoplé en abrianés, incrédula.

Ga negó con la cabeza y la vi alejarse para inspeccionar los distintos caminos posibles. Llevábamos varias horas andando por un sinfín de grutas de techo bajo, cubierto de estalactitas, sin tener el más remoto conocimiento sobre la zona, ¡y resultaba que nuestra guía se había perdido también!

—Genial —suspiró Drakvian—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Damos media vuelta?

—¿Qué? Ni hablar —protestó Iharath—. Además, dudo de que seamos capaces de recordar el camino que hemos tomado. Yo, desde luego, sería incapaz.

La vampira le dedicó una sonrisa blanca.

—Ya, ya sé que la orientación y tú… —El semi-elfo le echó una mirada sombría y ella soltó una risita burlona.

“¿Problemas?”, preguntó Frundis, desinteresándose por un instante de su composición. Cuando le expliqué que ignorábamos dónde estábamos, sonó un sonido meditativo de trompeta. “Ese es un problema”, coincidió. “Recuerdo que alguien me dijo un día que en la vida nunca sabemos dónde estamos, pero mientras estamos donde estamos siempre hay esperanza.”

Puse los ojos en blanco, divertida, y lo escuché retomar sus bártulos instrumentales. Cómodamente sentado sobre mi hombro, Syu se removió, inquieto.

“Dejando la esperanza a un lado, tengo la mala sensación de que nos estamos metiendo cada vez más profundo”, comentó, arrancándome una mueca preocupada. Nos habíamos detenido delante de una encrucijada de varias grutas y la sainal husmeaba el aire, en busca seguramente de algún indicio que la pudiera guiar.

—Ha debido de haber algún derrumbamiento —razonó al fin, acercándose a mí—. No me he dado cuenta y nos hemos alejado de los Túneles Blancos, pero creo que no andamos muy lejos. —Marcó una pausa indecisa antes de añadir—: Seguidme.

Eché una mirada alentadora hacia mis compañeros.

—Adelante —los animé. Galgarrios se había sentado sobre una piedra llena de musgo mientras Ga examinaba los alrededores, pero volvió a levantarse ágilmente al oírme; sin una palabra, apartó sus mechones rubios del rostro, empuñó su bastón con más firmeza y siguió a la sainal sin una queja.

Apenas hubimos reanudado la marcha, Wujiri apuntó:

—Este joven caito me impresiona cada vez más. Es todo un guardia de Ató. —Marcó una pausa—. Por cierto, la próxima vez que nos paremos, deberíamos aprovechar y comer algo, ¿no os parece?

Me carcajeé por lo bajo.

—Nos vendría de maravilla —aprobé con desenfado—. Sólo nos faltan las tortas de Narsia.

Wujiri hizo una mueca, levemente nostálgico.

—Sí. Desgraciadamente, un viaje sin Narsia pierde toda la gracia.

—Se ha vuelto a parar —señaló Iharath, hablando de Ga. De hecho, la sainal se había detenido y giraba la cabeza hacia los lados, buscando su camino entre tanta gruta. Sin embargo, antes de que la alcanzáramos se puso de nuevo en marcha; estuvimos andando una hora más entre plantas y rocas antes de que Ga se girase hacia mí con una expresión contenta.

—Ya está. Hemos vuelto a una zona que conozco. Los Túneles Blancos están justo detrás de esa gran roca en forma de tortuga. A partir de ahí, no creo que me pierda. He recorrido la zona más de una vez, aunque generalmente la evito.

Les comuniqué la buena noticia a todos y nos apresuramos a llegar hasta la tortuga. Rápidamente entendí por qué llamaban aquella zona los Túneles Blancos: la piedra tenía un color blanquecino, y aunque no había mucha luz, esta se reverberaba en todas los resquicios de las paredes.

—Vaya —soltó Wujiri, impresionado—. ¿Puede ser… mármol de Lisia?

Enarqué una ceja, sorprendida. Se suponía que el mármol de Lisia sólo se encontraba en las Tierras Altas. Al fin y al cabo, por eso era tan caro.

—Orientándonos —reflexionó el guardia—, es posible que nos encontremos por debajo de la Insarida.

Como me echaba una mirada interrogante, me encogí de hombros.

—Es posible. Según Kaarnis, estos túneles se dirigen hacia los Extradios.

Wujiri frunció el ceño.

—Pero en la Insarida, hay magma debajo de la tierra. Hay pozos que explotan y sale un humo negro ardiente. Siempre se ha creído que debajo había un lago de lava. No túneles con mármol de Lisia —murmuró.

Iharath inspeccionó la roca con aire de investigador curioso. Entonces, me senté sobre la tortuga y apunté tímidamente:

—¿Y ese saco de provisiones?

Tenía un hambre voraz. El saco contenía pan de viaje, cantimploras con agua, mermelada de bayas y, por supuesto, unas cuantas jugosas zooyas. Comimos racionándonos razonablemente y, cuando Wujiri guardó todo de nuevo en el saco, tuve que cogerle a Syu de la cola para que no cogiese otra zooya.

“Con moderación”, le recordé.

Syu suspiró pero juntó las manos con calma y asintió.

“Está bien”, me concedió. “Pero más le vale guardar bien la comida”, añadió, con los ojos clavados en Wujiri, quien se ponía el saco a la espalda.

Reanudamos la marcha y nos internamos en los Túneles Blancos. El corredor estaba despejado, sin vegetación, y la luz que reinaba nos bastaba ampliamente para avanzar. La sainal abría el camino y observé con curiosidad cómo las sombras de su cuerpo se retraían por intermitencias, como luchando contra la luz.

El viaje fue monótono y cansino. Galgarrios acabó por tirar el bastón, totalmente repuesto, el saco de provisiones fue vaciándose poco a poco, las zooyas se acabaron y Drakvian empezó a mascullar por lo bajo que no había ni un maldito conejo en los alrededores para saciar su sed de sangre. Ignoro cuánto tiempo estuvimos en esos túneles. Giraban, bifurcaban y a veces recorríamos un mismo pasillo durante horas enteras. Dormimos varias veces, aunque yo apenas pude pegar ojo. Cuando empezaba ya a decirme que esos Túneles Blancos no tenían fin y que íbamos a acabar muriendo de inanición, Ga señaló un pequeño desperfecto en el mármol y declaró:

—Hemos llegado.

Me acerqué y examiné la grieta en la piedra blanca, intrigada.

—Ahí hay… ¿un pasadizo?

Ga asintió, metió sus largas garras negras en la grieta y estiró. El silencio del túnel dio paso a un breve restallido que nos estremeció a todos. Quién sabía si no vivía un pueblo de orcos cerca… Entonces vi, asombrada, cómo la roca se abría a modo de puerta camuflada. Detrás, había un estrecho pasaje sumido en las tinieblas.

—A partir de aquí, sólo hay un camino posible y no hay peligros —aseguró la sainal.

Me apresuré a comunicárselo a los demás; Iharath sonrió a medias.

—Esa es una noticia estupenda —afirmó. Alzó una mano e invocó una esfera de luz—. Ojalá lleguemos pronto a la Superficie. Adelante.

Con el paso firme, se internó en el pasadizo. Drakvian no dudó un solo instante en imitarlo.

—Bueno… —carraspeó Wujiri, aprensivo—. Allá vamos.

Galgarrios me dedicó una sonrisa alentadora y nos metimos en el túnel secreto. Esperamos un minuto a que Ga cerrase de nuevo la puerta detrás de nosotros y entonces la esfera de Iharath se convirtió en nuestra única fuente de luz. El silencio era aún más completo que en los Túneles Blancos. Noté un tirón del pelo y supe que Syu se había puesto a hacerme trenzas, incómodo ante la nueva situación. Frundis, a mi espalda, había asegurado al despertar que su obra maestra estaba casi acabada y resonaban ahora pequeños trozos prometedores de su nueva sinfonía. Avanzamos al principio con cautela, aunque poco a poco fuimos acelerando el ritmo. El terreno llano pronto se puso a subir, y mi ánimo con él: ¡nos acercábamos a la Superficie! Y a Kyisse, añadí, sintiendo mi corazón dar un bote.

No transcurrió mucho tiempo antes de que empezáramos a resollar ante la sempiterna subida. A veces daba vueltas, se empinaba y se suavizaba, se estrechaba y se ensanchaba.

—Esto… es… mortal —jadeó Iharath, abriendo la marcha.

Nos detuvimos unos instantes. La roca se había ido cubriendo poco a poco de tierra, me fijé. Y entonces Drakvian ladeó la cabeza.

—¿Oís lo que yo oigo? —preguntó.

Agudicé el oído y percibí un murmullo lejano.

—¿Un arroyo? —aventuró Galgarrios.

Con un acuerdo tácito, avanzamos a paso rápido pese a nuestro cansancio. ¿Cuántas horas llevábamos andando?, me pregunté, extenuada.

Apenas avanzamos unos metros más cuando de pronto la luz de Iharath pareció ser absorbida por otra luz. Una luz tenue y rojiza. En ese momento, sentí un leve revoloteo de aire. Eso sólo podía significar una cosa…

—Demonios —murmuró el semi-elfo, deslumbrado.

Nos precipitamos todos al lado del semi-elfo y me quedé sin respiración. Ante nosotros, el túnel terminaba bruscamente y desembocaba en una especie de jardín tan sólo iluminado por una luz roja que provenía de arriba… del cielo nocturno. La Vela, entendí. Por lo demás, el jardín, repleto de arbustos, flores y fuentes, estaba en el fondo de un abismo rodeado de una muralla rocosa de tal vez cien metros de altura. La vista era impresionante.

—¿A esto le llaman la Superficie? —resopló Drakvian con la mirada alzada hacia los enormes precipicios.

Me giré hacia Ga y me di cuenta de que la sainal había dado un paso al frente y levantaba ahora una mano. Del jardín, se desató una forma aún más oscura que la noche. Aüro, entendí, aprensiva. Mis compañeros debían de haberlo visto también porque advertí que se arredraban levemente. Syu se refugió bajo mis trenzas, agitado.

“Este lugar está lleno de energías”, se quejó.

De hecho, lo estaba. Pero, al contrario que en la Torre del Brujo de Dathrun, en aquel jardín la energía era estable, aunque increíblemente densa.

El sainal soltó una serie de gruñidos en una lengua desconocida y Ga le contestó, haciendo un vago gesto hacia nosotros, a lo cual Aüro sacudió la cabeza y se cruzó de brazos, como contrariado.

—El tal Aüro no parece muy acogedor —susurró Wujiri entre dientes.

Ga se removía, inquieta, ante las palabras incomprensibles de Aüro.

—Adivinad qué —nos cuchicheó Drakvian con una sonrisa tétrica—. Están preguntándose cómo estaríamos más ricos, si cocidos o a la parrilla.

Resoplamos y observamos a ambos sainals con aprensión. Kyisse debía de estar ahí, pensé, escrutando las tinieblas. Casi esperaba que saliese de algún arbusto, con su vestido blanco, y gritase: «¡Shaeta!» corriendo hacia mí. Sonreí tiernamente y tomé una inspiración decidida. No podía esperar más sabiendo que estaba tan cerca… Estaba a punto de dar un paso adelante y esquivar a Aüro si era preciso cuando unos chasquidos en mi mente me detuvieron en seco.

“Shaedra, ¿qué tal estás?”

“Zaix”, resoplé sin apartar los ojos de Aüro. “Estoy… perfectamente. ¿Y Spaw?”

“Al parecer, está fuera de peligro. Está en los Extradios.”

Inspiré hondo, profundamente aliviada. Sólo entonces me di cuenta de lo mucho que me había preocupado por él durante todos esos días.

“¿Y tú?”, inquirió Zaix. “Dejaste a Kaarnis, ¿verdad? Spaw y tu tío te andan buscando.”

Asentí mentalmente.

“Bueno. Acabamos de salir de los Túneles Blancos por un pasadizo que sube más o menos hasta la Superficie.” Marqué una pausa antes de añadir: “Estoy metida en un abismo con unos compañeros y estamos a punto de encontrar a Kyisse.”

—Ya lo han decidido —cuchicheó Drakvian entonces.

Ga acababa de girarse hacia nosotros.

—Dice que sólo pases tú, Shaedra. Al parecer, te conoce y confía en ti.

Agrandé los ojos como platos.

—¿Que me conoce? —murmuré, incrédula. ¿Cómo iba a conocerme un sainal perdido en un abismo?

“¿En un abismo?”, se extrañaba al mismo tiempo el Demonio Encadenado. Poco a poco di unos pasos hacia adelante mientras Zaix proseguía, meditativo: “Mm… Los Túneles Blancos están por debajo de los Extradios, ¿no es así? Esa es una buena noticia. Pronto Spaw te encontrará. Y cuando te encuentre, sin más tardanza, vendrás a ocultarte junto a mí: no querías decirle adiós al mundo saijit y el azar ha decidido por ti, hija mía. Y, por cierto, evita cualquier trato con las demás Comunidades, por ahora. Ignoro cómo se habrán tomado tu pequeño espectáculo y no quisiera que se fijasen demasiado en ti, ¿mm? Entonces, ¿me prometes que vendrás directamente a…? ¡Auch!”, exclamó de pronto.

“¿Qué ocurre?”, me alarmé, deteniéndome.

“Nada… es Sakuni… dice que abuso de mis energías”, masculló, contrariado. “¿Entonces, me lo prometes…?”

Siseó y el contacto bréjico se cortó. Reprimí una sonrisa al imaginarme a Sakuni y Zaix discutiendo y gruñendo. Y eso que, como bien había dicho Spaw un día, Sakuni era la máxima representación de la bondad y de la paciencia.

—¿Shaedra?

La voz de Ga me devolvió a la realidad. Entre las tinieblas rojizas de la noche, sus ojos me escudriñaban, inquietos.

—¿Sucede algo?

Negué con la cabeza.

—No. ¿Dónde está Kyisse? —pregunté, ansiosa.

Nos habíamos alejado de mis compañeros y, al acercarme a Aüro, pude detallarlo con más precisión. Era más bajito que Ga y, sobre su cabeza, crecían dos pequeños cuernos que se confundían casi con las sombras que lo envolvían.

—Está aquí, al fondo del jardín —contestó Aüro.

La cabeza del sainal se aproximó levemente. Sus ojos lechosos reflejaban ahora más tranquilidad.

—¿Eres Shaedra? —me preguntó.

—Lo soy —afirmé.

Aüro debió de notar mi impaciencia porque enseguida se enderezó y me hizo signo que lo siguiera. Se adentró en un estrecho sendero bordeado de arbustos y eché una ojeada hacia mis compañeros. Adiviné sin dificultad su preocupación.

—Ellos esperarán aquí hasta que el día se levante —informó Aüro, deteniéndose—. No me fío de ellos. Ga me ha dado su palabra de honor de que no se moverán de ahí.

Les hice un signo a mis amigos para que se quedaran donde estaban, me despedí de Ga con un gesto de cabeza y me apresuré a seguir al sainal.

—¿Y por qué te fías tú de mí? No me conoces. O no deberías conocerme —rectifiqué, turbada.

“Tal vez se trate de algún adivino”, bromeó Frundis mientras avanzábamos.

“Claro”, solté, socarrona. “Estamos en un Ciclo del Ruido. Habrá tenido algún sueño premonitorio… Es evidente. O bien debe de haberse tragado una spiartea de sol.”

Aüro dio unos pasos más antes de responder:

—No te conozco. Pero sé que salvaste a la niña.

Los arbustos dieron de pronto lugar a un pequeño prado verde y, contra la roca, escondida debajo de un alto roble de espeso follaje, se encontraba una casa. Por un instante, me pareció que desaparecía contra la piedra, camuflada, pero enseguida la vi otra vez claramente. Era pequeña, de paredes de barro, y una luz brillaba en su interior.

Meneé la cabeza, reflexionando por un momento en lo que me había dicho Aüro. Por lo visto, estaba al corriente de lo que le había ocurrido a Kyisse en los Subterráneos.

De pronto, cuando ya estábamos casi llegando a la casa, resonó una exclamación adentro. La puerta se abrió y el umbral se iluminó. En el marco, apareció una niña de cabello tan azul como el plumaje de los paiskos. Ladeé la cabeza, incrédula.

—¿Kyisse? —resoplé, dando un paso inseguro adelante.

—Sha-e-dra —articuló aplicándose en pronunciar correctamente mi nombre.

Se abalanzó hacia mí y un rayo de la Vela iluminó sus ojos dorados. No cabía duda, me dije. Era Kyisse.

“¿Qué le han hecho a su pelo?”, soltó Syu, pestañeando, haciéndose exactamente la misma pregunta que yo. Sin embargo, que tuviese el pelo negro o azul, seguía siendo la misma. Así que, dejando de preocuparme por tan nimio detalle, estreché a la pequeña entre mis brazos. Un alivio indescriptible me invadía al sentirla al fin tan viva como siempre y a salvo.

—Gracias a los dioses —murmuré. Me aparté y vi que sonreía anchamente.

—Shaedra, ¡mis abuelos están ahí dentro! —exclamó en tisekwa con alegría—. ¿Quieres verlos?

Señalaba la puerta. Ahí había aparecido ahora el rostro de un hombre mayor que me observaba con aire afable. La luz de una vela iluminaba sus rasgos pálidos y arrugados de humano. Ese era sin lugar a dudas el legendario Sib Euselys, deduje.

—No esperaba una sorpresa como esta —pronunció en abrianés con una voz pausada—. Me han hablado mucho de ti, Shaedra. Sé bienvenida a nuestra humilde morada.

Abrí la boca y me incorporé lentamente.

—Gracias —respondí con sinceridad—. ¿Tú eres Sib Euselys, verdad?

—Así es.

—Y… ¿eres el abuelo de Kyisse?

Sib sonrió y todo su rostro se iluminó con risueñas arrugas.

—Lo soy de todo corazón —asintió—. Pero pasa, por favor, y siéntate con nosotros. Yarim me estaba enseñando a jugar a algo que se llama el… —frunció el ceño—. No recuerdo ya el nombre…

—¡El kiengó! —rió la niña, cogiéndome de la mano para estirarme hacia adentro.

—¿Yarim? —resoplé—. Es… ¿su verdadero nombre?

Sib asintió y entonces un ruido a sus espaldas lo hizo apartarse levemente. De entre las sombras del pasillo, salió una silueta esbelta de pelo blanco. ¿Podía acaso ser Nawmiria Klanez? Se precipitó hacia la puerta y la luz iluminó todo su rostro. A su vista me quedé sin aliento. No era Nawmiria. Era…

—¿Aryes?

El kadaelfo se había quedado tan pasmado como yo. Como en un sueño, dimos un paso adelante al mismo tiempo.

“Syu, Frundis, ¡es él!”, exclamé sintiendo que mi corazón se desbocaba.

Segundos después, nos encontrábamos abrazados, riendo y llorando juntos como dos nerús. Por un instante, el mundo exterior dejó de existir.

—Dioses —jadeó Aryes con la voz temblorosa—. Creí que jamás… Shaedra —susurró.

Sin previo aviso, me soltó. Aterrada, sentí que su cuerpo se vaciaba de su energía y lo sujeté como pude. Sólo entonces me fijé en que su piel azulada estaba muy pálida y anormalmente fría. Me entró bruscamente el pánico.

—¿Qué demonios…? —solté, lívida.

El rostro de Sib se había ensombrecido.

—Aüro, por favor, llévalo de nuevo al cuarto —le pidió.

El sainal se aproximó y, pese a mi mirada recelosa, levantó al kadaelfo inconsciente con ambos brazos y entró en casa. Aryes llevaba una simple túnica de lana parda.

—No te preocupes, simplemente está inconsciente —aseguró el anciano desde la puerta—. Pasa y te lo contaré todo.

—¿Y el capitán Calbaderca? ¿Y Kitari y Kaota? —inquirí, nerviosa.

—Pasa y te lo contaré todo —repitió él con serenidad.

Inspiré hondo para calmarme. Aryes, por algún extraño milagro, había llegado a casa de los Klanez. Y, por lo visto, algo grave le pasaba. Me giré hacia Kyisse y le tendí la mano. La sonrisa alentadora que me dedicó me devolvió un poco el ánimo. Entramos y el viejo Sib Euselys cerró la puerta tras él antes de guiarme a una habitación con cojines finamente bordados y una mesa baja con un juego de naipes de Ajensoldra desperdigado.

Nos sentamos y, antes de que el anciano dijera nada, inquirí:

—¿Qué le ha ocurrido? ¿Está enfermo?

Sib frunció el ceño mientras meneaba la cabeza.

—No es realmente una enfermedad. Abusó de sus energías. Está muy débil —explicó con gravedad mientras yo lo miraba con fijeza, pálida como la muerte—. Hace quizá tres semanas que lo tenemos aquí. Los primeros días no pronunciaba ni una palabra. Yo estaba convencido de que se había quedado apático para siempre, pero Nawmiria aseguró que no lo estaba del todo. E increíblemente, con el tiempo, despertó de su apatía más profunda y se puso a hablar de manera inconexa. En un momento, mencionó a una niña de ojos dorados… —Pasó un destello profundo por su mirada—. Al oírlo, entendí sin dificultad que el joven kadaelfo no podía ser otro que uno de los Salvadores que encontraron a mi pequeña Yarim. Hace un mes me enteré de que Yarim seguía viva, gracias a un amigo, un orco, que me ha ayudado a llevarla hasta aquí. Encontrarme con uno de sus Salvadores cuando estaba a punto de salir en busca de mi nieta era tan inesperado… —Una leve sonrisa surcó su rostro pálido aunque pronto retomó su seriedad—. Al parecer, Aryes nos andaba buscando. Nos encontró, pero le ha costado caro. Sigue delirando y algo parece corroer su consciencia. Apenas duerme porque dice que tiene miedo de caer. —Bajó la mirada sobre un cojín antes de confesar—: Antes de esta noche jamás había mostrado tanta lucidez. —Alzó la cabeza y añadió con dulzura—: Hablaba continuamente de ti.

Cada palabra que pronunciaba me hacía el efecto de un golpe de martillo. Nada más imaginarme a Aryes sumido en un tal estado de apatía, sentí las lágrimas agolparse contra mis párpados. Sentado junto a mí en un cojín, Syu tenía los ojos agrandados, enmudecido. Hice un esfuerzo por reponerme y pregunté:

—¿Qué ha sucedido para que abusase así de sus energías?

—Cayó.

Sib Euselys no había abierto la boca. Me giré con vivacidad y topé con unos ojos idénticos a los de Kyisse. Aun teniendo en cuenta su edad, Nawmiria Klanez era de una belleza hechizante. Su cabello corría como una cascada blanca y vaporosa hasta la cintura. Parecía casi un fantasma y al mismo tiempo su presencia era tan nítida que me fue imposible apartar los ojos de ella cuando se fue a sentar en un cojín, junto a la ventana. Recobré al fin la voz y espabilé.

—Pero ¿cayó adónde?

La nixe adoptó una expresión afligida cuando respondió.

—Cayó al abismo.

Jadeé y apreté los dientes. Imposible, pensé. ¡Ese abismo medía más de cien metros! ¿Cómo demonios había logrado Aryes bajar ahí sin convertirse en espíritu? ¿Y cómo había conseguido arrojarse a ese abismo? Me pasé una mano por la frente, agitada.

—Pero… se suponía que estaba en las Tierras Altas —murmuré.

Callé. Sí, Aryes había estado en las Tierras Altas, pero, calculando el tiempo en que su carta había tardado en llegar a Ató y sumándolo al tiempo que había transcurrido desde entonces, podía perfectamente haberse pasado varias semanas rondando por los Extradios en compañía del capitán Calbaderca, Kitari y Kaota, y caer por el precipicio de aquella cueva por alguna razón. Sacudí la cabeza nerviosamente.

—Es increíble que haya podido sobrevivir a una caída así.

—Utilizó sus artes y frenó la caída —explicó Nawmiria—. Pero las corrientes de energías de la Cripta han debido de afectar su sortilegio. El abuso de energía se paga muy caro. —Sus ojos dorados eran tan intensos que por un momento sentí mi agitación aplacarse.

Si Aryes había sido capaz de bajar aquel precipicio, desde luego no tenía nada que envidiar a un Talvenire experto. Aunque… ¿qué pasaría si Aryes no se restablecía de su apatismo? ¿Y si se restablecía pero le quedaba una marca indeleble? Ya había sufrido más de un apatismo, en particular aquel que le había dejado el cabello blanco y los ojos hipersensibles a la luz. Según había contado, había tardado dos semanas en reponerse de la crisis. Y ahora llevaba tres semanas y aún seguía apático…

“Shaedra”, gimió Syu. “Me estás preocupando seriamente. ¿De veras crees que no se recuperará?”

Simplemente el pensarlo me helaba el corazón.

“Se recuperará, Syu. Yo nunca he dicho que no fuese a hacerlo.”

Sentí una mano suave coger la mía y me di cuenta de que llevábamos varios minutos en silencio. Kyisse me miraba con una sonrisa.

—La gwinalia lo salvará —dijo.

La miré sin entender y entonces recordé aquella famosa gwinalia, la flor azulada de la suerte que me había regalado Kyisse en los Subterráneos. La flor había sobrevivido a muchas peripecias. Pero no a todas. Ignoraba dónde la había perdido y en aquel momento la aseveración de Kyisse más que levantarme el ánimo me lo arrojó por los suelos. Bueno, al menos Kyisse estaba bien y Ga no se había equivocado al decir que la pequeña estaba de vuelta en su hogar.

—Lo salvará —repetí, forzando una sonrisa—. Por supuesto. —Me mordí el labio y recompuse mi expresión—. Dime, Kyisse, ¿por qué tienes el pelo azul?

La niña se encogió de hombros.

—El pelo negro era sólo una ilusión. Es que… mis padres me dijeron que para pasar desapercibida tenía que colorearme el pelo de negro. Y eso fue lo que hice.

Parpadeé, incrédula.

—¿Durante todos estos años?

Kyisse asintió con cara inocente. Resoplé. ¿Era acaso posible guardar en perpetua fabricación un sortilegio de armonía? El ruido de un arpa me alcanzó.

“Por supuesto que es posible”, declaró Frundis. “Pero, para eso, hay que ser un bastón.”

“O tener sangre de nixe”, agregué.

Inspiré hondo y advertí que tanto Sib como Nawmiria me examinaban con atención.

—Aüro me ha dicho que varias personas te han acompañado hasta aquí —dijo la nixe—. Si se comprometen a no desvelar nuestro emplazamiento a nadie, les abriremos nuestra puerta encantados.

—Naw —murmuró Sib con una mirada elocuente. Me escudriñó y preguntó—: ¿Cuántos son?

—Pues… Iharath, Drakvian, Wujiri, Galgarrios y Ga. Cinco.

—Cinco —repitió el anciano—. ¿Son todos saijits?

Hice una mueca ante la pregunta.

—No. Ga es una sainal. —Sib asintió—. Y Drakvian es una vampira.

La nixe se sobresaltó.

—¿Una vampira? Aüro no me lo comentó.

—¿Y qué hace una vampira en compañía de presas potenciales? —preguntó Sib Euselys con evidente curiosidad.

Carraspeé.

—Bueno. Drakvian es una amiga. Se ha criado entre saijits. —En el último momento, decidí que era mejor no hablar demasiado y evitar mencionar a Márevor Helith—. Y además, ella también salvó a Kyisse. La pequeña la conoce. No os hará ningún daño. —Me mordí el labio y paseé una mirada distraída por la habitación—. Si me puedo permitir una pregunta, ¿desde cuándo vivís en este… er… lugar?

Sib enarcó una ceja.

—¿En la Cripta de los Colibríes? Desde hace apenas cuatro años. Es un hermoso lugar. Voy a invitar a tus compañeros personalmente —declaró, levantándose—. No hace falta que me acompañes —sonrió al ver que me iba a levantar yo también—. Será mejor que descanses, después de tanto viaje.

Tanta confianza y amabilidad me dejaban un poco desconcertada.

—Quisiera ver a Aryes —declaré.

Sib asintió.

—Está inconsciente, joven ternian. Seguramente no se despertará hasta dentro de varias horas.

—Lo sé —repliqué—. Pero quiero verlo.

Un reflejo extraño pasó por los ojos de Sib.

—Entiendo. Está bien.

Kyisse no me soltó la mano y yo no se la solté a ella. Syu se subió a mi hombro y salimos del comedor. La casa no era muy grande, tan sólo tenía tres habitaciones, y me pregunté cómo demonios pretendía Sib meter a todos mis amigos dentro. Rodeamos una cesta llena de cebollas y Sib abrió una puerta con suavidad. La habitación estaba totalmente a oscuras. El humano se giró hacia mí y me tendió la vela; acto seguido se agachó para murmurarle unas palabras a Kyisse, le cogió la mano y se la llevó con él hacia fuera. Tras una vacilación, Syu dio un salto hasta el suelo.

“No me gustan los apatismos”, se excusó, molesto. “Voy a ver a los demás.”

Asentí y cerré la puerta detrás de mí. Aryes dormía agitadamente, murmurando en su sueño. Tras observarlo durante unos instantes, eché un vistazo a mi alrededor. El mobiliario era casi inexistente: sólo había dos cestas y varios cojines abandonados contra una pared. Posé a Frundis contra el muro y la vela en el suelo antes de arrodillarme junto a Aryes, tendido en un jergón.

—No… —gemía él. Agitó la cabeza, como si estuviese luchando contra algo.

Tragué saliva y le cogí la mano. Estaba fría. Y su mejilla y su frente también lo estaban. Recordé a la joven elfocana de Tenap, y al viejo Jenbralios de Ató. Ambos habían sufrido una crisis apática de la que jamás se habían recuperado. Pero Aryes se repondría. Porque, si no lo hacía, ignoraba cómo iba a poder soportar una realidad tan horrible. Cerré los ojos un instante y luego me tumbé junto a él y posé mi cabeza contra su pecho. Su corazón latía rápidamente.

—Aryes… Te he echado tanto de menos… —murmuré y me sequé las lágrimas para no empaparle la túnica.

Poco a poco, los latidos de su corazón se calmaron y su respiración se hizo más regular. ¿Qué diablos le había podido ocurrir antes de caer en la Cripta de los Colibríes?, me pregunté. ¿Dónde estaban el capitán Calbaderca y sus Espadas Negras? Eso no me lo habían explicado Sib y Nawmiria. Tal vez no lo sabían.

Suspiré en el silencio del cuarto. Cuando las cosas parecían al fin arreglarse, todo se estropeaba de nuevo. Kyisse había recuperado a sus abuelos, pero yo había aniquilado mi vida saijit… y la de Spaw. Aryes estaba en un estado sobre el que prefería no reflexionar demasiado y, sin embargo, seguía vivo y no podía negar que pese a toda mi preocupación me sentía contenta al tenerlo tan cerca. “Mientras estamos donde estamos, siempre hay esperanza”, había dicho Frundis. Esbocé una débil sonrisa.

El cansancio acabó por apoderarse de mí y me sumí en un sueño tranquilo en el que una niña de pelo azul iba dibujando rostros desconocidos en la arena de una playa. En un momento, uno de los dibujos se animó con los rasgos de Márevor Helith y este me dedicó una sonrisa esquelética. Desperté bruscamente cuando sentí una mano fría acariciar mi mejilla. Abrí los ojos, semi dormida. Una tenue luz se infiltraba por las rendijas de las contraventanas y los ojos azules de Aryes destellaban.

—¡Aryes! —murmuré. Iba a preguntarle qué tal estaba pero sus labios ahogaron mis palabras. Una sensación de alegría me recorrió todo el cuerpo. ¿Podía ser que Aryes se hubiese recuperado? El kadaelfo rompió el contacto y me sonrió. Solté un suspiro aliviado—. ¿Qué tal te encuentras?

Su sonrisa desapareció, se recostó contra el jergón y lo vi tragar saliva con dificultad.

—Shaedra —jadeó—. Creo… creo que estoy perdiendo la cabeza.

Su respuesta me devolvió a la realidad: Aryes estaba demasiado pálido, aun para su raza, y todo indicaba que la apatía lo seguía consumiendo.

—No la estás perdiendo —repliqué, tratando de darle un atisbo de convicción a mi voz—. Te estás recuperando. Simplemente abusaste de tus energías. No deberías haber bajado por ese abismo con energía órica.

Aryes inspiró ruidosamente y asintió, distraído.

—Fue una locura. Debería haber muerto —sus ojos se agrandaron y añadió—: con los demás.

Sus palabras me petrificaron.

—El capitán Calbaderca… ¿murió?

Aryes pestañeó. Sus ojos se habían velado.

—Unos orcos nos atacaron. Corrimos. Y yo… los abandoné.

Un sollozo lo sacudió todo entero y ocultó su rostro con un brazo.

—Estoy demasiado débil —murmuró con la voz trémula y cansada—. Por favor, no deberías verme así.

Sacudí la cabeza, aturdida. Que el capitán Calbaderca, Ashli, Kaota y Kitari estuvieran muertos era inimaginable.

—Aryes —solté—. ¿Los viste morir?

El kadaelfo apartó el brazo de su rostro. Estaba deformado por el dolor, constaté espantada.

—No —dijo al fin—. No los vi morir. Pero no tenían escapatoria. —Su rostro perdió de pronto toda expresión. Giró la cabeza, me miró y me sonrió—. Shaedra —pronunció—. ¿Eres tú?

Mis labios temblaron.

—Sí. Soy yo.

Aryes asintió tranquilamente y entonces frunció el ceño.

—Está todo muy oscuro. ¿Estamos en los Subterráneos?

—No —expliqué con dulzura—. Estamos en la Cripta de los Colibríes. El abismo al que caíste hace tres semanas. En los Extradios.

—¿En los Extradios? Vaya. —Levantó una mano lenta hacia mí y cogió el collar que llevaba a mi cuello—. Es un… bonito collar —observó. Parecía mareado—. ¿Te lo regalé yo?

Ladeé la cabeza, preguntándome hasta qué punto Aryes podría llegar a delirar. En realidad, por el momento parecía estar bastante bien: al salir de Tauruith-jur, yo había estado diciendo barbaridades todavía más grandes.

—No —contesté—. Me lo dio Lénisu. Fue el collar de una Sombría.

—Pero tú no eres Sombría —replicó débilmente.

Esbocé una sonrisa. No era el mejor momento para explicarle todos los líos.

—Descansa —le dije. Le besé la frente y me enderecé—. Y haz todo para recuperarte.

Aryes parpadeó y un rayo de lucidez pasó otra vez por sus ojos.

—Shaedra. Hacía tanto tiempo… Sé que debería preguntarte muchas cosas. Pero estoy tan cansado… —Alzó una mano temblorosa y se la tomé, inquieta. Lo oí inspirar hondo—: No te vayas.

Su voz trémula y el pánico en sus ojos me conmovieron en lo más hondo.

—No me iré —le prometí.

Su mirada volvió enseguida a velarse de bruma. Sus labios se movieron y murmuraron algo sobre unos orcos; no estaba ni realmente dormido ni realmente despierto. Me puse más cómoda sobre los cojines y me crucé de brazos, sintiendo rabia al verme incapaz de ayudar a Aryes. Cuando, horas después, vino Drakvian con una bandeja de comida, yo no me había movido un ápice. La vampira enarcó una ceja al detallarme con la mirada; examinó a Aryes desde lejos mientras yo tendía una mano para coger una manzana.

—Se recuperará —dije con firmeza—. Aryes siempre se recupera.

La vampira me dedicó una sonrisa.

—Yo también lo creo. ¿Sabes? Iharath y Sib se han llevado de maravilla desde el principio. Ahora Sib les está enseñando su espada Cobra a él y a Wujiri. Es una reliquia —explicó—. Y Kyisse y Galgarrios están con Nawmiria en el jardín. Tal vez… deberías salir un poco —sugirió.

Negué con la cabeza con obstinación.

—No quiero dejarlo solo.

Drakvian levantó los ojos al cielo.

—Como quieras. ¿Puedo hacerte compañía?

Le sonreí y asentí antes de pegar un mordisco a la manzana.